Ni el profesor ni yo resultamos lesionados, y el incidente sirvió para animar los comentarios de los periódicos, ya que puse en manos de Stu el pequeño magnetófono que había introducido en la sala y él se lo entregó a los periodistas que había contratado. No todo fueron titulares contra nosotros: ¿AUTORIDAD O DICTADURA? - EL EMBAJADOR DE LUNA, SOMETIDO A UN TERCER GRADO POR EL COMITÉ DE INVESTIGACIÓN, ES VICTIMA DE UN COLAPSO - EL PROFESOR DE LA PAZ DENUNCIA Y ACUSA: información en página 8.
No todos fueron buenos; lo más próximo a un artículo favorable en la India fue un editorial del Times de Nueva India preguntando si la Autoridad iba a poner en peligro el pan de las masas negándose a pactar con los insurgentes lunares. Y sugiriendo las concesiones que podían hacerse para asegurar el incremento de los envíos de cereales. Estaba lleno de estadísticas hinchadas; Luna no alimentaba a «un centenar de millones de hindúes hambrientos»… a menos de que se pensara que nuestros cereales establecían la diferencia entre «desnutrición» y «hambre».
Por otra parte, el periódico más importante de Nueva York opinaba que la Autoridad había cometido un error al condescender a tratar con nosotros, ya que el único lenguaje que comprendían los delincuentes era el del látigo: había que enviar tropas a Luna, meternos en cintura, ahorcar a los responsables del golpe de estado y dejar fuerzas suficientes para mantener el orden.
Se produjo una tentativa de amotinamiento rápidamente reprimida, en el regimiento de Dragones de la Paz del cual procedían nuestros últimos opresores, iniciada por el rumor de que iban a ser embarcados hacia Luna: Stu había contratado a hombres que conocían perfectamente su oficio.
A la mañana siguiente nos transmitieron un mensaje inquiriendo si el profesor de la Paz se encontraba en condiciones de reanudar las conversaciones. La respuesta fue afirmativa, y el Comité suministró un médico y una enfermera para que atendieran al profesor. Pero esta vez nos cachearon minuciosamente… y me quitaron el magnetófono que llevaba en un bolsillo.
Lo entregué sin protestar demasiado; era un aparato japonés suministrado por Stu… para que lo requisaran. Mi brazo número seis tenía un hueco destinado a la pequeña batería que le suministraba energía, y en el que encajaba perfectamente mi minigrabadora. Aquel día no necesitaba energía… y la mayoría de la gente, incluso los endurecidos oficiales de la policía, se muestra reacia a tocar una prótesis.
Todo lo que se había hablado el día anterior fue ignorado… salvo que el Presidente abrió la sesión reprochándonos el «haber quebrantado las normas de seguridad de una reunión a puerta cerrada».
El profesor replicó que en lo que a nosotros respecta no tenía por qué celebrarse a puerta cerrada, y que acogeríamos con agrado la presencia de periodistas, cámaras de video y público en general, ya que el Estado de Luna Libre no tenía nada que ocultar.
El Presidente replicó secamente que el pretendido Estado Libre no controlaba aquellas sesiones; las audiencias debían celebrarse a puerta cerrada, y no debía hablarse de ellas fuera de aquella sala. Allí, el que daba las órdenes era él.
El profesor me miró.
—¿Quiere usted ayudarme, coronel?
Toqué los mandos de mi silla de ruedas, me acerqué al profesor y empujé su camilla hacia la puerta antes de que el Presidente se diera cuenta de que estábamos representando una comedia. El profesor se dejó convencer para quedarse, sin prometer nada. Resulta difícil coaccionar a un hombre que sufre un colapso bajo los efectos de la sobreexcitación.
El Presidente dijo que el día anterior se habían producido muchas anomalías, y que en la presente sesión no estaba dispuesto a tolerar ninguna agresión. Y miró al argentino, y luego al norteamericano.
—La soberanía —continuó— es un concepto abstracto, redefinido numerosas veces a medida que el género humano ha ido aprendiendo a vivir en paz. No necesitamos discutirlo. El verdadero problema, profesor (o Embajador de facto, si lo prefiere), es este: ¿se encuentran ustedes en condiciones de garantizar que la Colonia Lunar hará honor a sus compromisos?
