Capítulo: 18

No me enteré hasta más tarde de que en aquella entrevista había recibido una ayuda: el tema de la «policía» y las «fuerzas armadas» había sido planteado por uno de los hombres que trabajaban para Stu LaJoie, el cual no quería correr ningún riesgo. Pero cuando me lo dijeron había aprendido ya a manejar a los hombres de la prensa, con los cuales habíamos tenido un contacto casi ininterrumpido.

A pesar de mi cansancio, aquella noche me aguardaban otras tareas. Además de los periodistas, algunos diplomáticos acreditados en Agra se habían arriesgado a asomar la nariz. Pocos y de un modo oficioso, es cierto, incluso los de Chad. Pero el profesor y yo éramos una especie de bichos raros y deseaban vernos.

Sólo uno de ellos era importante, un chino. Quedé desconcertado al verle; era el miembro chino del Comité. Me lo presentaron como «Dr. Chan», simplemente, y los dos fingimos que era la primera vez que nos veíamos.

Era el mismo doctor Chan que en aquella época ocupaba un puesto relevante en la Autoridad Lunar en su calidad de Senador de la Gran China… y que mucho más tarde fue Vicepresidente y Primer Ministro, precediendo en el cargo a su asesino.

Después de alcanzar el objetivo que tenía marcado, guie mi silla de ruedas a mi dormitorio y fui convocado inmediatamente al del profesor.

—Manuel, estoy seguro de que habrás notado la presencia de nuestro distinguido visitante del Imperio Medio.

—¿El viejo chino del Comité?

—Trata de pulir un poco tu lenguaje lunático, hijo mío. No lo utilices aquí, por favor, ni siquiera conmigo. Sí. Quiere saber a qué nos referíamos al hablar de «multiplicar los envíos por diez o por cien». De modo que vas a decírselo.

—¿La verdad? ¿O un simulacro?

—La verdad. Ese hombre no es tonto. ¿Puedes manejar los detalles técnicos?

—Creo que sí. A menos que sea experto en balística.

—No lo es. Pero no pretendas saber nada que no sepas. Y no des por sentado que sus intenciones son amistosas. Pero puede sernos muy útil si llega a la conclusión de que nuestros intereses y los suyos coinciden. No trates de convencerle. Se encuentra en mi estudio. Buena suerte. Y no lo olvides: habla un inglés correcto.

El Dr. Chan se puso en pie cuando entré en el estudio; me disculpé por no imitarle. Dijo que comprendía las dificultades con que se enfrentaba un caballero procedente de Luna y que no debía hacer ningún esfuerzo innecesario. Se estrechó la mano a sí mismo y se sentó.

Prescindió de todo formulismo y fue directamente al grano. ¿Teníamos o no teníamos alguna solución específica cuando pretendíamos que existía un medio barato de efectuar envíos masivos a Luna?

Le dije que había un método, caro en inversión pero barato en su funcionamiento.

—Es el que utilizamos en Luna, señor. Una catapulta, con aceleración de escape por inducción.

Permaneció absolutamente impasible.

—Coronel, ¿está usted enterado de que ese sistema ha sido propuesto en numerosas ocasiones y siempre ha sido rechazado por motivos al parecer convincentes? Creo que tienen algo que ver con la presión del aire.

—Sí, Doctor. Pero nosotros creemos, basándonos en exhaustivos análisis por medio de una computadora y en nuestra propia experiencia en los sistemas de catapultado, que en la actualidad el problema puede ser resuelto. Dos de nuestras firmas más importantes, la LuNoHo Company y el Banco de Hong Kong en Luna, están dispuestas a encabezar un sindicato que construiría esa catapulta en plan de empresa privada. Necesitarían ayuda aquí en Tierra y podrían compartir las acciones… aunque preferirían vender obligaciones y retener el control. Lo que necesitan, básicamente, es una concesión de algún gobierno, un apoyo permanente para construir la catapulta. Probablemente en la India.

(Todo aquello eran simples palabras. La LuNoHoCo sería declarada en quiebra si alguien se tomaba la molestia de examinar sus libros, y el Banco de Hong Kong estaba con el agua al cuello: actuaba como banco central de un país en plena bancarrota. Pero el objetivo era introducir la última palabra: «India». El profesor me había advertido una y otra vez que esa palabra debía llegar al final).

El Dr. Chan respondió:

—Los aspectos financieros no tienen importancia. Cualquier cosa que sea físicamente posible puede ser convertida en económicamente posible. El dinero no constituye ningún problema. ¿Por qué han escogido ustedes la India?

—Bueno, la India consume actualmente, según mis noticias, más del noventa por ciento de nuestros envíos de cereales…

—El noventa y tres coma uno por ciento.

—Eso es. La India está profundamente interesada en nuestros cereales, de modo que no resulta descabellado pensar que estaría dispuesta a colaborar. Podría proporcionarnos el terreno, hacer asequible la mano de obra y los materiales, etcétera. Pero he mencionado a la India debido a que posee un gran numero de posibles emplazamientos, montañas muy altas y no demasiado alejadas del ecuador de Tierra. Esto último no es esencial, sino solamente útil. Pero el emplazamiento tiene que estar ubicado en una montaña muy alta, debido precisamente al problema a que usted aludió, es decir, a la presión o densidad del aire. La catapulta en sí debe estar situada a la mayor altitud posible, pero la punta de lanzamiento, en la que la carga viaja a más de once kilómetros por segundo, tiene que encontrarse en una atmósfera tan tenue que se aproxime al vacío. Lo cual requiere una montaña muy alta. A unos cuatrocientos kilómetros de aquí, por ejemplo, se encuentra el pico Nanda Devi. Tiene una línea férrea a sesenta kilómetros de distancia y una carretera que llega casi hasta su base. Ignoro si Nanda Devi es un emplazamiento ideal. Lo único que digo es que se trata de un posible emplazamiento con una excelente logística; el emplazamiento ideal tendría que ser escogido por los ingenieros de Tierra.

