Para calmar la inquietud de los agricultores continuaron las compras de cereales en la catapulta… pero los cheques llevaban ahora impresa la advertencia de que el Estado Libre de Luna no respondía de ellos, ni garantizaba que la Autoridad Lunar los redimiera ni siquiera en papel-moneda, etc., etc. Algunos cultivadores dejaban la carga a pesar de todo, algunos no, y todos protestaban. Pero no podían hacer nada, ya que la catapulta estaba parada y las cintas transportadoras no funcionaban.
La depresión no se dejó sentir de un modo inmediato en el resto de la economía. Los regimientos de defensa habían diezmado hasta tal punto las filas de los mineros que la venta de hielo en el mercado libre era un buen negocio; las acerías subsidiarias de la LuNoHoCo contrataban a todos los hombres físicamente aptos que podían encontrar, y Wolfgang Korsakov disponía de una gran cantidad de papel moneda, «Dólares Nacionales», impresos como los dólares Hong Kong y con el mismo valor… teóricamente. En Luna abundaba la comida, abundaba el trabajo, abundaba el dinero; la gente no estaba preocupada, ya que tenía como siempre «cerveza, apuestas, mujeres y trabajo».
Los «Nacionales», nombre que se daba a los nuevos dólares, eran dinero de inflación, dinero de guerra, moneda de curso forzoso. Servían para todas las transacciones, pero al tratarse de una moneda inflacionaria se devaluaban de un modo creciente; el nuevo gobierno estaba gastando un dinero que no poseía.
Pero aquello fue más tarde… El desafío a Tierra, a la Autoridad y a las Naciones Federadas fue expresado en términos deliberadamente insolentes. Se ordenó a las naves de las Naciones Federadas que permanecieran a una distancia mínima de diez diámetros de Luna, sin orbitar a ninguna distancia si no querían ser destruidas sin previo aviso. (No se mencionaba el cómo, dado que no podíamos hacerlo). Las naves de propiedad privada serían autorizadas a alunizar si: a) se solicitaba el permiso por anticipado, incluyendo el plan balístico, b) la nave autorizada se situaba bajo el Control de Luna (Mike) a una distancia de cien mil kilómetros mientras seguía la trayectoria aprobada, y c) no llevaba armas a bordo, a excepción de tres armas cortas que podían portar tres oficiales. Para comprobar este último punto, la nave sería inspeccionada inmediatamente después del alunizaje y antes de que descendiera ningún pasajero; la violación de esa norma significaría la confiscación de la nave. Ninguna persona podría descender a Luna a excepción de los tripulantes de una nave involucrados directamente en la carga y descarga y de los ciudadanos de los países de Tierra que hubieran reconocido a Luna Libre. (Únicamente Chad… y Chad no poseía naves. El profesor confiaba en que algunas naves de propiedad privada se inscribirían en el registro de la flota mercante de Chad y viajarían bajo su pabellón).
El Manifiesto declaraba que los científicos terráqueos que continuaban en Luna podrían regresar a Tierra en cualquier nave que se ajustara a las condiciones estipuladas. Invitaba a todas las naciones terráqueas amantes de la libertad a denunciar los atropellos de que habíamos sido víctimas y los que la Autoridad planeaba contra nosotros, a reconocernos y a establecer relaciones comerciales con Luna, donde no existían trabas de ninguna clase contra el libre intercambio comercial. Invitaba también a la inmigración, ilimitada, y subrayaba que en Luna había escasez de mano de obra y que cualquier inmigrante se encontraría en condiciones de subvenir a sus necesidades inmediatamente.
Alardeábamos también de nuestra alimentación: un consumo de 4000 calorías diarias per cápita entre los adultos, con muchas proteínas, un coste muy bajo y ningún racionamiento. (Stu había sugerido a Adam-Mike que citara el precio del vodka de 100 grados: cincuenta centavos de dólar Hong Kong el litro, libre de impuestos. Teniendo en cuenta que era menos de la décima parte del precio al detalle del vodka de 80 grados en América del Norte, Stu sabía que la cita sería eficaz. Adam, abstemio «por naturaleza», no había pensado en ello: uno de los pocos descuidos de Mike).