—¿Qué compromisos, Honorable Presidente?
—Todos los compromisos, aunque ahora me refiero específicamente a sus compromisos en relación con los embarques de cereales.
—No estoy muy al corriente de tales compromisos —respondió cándidamente el profesor.
La mano del Presidente se crispó sobre su maza. Pero respondió con aparente calma:
—Creo que es preferible, para ustedes y para nosotros, poner las cartas boca arriba. Me refiero a la cuota de los envíos de cereales… y a su incremento de un trece por ciento, aproximadamente, para el nuevo año fiscal. ¿Podemos confiar en que harán honor a ese compromiso? Esta es una base mínima para cualquier tipo de discusión; en caso contrario, las conversaciones no irán más adelante.
—En tal caso, lamento mucho tener que decir que podemos dar por terminadas estas conversaciones.
—No hablará usted en serio…
—Muy en serio, señor. La soberanía de Luna Libre no es una materia abstracta, como usted parece creer. Los compromisos a que usted alude fueron contraídos por la Autoridad y mi país no está obligado a asumirlos. Cualquier compromiso que deba asumir la nación soberana a la que tengo el honor de representar tiene que ser negociado aún.
—¡Chusma! —aulló el norteamericano—. Ya les dije a ustedes que estábamos siendo demasiado blandos con ellos. Son carne de presidio. Ladrones y prostitutas. No merecen que se les trate decentemente.
—¡Orden!
—No olviden que lo he advertido. En Colorado les enseñaríamos un par de cosas: sabemos cómo tratar a los de su especie.
—Ruego al caballero miembro que no insista en sus comentarios —dijo el Presidente.
—Temo —dijo el miembro hindú: parsi, en realidad, pero delegado de la India—, temo que en esencia debo mostrarme de acuerdo con el caballero miembro del Directorio de América del Norte. India no puede aceptar el concepto de que los compromisos para el envío de cereales son papel mojado. Las personas honradas no hacen política con el hambre.
—Y además —intervino el argentino—, procrean como animales. ¡Cerdos!
(El profesor me había hecho tomar una droga tranquilizante antes de aquella sesión. Había insistido en que la tomara en su presencia).
Sin perder la calma, el profesor dijo:
—Honorable Presidente, solicito permiso para ampliar mi explicación antes de que lleguemos a la conclusión, tal vez apresurada, de que debemos dar por terminadas estas conversaciones.
—Adelante.
—¿Con el consentimiento unánime? ¿Libre de interrupciones?
El Presidente miró a su alrededor.
—El consentimiento es unánime —declaró—, y advierto a los caballeros miembros que si se produce alguna interrupción invocaré la norma especial número catorce. Requiero al sargento de las fuerzas armadas para que tome nota y actúe en consecuencia. El testigo tiene la palabra.
—Seré breve, Honorable Presidente. —El profesor dijo algo en español; lo único que entendí fue «señor». El argentino palideció intensamente, pero no contestó. El profesor continuó—: En primer lugar debo replicar al caballero miembro de América del Norte, dado que se ha referido a mis conciudadanos en términos tan peyorativos. Los ciudadanos de Luna son carne de presidio y descendientes de los que fueron carne de presidio; yo mismo he sido huésped de más de una cárcel. Pero Luna es una severa maestra de escuela; los que han vivido recibiendo sus crueles lecciones no tienen ningún motivo para sentirse avergonzados. En Luna City, un hombre puede dejar abierta la puerta de su casa con un montón de dinero sobre la mesa sin ningún temor a que alguien entre a robarle. Me pregunto si puede decirse lo mismo de Denver… De todos modos, no deseo visitar Colorado para aprender un par de cosas: estoy satisfecho con lo que Madre Luna me ha enseñado. Y es posible que seamos una chusma… pero ahora somos una chusma en armas.
»En cuanto al caballero miembro de la India, permítame decirle que nosotros no hacemos política con el hambre. Lo que pedimos es una discusión abierta de unos hechos que no están mediatizados por ningún supuesto político. Si se acepta este punto de vista, puedo prometer que Luna está en condiciones de incrementar notablemente sus envíos de cereales… de los cuales la India se aprovecharía de un modo especial.
Los caballeros miembros de China y de la India irguieron la cabeza. El hindú empezó a hablar, cerró la boca y se volvió hacia el Presidente:
—Ruego a la Presidencia que pida al testigo que explique lo que quiere decir.
