Capítulo: 11

A principios del 76 tuve mucho trabajo. No podía descuidar a mis clientes. Las tareas del Partido me ocupaban más tiempo, a pesar de que contaba con valiosas ayudas. Pero continuamente surgía la necesidad de tomar decisiones y había que transmitir mensajes arriba y abajo. Además, tenía que dedicar varias horas diarias al ejercicio físico, acarreando grandes pesos, y no me atrevía a pedir permiso para utilizar la centrifugadora del Complejo, usada por los científicos terráqueos que debían pasar algún tiempo en Luna: aunque la había utilizado antes, esta vez no podía pregonar que estaba poniéndome en forma para trasladarme a Tierra.

El ejercicio sin una centrifugadora es menos eficaz, y resultaba especialmente fastidioso porque no sabía si sería necesario, después de todo. Pero según Mike, había un 30 por ciento de probabilidades de que el curso de los acontecimientos exigiera que algún lunático, capaz de hablar en nombre del Partido, tuviera que viajar a Tierra.

No podía verme a mí mismo como un embajador: me faltaban cultura y diplomacia. El profesor era la persona más indicada para aquella misión, pero el profesor era viejo y podía no vivir lo suficiente para trasladarse a Tierra. Mike nos dijo que un hombre de la edad, condiciones físicas, etc., del profesor tenía menos de un 40 por ciento de probabilidades de llegar vivo a Tierra.

Pero el profesor se sometía alegremente a un agotador entrenamiento para conservar intactas aquellas probabilidades, de modo que ante su ejemplo yo me veía moralmente obligado a acarrear pesos y a ponerme en forma, a fin de poder ocupar su puesto si su viejo corazón dejaba de funcionar. Y Wyoh hacía lo mismo, previendo la posibilidad de que algo me impidiera efectuar el viaje. Wyoh lo hacía para compartir nuestras dificultades; en ella, el corazón se imponía siempre a la lógica.

Además de mi trabajo, de las tareas del Partido y del ejercicio, estaba la granja. Habíamos perdido tres hijos por matrimonio, aunque habíamos ganado a dos muchachos excelentes, Frank y Ali. Luego, Greg se marchó a trabajar para la LuNoHoCo, como jefe de perforadores en la nueva catapulta.

Era preciso. El contratar personal nos producía muchos quebraderos de cabeza. Podíamos utilizar obreros que no eran miembros del Partido para la mayoría de los trabajos, pero los puestos clave tenían que ser ocupados por hombres que, a la vez que competentes, fueran de toda confianza desde el punto de vista político. Greg no deseaba ir; nuestra granja le necesitaba y no le gustaba tener que dejar su congregación. Pero aceptó.

Esto hizo que tuviera que volver a ocuparme, parte del tiempo, de los cerdos y las gallinas. Hans es un buen granjero, fuerte como un toro, y su trabajo equivalía al de dos hombres. Pero Greg había dirigido la granja desde que el abuelo se retiró, y la nueva responsabilidad preocupaba a Hans. Me correspondía a mí, que era mayor que él, pero Hans era mejor granjero y tenía más experiencia que yo; siempre se había dado por sentado que algún día sucedería a Greg. De modo que le respaldé mostrándome de acuerdo con sus opiniones y dedicando a la granja las horas que podía sustraer a mis otras obligaciones. No me quedaba tiempo ni para rascarme.

A últimos de febrero yo regresaba de un largo viaje a Novylen, Tycho Under y Churchill. El nuevo Tubo acababa de ser inaugurado a través de Sinus Medii, de modo que fui a Hong Kong Luna: asuntos de trabajo y contactos, ahora que podía prometer servicio de emergencia. El hecho de que el autobús Endsville-Beluthihatchie circulara solamente durante medio período lunar lo había hecho imposible hasta entonces.

Pero los asuntos de trabajo eran una tapadera para la política; el enlace con Hong Kong no había sido todo lo bueno que era de desear. Wyoh lo había mantenido por teléfono con el segundo miembro de su célula, un viejo camarada —«Camarada Clayton»—, que no sólo no figuraba en el Archivo Zebra de Álvarez, sino que además contaba con el aprecio y la confianza de Wyoh. Clayton recibía instrucciones acerca de la política a seguir, advertencias sobre las manzanas podridas y estímulos para establecer el sistema de células sin prescindir de la antigua organización.