—¿Sería mejor una montaña más alta?

—¡Indudablemente! —le aseguré—. Una montaña más alta sería preferible a otra más cercana al ecuador. La catapulta puede ser diseñada para contrarrestar la influencia de la rotación de Tierra. Lo más difícil es evitar en la medida de lo posible la fastidiosa densidad de la atmósfera. Perdone, doctor: con esto no pretendo criticar a su planeta.

—Hay montañas más altas. Coronel, hábleme de esa propuesta catapulta.

—Con mucho gusto —dije—. La longitud de una catapulta como la que nosotros proyectamos viene determinada por la aceleración. Nosotros creemos, de acuerdo con los cálculos de la computadora, que una aceleración de veinte gravedades sería casi óptima. Dada la velocidad de giro de Tierra, eso requiere una catapulta de trescientos veinte kilómetros de longitud. En consecuencia…

—¡Un momento, por favor! Coronel, ¿habla usted en serio de taladrar un agujero de más de trescientos kilómetros de profundidad?

—¡Oh, no! La construcción tiene que ser exterior, a fin de dar salida a las ondas expansivas. El estator se extendería casi horizontalmente, con una pendiente de cuatro kilómetros en trescientos, y en línea recta… casi recta, ya que la aceleración de Coriolis y otros factores menos importantes determinarían una leve curva. La catapulta lunar es completamente recta a simple vista y casi completamente horizontal.

—Bien. Me pareció que supravaloraba usted la capacidad de la ingeniería actual. Hoy perforamos a grandes profundidades. Pero no tan profundas. Continúe.

—Doctor, es posible que esa duda que le ha asaltado a usted sea el motivo de que no se haya construido antes una catapulta semejante. He visto esos estudios a los que usted ha aludido. En la mayoría de ellos se supone que una catapulta tiene que ser vertical, a fin de poder despedir la carga hacia el cielo… lo cual no es factible ni necesario. Imagino que la suposición deriva del hecho de que sus naves espaciales salen despedidas verticalmente hacia arriba.

Continué:

—Pero las naves espaciales siguen esa trayectoria para situarse por encima de la atmósfera, no para entrar en órbita. Una carga despedida por una catapulta a la velocidad correcta no regresará a Tierra sea cual sea su dirección. Bueno… con dos salvedades: no debe ser apuntada hacia la propia Tierra sino hacia alguna parte del hemisferio celeste, y debe disponer de la suficiente velocidad complementaria para abrirse paso a través de cualquier tipo de atmósfera. Si se calcula correctamente su trayectoria, aterrizará en Luna.

—Comprendo. De modo que esa catapulta sólo podría ser utilizada una vez cada mes lunar.

—No, doctor. Sobre la base en la cual usted estaba pensando sería una vez al día, escogiendo el momento en el que Luna estaría en su órbita. Pero, de hecho (al menos eso es lo que dice la computadora: yo no soy experto en astronáutica), esa catapulta podría ser utilizada en cualquier momento, variando simplemente la velocidad de salida de modo que alcanzara la órbita de Luna a su debido tiempo.

—No lo veo muy claro.

—Ni yo, doctor. Pero… ¿no hay un ordenador excepcionalmente bueno en la Universidad de Peiping?

—¿Y qué, si existe? (Me pareció detectar una intensificación de la suave inescrutabilidad del Dr. Chan. ¿Un ordenador-Cyborg? ¿Cerebros en conserva? ¿O vivos, conscientes? Horrible, en cualquiera de los casos).

—Podrían consultarle acerca de las posibilidades de una catapulta como la que acabo de describir. Algunas órbitas se alejan extraordinariamente de la órbita de Luna antes de regresar al punto en el que pueden ser capturadas por Luna, en un período de tiempo fantásticamente largo. Otras giran alrededor de Tierra hasta que caen en la otra órbita. Algunas son tan simples como las que utilizamos en Luna. Cada día hay períodos en los cuales pueden ser escogidas las órbitas más cortas. Pero una carga permanece en la catapulta menos de un minuto; la limitación estriba en la rapidez con que pueden prepararse las cargas. Incluso es posible tener más de una carga en la catapulta al mismo tiempo si la energía es suficiente y el control automático versátil. Lo único que me preocupa es… Esas altas montañas, ¿están cubiertas de nieve?

—Normalmente, sí —respondió el Dr. Chan—. Hielo, nieve y roca desnuda.

—Bueno, doctor, al haber nacido en Luna no sé casi nada acerca de la nieve. El estator no sólo tendría que permanecer rígido bajo la pesada gravedad de este planeta, sino que tendría que soportar impulsos dinámicos a veinte gravedades. No creo que pudiera ser anclado a la nieve o al hielo. ¿Qué opina usted?

—No soy ingeniero, coronel, pero me parece poco probable. Habría que quitar el hielo y la nieve. Y evitar que volvieran a acumularse. El tiempo sería un problema, también. Me refiero al tiempo atmosférico, claro.

