Stu tardó un día entero en lograr que el caso se viera ante un tribunal de las Naciones Federadas y fuera sobreseído. Sus abogados solicitaron un «no ha lugar» basado en la «inmunidad diplomática», pero los jueces de las N. F. no cayeron en la trampa, limitándose a alegar que las supuestas transgresiones habían tenido lugar fuera de la jurisdicción del tribunal inferior, salvo la supuesta «incitación», acerca de la cual no encontraron suficientes pruebas. No hay ninguna ley de las N. F. que se refiera al matrimonio; lo único que existe es una norma en la que se exhorta a cada nación a «admitir y reconocer» las costumbres matrimoniales de las otras naciones miembros.
De aquellos once mil millones de personas, siete mil millones vivían en países en los que la poligamia es legal, y los manipuladores de la opinión pública de Stu presentaron lo ocurrido como un caso de «persecución»; nos hizo ganar la simpatía de personas que de otro modo nunca habrían oído hablar de nosotros… incluso en América del Norte y en otros lugares en los que la poligamia no es legal, de personas que creían en el «vive y deja vivir». Y al mismo tiempo aireó un problema que la inmensa mayoría de aquellos miles de millones de seres humanos desconocía, pues para ellos Luna no significaba nada y no se habían enterado de nuestra rebelión.
Los colaboradores de Stu se habían apuntado un tanto al idear el plan que había de conducir a mi detención. No me lo dijeron hasta unas semanas más tarde, cuando estuve en condiciones de analizar fríamente las cosas y comprender los beneficios de aquella situación. Había hecho falta un juez estúpido, un sheriff deshonesto y unos bárbaros prejuicios locales, ya que Stu admitió posteriormente que el color de la piel de la familia Davis era lo que había enfurecido a aquel juez lo suficiente como para comportarse más estúpidamente aún que de costumbre.
Mi único consuelo, el de que Mum no pudiera ser testigo de mi infortunio, resultó injustificado; las fotografías tomadas a través de los barrotes y mostrando un rostro cariacontecido —el mío—, aparecieron en todos los periódicos de Luna, ilustrando artículos que contaban lo ocurrido y protestaban contra aquella injusticia. Pero, en lo que respecta a Mimi, confieso que pequé de falta de fe: no se sintió avergonzada, sino que deseó ir a Tierra y ponerles las peras a cuarto a algunas personas.
Aunque el incidente ayudó en Tierra, sus efectos más favorables se obtuvieron en Luna. Aquella absurda historia unificó a los lunáticos más que en cualquier otro momento. La consideraron como una ofensa personal, y «Adam Selene» y «Simon Jester» estimularon aquella indignación. Los lunáticos se muestran indiferentes y pasivos con una sola excepción: cuando se trata de mujeres. Todas las damas se sintieron insultadas por lo que se decía en Tierra… de modo que los varones que hasta entonces habían ignorado la política descubrieron súbitamente que yo era su ídolo.
Normalmente, los exconvictos se sentían superiores a los no transportados como yo. Más tarde, me saludaban con un cordial: «¡Hola, presidiario!», con lo cual demostraban que me habían aceptado como uno de ellos.
Pero la experiencia distó mucho de ser agradable en el momento de vivirla. Empujado de un lado a otro, fichado, fotografiado, recibiendo una comida que nosotros no daríamos a los cerdos, sometido a interminables vejaciones, sólo aquella pesada gravedad impidió que tratara de matar a alguien… y estoy seguro de que lo hubiera intentado si en el momento de mi detención hubiese llevado el brazo número seis.
Pero me tranquilicé en cuanto me dejaron en libertad. Una hora después nos dirigíamos hacia Agra; por fin habíamos sido convocados por el Comité. Me alegró encontrarme de nuevo en la suite del palacio del maharajah, aunque apenas nos permitieron descansar: llegamos a las once y la audiencia estaba fijada para las tres de la tarde.