La Autoridad Lunar era invitada a reunirse en un lugar alejado de cualquier núcleo de población —en alguna parte sin irrigar del Sahara, por ejemplo—, para recibir allí nuestro último envío de cereales, completamente gratis… y sin frenado previo de ninguna clase. Seguía la advertencia de que estábamos dispuestos a hacer lo mismo con cualquiera que amenazara nuestra paz, y a tal efecto teníamos preparado un número suficiente de cargas en la catapulta, listas para ser lanzadas a Tierra.
Luego esperamos.
Pero no esperamos con los brazos cruzados. En realidad había unos cuantos cilindros cargados; los descargamos y volvimos a cargarlos con rocas, introduciendo cambios en los elementos de orientación a fin de que el Control de Poona no pudiera afectarles. Quitamos los retropropulsores, dejando únicamente los impulsores laterales, y los primeros fueron trasladados a la nueva catapulta para ser transformados en impulsores. La mayor dificultad consistió en llevar acero a la nueva catapulta para envolver los cilindros de roca maciza. El acero era un problema para nosotros.
Dos días después de nuestro manifiesto, una radio «clandestina» empezó a emitir en dirección a Tierra. Sus ondas eran muy débiles y tendían a desvanecerse en el éter, y se suponía que estaba oculta, probablemente en un cráter, donde sólo podía funcionar a determinadas horas, hasta que los animosos científicos terráqueos lograron instalar un repetidor automático. Se encontraba muy próxima a la frecuencia de «La Voz de Luna Libre», la cual tendía a ahogarla con sus desaforadas bravatas.
(Los terráqueos que permanecían en Luna no tenían ninguna posibilidad de hacer señales. Los que habían preferido continuar sus investigaciones estaban severamente controlados por stilyagis que no les perdían de vista un solo instante, y dormían encerrados en barracones).
Pero la emisora «clandestina» consiguió hacer llegar «la verdad» a Tierra. El profesor había sido juzgado por desviacionismo y se encontraba bajo arresto domiciliario. Yo había sido ejecutado por traición. Hong Kong Luna se había sublevado, declarándose independiente. En Novylen, los disturbios eran continuos. Todas las explotaciones agrícolas habían sido colectivizadas, y en el mercado negro de Luna City se vendían los huevos a tres dólares la unidad. Se habían formado batallones femeninos, que patrullaban con fusiles de imitación por los pasillos de Luna City: cada una de sus miembros había jurado matar al menos a un terráqueo.
Esto último, lo de los batallones femeninos, era casi cierto. Muchas damas deseaban aportar su colaboración militante y habían formado una especie de Cuerpo de Defensa Civil. Pero no patrullaban ni llevaban armas; se limitaban a hacer prácticas de primeros auxilios. Pero Mum lo ignoraba y no permitió que Hazel se alistara… lo cual significó un berrinche para la muchacha.
No sé hasta qué punto debo llegar en el relato de los hechos. No podría contarlos todos, desde luego, pero lo que narran los libros de historia se aleja tanto de la verdad….
Yo no era mejor «ministro de defensa» que «diputado». No me estoy disculpando, ya que lo cierto es que no estaba preparado para ninguna de las dos cosas. La revolución es cosa de aficionados para casi todo el mundo; el profesor era el único que parecía saber lo que estaba haciendo, y a pesar de ello también para él era nueva la situación: nunca había tomado parte en una revolución victoriosa ni había formado parte de un gobierno, y mucho menos en calidad de Primer Ministro.
Como Ministro de Defensa, no se me ocurrían otras medidas defensivas aparte de las que ya habíamos adoptado; es decir, patrullas volantes de stilyagis en las conejeras, y tiradores provistos de fusiles láser alrededor de los radares balísticos. Si las Naciones Federadas decidían bombardearnos, no veía el modo de evitarlo; no había un solo misil de intercepción en todo Luna, y ese tipo de cohetes no es de los que pueden improvisarse de la noche a la mañana. Ni siquiera disponíamos de los materiales atómicos indispensables para construir tales cohetes.
De modo que me limité a pedir a algunos ingenieros chinos que habían construido fusiles láser que estudiasen el problema de la intercepción de bombas o de misiles: el mismo problema, de hecho, ya que la única diferencia entre una bomba y un misil consiste en que este último llega antes a su punto de destino.