—Lo ignoro todo acerca del tiempo atmosférico, doctor, y lo único que sé acerca del hielo es que tiene una intensidad de cristalización de unos trescientos treinta y cinco millones de julios por tonelada. No tengo la menor idea de la cantidad de toneladas que tendrían que ser derretidas para limpiar el emplazamiento, ni de la cantidad de energía que sería necesaria para conservarlo limpio, pero tengo la impresión de que habría que instalar algo tan grande como un reactor para evitar la formación de hielo y alimentar la catapulta.

—Nosotros podemos construir reactores, podemos derretir hielo. De no ser así, los ingenieros serían enviados al norte en plan de reeducación hasta que comprendieran al hielo —el Dr. Chan sonrió, y yo me estremecí—. Sin embargo, los problemas del hielo y de la nieve fueron resueltos en la Antártida hace años; no constituyen ningún motivo de preocupación. Un emplazamiento sobre roca sólida, limpio, de unos trescientos cincuenta kilómetros de longitud y a la mayor altitud posible… ¿Hay algo más que yo deba saber?

—Poca cosa más, doctor. El hielo derretido podría ser almacenado cerca de la catapulta, con lo cual se obtendría un ahorro considerable en los gastos de transporte, ya que el agua constituye la parte más voluminosa de lo que sería enviado a Luna. Asimismo, los envases de acero serían aprovechados para enviar cereales a Tierra, eliminando así otro gasto muy oneroso para Luna. No hay ningún motivo por el que un envase no pueda realizar el viaje centenares de veces. E incluso podríamos mejorarlos.

—¿Cómo?

—Doctor, eso escapa a mis conocimientos. Pero todo el mundo sabe que las mejores naves de ustedes utilizan hidrógeno como masa de reacción calentada por un reactor a fusión. Pero el hidrógeno es muy caro en Luna y cualquier masa podría ser utilizada como masa de reacción; lo único que ocurriría es que no sería tan eficaz. ¿Imagina usted un enorme bruto espacial diseñado para adaptarse a las condiciones de Luna? Utilizaría roca vaporizada como masa de reacción y resultaría eficaz y barato, aunque no fuera estéticamente atractivo. Ni siquiera tendría que ser pilotado por un Cyborg. Podría ser dirigido desde el suelo, por medio de una computadora.

—Sí, supongo que podría diseñarse algo por el estilo. Pero no compliquemos las cosas. ¿Me ha dicho usted todo lo esencial acerca de esa catapulta?

—Creo que sí, doctor. Lo fundamental es el emplazamiento. Volviendo a ese pico Nanda Devi, he observado en los mapas que parece extenderse hacia el oeste con un declive casi imperceptible a lo largo de más de trescientos kilómetros, es decir, casi la longitud de nuestra catapulta. Si eso fuera cierto, sería el emplazamiento ideal. No quiero decir que lo sea, sino que lo parece: un pico muy alto extendiéndose hacia el oeste en una longitud de más de trescientos kilómetros.

—Comprendo —dijo el doctor Chan, y se marchó bruscamente.

Durante las semanas siguientes repetí aquello en una docena de países, siempre en privado y subrayando que se trataba de una materia ultrasecreta. Lo único que cambiaba era el nombre de la montaña. En el Ecuador señalé que el Chimborazo se encontraba casi en pleno ecuador: ¡ideal! Pero en la Argentina observé que su Aconcagua era el pico más alto del Hemisferio Occidental. En Bolivia afirmé que el Altoplano era tan alto como la Meseta Tibetana (casi lo era), se encontraba mucho más cerca del ecuador, y ofrecía una amplia elección de emplazamientos, cada uno de los cuales podía resistir la comparación con cualquiera de los mejores picos de Tierra.

Hablé con un norteamericano que era adversario político de aquel individuo que nos había calificado de «chusma». Le expliqué que, si bien el Monte McKinley podía compararse con cualquiera de Asia o de América del Sur, el Mauna Loa ofrecía más ventajas… especialmente desde el punto de vista de la obtención de mano de obra barata. Hawaii podía convertirse en el Espaciopuerto del Mundo… del mundo entero, ya que hablamos del día en que Marte sería explotado y el tráfico de tres (posiblemente cuatro) planetas quedaría canalizado a través de su «Gran Isla».

No mencioné la naturaleza volcánica del Mauna Loa; pero observé que su situación permitiría que en caso de accidente una carga fuera de control se hundiera inofensivamente en el Océano Pacífico.

En Sovunion sólo se habló de un pico: el Lenin, de más de siete mil metros de altitud (y más bien demasiado próximo a su gran vecino).

Kilimanjaro, Popocatepetl, Logan, El Libertado… en cada país cambiaba mi pico favorito; lo único que necesitábamos era que fuese «el monte más alto» en los corazones de los indígenas. Encontré elogios incluso para los modestos montes de Chad cuando estuvimos allí, y los apoyé con unos razonamientos tan alambicados que casi llegué a creérmelos yo mismo.

Otras veces, con la ayuda de preguntas formuladas a propósito por los hombres a sueldo de Stu LaJoie, hablaba de las posibilidades de la superficie de Luna, con su inagotable energía solar y su riqueza en materias primas… el día en que los envíos en ambos sentidos se abarataran hasta el punto de hacer provechosa la explotación de los recursos vírgenes de Luna. Siempre había una sugerencia acerca de la incapacidad de la burocracia de la Autoridad Lunar para apreciar el gran potencial de Luna (cierto), y una respuesta a una pregunta siempre formulada, respuesta que afirmaba que Luna podía aceptar a cualquier número de colonos.