La «audiencia» fue unilateral: nosotros escuchábamos mientras el presidente hablaba. Habló por espacio de una hora. Resumiré su discurso:
Nuestras absurdas pretensiones eran rechazadas. La Autoridad Lunar no podía renunciar a sus sagradas obligaciones. No serían tolerados desórdenes en Luna. Además, los recientes disturbios demostraban que la Autoridad se había comportado con demasiada blandura, tal vez como reflejo de una actitud general excesivamente pasiva en lo que respecta a aquel satélite de Tierra. La omisión sería subsanada por medio de un programa activista, un plan quinquenal destinado a robustecer todos los aspectos del fideicomiso de la Autoridad. Se estaba redactando un código de leyes; se establecerían tribunales civiles y criminales en beneficio de los «clientes-empleados»… lo cual significaba todas las personas de la zona, y no solamente los transportados que no habían cumplido sus condenas. Se abrirían escuelas públicas, y escuelas de adoctrinamiento para los adultos que lo necesitaran. Se crearían organismos planificadores de la economía, la ingeniería y la agricultura para el mejor aprovechamiento de los recursos de Luna y del trabajo de los clientes-empleados. Uno de los objetivos previstos era el de cuadruplicar los envíos de cereales en cinco años, como cifra fácilmente alcanzable una vez estuviera en marcha la planificación de los recursos y del trabajo. La primera fase consistiría en agrupar a los clientes-empleados dedicados a actividades consideradas como improductivas y destinarles a la perforación de un nuevo sistema de túneles, en los cuales empezarían los cultivos hidropónicos no más tarde que en marzo del 2078. Aquellos nuevos complejos agrícolas serían dirigidos y administrados por la Autoridad Lunar, científicamente, sin dejarlos al capricho de la iniciativa privada. Se preveía que el sistema produciría, al final de los cinco años del plan, una nueva cuota de cereales; entretanto, los clientes-empleados dedicados al cultivo de cereales por su cuenta podrían continuar haciéndolo. Pero serían integrados en el nuevo sistema a medida que sus métodos menos eficaces dejaran de ser necesarios.
El presidente levantó la mirada de sus papeles.
—En resumen, las colonias lunares van a ser reorganizadas de modo que puedan integrarse, a nivel directivo, al resto de la civilización. Por desagradable que haya resultado esta tarea, creo, hablando como ciudadano más que como presidente de este Comité, que debemos agradecerles que hayan sometido a nuestra consideración una situación tan necesitada de medidas correctivas.
Sentí deseos de calentarle las orejas a aquel charlatán. «¡Clientes-empleados!». ¡Qué manera más elegante de decir «esclavos»! Pero el profesor dijo tranquilamente:
—Los planes que acaba de exponer el Honorable Presidente me parecen muy interesantes. ¿Puedo formular unas preguntas? A título meramente informativo.
—A título informativo, sí.
El miembro norteamericano se inclinó hacia adelante.
—¡Pero no crea que vamos a tolerarle sus insolencias de troglodita! De modo que tenga mucho cuidado con lo que dice. En caso contrario, tendrá ocasión de lamentarlo amargamente.
—¡Orden! —dijo el presidente—. Hable, profesor.
—Encuentro intrigante la expresión de «cliente-empleado». ¿Significa eso que la mayoría de los habitantes del satélite más importante de Tierra no son transportados que han cumplido sus condenas, sino individuos libres?
—Desde luego —asintió el presidente con una sonrisa—. Se han estudiado todos los aspectos legales de la nueva política. Con muy pocas excepciones, el noventa y uno por ciento de los colonos poseen la ciudadanía, original o derivada, en diversos países miembros de las Naciones Federadas. Los que deseen regresar a sus países natales podrán hacerlo. Creo que le agradará saber que la Autoridad tiene en estudio un plan para resolver el problema del transporte… probablemente bajo la supervisión de la Cruz Roja y la Media Luna Internacional. Puedo añadir que apoyo sin reservas ese plan… cuya aplicación hará que en ningún momento pueda hablarse de «trabajo forzado» —y volvió a sonreír afectadamente.
