Capítulo: 16

Desperté absurdamente asustado en medio de la más impenetrable oscuridad.

—¡Manuel! —no sabía de dónde procedía la voz—. «¡Manuel! —volvió a llamar—. ¡Despierta!».

Aquello tenía cierto sentido para mí; era la señal prevista para arrancarme de mi sopor. Me recordé a mí mismo tendido sobre una camilla en la enfermería del Complejo, mirando fijamente una luz y escuchando una voz mientras una droga goteaba en mis venas. Pero aquello había ocurrido hacía un centenar de años, un interminable período de pesadillas de insoportable presión, de dolor.

Ahora sabía qué clase de sensación era: la había experimentado antes. Caída libre. Me encontraba en el espacio.

¿Qué había fallado? ¿Se había equivocado Mike en sus cálculos? ¿O había dado rienda suelta a su naturaleza infantil, y me estaba gastando una broma sin darse cuenta de que podía provocar mi muerte? ¿Por qué, después de tantos años de dolor, seguía estando vivo? Si es que estaba vivo… ¿Era esto lo que sentían los fantasmas, solitarios, perdidos, en ninguna parte?

—¡Despierta, Manuel! ¡Despierta, Manuel!

—¡Oh, cállate! —grité—. ¡Deja de fastidiarme con tu sonsonete!

La grabación continuó llamándome; no le presté atención. ¿Dónde estaba aquel maldito interruptor de la luz?

De pronto descubrí que aquellos cabezas huecas no habían vuelto a colocarme el brazo. Por algún absurdo motivo me lo habían quitado cuando me desnudaban para prepararme y yo estaba cargado con suficientes píldoras no-te-preocupes y vamos-a-dormir para no protestar. No habían vuelto a colocármelo. Pero aquel maldito interruptor estaba a mi izquierda y la manga del traje-p estaba vacía.

Pasé los diez años siguientes desatándome con una mano, y luego cumplí una condena de veinte años flotando en la oscuridad antes de encontrar de nuevo mi cuna, descubrir cuál de sus extremos correspondía a la cabeza, y partiendo de aquel indicio localizar el interruptor al tacto. Aquel compartimiento no tenía más de dos metros en cualquier dirección. Pero, en caída libre y absoluta oscuridad, resultaba mucho mayor que la Antigua Cúpula. Encontré el interruptor. Encendí la luz.

(Y no me preguntéis por qué aquel ataúd no tenía al menos tres sistemas de iluminación funcionando a la vez. La costumbre, probablemente. Un sistema de iluminación requiere un interruptor para controlarlo, ¿nyet? El cacharro había sido adaptado en dos días; podía dar gracias de que el único interruptor funcionara).

Una vez encendida la luz, el compartimiento se encogió hasta adquirir dimensiones realmente claustrofóbicas y un diez por ciento más pequeñas, y eché una mirada al profesor.

Muerto, aparentemente. Bueno, tenía todos los motivos para estarlo. Le envidié, pero ahora tenía que comprobar su pulso y su respiración, por si no había tenido suerte y continuaba padeciendo aquellas molestias. Tropecé con otras dificultades además de las derivadas de la falta de un brazo. La carga de cereales había sido secada y despresurizada antes de embarcarla, como de costumbre, pero se suponía que aquella celda estaba presurizada… ¡Oh! Nada del otro mundo, un simple tanque lleno de aire. Nuestros trajes-p debían bastar para atender a necesidades tales como la de respirar durante aquellos dos días. Pero incluso los mejores trajes-p resultan más cómodos bajo presión que en el vacío y, de cualquier modo, se suponía que yo tendría acceso a mi paciente.

No fue así. Sin necesidad de abrir el casco supe que aquella lata de acero no había conservado el gas compacto; lo supe enseguida, naturalmente, por el tacto del traje-p. Sí, las drogas que tenía para el profesor, estimulantes cardíacos y demás, estaban en jeringuillas de campaña; podía inyectarlas a través de su traje. Pero ¿cómo comprobar los latidos del corazón y la respiración? Su traje era del tipo más barato, utilizado por los lunáticos que casi nunca salen de la conejera; no tenía ninguna clase de indicadores.

La boca del profesor estaba abierta y su mirada fija; evidentemente, ya no necesitaba nada. Traté de tomarle el pulso en la garganta: su casco se interponía.

