Nuestra aeronave era un ferry tipo suelo-a-órbita utilizado para viajar a los satélites tripulados, para realizar suministros a las naves de las Naciones Federadas en servicio de patrulla orbital y para el transporte de pasajeros a los satélites de placer-y-juego. Llevaba tres pasajeros en vez de cuarenta, ninguna carga a excepción de tres trajes-p y un cañón de bronce (sí, el absurdo juguete estaba a bordo; los trajes-p y el bang-bang del profesor se encontraban en Australia una semana antes de nuestra llegada), y la tripulación de la Lark consistía en un navegante y un piloto Cyborg.
Llevábamos una sobrecarga de combustible.
Seguimos una trayectoria normal de aproximación al satélite Elysium… y luego nos desviamos súbitamente, pasando de una velocidad orbital a una velocidad de escape, un cambio más violento todavía que el despegue. La maniobra fue advertida por una nave-patrulla de las Naciones Federadas; nos ordenaron que nos detuviésemos y explicásemos. Me enteré de esto por Stu, mientras me reponía de los efectos de la aceleración y empezaba a disfrutar de un viaje normal. El profesor estaba aún inconsciente.
—Querían saber quiénes éramos y qué estábamos haciendo —me contó Stu—. Les dijimos que éramos el transporte especial chino Loto Floreciente, en misión de rescate de los científicos retenidos en Luna.
—¿No crees que pedirán una ratificación a Tierra?
—Desde luego. Pero, si lo que pagué sirve para algo, seremos identificados como el Loto Floreciente. No tardaremos en saberlo. Sólo hay una nave en posición para disparar un misil, y este nos alcanzará dentro de veintisiete minutos, según mis cálculos. De modo que si la posibilidad te preocupa, si tienes que rezar tus últimas plegarias o enviar algún mensaje de despedida… ahora es el momento.
—¿Crees que deberíamos despertar al profesor?
—Déjale que duerma. ¿Se te ocurre un modo mejor de dar el gran salto que pasar de un apacible sueño a otro sueño más profundo y definitivo? A menos que sepas que tiene que atender alguna necesidad religiosa… Nunca me dio la impresión de que fuera un hombre religioso, doctrinalmente hablando.
—No lo es. Pero si tú tienes tales obligaciones, no dejes que yo sea un estorbo.
—Gracias, ya atendí a lo que me pareció necesario antes de despegar. ¿Qué me dices de ti, Mannie? No soy un padre, precisamente, pero haré todo lo que esté en mi mano si puedo ayudarte. ¿Tienes algún pecado que pese en tu conciencia? Si necesitas confesarte, yo entiendo bastante de pecados.
Le dije que mis necesidades no discurrían en aquel sentido. Luego recordé algunos pecados que me habían hecho muy feliz, y le di una versión más o menos cierta de ellos. Aquello le recordó algunos de sus propios pecados, los cuales me recordaron… La Hora Cero llegó y pasó antes de que hubiésemos terminado con nuestros pecados. Stu LaJoie es un excelente compañero para los últimos minutos, aunque luego resulte que no han sido los últimos.
Pasamos dos días sin nada que hacer pero nos sometimos a unas drásticas rutinas para mantenernos en forma y no llegar a Luna como unos inválidos. Por mi parte, la idea de que estábamos regresando a casa me hacía sentirme feliz.
O casi feliz… El profesor me preguntó cuál era la causa de mi preocupación.
—Ninguna —le dije—. Estoy impaciente por llegar a casa, eso es todo. Pero… Bueno… lo cierto es que me siento avergonzado al pensar en nuestro fracaso. Profesor, ¿qué clase de error hemos cometido?
—¿Fracaso, muchacho?
—¿Qué otro nombre puede dársele? Pedimos ser reconocidos. Y no lo hemos conseguido.
—Manuel, te debo una disculpa. ¿Recuerdas las probabilidades que Adam Selene nos concedía antes de salir de Luna?