—Comprendo —dijo el profesor—. Muy humano. ¿Ha tenido en cuenta el Comité (o la Autoridad) el hecho de que la mayoría (prácticamente todos, debería decir) de los habitantes de Luna están incapacitados físicamente para vivir en este planeta? ¿De que su involuntario exilio permanente ha producido en ellos cambios fisiológicos irreversibles en virtud de los cuales no podrán volver a vivir normalmente en un campo gravitacional seis veces mayor que aquel al que se han adaptado sus cuerpos?
El presidente enarcó las cejas, como si la idea fuera completamente nueva para él.
—Hablando a título personal, no estoy en condiciones de decidir si lo que usted dice es necesariamente cierto. Podría ser cierto para algunos, y no para otros: todas las personas no son iguales. Su presencia aquí demuestra que no es imposible que un habitante de Luna regrese a Tierra. En cualquier caso, no tenemos la intención de obligar a nadie a regresar. Confiamos en que decidirán quedarse, y esperamos estimular a otros a emigrar a Luna. Pero eso deberán decidirlo personalmente, de acuerdo con las libertades garantizadas por la Gran Carta. En cuanto a ese supuesto fenómeno fisiológico… no es un asunto jurídico. Si alguien considera más prudente quedarse en Luna, o cree que allí será más feliz, a él toca decidirlo.
—Comprendo. Somos libres. Libres para quedarnos en Luna y trabajar, en las tareas y con los salarios establecidos por ustedes… o libres para regresar a Tierra a morir.
El presidente se encogió de hombros.
—Tiene usted una opinión muy baja de nosotros… completamente injustificada, desde luego. Si yo fuera un hombre joven sería el primero en emigrar a Luna. ¡Grandes oportunidades! En cualquier caso, no me preocupan sus distorsiones de la verdad: la historia nos dará la razón.
Miré sorprendido al profesor: no estaba luchando. Me preocupé por él: semanas de tensión y una mala noche por añadidura. Lo único que dijo fue:
—Honorable Presidente, supongo que los viajes a Luna no tardarán en reanudarse. ¿Puedo solicitar un pasaje para mi colega y para mí en la primera nave? Debo admitir, señor, que la debilidad gravitacional de la que he hablado antes es muy real, en nuestro caso. Nuestra misión ha terminado; necesitamos regresar a casa.
(Ni una sola palabra acerca de los envíos de cereales. Ni acerca de «tirar piedras», ni siquiera de la inutilidad de golpear a una vaca. El profesor parecía cansado).
El presidente se inclinó hacia adelante y habló con maligna satisfacción:
—Profesor, eso presenta ciertas dificultades. Hablando sin rodeos, le diré que existen algo más que indicios de que se ha hecho usted culpable de traición contra la Gran Carta, contra toda la humanidad, de hecho… por lo que está en estudio un auto de procesamiento. Sin embargo, teniendo en cuenta su edad y sus condiciones físicas, creo que el tribunal se limitaría a imponerle una sentencia condicional. Pero ¿cree que sería prudente por nuestra parte permitirle regresar al lugar donde cometió esos delitos… para que fomentara más disturbios?
El profesor suspiró.
—Comprendo su punto de vista. Permítame que me retire. Estoy muy cansado.
—Desde luego. Recuerde que queda usted a disposición de este Comité. Coronel Davis…
—¿Sí? —había puesto en marcha mi silla de ruedas para ayudar a salir al profesor, ya que el personal que nos atendía no había tenido acceso a la sala.
—Deseo hablar con usted. En mi despacho.
—Hum… —Miré al profesor; tenía los ojos cerrados, y parecía haber perdido el conocimiento. Pero movió un dedo, como indicándome que me acercara a él.
—Honorable Presidente —dije—, soy más enfermera que diplomático. Tengo que cuidar al profesor. Es un anciano y está enfermo.
—Los ayudantes le atenderán.
—Bueno… —Me acerqué todo lo que pude al profesor y me incliné sobre él—. Profesor, ¿se encuentra usted bien?