Esto también era cierto, aunque nunca mencionaba que Luna (sí, y a veces los lunáticos de Luna) mataba a casi la mitad de los recién llegados. Pero las personas con las que hablábamos no pensaban en emigrar ellas mismas; pensaban en obligar o en persuadir a otros a la emigración, para reducir la superpoblación… y sus propios impuestos. Y mantenía la boca cerrada acerca del hecho de que las multitudes semialimentadas que veíamos en todas partes se reproducían con una rapidez que el catapultado nunca podría contrapesar.

Nosotros no podíamos albergar, alimentar y adiestrar a un millón de personas por año… y un millón no significaba nada para Tierra: cada noche eran concebidos más de un millón de niños. Podíamos aceptar a muchos más de los que emigrarían voluntariamente, pero si utilizaban la emigración forzosa y nos inundaban… Luna tiene una sola manera de tratar con un recién llegado: o el recién llegado no comete ningún error fatal, en su conducta personal o al enfrentarse con un entorno que muerde sin previo aviso… O se convierte en abono para los cultivos de un túnel.

La inmigración en cantidades masivas significaría la muerte de un porcentaje mucho mayor de inmigrantes, ya que el número de lunáticos era insuficiente para ayudarles a superar los riesgos normales.

Sin embargo, el profesor no dejaba de hablar del «gran futuro de Luna». Yo hablaba de catapultas.

Durante semanas enteras, mientras esperábamos a que el Comité volviera a convocarnos, cubrimos mucho terreno. Los hombres de Stu habían preparado bien las cosas, y el único problema consistía en saber hasta qué punto podríamos resistir. Cada semana en Tierra acortaba en un año nuestras vidas, tal vez más para el profesor. Pero nunca se quejaba, y siempre estaba dispuesto a mostrarse amable y brillante en una recepción más.

Pasamos una temporada extra en América del Norte. La fecha de nuestra Declaración de Independencia, exactamente trescientos años después de la de las colonias británicas en Norteamérica, tuvo unos efectos propagandísticos insospechados, y los manipuladores de Stu los aprovecharon cumplidamente. Los norteamericanos se muestran muy sentimentales en todo lo que se refiere a sus «Estados Unidos», a pesar de que esas dos palabras no significan ya nada desde que su continente fue «racionalizado» por las Naciones Federadas. Eligen un presidente cada ocho años, no podría decir por qué —¿por qué conservan una Reina los ingleses?—, y alardean de ser «soberanos». «Soberanía», lo mismo que «amor», significa cualquier cosa que uno quiera que signifique; es una palabra del diccionario situada entre «sobajadura» y «soborno».

«Soberanía» significaba mucho en América del Norte, y el «Cuatro de Julio» era una fecha mágica; la Liga del Cuatro de Julio patrocinaba nuestras apariciones en público, y Stu nos dijo que había costado muy poco ponerla en movimiento y absolutamente nada mantenerla en marcha; la Liga incluso recaudaba dinero que otros gastaban; los norteamericanos disfrutan regalando cosas, sin importarles demasiado quién las recibe.

Más al Sur, Stu utilizó otra fecha; sus hombres difundieron la idea de que el golpe de estado se había producido el 5 de mayo en vez de dos semanas más tarde. Éramos acogidos con gritos de «¡Cinco de Mayo! ¡Libertad! ¡Cinco de Mayo!». Allí, el profesor se encontraba en su elemento.

Yo tuve más éxito en el país del 4 de julio. Stu me había prohibido llevar un brazo izquierdo en público; las mangas de mis trajes estaban cortadas de modo que el muñón resultaba visible, y se dijo que yo había perdido el brazo «luchando por la libertad». Cuando alguien quería conocer más detalles, me limitaba a sonreír y a decir: «¿Ven lo que pasa por morderse las uñas?», y cambiaba de tema.

Nunca me gustó América del Norte, ni siquiera en mi primer viaje. No es la parte más poblada de Tierra, ya que sólo tiene mil millones de habitantes. En Bombay, la gente duerme en las calles; en el Gran Nueva York la amontonan verticalmente… y no estoy seguro de que alguien duerma. Me alegré de ocupar una silla de inválido.

Practican un racismo a la inversa; llega a obsesionarles el color de la piel… de tanto repetirse que no les importa. Durante mi primer viaje fui siempre demasiado blanco o demasiado moreno, y me reprochaban lo uno o lo otro, aparte de que siempre esperaban que me pronunciara acerca de cosas sobre las cuales no tenía ninguna opinión. Bog sabe que ignoro qué genes tengo. Una de mis abuelas procedía de una parte de Asia que los invasores asolaban con la regularidad de una plaga de langosta, violando a las mujeres a su paso… ¿Por qué no se lo preguntaban a ella?

En mi segundo viaje la experiencia me había enseñado a eludir muchas cosas, pero estas habían dejado en mí un sabor amargo. Creo que prefiero un lugar tan abiertamente racista como la India, donde si uno no es hindú no es nadie… exceptuando que los parsis miran a los hindúes por encima del hombro, y viceversa. Sin embargo, debo admitir que en mi calidad de «Coronel O’Kelly Davis, Héroe de la Libertad Lunar», nunca tuve que enfrentarme con el racismo a la inversa de América del Norte.

Estábamos rodeados continuamente de corazones serviciales ansiosos por ayudarnos. Permití que hicieran dos cosas por mí, cosas que nunca había podido permitirme cuando era un estudiante por falta de tiempo, de dinero o de energía: presenciar un partido de los Yankees, y visitar Salem.