Stu no estaba al alcance del oído, pero «Mike» era una palabra que nunca utilizábamos; siempre era «Adam Selene», para mayor seguridad.
—¡Desde luego que las recuerdo! Una contra cincuenta y tres. Y luego, cuando llegamos a Tierra, bajaron a una contra cien. ¿Cuántas supone que serán ahora? ¿Una contra mil?
—He recibido los pronósticos de Adam Selene casi a diario… por lo cual te debo una disculpa. Los últimos, recibidos poco antes de salir de Tierra, confirmaban que lograríamos escapar y llegar sin novedad a Luna… o que al menos uno de nosotros lo conseguiría. Este es el motivo de que nos acompañe el camarada Stu, puesto que en su calidad de terráqueo está en mejores condiciones que nosotros para soportar las grandes aceleraciones. Y ahora, ¿quieres apostar unos cuantos dólares a que no aciertas cuáles son nuestras probabilidades en estos momentos? Estoy dispuesto a darte una pista, incluso: eres muy, muy pesimista.
—¡No quiero apostar nada! ¡Dígalo de una vez!
—Nuestras probabilidades son ahora de una contra diecisiete… y han ido aumentando durante todo el mes. Lo cual no podía decirte.
Quedé asombrado, maravillado, feliz… dolido.
—¿Qué significa eso de que no podía decírmelo? Mire, profesor, si no confía en mí, déjeme a un lado y ponga a Stu en la célula ejecutiva.
—Por favor, hijo mío. Ese es el puesto que ocupará si le ocurre algo a cualquiera de nosotros: a ti, a mí o a la querida Wyoh. No podía decírtelo en Tierra, y puedo decírtelo ahora, no porque desconfiara de ti, sino porque no eres un buen actor. Podías desempeñar tu papel de un modo más eficaz si creías que nuestro objetivo era el reconocimiento de la independencia.
—¡Ahora me lo dice!
—Manuel, Manuel, teníamos que luchar duramente… y perder.
—¿De veras? ¿Soy ya bastante mayor para que me lo cuente?
—Por favor, Manuel. Mantenerte temporalmente a oscuras aumentaba de un modo notable nuestras posibilidades; puedes preguntárselo a Adam. ¿Puedo añadir que Stuart aceptó el viajar a Luna con los ojos cerrados, sin preguntar por qué? Camarada, aquel Comité era demasiado reducido, y su presidente demasiado inteligente; existía la amenaza de que pudieran ofrecernos un compromiso aceptable… y el primer día estuvo a punto de ocurrir. Si hubiésemos podido presentar nuestro caso ante la Gran Asamblea, no habría existido el peligro de una acción inteligente. Pero, dadas las circunstancias, lo mejor que podía hacer era ganarme la antipatía del Comité, incluso recurriendo al insulto personal para asegurarme de que al menos uno de sus miembros se opondría a cualquier medida que no atentara contra el sentido común.
—Supongo que nunca entenderé las maniobras a alto nivel.
—Posiblemente no. Pero tus cualidades y las mías se complementan. Manuel, tú deseas ver a Luna Libre.
—Usted sabe que sí.
—Y tú sabes que Tierra puede derrotarnos.
—Desde luego. Nuestra probabilidades no han estado nunca a la par. De modo que no comprendo por qué había de ganarse la antipatía…
—Por favor. Dado que ellos pueden imponernos su voluntad, nuestra única oportunidad estriba en el debilitamiento de su voluntad. Por eso teníamos que ir a Tierra. Para crear disensiones. Para dividir las opiniones. El más astuto de los grandes generales de la historia de China dijo en cierta ocasión que la perfección en la guerra consiste en minar la voluntad del adversario hasta tal punto que se rinda sin luchar. En esa máxima residen nuestro objetivo final y nuestro peligro más apremiante. Supongamos, como pareció posible aquel primer día, que nos hubieran ofrecido un compromiso atractivo. Un gobernador en lugar de un Alcaide, posiblemente uno de los nuestros. Autonomía local. Un delegado en la Gran Asamblea. Un precio más alto para los cereales en la catapulta principal, más una prima por el incremento de los envíos. Una desautorización de la política de Hobart, unida a una expresión de condolencia por las violaciones y los asesinatos, y una generosa indemnización en metálico a los familiares de las víctimas. ¿Habría sido aceptado? ¿En Luna?