—Averigua lo que quiere —susurró—. Dile que sí a todo. Pero ponle obstáculos.
Unos instantes después me encontraba a solas con el presidente, en un despacho insonorizado… lo cual no quería decir nada, ya que podía tener una docena de oídos, además del que yo llevaba en mi brazo izquierdo.
—¿Quiere beber algo? —dijo—. ¿Café?
—No, señor, gracias —contesté—. Tengo que vigilar mi dieta.
—Supongo que sí. ¿Está usted realmente confinado a esa silla de ruedas? Tiene un aspecto saludable…
—Podría —dije—, en caso necesario, ponerme de pie y cruzar esta habitación. Tal vez me desmayaría. O algo peor. De modo que prefiero no arriesgarme. Peso seis veces más de lo que debiera. Y mi corazón no está acostumbrado.
—Supongo que sí. Coronel, he oído decir que ha tenido usted algún problema en América del Norte. Lo siento, de veras lo siento. Es un país de bárbaros. Nunca me ha gustado tener que ir allí. Supongo que se estará preguntando por qué quería verle.
—No, señor, supongo que me lo dirá cuando lo estime oportuno. Lo que me estaba preguntando era el motivo de que continúe llamándome «Coronel».
Soltó una risotada que resonó como un ladrido.
—La costumbre, supongo. Siempre he sido un esclavo del protocolo. Sin embargo, existe la posibilidad de que siga usted ostentando ese título. Dígame, ¿qué opina de nuestro plan quinquenal?
Recordé a tiempo la recomendación del profesor.
—Parece haber sido cuidadosamente estudiado.
—Desde luego. Coronel, parece usted un hombre sensato… De hecho, sé que lo es: conozco no sólo sus antecedentes, sino prácticamente todas las palabras que ha pronunciado, casi sus pensamientos, desde que llegó a Tierra. Usted nació en la Luna. ¿Se considera a sí mismo un patriota? ¿De la Luna?
—Supongo que sí. Aunque tiendo a opinar que lo que hicimos era algo que tenía que hacerse.
—Dicho sea entre nosotros… sí. El viejo Hobart es un imbécil. Coronel, ese plan es bueno… pero nos hace falta un ejecutivo. Si usted es realmente un patriota, o digamos un hombre práctico que quiere lo mejor para su patria, podría ser el hombre que necesitamos. —Alzó su mano—. ¡Tranquilícese! No le estoy pidiendo que se venda, ni que se convierta en un traidor, ni nada por el estilo. Esta es su oportunidad de ser un verdadero patriota… y no un falso héroe que entrega la vida por una causa perdida. Seamos realistas: ¿cree usted posible que las colonias lunares resistan contra todas las fuerzas que las Naciones Federadas pueden poner en pie? Usted no es militar, lo sé (y me alegro de que no lo sea), pero es usted un técnico, y yo lo sé también. Como técnico que es, ¿cuántas naves y bombas cree que harían falta para destruir las colonias lunares?
—Una nave, seis bombas —contesté.
—¡Correcto! Dios mío, da gusto hablar con un hombre sensato. Dos de las bombas tendrían que ser de un tamaño enorme, tal vez construidas especialmente. Quedarían unas cuantas personas vivas, por muy poco tiempo, en las conejeras más pequeñas, más allá de las zonas directamente afectadas. Pero una nave haría el trabajo, en diez minutos.
—Lo admito, señor —dije—, pero el profesor de la Paz señaló que no se obtiene leche golpeando a una vaca. Y mucho menos matándola.
—¿Por qué cree usted que hemos permanecido cruzados de brazos, sin hacer nada, durante más de un mes? Ese idiota colega mío, no quiero nombrarle, habló de «insolencias». Las insolencias no me preocupan; no son más que palabras, y lo que a mí me interesa son los resultados. No, mi querido coronel, no vamos a matar a la vaca… aunque, si nos vemos obligados a ello, haremos que la vaca sepa que podemos matarla. Los misiles H son unos juguetes muy caros, pero podemos permitirnos el dejar caer algunos sobre un lugar desierto y rocoso, como advertencia, para que la vaca sepa lo que podría ocurrir. Personalmente, soy enemigo de utilizar la violencia: podría asustar a la vaca y agriar su leche —soltó otra risotada—. Es mejor convencerla para que se deje ordeñar de buena gana.