Luego dediqué la atención a otras cosas. En mi fuero íntimo, confiaba en que las Naciones Federadas no bombardearían nunca las conejeras. Algunas de estas, las de Luna City en particular, se hallaban a tanta profundidad que probablemente podrían resistir los impactos directos. Una galería, en el piso inferior del Complejo donde vivía la parte central de Mike, había sido diseñada para resistir un bombardeo. En cambio, Tycho Inferior era una gran cueva natural como la Antigua Cúpula, y el techo sólo tenía unos metros de espesor: bastaría una sola bomba para que se derrumbara.
Pero no existen límites para la potencia de una bomba de hidrógeno; las Naciones Federadas podían construir una lo bastante grande como para aplastar Luna City… y teóricamente incluso una bomba del Juicio Final que partiera a la Luna en dos, como si fuera un melón. Si decidían hacerlo, no veía el modo de evitarlo, de modo que no me preocupaba.
En consecuencia, dediqué mi tiempo a los problemas que podía manejar, ayudando en la nueva catapulta, tratando de mejorar las instalaciones para los taladros láser alrededor de los radares (y tratando de retener a los taladradores: la mitad de ellos se marchó en cuanto el hielo aumentó de precio), intentando instalar controles descentralizados para todas las conejeras. Mike hizo los diseños, nos incautamos de todas las computadoras que pudimos encontrar (pagándolas con «nacionales» con la tinta apenas seca), y encargué la tarea a McIntyre, el antiguo Ingeniero Jefe de la Autoridad, considerando que estaba capacitado para realizarla.
La mayor computadora aparte de Mike, era la que utilizaba el Banco de Hong Kong en Luna para su contabilidad y también como cámara de compensación. Estudié sus manuales de instrucción y decidí que era una computadora bastante lista tratándose de una máquina que no podía hablar, de modo que le pregunté a Mike si podría enseñarle balística. Establecimos unos enlaces provisionales para que las dos máquinas pudieran conocerse, y Mike informó que su compañera podría aprender la tarea sencilla para la cual lo necesitábamos —un refuerzo para la nueva catapulta—, aunque él no se atrevería a viajar en una nave controlada por aquella computadora; era demasiado prosaica y carecía de sentido crítico. En realidad era estúpida.
Bueno, no la queríamos para que silbara melodías o contara chistes; sólo la necesitábamos para impulsar cargas en una catapulta en la milésima de segundo precisa y a la velocidad correcta, y luego controlar el descenso de la carga hacia Tierra.
El Banco de Hong Kong no tenía el menor deseo de vender.
Pero nosotros contábamos con patriotas en su consejo de administración, prometimos devolverla cuando la situación se normalizara y la trasladamos a su nuevo emplazamiento; por medio de tractores, ya que no cabía en los Tubos. La conecté de nuevo a Mike y este se dedicó a enseñarle el arte de la balística previendo la posibilidad de que su conexión con el nuevo emplazamiento pudiera quedar cortada en el curso de un ataque.
(¿Saben lo que utilizó el Banco para reemplazar a la computadora? Doscientos empleados provistos de ábacos. ¿Ábacos? Sí, unas tablas con bolas movibles, la más antigua de las computadoras manuales, tan antigua que nadie sabe quién la inventó. Los rusos, los chinos y los japoneses los habían utilizado siempre, y en la actualidad los usan aún las tiendas pequeñas).
Tratar de mejorar los taladros láser como armas de defensa espacial resultó más fácil, pero menos seguro. Tuvimos que dejarlos montados sobre sus soportes originales; no disponíamos de tiempo, ni de acero, ni de herreros para improvisar otros. De modo que nos concentramos en los dispositivos para obtener una mejor puntería. Lo que hacía falta eran telescopios, desde luego. Pero en Luna eran prácticamente inexistentes; además de las dificultades que planteaba el transporte de unos elementos tan delicados, en Luna no había mercado para ellos. De modo que tuvimos que utilizar prismáticos e instrumentos ópticos confiscados en los laboratorios de los terráqueos, especialmente las cámaras Bausch y Schmidt que los astrónomos empleaban para delinear el mapa del cielo.