Habían instalado un reloj con el horario del programa, una gran amabilidad por su parte. Señalaba que llevábamos cuarenta y cuatro horas de viaje, de acuerdo con el plan, y que dentro de tres horas recibiríamos la terrible sacudida que nos situaría en órbita alrededor de Tierra. Luego, después de un par de vueltas, equivalentes a tres horas más, iniciaríamos el aterrizaje… suponiendo que el Control Terrestre de Poona no cambiara de opinión y nos dejara en órbita. Me recordé a mí mismo que no era probable: los cereales no son dejados en el vacío más tiempo del necesario. Tienden a convertirse en trigo hinchado o maíz fermentado, lo cual no sólo disminuye su valor sino que puede reventar aquellos delgados recipientes como un melón. ¿Por qué nos habían empaquetado con un cargamento de cereales? ¿Por qué no habían puesto una carga de rocas que no se ven afectadas por el vacío?

Tuve tiempo para pensar en aquello y para que me entrara mucha sed. Bebí medio sorbo a través de la boquilla, no más, porque no quería enfrentarme al aterrizaje con la vejiga llena. (No tenía por qué preocuparme: me habían colocado una sonda. Pero no lo sabía).

Luego se me ocurrió que al profesor no le perjudicaría una inyección de la droga que tenía que haber tomado cuando aumentara la aceleración; después, cuando estuviésemos en órbita, le inyectaría el estimulante cardíaco. En mi opinión, nada podía perjudicar ya al exprofesor.

Le inyecté la primera droga y pasé los minutos restantes luchando con las correas, con una sola mano. Lamenté no conocer el nombre del amigo que me había preparado para el viaje: podría haberle maldecido mejor.

Una brusca desaceleración nos situó en órbita alrededor de Tierra en unos simples 3,26×107 microsegundos; sólo que pareció mucho más largo, porque una presión de diez gravedades es sesenta veces mayor que la que un frágil saco de protoplasma soporta normalmente. Duró unos 33 segundos. Palabra de honor que sospecho que mis antepasadas de Salem pasaron un medio minuto peor el día que las ahorcaron.

Le inyecté al profesor el estimulante cardíaco y luego pasé tres horas tratando de decidir si debía drogarme como el profesor para la secuencia del aterrizaje. La conclusión fue negativa. Lo único que la droga había hecho por mí en el despegue había sido cambiar un minuto y medio de dolor y dos días de aburrimiento por un siglo de terribles pesadillas. Además, si aquellos minutos tenían que ser los últimos de mi vida, quería vivirlos. Por malos que fuesen, me pertenecían y no quería renunciar a ellos.

Fueron malos. Seis g no son mejores que diez; me sentí peor. Cuatro g no representan ningún alivio. Luego recibimos una sacudida más fuerte. Después, súbitamente, y sólo por unos segundos, otra vez caída libre. Seguida de un choque contra el suelo que no fue «suave» y que tuvimos que soportar atados y sin acolchamiento, ya que íbamos cabeza abajo. Mike nos había asegurado que el tiempo solar era bueno, sin peligro de radiaciones en el interior de aquel cacharro. Pero se había ocupado menos del tiempo en el Océano Indico terrestre; su predicción era aceptable para el aterrizaje de un cargamento de cereales… y supongo que creyó que sería suficientemente bueno para nosotros, también.

Se suponía que mi estómago estaba vacío. Pero llené el casco del líquido más fétido que pueda imaginarse. Luego dimos una vuelta completa y el líquido empapó mis cabellos y penetró en mis ojos y en mi nariz. Esto es lo que los terráqueos llaman «mareo», uno de los muchos horrores que dan por supuestos.

Siguió un largo período durante el cual fuimos remolcados hasta el puerto. Debo añadir que, además del marco, mis botellas de aire estaban fallando. Llevaban una carga para doce horas, más que suficiente para un viaje de cincuenta horas la mayor parte del cual lo pasaría en estado de inconsciencia y sin tener que efectuar ningún ejercicio violento, pero escasa si se añadían unas horas de remolque. Cuando finalmente el cacharro se inmovilizó, me encontraba en un estado de semiinconsciencia e incapaz de efectuar el menor movimiento.

Además, cuando nos recogieron había quedado boca abajo, una postura incómoda de por sí, y completamente imposible cuando se suponía que tenía que: a) desatarme a mí mismo; b) salir de una cavidad adaptada a mi traje-p; c) aflojar las palomillas de una escotilla interior; d) repetir la operación en la escotilla exterior; e) pasar a través de la primera escotilla, y f) arrastrar detrás de mí a un anciano metido en un traje-p.