Fueron otras tantas decepciones. El béisbol se ve mucho mejor por video, y no le apretujan a uno otras doscientas mil personas. Me pasé casi todo el partido temiendo que llegara el momento en que tendrían que sacar mi silla de ruedas a través de aquella ingente multitud… y asegurándole a mi anfitrión que estaba disfrutando horrores.

Salem, era un lugar más, no peor (ni mejor) que el resto de Boston. Después de verlo sospeché que no habían ahorcado a las verdaderas brujas. Pero no fue un día perdido: me filmaron depositando una corona de flores en un lugar en el que se había erguido un puente en otra parte de Boston, Concord, y pronuncié un discurso que me había aprendido de memoria.

El que gozaba de veras era el profesor, a pesar de lo perjudicial que resultaba para él todo aquel ajetreo. Siempre tenía algo nuevo que decir acerca del gran futuro de Luna.

En Nueva York habló con el director de una cadena de hoteles, que tienen un conejito como marca comercial, de las posibilidades de Luna desde el punto de vista turístico: visitas demasiado breves para perjudicar a nadie, servicio de escolta incluido, excursiones a lugares exóticos, juego… ningún impuesto.

El último punto pareció interesar de un modo especial a su oyente, de modo que el profesor se extendió en el tema de la «longevidad»: una cadena de residencias para jubilados en las que un terráqueo podría vivir con su pensión de vejez y prolongar su existencia, veinte, treinta o cuarenta años más que en Tierra. Como exiliado… pero ¿qué valía más? ¿Una prolongada vejez en Luna, o un panteón en Tierra? Sus descendientes podrían visitarles y llenar los hoteles para turistas. El profesor embelleció el cuadro con imágenes de «clubs nocturnos» con atracciones imposibles en la horrible gravedad de Tierra, deportes adaptados a nuestro decente nivel de gravitación… y habló incluso de piscinas, de patinaje sobre hielo y de la posibilidad de ¡volar! Terminó sugiriendo que el consorcio suizo se declararía en quiebra.

Al día siguiente le estaba diciendo al director de las secciones extranjeras de la Chase International Panagra que una sucursal en Luna City podría ser atendida por parapléjicos, paralíticos, enfermos cardíacos, amputados y otros empleados para los cuales la excesiva gravedad representaba un inconveniente. El director era un hombre gordo, de respiración jadeante, al que tal vez podría interesar personalmente la proposición… aunque lo cierto es que sólo irguió la cabeza cuando el profesor aludió a la ausencia de impuestos.

Las cosas no rodaban siempre con la misma facilidad. Con frecuencia teníamos que enfrentarnos con reporteros que nos eran hostiles y que poseían una diabólica habilidad para poner en un brete a sus interlocutores. Siempre que tenía que contender con ellos sin la ayuda del profesor me exponía a ser víctima de una zancadilla. Un hombre, por ejemplo, la tomó conmigo a propósito de la declaración del profesor ante el Comité de que los cereales cultivados en Luna eran propiedad de los lunáticos; al parecer, él no lo creía así. Traté de escabullirme diciéndole que aquella cuestión no era de mi incumbencia. Pero él insistió:

—¿No es cierto, coronel, que su gobierno provisional ha solicitado el ingreso en las Naciones Federadas?

Tenía que haber contestado: «Sin comentarios», pero caí en la trampa y asentí:

—Muy bien —dijo—. El impedimento parece ser la reclamación en sentido contrario de que la Luna pertenece a las Naciones Federadas (como ha sido siempre), bajo la supervisión de la Autoridad Lunar. En cualquiera de los dos casos, por su propia admisión, los cereales pertenecen a las Naciones Federadas, en fideicomiso.

Le pregunté cómo había llegado a aquella conclusión. Me respondió:

—Coronel, usted se titula a sí mismo «Subsecretario de Asuntos Exteriores». Seguramente estará familiarizado con la Carta de las Naciones Federadas…

La había repasado muy por encima.

—Razonablemente familiarizado —dije… creo que con cierta cautela.

—Entonces conocerá usted la Primera Libertad garantizada por la Carta y su aplicación corriente a través de la Orden Administrativa del Comité de Control número once-siete-seis del 3 de marzo del presente año. En consecuencia admite usted que todos los cereales cultivados en Luna por encima de las necesidades del consumo local son ab initio y sin discusión posible de propiedad común, y que deben ser distribuidos de acuerdo con las necesidades por los organismos competentes de las Naciones Federadas —mientras hablaba no dejaba de escribir—. ¿Tiene usted algo que añadir a esa admisión?

—¿De qué diablos está usted hablando? —dije. Y luego—: ¡Oiga! ¡No se marche! ¡Yo no he admitido nada!

De modo que el Great New York Times imprimió:

EL «SUBSECRETARIO» LUNAR DICE:

«LA COMIDA PERTENECE A LOS HAMBRIENTOS»

Nueva York, hoy: O’Kelly Davis, que se llama a sí mismo «Coronel de las Fuerzas Armadas de Luna Libre», y que se encuentra entre nosotros buscando apoyo para los insurgentes de las colonias lunares en las Naciones Federadas, afirmó en unas declaraciones voluntarias para este periódico que la cláusula de la Gran Carta que garantiza la Primera Libertad es de aplicación a los envíos de cereales de Luna…

Le pregunté al profesor qué tenía que haber hecho en aquel caso.

—Siempre hay que contestar con otra pregunta a una pregunta capciosa —me dijo—. Nunca hay que pedir una aclaración, si no queremos que pongan en nuestros labios palabras que no hemos pronunciado. ¿Qué aspecto tenía ese reportero? ¿Era delgado? ¿Con las costillas salientes?