—Ellos no ofrecieron eso.
—El presidente estaba dispuesto a ofrecer algo por el estilo aquella primera tarde, y en aquel momento tenía al Comité en la palma de la mano. Supongamos que hubiésemos alcanzado en sustancia lo que acabo de bosquejar. ¿Lo habrían aceptado en Luna?
—Hum… Tal vez.
—Un poco más de «tal vez», de acuerdo con el cálculo de probabilidades establecido poco antes de que emprendiésemos el viaje. Era lo que había que evitar a toda costa: un compromiso que apaciguara los ánimos y destruyera nuestra voluntad de resistir, sin cambiar nada esencial en el gobierno de Luna. Por eso me mostré descortés y grosero. Manuel, tú y yo sabemos, y lo sabe Adam, que hay que interrumpir los envíos de cereales; ninguna otra cosa salvará a Luna del desastre. Pero ¿puedes imaginar a un cultivador de trigo luchando para poner término a esos envíos?
—No. Y me pregunto cómo habrán acogido en Luna la suspensión de los envíos.
—No ha habido tal suspensión. Ni la habrá hasta que lleguemos a Luna. Seguimos empaquetando trigo. Y los cargamentos siguen llegando a Bombay.
—Pero… usted dijo que los envíos cesarían inmediatamente.
—Aquello fue una amenaza, no un compromiso moral. Unos cuantos envíos más carecen de importancia, y necesitamos tiempo. No tenemos a todo el mundo a nuestro lado; somos una minoría. Hay una minoría pasiva que puede ser manejada… temporalmente. Y tenemos a otra minoría contra nosotros… especialmente los cultivadores de cereales que no están interesados en la política, sino en el precio del trigo. Aunque a regañadientes aceptan el papel-moneda de la Autoridad con la esperanza de que más tarde recuperará su valor. Pero en el momento en que anunciemos la interrupción de los envíos, actuarán de un modo activo contra nosotros. Adam proyecta que la mayoría esté a nuestro lado cuando se haga el anuncio.
—¿Cuánto tiempo hará falta? ¿Un año? ¿Dos?
—Dos días, tres días, quizá cuatro. Publicaremos resúmenes de aquel plan quinquenal, resúmenes de tus grabaciones —especialmente la oferta de aquel perro amarillo—, explotaremos tu detención en Kentucky…
—¡Un momento! Preferiría olvidar eso…
El profesor sonrió y enarcó una ceja.
—Bueno —murmuré—. De acuerdo. Si puede ayudar en algo…
—Ayudará más que cualquier estadística sobre los recursos naturales.
El piloto Cyborg efectuó la maniobra de aterrizaje sin molestarse en orbitar, con lo cual el batacazo fue tremendo, ya que la nave era muy ligera. Pero el cambio de aceleración se llevó a cabo en dos kilómetros y medio, y diecinueve segundos después nos posábamos en Johnson City. Yo lo encajé bastante bien; noté una terrible opresión en el pecho y experimenté la sensación de que un gigante me exprimía el corazón, pero lo superé rápidamente. En cambio, el pobre profesor estuvo a las puertas de la muerte.
Mike me contó más tarde que el piloto se negó a entregar el control. Mike hubiese hecho descender la nave suavemente, sabiendo que el profesor iba a bordo. Pero tal vez aquel Cyborg sabía lo que se hacía: un alunizaje lento requiere una gran masa estabilizadora, y la Loto-Lark estaba prácticamente vacía.