Ni siquiera pude completar la fase a).

Afortunadamente, todos los servicios de emergencia estaban preparados para recibirnos. Stu LaJoie había sido informado antes de que emprendiésemos el viaje y se había encargado de prepararlo todo. Desperté para ver a varias personas inclinadas sobre mí, volví a desmayarme, desperté por segunda vez en una cama de hospital, cansado, magullado, hambriento, sediento y lánguido. Sobre la cama había una tienda de plástico transparente, gracias a la cual no tenía dificultades para respirar.

A uno de los lados de la cama vi a una enfermera hindú de cuerpo menudo y ojos inmensos, y al otro a Stuart LaJoie.

—¿Qué tal, amigo? —inquirió Stu, sonriendo—. ¿Cómo te encuentras?

—¡Uf! Perfectamente. Pero ¡caramba, qué manera de viajar!

—El profesor dice que era la única manera. Es un viejo resistente.

Era. El profesor ha muerto.

—Ni hablar. No está todo lo bien que sería de desear: le tenemos en una cama neumática bajo vigilancia continua y conectado a todo un arsenal de aparatos. Pero está vivo y podrá realizar su trabajo. En realidad no sabe nada del viaje: se durmió en un hospital y despertó en otro, según sus propias palabras. Pensé que estaba equivocado cuando se negó a que yo gestionara el envío de una nave, pero no era así: la publicidad ha sido tremenda

Dije lentamente:

—¿Has dicho que el profesor «se negó» a que enviaras una nave?

—Bueno, sería más exacto decir que la negativa fue del «Presidente Selene». ¿No viste los despachos, Mannie?

—No. —Demasiado tarde para luchar contra ello—. Pero los últimos días han sido muy movidos.

—¡Ni que lo digas! También aquí: he perdido la cuenta de los días que hace que no me desvisto.

—Hablas como un lunático.

—Soy un lunático, no lo dudes. Pero la hermana me está apuñalando con la mirada. —Stu se acercó a la enfermera y la cogió del brazo. Decidí que todavía no era un lunático. Aunque ella no se mostró ofendida—. Vaya a jugar a otra parte, querida, y le devolveré a su paciente dentro de unos minutos. —Cerró una puerta detrás de ella y regresó a mi lado—. Pero Adam tenía razón; esta manera de viajar no sólo significaba una maravillosa publicidad, sino que era mucho más segura.

—De acuerdo con lo de la publicidad. Pero ¿más segura? ¡Cuéntamelo a mí!

—Más segura, amigo mío. No han disparado contra vosotros, a pesar de que durante dos horas supieron exactamente dónde estabais, constituyendo un blanco excelente. Pero no habían decidido aún lo que debían hacer; ni siquiera ahora han decidido la mejor política a seguir. Pero lo cierto es que no se han atrevido a dejaros en órbita, después de la campaña de prensa que he subvencionado acerca de vuestro viaje. Ahora sois unos héroes populares y no corréis ningún peligro. En tanto que si hubiera esperado a fletar una nave para que os trasladara aquí… Bueno, no puedo asegurar nada, pero lo más probable es que los tres —el profesor, tú y yo— hubiésemos terminado en la cárcel. Ahora, deja que te informe de la situación. El profesor y tú sois ciudadanos del Directorio del Pueblo de Chad. No he podido conseguir nada mejor en tan poco tiempo. Chad ha reconocido a Luna, también. He tenido que comprar a un primer ministro, dos generales, varios jefes de tribu y un ministro de finanzas: baratos, para un trabajo tan apresurado. No he podido obtener vuestra inmunidad diplomática, pero confío en conseguirla antes de que abandonéis el hospital. De momento, no se han atrevido a deteneros; no han encontrado ningún motivo para justificarlo. Hay una guardia en el exterior del hospital, pero simplemente para «protegeros». Una medida excelente, ya que de no ser así no podríais quitaros de encima a los reporteros.

—¿No pueden acusarnos de nada? ¿De inmigración ilegal?