—El testigo es invitado a ampliar su explicación.
—Honorable Presidente, caballeros miembros, existe realmente un medio para que Luna incremente sus envíos de cereales multiplicándolos por diez o incluso por cien. El hecho de que los cargamentos de cereales continúen llegando de acuerdo con lo previsto a pesar de las dificultades que hemos atravesado demuestra que nuestras intenciones son amistosas. Pero no se obtiene leche golpeando a la vaca. Las conversaciones encaminadas a incrementar nuestros envíos deben celebrarse en un plano de igualdad, no sobre el falso supuesto de que nosotros somos esclavos, obligados a hacer honor a unos compromisos que no contraíamos. Ustedes tienen la palabra. Pueden persistir en la creencia de que somos esclavos, rompiendo así toda posible negociación. O reconocer que somos libres, negociar con nosotros y enterarse de cómo podemos ayudarles.
—En otras palabras —dijo el Presidente—, nos pide que hagamos un trato a ciegas. Exige que legalicemos su status antijurídico… y luego nos revelarán cómo pueden multiplicar por diez o por cien sus envíos de cereales. Algo completamente imposible. Soy experto en economía lunar. Tan imposible como su petición: para admitir a una nueva nación tiene que reunirse la Gran Asamblea.
—En tal caso, lleven el asunto a la Gran Asamblea. Una vez reconocida nuestra soberanía, hablaremos del incremento de los envíos y negociaremos las condiciones. Honorable Presidente, nosotros cultivamos los cereales, nosotros los poseemos. Podemos incrementar el cultivo. Pero no como esclavos. Antes es preciso que se reconozca la libertad soberana de Luna.
—Imposible, y usted lo sabe. La Autoridad Lunar no puede abdicar de su sagrada responsabilidad.
El profesor suspiró.
—Al parecer, nos encontramos en un callejón sin salida. Lo único que puedo sugerir es que se suspendan las sesiones mientras recapacitamos sobre nuestras respectivas posturas. Hoy continúan llegando nuestros envíos… pero en el momento en que me vea obligado a notificar a mi gobierno que he fracasado… los envíos… ¡cesarán!
La cabeza del profesor se hundió pesadamente en la almohada, como si el esfuerzo hubiera sido excesivo para él… y es probable que fuera así. Yo resistía bastante bien, pero era mucho más joven que el profesor y me había preparado para el viaje a Tierra, que por otra parte no era el primero que realizaba. Pero un lunático de su edad no tendría que haberse arriesgado. Tras unos breves escarceos dialécticos que el profesor ignoró, nos cargaron en un tractor y nos transportaron al hotel. Por el camino dije:
—Profesor, ¿qué le dijo usted al Señor Jellybelly que le hizo palidecer como un muerto?
El profesor sonrió.
—Las investigaciones del camarada Stuart acerca de esos caballeros han revelado hechos muy interesantes. Le pregunté quién era el dueño de cierto prostíbulo de la calle Florida de Buenos Aires, y adonde había ido a parar cierta pelirroja que era la vedette de las pupilas.
—¿Por qué? ¿Acaso lo frecuentaba usted? —no podía imaginar al profesor en uno de aquellos burdeles.
—Ni pensarlo. Hace más de cuarenta años que no visito Buenos Aires. El argentino es el dueño de aquel lupanar, a través de un hombre de paja, y su esposa, una belleza pelirroja, trabajó allí una temporada.
Lamenté haberle interrogado.
—¿No fue un golpe bajo, profesor? ¿Y poco diplomático?
Pero el profesor cerró los ojos y no contestó.
Aquella noche se había repuesto lo suficiente como para recibir a los periodistas, con los blancos cabellos enmarcados en una almohada de color púrpura y el delgado cuerpo embutido en un pijama bordado. Parecía el cadáver de un personaje importante en un funeral, salvo por sus ojos y sus hoyuelos. También yo parecía un importante personaje, con el uniforme negro y dorado que, según Stu, era el que correspondía a un diplomático lunar de mi categoría. Era la primera vez que oía hablar de la existencia de diplomáticos en Luna. Y, de todos modos, prefiero un traje-p: el cuello me apretaba mucho. Tampoco conocía el significado de mis condecoraciones. Un reportero me interrogó acerca de una de ellas, en forma de media Luna; le dije que era un premio por buena conducta. Stu estaba al quite y dijo:
—El coronel es muy modesto. Esa condecoración equivale a la Victoria Cross, y le fue concedida por un acto de valor en el glorioso y trágico día de…
Y se llevó al reportero, sin dejar de hablar. Stu podía improvisar una mentira casi con tanta rapidez como el profesor. Yo tengo que inventarla por anticipado.