Pero en aquel momento no nos preocupó el problema, ya que pareció que el alunizaje había acabado con el profesor. Stu fue el primero en darse cuenta, mientras yo me reponía aún de la impresión, y luego los dos acudimos en su ayuda: estimulante cardíaco, respiración manual, masaje… Por fin agitó los párpados, nos miró, sonrió y susurré:
—Estamos en casa.
Le obligamos a descansar veinte minutos antes de permitirle salir de la nave. El capitán estaba llenando los tanques de combustible, ansioso por librarse de nosotros y tomar pasajeros. Aquel holandés no nos había dirigido la palabra en todo el viaje; creo que lamentaba haber aceptado dinero para una empresa que podía arruinarle o matarle.
Wyoh no tuvo paciencia para esperar a que saliéramos y entró en la nave. Stu no la había visto nunca vistiendo un traje-p, y rubia por añadidura. No la reconoció. Yo la estaba abrazando a pesar del traje-p; Stu, de pie junto a nosotros, esperaba ser presentado. Luego aquel «desconocido» le abrazó a él, con gran asombro por su parte.
Oí la ahogada voz de Wyoh:
—¡Oh! Mannie, mi casco.
Solté las presillas y levanté el casco. Wyoh sacudió sus rizos y sonrió:
—Stu, ¿no te alegras de verme? ¿Acaso no me conoces?
Una sonrisa se extendió por el rostro de Stu, tan lentamente como el amanecer a través del desierto.
—¡Zdra’stvooeet’ye, Gospazha! Confieso que no te había reconocido.
—¿Gospazha? Para ti soy siempre Wyoh, querido. ¿No te dijo Mannie que había vuelto a ser rubia?
—Sí, me lo dijo. Pero no es lo mismo saberlo que verlo.
—Tendrás que acostumbrarte.
Wyoh se inclinó sobre el profesor, le besó cariñosamente, y luego se incorporó y me dio un beso de bienvenida que nos dejó a los dos sin aliento, a pesar del traje-p. Luego se volvió hacia Stu y empezó a besarle.
Stu retrocedió un poco. Wyoh le miró, sorprendida.
—Stu, ¿tengo que ponerme el maquillaje moreno para que aceptes mi saludo de bienvenida?
Stu me miró, y luego besó a Wyoh. Esta le dedicó el mismo tiempo y el mismo entusiasmo que me había dedicado a mi.
No comprendí hasta más tarde el motivo de la extraña conducta de Stu. A pesar de su compromiso, no era todavía un lunático… y entretanto Wyoh se había casado. ¿Qué diablos tenía que ver eso? Bueno, en Tierra cambian las cosas, y Stu no había asimilado aún el hecho de que una dama lunática es dueña de sí misma. ¡El pobre creyó que yo podía ofenderme!
Le pusimos el traje-p al profesor, nos colocamos los nuestros y salimos al exterior, yo con el cañón bajo el brazo. Una vez en el subsuelo nos quitamos los trajes-p… y me sentí muy halagado al ver que Wyoh llevaba aquel vestido rojo que le habla comprado hacía siglos. Ella se lo alisó con las manos, y la falda llameó.
La sala de inmigración estaba vacía, a excepción de unos cuarenta hombres alineados a lo largo de la pared como nuevos transportados; llevaban trajes-p y cascos: eran terráqueos que regresaban a casa, turistas dispersos y algunos científicos. Sus trajes-p no marcharían con ellos, serían descargados antes del despegue. Les miré y pensé en el piloto Cyborg. Cuando prepararon la nave para nosotros, quitaron todas las literas menos tres; de modo que aquellas personas tendrían que soportar la aceleración tendidos sobre las planchas del suelo; si el navegante no era cuidadoso en sus maniobras, llegaría a su destino con un montón de terráqueos despanzurrados.
Se lo dije a Stu.
—No te preocupes —me contestó—. El capitán Leures tiene suficientes almohadillas a bordo. No dejará que se lastimen: son su seguro de vida.