—No, Mannie. Tú no has sido nunca un transportado, y tienes la ciudadanía panafricana derivada a través de uno de tus abuelos, de modo que no hay problema. En el caso del profesor de la Paz, hemos conseguido la prueba de que adquirió la ciudadanía en Chad hace cuarenta años: en cuanto se secó la tinta la utilizamos. De manera que ni siquiera habéis entrado ilegalmente en la India. Además, el exilio del profesor no tiene ninguna existencia legal, ya que el gobierno que la decretó dejó de existir hace mucho tiempo, y un tribunal competente lo ha establecido así.

Regresó la enfermera, indignada como una gata madre.

—¡Lord Stuart… tiene que dejar descansar a mi paciente!

—En seguida, ma chère.

—¿Eres «Lord Stuart»?

—Tendría que ser «Conde». La sangre azul ayuda un poco: esa gente no ha sido feliz desde que decidió prescindir de la realeza.

Cuando salía de la habitación, Stu dio una palmada en las nalgas a la enfermera. En vez de gritar, ella sonrió con visible satisfacción. Sonreía aún cuando se acercó a mi cama. Stu tendría que reprimir aquellos impulsos cuando regresara a Luna. Si es que regresaba.

La enfermera me preguntó cómo me encontraba. Le dije que lo único que tenía era un hambre voraz.

—Hermana, ¿ha visto usted algún brazo protésico en nuestro equipaje?

Lo había visto, y me sentí mucho mejor después de colocarme el número seis. Lo había escogido junto con el número dos y el brazo social como suficientes para el viaje. El número dos había quedado seguramente en el Complejo; confiaba en que alguien cuidaría de él. Pero el número seis es uno de mis brazos más útiles; con él y con el social, no tendría problemas.

Dos días más tarde salimos en dirección a Agra para presentar nuestras credenciales a las Naciones Federadas. Yo no estaba recuperado del todo, pero me las arreglaba bastante bien en una silla de ruedas e incluso podía pasear un poco, aunque no lo hacía en público. Lo que tenía era una infección en la garganta que no acabó en pulmonía gracias a unas dosis masivas de antibióticos, y una especie de sarpullido que me cubría todo el cuerpo: igual que en mis otros viajes a Tierra, foco de infecciones. Los lunáticos no sabemos lo afortunados que somos al vivir en un lugar en el que los gérmenes patógenos son prácticamente desconocidos. Aunque la oración podría volverse por pasiva, dado que, en caso de necesitarlas, carecemos de inmunidades… Sin embargo, no me cambiaría por un terráqueo: no había oído la palabra «venéreo» hasta que viajé a Tierra, y cuando me hablaron del «resfriado común» creí que se referían a las congelaciones que afectan con frecuencia a los que trabajan en las minas de hielo.

Y estaba preocupado por otro motivo. Stu nos había transmitido un mensaje de Adam Selene; enterrada en él, indescifrable incluso para Stu, estaba la noticia de que las probabilidades habían descendido a menos de una contra cien. Me pregunté qué necesidad había de arriesgarse a aquel absurdo viaje, si hacía que nuestras probabilidades de éxito disminuyeran… ¿Sabía realmente Mike lo que eran las probabilidades? No se me ocurría cómo podía calcularlas, por muchos hechos que tuviera.

Pero el profesor no parecía preocupado. Hablaba con los reporteros, sonreía en interminables fotografías, hacía declaraciones diciéndole al mundo que tenía una gran confianza en las Naciones Federadas, que estaba convencido de que nuestras justas pretensiones serían reconocidas y que deseaba agradecer a los «Amigos de Luna Libre» la maravillosa ayuda que nos habían prestado al contar la verdadera historia de nuestra pequeña pero vigorosa nación a las personas de buena voluntad de Tierra. (Los A. de L. L. eran Stu, un puñado de periodistas a sueldo, varios millares de coleccionistas de autógrafos y un gran fajo de dólares Hong Kong).

También a mí me fotografiaban, y trataba de sonreír, pero eludía las preguntas señalando mi garganta y emitiendo sonidos inarticulados.

En Agra nos alojaron en una lujosa suite de un hotel que en otro tiempo había sido el palacio de un maharajah (y que continuaba perteneciéndole, a pesar de que se supone que la India es un estado socialista), sin que cesaran las entrevistas y las fotografías… sin que me atreviera a abandonar la silla de ruedas ni siquiera para visitar el W. C., ya que las órdenes del profesor eran no permitir que nunca se nos fotografiara verticalmente. Él estaba siempre en cama o en una camilla, no sólo porque era más seguro, teniendo en cuenta su edad, y más fácil para cualquier lunático, sino también por las fotografías. Sus hoyuelos y su afable y persuasiva personalidad aparecían en centenares de millones de pantallas de video y en interminables noticiarios gráficos.