—No. Más bien rollizo.

—Lo cual quiere decir que no vive con las mil ochocientas calorías diarias a que alude la orden que citó. De haberlo sabido, podías haberle preguntado cuanto tiempo hacía que había dejado de conformarse con aquella ración y por qué renunció a ella. O haberle preguntado en qué había consistido su desayuno… para encogerte de hombros, con aire de incredulidad, después de oír su respuesta, fuera cual fuese. Cuando no sepas adonde quiere ir a parar un hombre con sus preguntas, contraataca llevándole al terreno que a ti te interesa, sin tener en cuenta la lógica. Lo importante no es la lógica, sino la táctica.

—Profesor, aquí no hay nadie que viva con mil ochocientas calorías diarias. En Bombay es posible. Pero aquí, no.

—En Bombay viven con menos de eso Manuel, esa «ración única» es una ficción. La mitad de los alimentos de este planeta se encuentran en el mercado negro o no son declarados valiéndose de alguna argucia. La mayoría de las naciones llevan una doble contabilidad y las cifras que someten a las Naciones Federadas no tienen nada que ver con su verdadera economía. ¿Crees que los cereales procedentes de Tailandia, Birmania y Australia son declarados correctamente al Comité de Control por la Gran China? Estoy convencido de que el representante de la India en aquel organismo no lo hace. Pero la India hace la vista gorda porque ella obtiene la parte del león de los envíos de Luna… y luego «hace política con el hambre» (una frase que debes recordar), utilizando nuestros cereales para controlar sus elecciones. El año pasado se ejerció una coacción sobre Kerala, obligándola a ayunar. ¿Has leído la noticia en algún periódico?

—No.

—Porque no apareció en ningún periódico. Una democracia dirigida es algo maravilloso, Manuel, para los dirigentes… y su mayor fuerza es una «prensa libre», cuando «libre» equivale a «responsable» y los dirigentes definen lo que es «irresponsable». ¿Sabes lo que Luna necesita de un modo más imperioso?

—Más hielo.

—Un nuevo sistema que no discurra a través de un solo canal. Nuestro amigo Mike es nuestro mayor peligro.

¿Eh? ¿No confía usted en Mike?

—Manuel, en algunas cosas ni siquiera confío en mí mismo. Limitar la libertad de prensa «sólo un poquito» es algo que está en línea con el clásico ejemplo de «un poquito embarazada». No somos libres ni lo seremos mientras alguien —aunque se trate de nuestro aliado Mike— controle nuestras noticias. Mi mayor ambición sería la de ser propietario de un periódico independiente, aunque tuviera que imprimirlo a mano, como Benjamin Franklin.

Me di por vencido.

—Profesor, supongamos que estas conversaciones fracasan y que los envíos de cereales se interrumpen. ¿Qué pasará?

—Que la gente de Luna nos achacará el fracaso… y que en Tierra morirán muchas personas. ¿Has leído a Malthus?

—Creo que no.

—Moriría mucha gente. Luego se alcanzaría una nueva estabilidad con una población algo superior: una población más eficiente y mejor alimentada. Este planeta no está superpoblado, sino mal gobernado. Lo peor que puede hacerse por un hombre hambriento es regalarle comida. «Regalársela». Lee a Malthus. Los franceses solían decir que «ríe mejor el que ríe el último»; y Malthus siempre es el último en reír. Un hombre deprimente, me alegro de que esté muerto. Pero no le leas hasta que todo esto haya terminado; el exceso de hechos es una rémora para un diplomático, especialmente para un diplomático honrado.

—Yo no soy especialmente honrado.

—Pero careces de talento para ser deshonesto, de modo que tu refugio debe ser la ignorancia y la obstinación. Posees la última; trata de conservar la primera. Para esta ocasión. Muchacho, tío Bernardo está terriblemente cansado.

—Lo siento —dije. Y salí de la habitación. El profesor se estaba esforzando demasiado. De buena gana hubiera renunciado a la empresa que nos había traído a Tierra de haber existido algún medio para sacarle de aquella gravedad. Pero el tráfico seguía discurriendo en un solo sentido: los envíos de cereales, y nada más.

Pero el profesor se divertía. Mientras salía y apagaba las luces, observé una vez más un juguete que el profesor había comprado y que le divertía extraordinariamente: un cañón de bronce.

Un cañón de verdad, de la época de la navegación a vela. Era pequeño, con una longitud aproximada de medio metro y un soporte de madera. Sólo pesaba quince kilos. Un «cañón de señales», decía la etiqueta. Algo con sabor a historia antigua, a piratas… Un objeto precioso, pero le pregunté al profesor por qué lo había comprado. Si algún día regresábamos a Luna, el transporte de aquella masa alcanzaría un precio astronómico. Yo estaba dispuesto a abandonar un traje-p con muchos años de servicio por delante; estaba dispuesto a abandonarlo todo, menos dos brazos izquierdos y un par de shorts. En caso necesario renunciaría al brazo social. Y si la necesidad era muy apremiante, renunciaría a los shorts.

El profesor acarició el reluciente cañón.

—Manuel, hace muchos años existió un hombre que contribuía al sostenimiento de un régimen político semejante a este Directorio cuidando de los cañones de bronce que rodeaban al más Alto Tribunal de la nación.

—¿Para qué necesitaba los cañones un Alto Tribunal?

—No importa. Lo hizo durante años enteros. Le daba de comer y le permitía ahorrar un poco, pero terminó por darse cuenta de que con aquel trabajo siempre sería un don nadie. De modo que un día renunció a su empleo, reunió sus ahorros, compró un cañón de bronce… y se estableció por su cuenta.