Pero el mayor problema eran los hombres. No se trataba de una cuestión de dinero, ya que los sueldos eran muy altos. Pero a un perforador le gusta trabajar, ya que en caso contrario habría escogido otra profesión. Y permanecer de guardia día tras día, en espera de una alarma que siempre resultaba ser un simple ejercicio de entrenamiento, era algo que no se había hecho para ellos. Se marchaban. Un día del mes de septiembre ordené uno de los habituales ejercicios y me encontré con que sólo había personal para siete taladros.
Aquella noche hablé del asunto con Wyoh y con Sidris. Al día siguiente, Wyoh quiso saber si el profesor y yo daríamos el visto bueno a unos gastos adicionales… Formaron algo que Wyoh bautizó con el nombre de «Unidad Lisístrata». Nunca pregunté cuáles eran sus obligaciones ni lo que costaba, ya que en la primera visita de inspección que giré a un destacamento después de aquello, encontré en él a tres muchachas y a una dotación completa de hombres. Las muchachas vestían el mismo uniforme que los hombres, y una de ellas llevaba los galones de sargento.
Mi visita de inspección fue muy breve. Ninguna de aquellas muchachas tenía una musculatura que le permitiera manejar un taladro. Pero me di cuenta de que la moral entre los hombres era muy elevada, y no presté más atención al asunto.
El profesor había subestimado a su nuevo Congreso. Estoy seguro de que lo único que deseaba era un organismo que dijera amén a todo lo que nosotros hacíamos y que al mismo tiempo apareciera como «la voz del pueblo». Pero el hecho de que los nuevos diputados no fueran «cabezas huecas» determinó que se mostraran más activos de lo que el profesor deseaba. Especialmente el Comité para la Organización y Estructuración Permanentes del Gobierno.
Lo que en realidad ocurría era que todos estábamos intentando hacer más de lo que estaba a nuestro alcance. Los jefes permanentes del Congreso eran el Profesor, Finn Nielsen y Wyoh. El profesor sólo se dejaba ver cuando quería dirigirles la palabra: rara vez. Pasaba el tiempo analizando o proyectando con Mike (las probabilidades llegaron a ser de una contra cinco durante el mes de septiembre del 76), planeando la propaganda con Stu y Sheenie Sheehan, controlando las noticias oficiales para Tierra, las «noticias» completamente distintas que transmitía la radio «clandestina», y amañando las noticias que llegaban de Tierra. Además de eso, lo controlaba prácticamente todo: yo tenía que informarle diariamente, lo mismo que todos los ministros, reales y ficticios.
Por mi parte mantenía muy ocupado a Finn Nielsen, que era mi «Comandante de las Fuerzas Armadas». Tenía que supervisar sus fusileros láser: inicialmente seis hombres con armas capturadas en el asalto a la residencia del Alcaide, que se habían convertido en ochocientos esparcidos por todo Luna y armados con fusiles «de imitación» construidos en Kongsville. Además, estaban todas las organizaciones de Wyoh, desde los stilyagis hasta las muchachas de la Unidad Lisístrata, pasando por los Irregulares (rebautizados con el nombre de «Piratas de Peter Pan»). Todos aquellos grupos paramilitares dependían de Finn a través de Wyoh. Yo no podía ocuparme de ellos, porque tenía otros problemas, tales como actuar de mecánico al mismo tiempo que de «estadista» cuando había que realizar tareas tales como la de instalar aquella computadora en la nueva catapulta.
Además de lo cual, yo no soy un ejecutivo y Finn tenía cualidades para ello. Le asigné también el mando de los perforadores, pero antes decidí formar con ellos una «brigada» y convertir al juez Brody en «brigadier». Brody sabe tanto de cuestiones militares como yo —creo—, pero era muy conocido, muy respetado, tenía mucho carácter… y había sido perforador antes de perder una pierna. Finn no era perforador y no podía tratar directamente con ellos; no le hubieran escuchado. Pensé en utilizar a mi comarido Greg. Pero Greg hacía falta en la catapulta de Mare Undarum, y era un simple mecánico que había seguido todas las fases de la construcción.
Wyoh ayudaba al profesor, ayudaba a Stu, dirigía sus propias organizaciones, realizaba viajes a Mare Undarum… y disponía de muy poco tiempo para presidir el Congreso; la tarea recaía sobre el presidente del comité decano, Wolf Korsakov… que estaba más ocupado que cualquiera de nosotros; la LuNoHoCo dirigía todo lo que la Autoridad había dirigido, y muchas cosas nuevas por añadidura.