Pero su personalidad no nos llevó a ninguna parte en Agra. El profesor fue acompañado a la oficina del Presidente de la Gran Asamblea —a mí me dejaron a un lado—, y allí intentó presentar sus credenciales como Embajador ante las Naciones Federadas y futuro Senador por Luna. Le remitieron al Secretario General, y en sus oficinas un secretario adjunto nos concedió diez minutos y nos dijo que podía aceptar nuestras credenciales «sin que ello significara compromiso alguno». Fueron remitidas al Comité de Credenciales… que se durmió sobre ellas.

Empecé a ponerme nervioso. El profesor leía a Keats. Los cargamentos de cereales seguían llegando a Bombay.

Después de lo que había visto, no me lamentaba de esto último. Cuando volamos de Bombay a Agra, nos levantamos antes de que amaneciera y fuimos acompañados al aeropuerto mientras la ciudad empezaba a despertar. En Luna, cada ciudadano tiene su agujero para dormir, sea en un hogar hecho confortable a través de los años como los Túneles Davis, sea en una cueva recién perforada en la roca viva; el espacio vital no es problema y no puede serlo durante siglos.

Bombay era una ciudad superpoblada. Se decía que el número de personas sin más hogar que un trozo de pavimento ascendía a más de un millón. Una familia podía adquirir el derecho (y cederlo a sus descendientes, generación tras generación) a pasar la noche sobre una superficie de dos metros de longitud y uno de anchura en una acera, delante de una determinada tienda. En aquel espacio dormía toda la familia: padre, madre, hijos, tal vez una abuela… Había que verlo para creerlo. Al amanecer, en Bombay, las aceras, las calzadas de las calles e incluso los puentes están cubiertos por una espesa alfombra de cuerpos humanos. ¿Qué es lo que hacen? ¿Dónde trabajan? ¿Cómo se las arreglan para comer? (Por su aspecto, se hubiera dicho que no comían; podían contarse sus costillas).

Si no hubiese creído en la aritmética elemental de que resulta imposible mantener un ritmo ininterrumpido de envíos hacia abajo sin obtener a cambio otros envíos hacia arriba, hubiera renunciado de buena gana a la tarea que me había traído a Tierra. Pero… tanstaafl. «Nadie regala nada», ni en Bombay ni en Luna.

Por fin fuimos citados por un «Comité Investigador». No era lo que el profesor había pedido. Él había solicitado una audiencia pública delante del Senado, con cámaras de video. Pero la sesión fue a puerta cerrada. Y el profesor tardó un par de minutos en descubrir que, en realidad, el Comité estaba compuesto en su totalidad por altos personajes de la Autoridad Luna o testaferros suyos.

De todos modos, era una oportunidad para hablar, y el profesor les trató como si tuvieran poder para reconocer la independencia de Luna, en tanto que ellos nos trataban como si fuéramos una mezcla de chiquillos díscolos y empedernidos criminales.

Al profesor le permitieron hacer una declaración. Afirmó en ella que Luna era de facto un Estado soberano, con un gobierno sin oposición en el poder, unas condiciones civiles de orden y de paz, un presidente provisional y un gabinete que desempeñaba las funciones necesarias pero cuyos miembros estaban deseando volver a sus ocupaciones particulares en cuanto el Congreso redactara una Constitución; y añadió que estábamos aquí para pedir que aquellos hechos fuesen reconocidos de jure y que se permitiera a Luna ocupar el lugar que le correspondía en las asambleas del género humano como miembro de las Naciones Federadas.

Lo que dijo el profesor correspondía a la verdad, aunque al mismo tiempo se trataba de una verdad muy sui generis. Nuestro «presidente provisional» era una computadora, y el «gabinete» lo formaban Wyoh, Finn, el Camarada Clayton, Terence Sheehan, editor de Pravda, Wolfgang Korsakov, presidente del Consejo de Administración de la LuNoHoCo, y un director del Banco de Hong Kong en Luna. Pero Wyoh era la única persona de Luna que sabía que «Adam Selene» era el falso rostro de una computadora. Y el hecho de quedarse sola en Luna con aquel conocimiento la había puesto terriblemente nerviosa.