Aquella noche, los periódicos y las emisiones de video de la India echaban chispas; la «amenaza» de interrumpir los envíos de cereales les había enfurecido. Las propuestas más benignas eran las de arrasar Luna, exterminar a los «criminales trogloditas» y reemplazarlos con «honrados campesinos hindúes» que comprendían lo sagrada que era la vida humana y enviarían cereales y más cereales.
El profesor escogió aquella noche para hablar de la incapacidad de Luna para atender indefinidamente a los envíos de cereales… en abierta contradicción con las noticias que había difundido la organización de Stu acerca de los supuestos incrementos ofrecidos por el profesor. Varios reporteros se apresuraron a acosar al profesor, haciéndole notar aquella discrepancia.
—Profesor de la Paz, acaba usted de decir que los envíos de cereales irán disminuyendo a medida que se agoten los recursos naturales, y que en el año 2082 Luna será incapaz de alimentar a sus propios habitantes. Sin embargo, hoy mismo ha declarado usted ante la Autoridad Lunar que podía incrementar notablemente los envíos.
El profesor inquirió suavemente:
—¿Ese comité es la Autoridad Lunar?
—Bueno… es un secreto a voces.
—Sin embargo, se ha presentado a sí mismo como un comité investigador imparcial de la Gran Asamblea. ¿No cree que eso les descalifica por completo? ¿Que debería nombrarse un «verdadero» comité investigador realmente imparcial?
—Hum… No puedo opinar sobre la materia, profesor. Volvamos a mi pregunta: ¿cómo explica usted esa contradicción?
—Me interesa saber por qué no puede opinar usted sobre la materia. ¿Acaso no incumbe a todos los ciudadanos de Tierra el ayudar a evitar una situación que puede provocar una guerra entre Tierra y su vecina?
—¿Guerra? ¿Qué le induce a hablar de «guerra», profesor?
—¿Puede preverse acaso otro desenlace si la Autoridad Lunar persiste en su intransigencia? Nosotros no podemos acceder a sus peticiones; esas cifras demuestran por qué. Si no quieren comprenderlo así, tratarán de someternos por medio de la fuerza… y nosotros tendremos que defendernos. Como ratas acorraladas… ya que estamos acorralados, sin posibilidad de retirada ni de rendición. Nosotros no elegiremos la guerra; queremos vivir en paz con nuestro planeta vecino, y comerciar pacíficamente con él. Pero la elección no nos corresponde a nosotros. Somos pequeños, y ustedes son gigantescos. Me atrevo a predecir que el siguiente movimiento lo efectuará la Autoridad Lunar tratando de someter a Luna por medio de la fuerza. Ese organismo encargado de «velar por la paz» iniciará la primera guerra interplanetaria.
El periodista frunció el ceño.
—¿No exagera usted? Supongamos que la Autoridad… o la Gran Asamblea, ya que la Autoridad no posee naves de guerra… supongamos que las naciones de Tierra deciden eliminar a su… ejem… «gobierno». Podrían ustedes luchar, en Luna… y supongo que lo harían. Pero eso difícilmente constituiría una guerra interplanetaria. Como usted mismo dijo, Luna no tiene naves. Sería la lucha de un pigmeo contra un gigante.
Había adosado mi silla de ruedas a la camilla del profesor, escuchando. El profesor se volvió hacia mí:
—Dígaselo, coronel.
Lo recité como un loro. El profesor y Mike habían previsto un gran número de situaciones; yo las había memorizado y tenía preparadas las respuestas.
Dije:
—¿Se acuerdan ustedes de la Pathfinder? ¿De lo que ocurrió cuando sus controles se averiaron?
Lo recordaban. Nadie había olvidado el mayor desastre de la primera época de los vuelos espaciales, cuando la nave Pathfinder se estrelló contra un pueblo belga.