Esperé.
—¿Quiere usted saber cómo? —inquirió.
—¿Cómo?
—A través de usted. No diga nada y deje que se lo explique…
Me hizo subir a la montaña más alta y me ofreció los reinos de Tierra. O de Luna. Aceptar el cargo de «Protector Provisional», que sería mío definitivamente si mi gestión era acertada. Convencer a los lunáticos de que no podían ganar. Convencerles de que el nuevo estado de cosas les favorecía; subrayar los beneficios: escuelas gratuitas, hospitales gratuitos, esto y aquello gratuito… Impuestos compensados por unos mayores ingresos gracias al aumento de los envíos de cereales. Y, lo más importante de todo, esta vez la Autoridad no enviaría a un muchacho a hacer el trabajo de un hombre: dos regimientos de policía inmediatamente.
—Esos malditos Dragones de la Paz fueron un error —dijo— que no volveremos a cometer. Dicho sea entre nosotros, el motivo de que hayamos tardado un mes en poner en marcha todo esto es que teníamos que convencer a la Comisión de Control de la Paz de que un puñado de hombres no pueden controlar a tres millones de personas extendidas a través de seis grandes conejeras y otras cincuenta más pequeñas. De modo que empezaría usted con suficientes policías; no tropas de combate, sino policía militar acostumbrada a manejar a los paisanos. Además, esta vez contarán con auxiliares femeninas, el reglamentario diez por ciento, de modo que no habrá quejas por violaciones. ¿Qué opina coronel? ¿Cree que podrá salir adelante? ¿Sabiendo que es lo mejor a largo plazo para su propia gente?
Dije que preferiría estudiarlo detalladamente, de un modo especial los proyectos y las cuotas para el plan quinquenal, a tomar una decisión precipitada.
—¡Desde luego, desde luego! —asintió—. Le daré a usted una copia del proyecto general; llévesela al hotel, estúdiela, consulte con la almohada. Mañana volveremos a hablar del asunto. Quiero que me dé su palabra de caballero de que nadie se enterará de lo que hemos hablado. No es ningún secreto, en realidad… pero en este tipo de asuntos es preferible atar bien todos los cabos antes de darlos a la publicidad. Y hablando de publicidad… necesitará usted ayuda, y la tendrá. Enviaremos a Luna a un grupo de técnicos, pagándoles lo que valen y poniendo a su disposición un centrifugador, como en el caso de los científicos. Esta vez vamos a hacer las cosas bien. Ese imbécil de Hobart… Está muerto, ¿verdad?
—No, señor. Pero su estado es completamente senil.
—Tenían que haberle matado. Aquí está la copia del plan.
—Hablando de ancianos… El profesor de la Paz no puede quedarse aquí. No viviría seis meses.
—Mucho mejor, ¿no?
Traté de controlar el tono de mi voz:
—Creo que no lo comprende usted. El profesor es muy querido y respetado. Lo mejor que puedo hacer es convencerle de que ustedes están dispuestos a utilizar esos misiles H… y de que su deber patriótico le obliga a salvar lo que podamos. Pero, si regreso a Luna sin él… bueno, no sólo no podré manejar el asunto, sino que no viviré el tiempo suficiente para intentarlo.
—Hum… Lo consultaré con la almohada. Mañana hablaremos. Digamos a las dos de la tarde.
Stu esperaba junto al profesor.
—¿Y bien? —inquirió este último.
Miré a mi alrededor y me llevé un dedo al oído. Stu y yo nos inclinamos sobre la camilla del profesor y echamos un par de mantas por encima de nuestras cabezas. En la camilla no había ningún micrófono: la revisaba cada mañana, lo mismo que mi silla de ruedas. Pero, ignorando lo que podía haber en la habitación, parecía más seguro susurrar debajo de las mantas.