Wolf tenía un buen comité; el profesor tenía que haberlo vigilado más de cerca. Wolf había hecho que su jefe, Moshai Baum, fuese elegido vicepresidente, y este se había tomado muy en serio la tarea de determinar las características que debía tener el gobierno permanente. Y Wolf, creyendo que dejaba el Comité en buenas manos, se había desentendido de él.
Bajo la dirección de Baum, los miembros del Comité se dedicaron a estudiar formas de gobierno en la Biblioteca Carnegie, celebraron reuniones de subcomités, formados por tres o cuatro personas (las suficientes para inquietar al profesor, si lo hubiese sabido), y cuando el Congreso se reunió a primeros de septiembre para ratificar algunos nombramientos y elegir más diputados-representantes de toda la nación, el Camarada Baum maniobró hábilmente desde la Presidencia e hizo aprobar una resolución por la que el Congreso quedaba convertido en una Convención Constitucional dividida en grupos de trabajo encabezados por aquellos subcomités.
Creo que el profesor quedó sorprendido y disgustado. Pero no podía oponerse a lo que había sido aprobado de acuerdo con las normas que él mismo había redactado. Sin embargo, no se dio por vencido: se trasladó a Novylen (donde ahora se reunía el Congreso: Novylen era geográficamente más céntrica que Luna City) y pronunció un discurso en términos moderados, como de costumbre, limitándose a proyectar algunas sombras sobre lo que estaban haciendo, en vez de decirles sin rodeos que estaban equivocados:
—Camaradas miembros, lo mismo que el fuego, el gobierno es un peligroso servidor y un amo terrible. Ahora disfrutáis de libertad… si sabéis conservarla. Pero no olvidéis que podéis perder esa libertad más rápidamente por vosotros mismos que por cualquier otro tirano. Avanzad lentamente, no dudéis en vacilar, meditad bien en las consecuencias de cada palabra. No me importaría que esta convención deliberase diez años antes de informar… pero me asustaría si sus deliberaciones durasen menos de un año.
»Desconfiad de lo evidente, sospechad de lo tradicional… ya que en el pasado el género humano no ha salido bien librado cuando se ha ensillado a sí mismo con gobiernos. Observo, por ejemplo, en un borrador una propuesta para dividir a Luna en distritos parlamentarios y en dividirlos de nuevo de cuando en cuando de acuerdo con su población.
»Este es el sistema tradicional; en consecuencia, debe ser sospechoso, considerado culpable hasta que demuestre su inocencia. Tal vez algunos de vosotros creéis que es el único sistema. ¿Puedo sugerir otros? El lugar donde vive un hombre es lo menos importante en lo que a él respecta. Pueden formarse distritos electorales dividiendo a la gente por su ocupación… o por su edad… o incluso alfabéticamente. O podría no ser dividida, eligiendo a los diputados como representantes de toda la nación; esta podría ser la mejor solución para Luna.
»Podríais considerar incluso el nombramiento de los candidatos que obtuvieron el menor número de votos: los hombres impopulares pueden ser precisamente los que os salven de una nueva tiranía. No rechacéis la idea simplemente porque parece descabellada: ¡meditadla bien! En el pasado, tal como demuestra la historia, los gobiernos elegidos popularmente no han sido mejores y a veces han resultado mucho peores que las tiranías declaradas.
»Pero si vuestras preferencias se inclinan por un gobierno representativo, existen medios mucho mejores que el distrito territorial para alcanzarlo. Cada uno de vosotros, por ejemplo, representa a unos diez mil seres humanos, tal vez a siete mil con derecho a voto… y algunos de vosotros fuisteis elegidos por leves mayorías. Supongamos que en vez de ser elegido un hombre quedara calificado de oficio por una petición firmada por cuatro mil ciudadanos. En tal caso representaría a aquellos cuatro mil positivamente, sin minorías disconformes, ya que hubiese sido minoría en una elección por distritos territoriales y quedaría en libertad para encabezar otras peticiones o unirse a ellas. Entonces, todos estarían representados por los hombres a los que habrían elegido. Y un hombre con ocho mil partidarios, por ejemplo podría tener dos votos en esta Cámara. Habría dificultades, objeciones, sin duda alguna. Pero todas ellas podrían ser superadas, y evitar así la crónica dolencia del gobierno representativo, la minoría disconforme que cree, ¡con motivo!, que ha sido dejada de lado.