—No acabo de entenderlo. Pero me parece que se portó como un idiota.

—Sin duda. Lo mismo que nosotros, cuando decidimos librarnos del Alcaide. Manuel, tú vivirás mucho más que yo. Cuando Luna adopte una bandera, me gustaría que en ella figurase un cañón sobre un campo de gules. ¿Crees que será posible?

—Supongo que sí, si me hace un boceto. Aunque, ¿para qué necesitamos una bandera? No hay un solo mástil en toda Luna.

—Puede ondear en nuestros corazones… como un símbolo para todos los tontos tan ridículamente idealistas como para creer que pueden luchar contra lo establecido. ¿Te acordarás, Manuel?

—Desde luego. Es decir, se lo recordaré a usted cuando llegue el momento. —No me gustaba aquella clase de conversación. El profesor había empezado a utilizar una tienda de oxígeno en privado… y no la utilizaría en público.

Supongo que soy «ignorante» y «testarudo»… estábamos en un lugar llamado Lexington, en Kentucky, en la Zona Directiva Central. Una de las cosas sobre las cuales no me habían adoctrinado, ni había tenido que memorizar respuestas, era la vida cotidiana en Luna. El profesor me había recomendado que dijera la verdad, subrayando los aspectos hogareños, cálidos, amistosos, y de un modo especial todo lo que fuera «distinto».

—No olvides, Manuel, que los millares de terráqueos que han visitado Luna son una fracción infinitesimal del uno por ciento de la población de Tierra. Para la inmensa mayoría de la gente somos unos bichos raros como los que podrían encontrar en un parque zoológico. ¿Te acuerdas de aquella tortuga que exhibían en la Antigua Cúpula? Eso somos nosotros.

Era cierto. De modo que cuando aquel equipo de hombre-mujer empezó a interrogarme acerca de la vida familiar en Luna, contesté de muy buena gana. En realidad, no había mucho que contar. La vida hogareña de Luna, contemplada por los ojos de un terráqueo, era algo aburrido: gente que trabaja, que cría hijos, que comadrea y que encuentra la mayor parte de su diversión alrededor de la mesa a la hora de la cena. Sin embargo, muchas de las cosas que a mí me parecían vulgares resultaban interesantes para ellos. Todas las costumbres de Luna proceden de Tierra, dado que de Tierra procedemos todos, pero Tierra es un lugar tan grande que una costumbre de Micronesia, pongamos por caso, puede resultar extraña en América del Norte.

Aquella mujer —no puedo llamarla dama— quería saber algo acerca de las diversas clases de matrimonio. En primer lugar, ¿era cierto que en Luna podía uno casarse sin licencia?

Pregunté qué era una licencia de matrimonio.

Su compañero dijo:

—No insistas, Mildred. Las sociedades de pioneros nunca han tenido licencias de boda.

—Pero ¿no tienen ustedes registros? —insistió ella.

—Desde luego —contesté—. En mi casa tenemos un libro de familia que se remonta casi hasta la época del primer alunizaje en Johnson City, y en el que figuran todos los matrimonios, nacimientos y defunciones, todos los acontecimientos importantes, no sólo en línea directa sino también en todas las ramas colaterales que hemos podido localizar. Y además hay un hombre, un maestro de escuela, que se dedica a copiar los antiguos registros familiares de todas nuestras conejeras, para escribir una historia de Luna City. Por afición.

—Pero ¿no tienen ustedes registros oficiales? Aquí en Kentucky tenemos registros que se remontan a centenares de años.

Madam, nosotros no hemos vivido tanto tiempo.

—Sí, pero… Bueno, Luna City debe tener un cronista de la ciudad. Tal vez ustedes le den otro nombre… El funcionario encargado de todos los acontecimientos importantes.

—No lo creo, madam —dije—. Algunos corredores de apuestas actúan como notarios, redactando contratos o haciendo anotaciones en los libros de familia de personas que no saben leer ni escribir. Pero nunca he oído hablar de ningún registro de matrimonios. No digo que no exista. Pero nunca he oído hablar de él.

—¡Deliciosamente informal! Entonces, ese otro rumor acerca de lo sencillo que resulta divorciarse en Luna debe ser cierto, ¿verdad?

—No, madam, yo no diría que divorciarse resulte sencillo, sino todo lo contrario. Hum… Supongamos, por ejemplo, que una dama tiene dos maridos…

—¿Dos?

—Podría tener más, podría tener solamente uno. O podría ser un matrimonio complejo. Pero supongamos que se trata de una dama con dos maridos y que decide divorciarse de uno de ellos. Y supongamos que todo discurre amistosamente, con el acuerdo y el consentimiento de los dos maridos. Bien, ella se divorcia y el marido se marcha. Pero quedan muchos cabos sueltos. Los hombres pueden ser socios en algún negocio, como ocurre con frecuencia entre los comaridos. El divorcio puede romper aquella sociedad. Hay que resolver el asunto económico. Es posible que la vivienda sea propiedad de los tres, y que el marido «cesante» quiera obtener una compensación por abandonarla. Y casi siempre existe el problema de los hijos, con la manutención, los estudios… Muchas cosas. No, madam, el divorcio nunca es sencillo. La dama puede divorciarse de su marido en diez segundos, pero tardar diez años en atar todos los cabos sueltos. ¿No ocurre lo mismo aquí?