La «singularidad» de Adam al dejarse ver únicamente por video era un problema. Habíamos intentado solucionarlo, convirtiéndolo en una «necesidad» por motivos de seguridad, instalando un despacho para él en la oficina de la Autoridad de Luna City y haciendo estallar después una pequeña bomba. Después de aquella «tentativa de asesinato», los camaradas que habían exigido con más vigor que Adam se dejara ver personalmente fueron los primeros en pedir todo lo contrario, declarando que no debía exponerse a ningún riesgo. Los editoriales de los periódicos apoyaron eficazmente la campaña.

Pero, mientras el profesor hablaba, me pregunté qué pensarían aquellos pomposos individuos, si supieran que nuestro «presidente» era un montón de hierros y de cables propiedad de la Autoridad, por añadidura.

Pero se limitaban a permanecer sentados con aire de desaprobación, sin dejarse conmover por la retórica del profesor: probablemente el mejor discurso de su vida, teniendo en cuenta que lo pronunciaba tendido de espaldas sobre una camilla, con un micrófono, sin notas y sin apenas poder ver a su auditorio.

Luego empezaron ellos. Un caballero argentino —ninguno de ellos mencionó su nombre, ya que no éramos socialmente aceptables— protestó contra la frase «ex Alcaide» pronunciada por el profesor; hacía más de medio siglo que no se utilizaba aquella denominación; insistió en que el título adecuado era el de «Protector de las Colonias Lunares por Delegación de la Autoridad Lunar». Cualquier otro título constituía una ofensa a la dignidad de la Autoridad Lunar.

El profesor pidió la palabra; el «Honorable Presidente» se la concedió. El profesor dijo cortésmente que aceptaba el cambio, dado que la Autoridad era libre de aplicar a sus servidores el título que le pluguiera, y que estaba muy lejos de su ánimo la intención de ofender a cualquier organismo de las Naciones Federadas… pero que en vista de las funciones de aquella oficina —antiguas funciones de aquella antigua oficina—, los ciudadanos del Estado Libre de Luna probablemente seguirían pensando en ella por su nombre tradicional.

Esto hizo que media docena de personajes intentaran hablar al mismo tiempo. Alguien protestó contra el uso de la palabra «Luna» asociada a «Estado Libre»: Luna era un satélite de Tierra, propiedad de las Naciones Federadas, y todos aquellos procedimientos eran una farsa.

Me inclinaba a estar de acuerdo con el último punto. El Presidente rogó al caballero en cuestión —miembro de América del Norte— que se atuviera a las normas e hiciera sus observaciones a través de la Presidencia. ¿Debía deducir la Presidencia de la última observación del profesor que aquel pretendido régimen de facto se proponía eliminar el sistema de transportados?

El profesor paró aquella pelota y la devolvió:

—Honorable Presidente, yo mismo fui un transportado, y ahora Luna se ha convertido en mi patria. Mi colega, el Honorable Subsecretario de Asuntos Exteriores coronel O’Kelly Davis —¡yo!— nació en Luna y se siente orgulloso de descender de cuatro abuelos transportados. Luna ha crecido y se ha desarrollado gracias al trabajo de los transportados terráqueos. Enviadnos a vuestros pobres y a vuestros desdichados; los recibiremos con los brazos abiertos. Luna tiene espacio para ellos, casi cuarenta millones de kilómetros cuadrados, una extensión mayor que toda África… y casi completamente vacía. Además, teniendo en cuenta que no vivimos en «superficie», sino en «profundidad», resulta difícil imaginar que algún día Luna rechace una expedición de terráqueos sin hogar.

—La Presidencia —dijo el Presidente— advierte al testigo que no debe pronunciar discursos. Y deduce de sus palabras que el grupo que él representa está de acuerdo en aceptar prisioneros como antes.

—No, señor.

—¿Qué? Haga el favor de explicarse.

—Cuando llega a Luna, un inmigrante es un hombre libre, al margen de lo que haya sido hasta entonces, libre para ir donde le apetezca.

—¿De veras? Entonces, un transportado puede llegar a Luna, cruzar el espaciopuerto, subir a otra nave y regresar aquí… Admito que me intriga su aparente buena voluntad para aceptarlos… pero nosotros no los queremos aquí. Es nuestro modo humano de deshacernos de los incorregibles, que de no existir esta solución tendrían que ser ejecutados.