»Pero, hagáis lo que hagáis, no permitáis que el pasado sea una camisa de fuerza.
»Observo una propuesta para convertir a este Congreso en un organismo de dos Cámaras. Excelente: a más impedimentos, mejor legislación. Pero, en vez de seguir la tradición, sugiero una cámara de legisladores, y otra cuya única obligación sea la de rechazar leyes. Dejad que los legisladores aprueben leyes por una mayoría de dos tercios… en tanto que la otra cámara pueda rechazarlas por una simple minoría de un tercio. ¿Absurdo? Pensadlo bien. Si un proyecto de ley es tan poco atractivo que no obtiene los dos tercios de vuestros asentimientos, ¿no es probable que se convirtiera en una ley inoperante? Y si una ley es rechazada por una tercera parte de vosotros, ¿no es probable que podáis prescindir perfectamente de ella?
»Pero al redactar vuestra constitución permitidme que os llame la atención sobre las maravillosas virtudes de la negativa. ¡Acentuad la negativa! Henchid vuestro documento de cosas que el gobierno no pueda hacer nunca. Prohibidle reclutar ejércitos… prohibidle cercenar en lo más mínimo la libertad de prensa, de expresión, de reunión, de religión, de instrucción, de comunicación, de trabajo, de viajar… prohibidle que exija el pago de impuestos involuntarios. Camaradas, si pasarais cinco años estudiando la historia en busca de más y más cosas que un gobierno tendría que prometer no hacer nunca, y vuestra constitución sólo incluyera esas negativas, me sentiría muy satisfecho.
»Lo que más temo son los actos afirmativos de hombres sensatos y bienintencionados, otorgando al gobierno poderes para hacer algo que parece necesario. Os ruego que recordéis siempre que la Autoridad Lunar fue creada para el más noble de los objetivos por un grupo de hombres bienintencionados, todos elegidos popularmente. Y con esta idea os dejo entregados a vuestras tareas. ¡Gracias!
—¡Gospodin Presidente! Sólo a título informativo. Ha hablado usted de «impuestos involuntarios»… Entonces, ¿cómo espera usted pagar las cosas? ¡Tanstaafl!
—Yo pienso pagar las mías, y en cuanto a las de usted son un problema suyo. Ahora bien, en términos generales, se me ocurren varios sistemas de financiación de los gastos. Aportaciones voluntarias como las de las iglesias que se mantienen a sí mismas… loterías patrocinadas por el gobierno a las cuales nadie necesita suscribirse… o tal vez los diputados podrían rascarse los bolsillos y pagar lo que sea necesario; ese sería un medio idóneo para reducir el gobierno a sus funciones indispensables, cualesquiera que puedan ser. Si es que en realidad existen esas funciones. Por mi parte, me daría por satisfecho con que la única ley fuese la Regla de Oro: «No quieras para otro lo que no quieras para ti»; no veo la necesidad de ninguna otra, ni de ningún sistema para imponerla. Pero si usted cree realmente que sus vecinos deben tener leyes por su propio bien, ¿por qué no habría de pagar usted por ello? Camaradas, no recurráis a los impuestos forzosos. No hay peor tiranía que la de obligar a un hombre a pagar por lo que no desea, simplemente porque otro hombre opina que sería bueno para él.
El profesor se inclinó y salió de la Sala. Stu y yo le seguimos. Una vez en una cápsula sin ningún otro pasajero, le pinché:
—Profesor, me ha gustado mucho lo que ha dicho… pero en lo que respecta a los impuestos, ¿no está usted diciendo una cosa y haciendo otra? ¿Quién cree que va a pagar todos los gastos que estamos haciendo?
Permaneció en silencio unos instantes y luego dijo:
—Manuel, mi única ambición es la de que llegue el día en que pueda dejar de fingir que soy un jefe ejecutivo.
—¡Eso no es una respuesta!