Empecé. El profesor me interrumpió:
—Más tarde hablaremos de la madre del presidente y de sus costumbres. Al grano.
—Me ha ofrecido el cargo de Alcaide.
—Supongo que lo aceptarías.
—No del todo. Tengo que estudiar esta basura y darle la respuesta mañana. Stu, ¿cuánto tardaríamos en ejecutar el Plan Scoot?
—Ya está en marcha. Estábamos esperando tu regreso. Si es que te permitían regresar.
Durante los cincuenta minutos siguientes estuvimos muy atareados. Stu fue en busca de un delgado hindú: media hora después se había convertido en un hermano gemelo del profesor, y Stu trasladó al profesor de la camilla a un diván. Duplicarme a mí resultó más fácil. Nuestros dobles fueron conducidos al salón de la suite al atardecer y les sirvieron la cena. Varias personas entraron y salieron, entre ellas una anciana hindú envuelta en un sari, del brazo de Stuart LaJoie. Les seguía un rollizo babu.
Lo peor fue lograr que el profesor subiera los peldaños que conducían al tejado; nunca había usado caminadores eléctricos, no había tenido ocasión de practicar con ellos y había permanecido tendido de espaldas durante más de un mes.
Pero el brazo de Stu le sujetó con firmeza; yo apreté los dientes y subí aquellos trece terribles peldaños sin la ayuda de nadie. Cuando llegué al tejado, mi corazón estaba a punto de estallar. Una pequeña y silenciosa aeronave se posó junto a nosotros a la hora prevista, y diez minutos después nos encontrábamos a bordo de la nave alquilada que habíamos utilizado hacía un mes: dos minutos más tarde volábamos rumbo a Australia. Ignoro lo que costó preparar todo aquello y mantenerlo a punto, pero lo cierto es que funcionó a una eficacia y una exactitud admirables.
Me tendí junto al profesor, recuperé el aliento y luego dije:
—¿Cómo se encuentra, profesor?
—Muy bien. Un poco cansado. Y frustrado.
—Ja da. Frustrado.
—Por no haber visto el Taj Mahal, quiero decir. Nunca tuve oportunidad de visitarlo cuando era joven… y ahora he estado a menos de un kilómetro de distancia durante varios días… y no he podido verlo, ni lo veré ya.
—No es más que una tumba.
—Y Helena de Troya no era más que una mujer. Duerme, muchacho.
Aterrizamos en la mitad china de Australia, en un lugar llamado Darwin, y fuimos trasladados directamente a una nave, acondicionados en ella y dopados. Al profesor le había hecho efecto ya la droga y yo empezaba a notar sus efectos cuando se presentó Stu, sonrió y se instaló junto a nosotros.
Dije:
—¿Tú también? ¿Quién va a cuidar de la tienda?
—Los mismos que desde el primer momento han hecho todo el trabajo. La organización es perfecta y ya no me necesitan. Mannie, mi buen amigo, no quiero andar vagabundeando lejos de casa. Me refiero a Luna, claro está. Esto parece el último tren de Shanghai.
—¿Qué tiene que ver Shanghai con todo esto?
—Olvidé mencionarlo. Mannie, estoy completamente arruinado. Le debo dinero a todo el mundo… y sólo pagaré mis deudas si determinadas acciones reaccionan tal como Adam Selene me convenció de que reaccionarían inmediatamente después de los actuales acontecimientos. Y me persiguen, o me perseguirán, por delitos contra la paz y la dignidad públicas. Digamos que les estoy ahorrando las molestias de transportarme. ¿Crees que a mi edad puedo aprender a manejar un taladro?
Los efectos de la droga eran cada vez más intensos.
—Stu, en Luna no serás viejo… Tienes mucha vida por delante… y de todos modos… nuestra mesa siempre… estará a tu disposición… Mimi te aprecia…
—Gracias, Mannie. Yo también la aprecio a ella. ¡La última señal! ¡Respira a fondo!
Diez segundos después la nave despegó.