(Podría haberle dicho varias cosas que le hubieran obligado a callar; era evidente que nunca había estado en Luna. En cuanto a los «incorregibles», si realmente lo son, Luna los elimina más pronto que Tierra. Cuando yo era muy joven nos enviaron un famoso gangster, creo que de Los Ángeles; llegó con una pandilla de rufianes, sus guardaespaldas, dispuesto a hacerse el amo de Luna, del mismo modo que se había hecho el amo de una prisión en alguna parte de la Tierra, según los rumores. Ninguno duró dos semanas. El jefe de los gangsters fue el primero en desaparecer: no había prestado atención cuando le explicaban cómo debía llevar un traje-p).

—No hay nada que le impida regresar a Tierra, en lo que a nosotros respecta —respondió el profesor—, aunque la política que ustedes siguen aquí podría hacer que se lo pensara dos veces. Pero nunca he oído hablar de un transportado que llegara a Luna con suficiente dinero para adquirir un pasaje de vuelta. Las naves son de ustedes; Luna no posee naves… y permítanme añadir que lamentamos que el viaje de la nave que debía llegar a Luna este mes haya sido cancelado. No me quejo de que esto nos haya obligado, a mi colega y a mí —el profesor se interrumpió para sonreír— a utilizar un medio de transporte poco formal. Pero confío en que no significará el comienzo de una nueva política. Luna está en paz con todo el mundo y desea que las cosas no cambien. Sus naves son bien recibidas, su comercio es bien recibido. Les ruego que tomen nota de que todos los embarques de cereales previstos han llegado a Tierra puntualmente.

(El profesor siempre ha tenido una gran habilidad para cambiar de tema).

Entonces tocaron otros temas de menor importancia. El entrometido norteamericano quiso saber qué le había ocurrido realmente «al Alca…» se interrumpió «al Protector, al Senador Hobart». El profesor contestó que había sufrido un ataque de apoplejía que le había incapacitado para el desempeño de sus funciones… pero que aparte de esto su estado de salud era bueno y recibía continua asistencia médica. El profesor añadió pensativamente que sospechaba que el anciano caballero chocheaba desde hacía algún tiempo, en vista de sus indiscreciones del año anterior… especialmente sus numerosas invasiones de los derechos de los ciudadanos libres, incluyendo a los que no eran ni habían sido nunca transportados.

La historia no era difícil de creer. Cuando aquellos científicos lograron transmitir la noticia de nuestro golpe de estado, habían dado por muerto al Alcaide… en tanto que Mike le había mantenido con vida y en su cargo, personificándole. Cuando la Autoridad Terrestre solicitó del Alcaide un informe sobre aquel rumor, Mike había consultado al profesor y luego había aceptado la llamada, contestándola con una convincente imitación de senilidad, negando, confirmando y confundiendo todos los detalles. Siguió nuestro comunicado, y a partir de aquel momento el Alcaide dejó de ser accesible incluso en su alter ego computador. Tres días después declaramos la independencia.

El norteamericano quería saber por qué motivo tenían que creer que lo que el profesor decía era verdad. El profesor le obsequió con la más beatífica de sus sonrisas e hizo un esfuerzo para extender sus delgadas manos antes de dejarlas caer sobre el cobertor de su camilla.

—Invitamos al caballero miembro de América del Norte a ir a Luna, a visitar al Senador Hobart en su lecho de enfermo y a comprobarlo por sí mismo. Extendemos la invitación a todos los ciudadanos de Tierra, para que visiten Luna cuando lo deseen… Nuestra actitud es amistosa y pacífica, no tenemos nada que ocultar. Lo único que lamento es que mi país no pueda facilitarles medios de transporte; para eso dependemos de ustedes.

El miembro de China miró al profesor pensativamente. No había dicho una sola palabra, pero no se había perdido un solo detalle.

El Presidente levantó la sesión hasta las tres de la tarde. Nos trasladaron a otra habitación y nos sirvieron el almuerzo. Me disponía a hablar, pero el profesor sacudió la cabeza, miró a su alrededor y se dio unos golpecitos en el oído con el dedo índice. De modo que me callé. Después de almorzar el profesor cerró los ojos para dormir una breve siesta y yo eché hacia atrás el respaldo de mi silla de ruedas y le imité; en Tierra, los dos dormíamos todo lo que podíamos. Nos ayudaba.