—Has puesto el dedo en el dilema de todo gobierno… y el motivo por el que soy anarquista. La facultad de imponer tributos, una vez concedida, no tiene límites; crece en proporciones geométricas. No bromeaba cuando les dije que se rascaran sus propios bolsillos. Es posible que no pueda prescindirse del gobierno… a veces creo que el gobierno es una enfermedad ineludible de los seres humanos. Pero entra en lo posible reducirlo a unos límites que lo hagan inofensivo. ¿Se te ocurre algo mejor que obligar a los gobernantes a que sufraguen los gastos de su afición antisocial?
—De todos modos, sigo sin saber cómo vamos a pagar lo que estamos haciendo.
—¿De veras, Manuel? Sabes perfectamente cómo lo estamos haciendo. Lo estamos robando. No me siento orgulloso ni avergonzado; es el medio de que disponemos. Si nuestros enemigos llegan a imponerse, pueden eliminarnos, y estoy preparado para enfrentarme a esa posibilidad. Pero al menos, robando, no hemos creado el nefasto precedente de los impuestos.
—Profesor, no me gusta decir esto…
—Entonces, ¿por qué lo dices?
—Porque, ¡maldita sea!, estoy metido en esto hasta el cuello, lo mismo que usted, y me gustaría que todo ese dinero fuese devuelto. No me gusta decirlo, pero lo que usted acaba de decir me suena a hipocresía.
El profesor dejó oír una risita burlona.
—¡Mi querido Manuel! ¿Has tardado tantos años en descubrir que soy un hipócrita?
—Entonces, ¿lo admite usted?
—No. Pero si el creer que lo soy hace que te sientas mejor, no tengo inconveniente en que me utilices como cabeza de turco. Pero no soy hipócrita conmigo mismo, porque el día que declaramos la Revolución sabía que necesitaríamos mucho dinero y que tendríamos que robarlo. Y no me atormenta la conciencia porque lo considero preferible a unos disturbios provocados por el hambre dentro de seis años, y al canibalismo dentro de ocho. Escogí un camino, y no me arrepiento de nada.
Me callé, reducido al silencio pero no satisfecho. Stu dijo:
—Profesor, me alegra mucho oírle decir que está ansioso por dejar de ser Presidente.
—¿De veras? ¿Compartes los puntos de vista de nuestro camarada?
—No del todo. Habiendo nacido para ser rico, el robar no me impresiona tanto como a él. No, pero ahora que el Congreso parece haberse tomado en serio el asunto de la Constitución, pienso asistir a las sesiones. Tengo la intención de presentarle a usted como Rey.
El profesor le miró, asombrado.
—No estoy dispuesto a aceptar ese nombramiento. Si me eligen, abdicaré.
—No se precipite, profesor. Podría ser la única manera de obtener la clase de Constitución que usted desea. Y la que deseo yo también, casi con su propia falta de entusiasmo. Usted podría ser proclamado Rey, y la gente le aceptaría; los lunáticos no tienen tendencias republicanas. Les gustaría la idea: el ceremonial, los trajes, una Corte y todo eso.
—¡No!
—¡Ja da! Cuando llegue el momento, no podrá usted negarse a aceptar. Porque necesitamos un rey y ningún otro candidato sería aceptado. Bernardo Primero, Rey de Luna y Emperador de los Espacios Circundantes.
—Stuart, debo rogarte que no sigas hablando. Me estás poniendo enfermo.
—Tiene usted que acostumbrarse a la idea. Yo soy monárquico porque soy demócrata. Y no dejaré que su aversión estropee mis propósitos, del mismo modo que usted no ha permitido que la repugnancia a robar estropeara los suyos.
—Un momento, Stu —dije—. ¿Dices que eres monárquico porque eres demócrata?
—Desde luego. Un rey es la única protección del pueblo contra la tiranía… especialmente contra el peor de los tiranos, el mismo pueblo. El profesor será ideal para el puesto… precisamente porque no lo desea. Su único defecto es su soltería, con la consiguiente falta de un heredero. Arreglaremos eso. Voy a nombrarte a ti como su heredero. Príncipe de la Corona. Su Alteza Real el Príncipe Manuel de la Paz, Duque de Luna City, Almirante General de las Fuerzas Armadas y Protector del Débil.
Le miré con los ojos muy abiertos. Luego enterré la cara entre mis manos.
—¡Oh, Bog!