—Nosotros no tenemos naves —añadí—, pero posiblemente podríamos hacer estrellar contra Tierra los cargamentos de cereales… en vez de situarlos en órbita.
Al día siguiente un periódico publicó este titular en primera página: LOS LUNÁTICOS AMENAZAN CON BOMBARDEARNOS CON ARROZ. De momento provocó un desconcertado silencio.
Finalmente, el periodista dijo:
—De todos modos, me gustaría saber cómo explica usted esa contradicción: no habrá cereales después de 2082… y los envíos se multiplicarán por diez e incluso por cien.
—No hay ninguna contradicción entre las dos afirmaciones —respondió el profesor—, porque están basadas en unas series de circunstancias distintas. Las cifras que han examinado ustedes muestran las actuales circunstancias… y el desastre que provocarán en muy pocos años a través de la sangría de los recursos naturales de Luna. Un desastre que los burócratas de la Autoridad (tal vez debería decir «burócratas autoritarios») pretenden evitar castigándonos de cara a la pared como a unos chicos traviesos…
El profesor hizo una pausa para normalizar su respiración y continuó:
—Las circunstancias bajo las cuales podemos mantener, o incrementar notablemente, nuestros envíos de cereales, son el lógico corolario de las primeras. En mi calidad de viejo profesor, no puede desprenderme de mis hábitos docentes; el corolario debe constituir un ejercicio para el alumno. ¿Alguno de ustedes se atreve a formularlo?
Tras un breve e incómodo silencio, un hombre de pequeña estatura con un extraño acento dijo lentamente:
—En mi opinión, se refiere usted a la recuperación de los recursos naturales.
—¡Muy bien! ¡Sobresaliente! —exclamó el profesor—. El cultivo de cereales requiere agua y abonos: fosfatos, etc., dicen los expertos. Si ustedes nos envían esos elementos, nosotros se los devolveremos convertidos en cereales. Envíen a Luna agua de mar, pescado podrido, animales muertos, boñigos de vaca, sus propios excrementos (no se molesten en esterilizarlos, nosotros hemos aprendido a hacerlo con más facilidad y a menor coste), y les devolveremos tonelada por tonelada de trigo dorado. Multipliquen por diez sus envíos, y les devolveremos diez veces más grano. ¡Caballeros, en Luna hay cuatro mil millones de hectáreas en espera de ser labradas!
Aquello les desconcertó. Luego, alguien dijo lentamente:
—¿Y qué obtendrán ustedes a cambio? Me refiero a Luna.
El profesor se encogió de hombros.
—Dinero. En forma de bienes de consumo. Hay muchas cosas que ustedes fabrican a muy buen precio y que en Luna son muy apreciadas. Medicamentos. Herramientas. Libros microfilmados. Adornos para nuestras encantadoras damas. Compren nuestros cereales, y podrán vendernos esas cosas a precios interesantes para ustedes.
Un periodista hindú empezó a escribir, con aire pensativo. Junto a él había un tipo europeo al que no parecían haber impresionado las palabras del profesor. Dijo:
—Profesor, ¿tiene usted idea de lo que costaría transportar todo ese tonelaje a Luna?
El profesor hizo un gesto con la mano como si descartara aquella objeción.
—Un simple problema técnico —dijo—. Hubo una época en la que enviar mercancías a través de los océanos no sólo resultaba caro, sino imposible. Luego resultó caro, difícil y peligroso. Hoy venden ustedes artículos por todo el planeta casi al mismo precio que en los lugares de origen; los envíos a grandes distancias son el factor menos importante en el coste. Caballeros, yo no soy ingeniero, pero he aprendido algo acerca de los ingenieros. Cuando existe la necesidad de hacer algo, los ingenieros pueden encontrar la manera de que resulte económicamente factible. Si ustedes necesitan los cereales que nosotros podemos cultivar, recurran a sus ingenieros. —El profesor abrió la boca como si le faltara el aire, y las enfermeras se lo llevaron.