La sesión se reanudó a las cuatro de la tarde; cuando nos llevaron a la sala, el Comité en pleno se encontraba ya allí. El Presidente quebrantó entonces su propia norma contra los discursos y pronunció una larga arenga, más en tono de lamentación que de enojo. Empezó por recordarnos que la Autoridad Lunar era un organismo apolítico encargado de la solemne obligación de garantizar que el satélite de Tierra, Luna, no fuera utilizado nunca para fines militares. Nos dijo que la Autoridad había cumplido aquella obligación durante más de un siglo, mientras unos gobiernos caían y surgían otros y se establecían continuamente nuevas alianzas. En realidad, la Autoridad era más antigua que las Naciones Federadas, y su creación había sido patrocinada por un organismo internacional más antiguo. La mejor prueba de que había cumplido fielmente sus obligaciones se encontraba en el hecho de que había sobrevivido a través de guerras, disturbios y cambios de regímenes.

(No tardaríamos en saber adonde quería ir a parar con aquella introducción).

—La Autoridad Lunar no puede renunciar a su compromiso —nos dijo en tono solemne—. Sin embargo, no parece que esto haya de representar un obstáculo infranqueable para que los colonos de Luna, si demuestran su madurez política, disfruten de cierto grado de autonomía. Todo depende de la conducta de los propios colonos. Se han producido disturbios y destrucciones de propiedades; estos hechos no deben repetirse.

Esperé que mencionara a los noventa Dragones muertos; no lo hizo. Nunca seré un buen estadista: me falta perspectiva.

—Los dueños de las propiedades destruidas tendrán que ser indemnizados —continuó—. Hay que establecer unos compromisos. Si ese organismo al que ustedes llaman un Congreso puede hacer frente a esos compromisos, este Comité considera que, con el tiempo, ese llamado Congreso podría convertirse en un organismo representante de la Autoridad para la mayoría de los asuntos internos. De hecho, es concebible que un gobierno local estable pudiera, con el tiempo, asumir muchas de las obligaciones que ahora recaen sobre el Protector, e incluso tener un delegado, sin derecho a voto, en la Gran Asamblea. Pero antes tendrá que ganarse ese reconocimiento.

»Pero quiero dejar bien sentada una cosa. El mayor satélite de Tierra, la Luna, es por ley natural y para siempre propiedad conjunta de todos los pueblos de Tierra. No pertenece al puñado de hombres que por un accidente histórico viven allí. La suprema ley de Luna es y será siempre la que imponga la Autoridad Lunar.

(…«accidente histórico», ¿eh? Esperé que el profesor aclararía la cuestión. Imaginé lo que iba a decir… No, nunca adivinaba lo que el profesor diría. Esto es lo que dijo):

—Honorable Presidente, ¿quién de ustedes va a ser exilado esta vez?

—¿Qué es lo que ha dicho?

—¿Han decidido ya cuál de ustedes va a exilarse? Su Delegado Alcaide no asumirá la tarea —lo cual era cierto; prefería conservar la vida—. Ahora continúa en el desempeño de sus funciones únicamente porque nosotros le pedimos que lo hiciera. Si insisten en creer que no somos independientes, tendrán que ir pensando en enviar a un nuevo Alcaide.

—¡Protector!

—Alcaide. No hagamos juegos de palabras. Aunque si supiéramos quién va a ser, nos sentiríamos muy honrados llamándole «Embajador». Y podríamos colaborar sinceramente con él, haciendo innecesario el que le acompañaran unos esbirros armados… para violar y asesinar a nuestras mujeres.

—¡Orden! ¡Orden! ¡El testigo debe moderar su lenguaje!

—No soy yo quien debe ser llamado al orden, Honorable Presidente, sino los que se dedican a violar y a asesinar… Pero eso es historia y ahora debemos mirar hacia el futuro. ¿A quién van a exilar ustedes?

El profesor luchó para incorporarse sobre un codo y me puse inmediatamente en guardia: era una señal convenida.

—Como todos ustedes saben perfectamente, se trata de un viaje sin retorno. Yo nací aquí. Y pueden apreciar el esfuerzo que tengo que hacer para incorporarme momentáneamente en el planeta que me desheredó. Nosotros, los desheredados de Tierra…

Se derrumbó. Me levanté de mi silla y me derrumbé también, tratando de llegar hasta él.

No fue todo una comedia, a pesar de que había contestado a una señal convenida. Ponerse de pie súbitamente sobre Tierra equivale a someterse a una terrible tensión cardíaca; una tensión que me derribó al suelo.