—Bueno… más o menos, coronel, aunque el procedimiento resulta un poco más complicado. Pero, si eso es un matrimonio simple, ¿qué es un matrimonio «complejo»?

Empecé a hablar de poliandrias, clanes, grupos, líneas y tipos menos corrientes considerados como vulgares por la gente conservadora… mi propia familia, sin ir más lejos.

—Estoy realmente confundida —dijo la mujer—. ¿Cuál es la diferencia entre una línea y un clan?

—Son completamente distintos. Tomemos mi propio caso. Tengo el honor de ser miembro de uno de los matrimonios lineares más antiguos de Luna… y en mi opinión, desde luego interesada, el mejor. Me ha preguntado usted acerca del divorcio. En nuestra familia no se ha producido ninguno, y apostaría cualquier cosa a que nunca se producirá. Un matrimonio linear gana en estabilidad año tras año, aprende el arte de vivir juntos y en armonía, hasta que la idea de que alguien deje de formar parte de la familia se hace inconcebible. Además, para divorciarse de un marido se requiere la decisión unánime de todas las esposas… algo que difícilmente podría alcanzarse, incluso en Luna. Y la esposa decana, por su parte, no permitiría nunca que las cosas llegaran tan lejos.

Continué describiendo ventajas: seguridad económica, una vida hogareña ejemplar para los hijos, el hecho de que la muerte de una esposa, aunque trágica, nunca puede constituir una tragedia como en una familia temporal, especialmente para los hijos, que nunca pueden quedar huérfanos. Supongo que me expresé con demasiado entusiasmo, pero mi familia es lo más importante en mi vida. Sin ella no soy más que un mecánico manco que podría ser eliminado sin que nadie derramase una lágrima.

—Por eso es estable —dije—. Mi esposa más joven lleva ahora dieciséis años de matrimonio. Probablemente habrá cumplido los ochenta antes de convertirse en esposa decana. Esto no quiere decir que por entonces hayan muerto todas las esposas mayores que ella; en Luna, las mujeres parecen ser inmortales. Pero es posible que todas hayan renunciado al gobierno de la familia, debido a su edad; nuestras esposas suelen hacerlo así, por tradición familiar, sin que las esposas más jóvenes ejerzan presión sobre ellas. De modo que Ludmilla…

—¿Ludmilla?

—Es un nombre ruso. Sacado de un cuento de hadas. Milla tendrá más de cincuenta años de experiencia cuando se haga cargo del gobierno de la familia. Es inteligente, poco inclinada a cometer errores, y si los cometiera las otras esposas se lo harían ver. Un buen matrimonio linear es inmortal; espero que el mío me sobreviva al menos un millar de años. Y por eso no me importará morir cuando me llegue la hora; la mejor parte de mí continuará viviendo.

En aquel momento llegó el profesor; hizo que detuvieran la camilla y escuchó. Me volví hacia él:

—Profesor —dije—, usted conoce a mi familia. ¿Le importaría explicarle a esta dama por qué es una familia feliz? Si es que lo cree así…

—Lo es —afirmó el profesor—. Sin embargo, preferiría hacer una observación más general. Mi querida señora, supongo que encuentra usted nuestras costumbres matrimoniales algo exóticas…

—¡Oh!, no precisamente exóticas —se apresuró a decir ella—. Más bien poco corrientes.

—Derivan, como todas las costumbres matrimoniales, de las circunstancias económicas… y nuestras circunstancias son muy diferentes de las de Tierra. Tomemos el tipo linear de matrimonio que mi colega ha estado elogiando… justificadamente, puedo asegurarlo, a pesar de su prejuicio personal: yo soy soltero y no tengo ningún prejuicio. El matrimonio linear es la institución más adecuada para conservar el capital y asegurar el bienestar de los hijos (las dos funciones básicas del matrimonio en todas partes) en un entorno en el que no existe ninguna seguridad, ni para el capital ni para los hijos, aparte de la que establezcan los individuos. Los seres humanos siempre tienen que luchar con su entorno. Y el matrimonio linear es una invención muy notable para alcanzar el éxito en esa lucha. Todas las otras formas lunares de matrimonio tienden al mismo objetivo, aunque resultan menos eficaces.

Dio las buenas noches y se marchó. Yo llevaba encima —¡siempre!— una fotografía de mi familia, la más reciente, tomada en ocasión de nuestra boda con Wyoming. Las recién casadas siempre quedan muy guapas, y Wyoh estaba radiante. Y el resto de nosotros no desmerecía a su lado; incluso el abuelo aparecía erguido y varonil, sin el menor síntoma de senilidad.

Pero quedé decepcionado; la contemplaron con una expresión muy rara. Pero el hombre que se llamaba Mathews dijo:

—¿Puede prestarme esa fotografía, coronel?

Parpadeé.

—Es la única que tengo. Y estoy muy lejos de mi hogar.

—Sólo por unos instantes, quiero decir. El tiempo suficiente para sacar una copia. Aquí mismo. Ni siquiera será necesario que la suelte.

—¡Oh! ¡Desde luego!

No es un buen retrato mío, pero esa es la cara que tengo, y por otra parte le hace justicia a Wyoh y permite apreciar lo guapa que es Lenora.

De modo que el hombre sacó la copia… y a la mañana siguiente se presentaron en nuestro hotel y me despertaron antes de la hora, y me sacaron de allí en mi silla de ruedas ¡y me encerraron en una celda con barrotes! Me habían detenido. Por bigamia. Por poligamia. Por flagrante inmoralidad y por incitar públicamente a otros a hacer lo mismo. Me alegré de que Mum no pudiera verme.