No quise contestar a las preguntas que los periodistas me formularon sobre el mismo tema, diciéndoles que el profesor podría contestarlas cuando se encontrara en condiciones de volver a reunirse con ellos. De modo que atacaron por otro lado. Un hombre quiso saber por qué motivo, dado que no pagábamos impuestos, los lunáticos nos creíamos con derecho a hacer las cosas a nuestra manera. Después de todo, las colonias habían sido establecidas en Luna por las Naciones Federadas… por algunas de ellas. La operación había sido terriblemente cara. Tierra había pagado todas las facturas… y ahora los colonos disfrutaban de todos los beneficios y no pagaban un solo centavo de impuestos. ¿Era esto equitativo?
Me hubiera gustado enviarle al cuerno. Pero el profesor me había hecho tomar de nuevo un tranquilizante, y me había obligado a recitar aquella interminable lista de respuestas a las preguntas capciosas.
—Vayamos por partes —dije—. En primer lugar, ¿a cambio de qué quiere usted que paguemos impuestos? Dígame las ventajas que voy a obtener, y tal vez me apunte… No, vamos a plantearlo de otro modo: ¿paga usted impuestos?
—¡Desde luego! Y usted también debería pagarlos.
—¿Y qué le dan a cambio de sus impuestos?
—¿Eh? Con los impuestos se paga el gobierno de la nación.
—Discúlpeme —dije—, soy un ignorante. He pasado toda mi vida en Luna, y sé muy poco acerca de sus gobiernos. ¿Podría detallarme un poco más lo que obtiene a cambio de su dinero?
Todos parecían muy interesados ahora, y lo que aquel agresivo individuo olvidaba lo recordaban los otros. Una larga lista. Cuando terminaron con ella, le di un repaso:
—Hospitales gratuitos… en Luna no existen. Seguro de enfermedad… tenemos eso, aunque al parecer no significa lo mismo que para ustedes. Si una persona quiere cubrirse contra el riesgo de una enfermedad, acude a un apostador profesional. Allí se apuesta sobre cualquier cosa, incluso sobre la salud. Yo no apostaría contra mi salud: estoy sano. O al menos lo estaba hasta que llegué aquí. Tenemos una biblioteca pública, una Fundación Carnegie a base de libros microfilmados. Pero se mantiene cobrando una cuota a los usuarios. Carreteras públicas. Supongo que eso equivale a nuestros tubos. Pero no son más gratuitos que el aire. Lo siento, ustedes tienen aire gratuito aquí, ¿no es cierto? Quiero decir que nuestros tubos fueron construidos por compañías que invirtieron dinero y esperan recuperarlo con creces. Escuelas públicas. Hay escuelas en todas las conejeras, y nunca he oído decir que rechazaran a ningún alumno, de modo que supongo que son «públicas». Pero hay que pagar, también, ya que en Luna cualquiera que sabe algo útil y está dispuesto a enseñarlo quiere obtener algo a cambio, como es lógico.
Continué:
—Vamos a ver qué más hay… Seguridad social. No estoy seguro de lo que es pero, sea lo que sea, no lo tenemos. Pensiones. Puede comprarse una pensión. Pero no lo hace prácticamente nadie. La mayoría de las familias son numerosas y los viejos, cuando tienen más de cien años, se entretienen con algo que les gusta o se sientan a mirar el video. O duermen. Duermen mucho, especialmente después de los ciento veinte años.
—Disculpe, señor. ¿Es cierto que en Luna la gente vive realmente tanto tiempo como dicen?
Puse cara de sorprendido, pero no lo estaba; aquella era una «pregunta estimulada», para la cual habíamos preparado una respuesta.
—Nadie sabe cuanto tiempo puede vivir una persona en Luna; no llevamos allí los años suficientes para comprobarlo. Nuestros ciudadanos más viejos nacieron en Tierra, de modo que no cuentan. Hasta ahora, nadie nacido en Luna ha muerto de vejez, aunque tampoco ellos cuentan, ya que no han tenido tiempo de llegar a viejos: nacieron hace menos de un siglo. Pero, vamos a ver, señora, ¿qué edad diría usted que tengo yo? Soy un lunático auténtico, tercera generación.
—Hum… A decir verdad, coronel Davis, me sorprendió su excesiva juventud… para esta misión, quiero decir. Aparenta usted unos veintidós años. ¿Es más viejo? No mucho más, supongo…
—Señora, lamento que su gravitación local me impida inclinarme ante usted. Muchas gracias. Hace mucho más de veintidós años que estoy casado.
—¿Qué? ¡Oh, no habla usted en serio!
—Señora, nunca me aventuro a calcular la edad de una dama, pero si emigrara usted a Luna conservaría su actual aspecto deliciosamente juvenil mucho más tiempo y añadiría al menos veinte años a su vida. —Repasé la lista—. Caballeros, en Luna no tenemos nada de lo que figura en esta lista, de modo que no me parecería lógico que tuviéramos que pagar impuestos por algo inexistente para nosotros. En lo que respecta al otro punto, el del coste inicial de las colonias, ninguno de ustedes puede ignorar que ese coste quedó amortizado con creces hace mucho tiempo sólo con los envíos de cereales. La realidad es que estamos siendo desposeídos de nuestros recursos básicos… y que ni siquiera nos pagan a precios de mercado libre. Este es el motivo de que la Autoridad se muestre tan obstinada: quiere continuar explotándonos. La idea de que Luna ha costado mucho dinero a Tierra y de que la inversión debe ser amortizada es una mentira inventada por la Autoridad para justificar el trato que nos da, como si fuéramos esclavos. La verdad es que Luna no le ha costado a Tierra un solo centavo durante este siglo… y que la inversión original quedó amortizada mucho antes.
El hombre que había planteado aquella cuestión intervino de nuevo:
—Bueno, no pretenderá usted decirnos que las colonias lunares han pagado los miles de millones de dólares que se invirtieron para desarrollar los vuelos espaciales.
—Podríamos echar cuentas, y tal vez obtendríamos unos resultados sorprendentes para usted. Sin embargo, en el peor de los casos, no existe ningún motivo para cargarnos eso a nosotros. Tierra tiene vuelos espaciales. Luna no posee una sola nave. ¿Por qué tendríamos que pagar algo que nunca hemos recibido?
El profesor me había dicho que no dejarían de plantearme una cuestión muy concreta. Había estado esperando que lo hicieran… y finalmente llegó.
—¡Un momento, por favor! —dijo una voz, perteneciente a alguien muy seguro de sí mismo—. Ha pasado usted por alto los dos servicios más importantes de esa lista: protección policíaca y fuerzas armadas. Ha hecho alarde de que estaban dispuestos a pagar por lo que obtenían… ¿Qué me dice del pago de los impuestos devengados durante casi un siglo por esos dos servicios? Sería una buena factura… —y sonrió ladinamente.
¡Estuve a punto de darle las gracias! Empezaba a creer que el profesor iba a reprocharme mi falta de habilidad para llevar la conversación a aquel terreno. Los reporteros se miraron unos a otros, con una expresión visiblemente complacida por el hecho de que su compañero me hubiese acorralado. Me esforcé por asumir un aire de candidez.
—¿Cómo dice? No lo entiendo. Luna no tiene policía ni fuerzas armadas.
—Sabe perfectamente lo que quiero decir. Disfrutan ustedes de la protección de las Fuerzas de la Paz de las Naciones Federadas. Y tienen ustedes policía. ¡Pagada por la Autoridad Lunar! Y sé de fuente fidedigna que hace menos de un año fueron enviadas dos falanges a la Luna para servir como policías.
—¡Oh! —Suspiré—. ¿Puede decirme cómo protegen a Luna las fuerzas de la paz de las Naciones Federadas? No he tenido conocimiento de que ninguna de sus naciones deseara atacarnos. Estamos muy lejos y no tenemos nada que alguien pueda envidiarnos. ¿O quiere usted decir que tenemos que pagar para que nos dejen en paz? Nosotros lucharemos contra las fuerzas armadas de las Naciones Federadas, si llega el caso… pero nunca las pagaremos.
»En cuanto a esos supuestos “policías”, no fueron enviados para protegernos a nosotros. Nuestra Declaración de Independencia contó la verdad acerca de aquellos esbirros… ¿No la reprodujeron sus periódicos? (Algunos sí, y algunos no… según los países). ¡Enloquecieron y empezaron a violar y a asesinar! ¡Y ahora están muertos! ¡De modo que no nos envíen más tropas!
Me sentí súbitamente «cansado» y tuve que retirarme. En realidad estaba cansado; no tengo grandes cualidades de actor, y aquella conversación siguiendo al pie de la letra las instrucciones del profesor había resultado muy fatigosa.