Pero no es lo mismo hablar por teléfono que cara a cara. Hong Kong tendría que haber sido nuestra plaza fuerte. Estaba menos atada a la Autoridad debido a que sus empresas no eran controladas por el Complejo; era más independiente porque la ausencia (hasta entonces) de un Tubo de transporte había hecho menos atractivas las ventas a la catapulta principal; y era más fuerte financieramente, ya que los billetes del Banco de Hong Kong Luna tenían más valor que los vales-moneda oficiales de la Autoridad.

Supongo que los dólares Hong Kong no eran «dinero» desde un punto de vista estrictamente legal. La Autoridad no los aceptaba; y en mis viajes a Tierra tuve que comprar vales-moneda de la Autoridad para pagar el billete. Pero lo que llevaba en mi cartera eran dólares Hong Kong que podían ser cambiados en Tierra con un pequeño descuento, en tanto que los vales-moneda de la Autoridad no eran aceptados por nadie. Dinero o no, los billetes del Banco de Hong Kong estaban respaldados por unos honrados banqueros chinos, en vez de ser moneda burocrática de curso forzado. Cien dólares Hong Kong equivalían a 31,1 gramos de oro (la antigua onza troy)[1], abonables a petición del poseedor en la oficina central… que a tal fin mantenía un depósito de oro importado de Australia. O podían adquirir diversas mercancías: agua no potable, acero de graduación definida, agua pesada procedente de plantas de energía, y otras cosas. También podían adquirirse con vales-moneda, pero los precios de la Autoridad se mantenían fluctuantes, siempre hacia arriba. Soy un lego en economía; cuando Mike trató de explicármelo, me entró dolor de cabeza. Lo único que sé es que entrar en posesión de este no-dinero nos llena de alegría, en tanto que los vales-moneda los aceptamos de mala gana, y no solamente porque odiamos a la Autoridad.

Hong Kong tendría que haber sido la plaza fuerte del Partido. Pero no lo era. Habíamos decidido que yo debía correr el riesgo de presentarme allí, exponiéndome a que alguien me reconociera, ya que un hombre con un solo brazo no puede disfrazarse fácilmente. Era un riesgo que además de comprometerme a mí podía arrastrar a Wyoh, a Mum, a Greg y a Sidris. Pero ¿quién ha dicho que puede hacerse una revolución sin exponer nada?

El Camarada Clayton resultó ser un joven japonés… no demasiado joven, pero todos los japoneses parecen jóvenes hasta que súbitamente parecen viejos. No era completamente japonés —malayo y otras cosas—, pero su apellido era japonés y en su casa se vivía a la japonesa.

Clayton no era un convicto ni descendía de convictos; sus antecesores habían embarcado hacia Luna «voluntariamente» —es decir, a punta de pistola— en la época en que la Gran China consolidaba su imperio en Tierra. Pero odiaba al Alcaide tan intensamente como cualquier viejo transportado.

Me reuní con él por primera vez en una casa de té —el equivalente a una taberna de Luna City—, y durante dos horas hablamos de todo menos de política. Comprendí que me estaba «estudiando» para hacerse una idea de la clase de individuo que era. Luego me llevó a su casa. Mi única queja en lo que respecta a la hospitalidad japonesa tiene como motivo aquellos baños hasta la barbilla con agua a punto de ebullición.

Todo salió bien. Resultó que Mama-san era tan hábil en maquillajes como Sidris, mi brazo social es muy convincente y un quimono cubrió la juntura. Me reuní con cuatro células en dos días, como «Camarada Bork», maquillado y con quimono, y si había algún espía entre ellos no creo que pudiera identificar a Manuel O’Kelly. Había ido allí bien aleccionado, con abundantes datos y cifras, y hablé casi exclusivamente de un tema: el hambre del 82, a seis años de distancia.

—Vosotros estáis de suerte. No os afectará tan pronto. Aunque ahora, con el nuevo Tubo, cada vez serán más los que envíen trigo y arroz a la catapulta principal. Y sonará vuestra hora.

Quedaron impresionados. La antigua organización creía en la oratoria, en el chin-chin de las bandas de música y en la emoción estilo iglesia. Yo me limité a decir:

—Estas son las cifras, camaradas: os las dejo para que las estudiéis a fondo.

Me entrevisté con un camarada a solas. Si un mecánico chino tiene ocasión de examinar minuciosamente cualquier cosa, acabará por encontrar la manera de fabricarla. Le pregunté a aquel mecánico si había visto alguna vez un láser lo bastante pequeño como para ser manejado como un rifle. No lo había visto. Dijo que el sistema de pasaportes había hecho más difícil el contrabando. Y añadió que a la semana siguiente iría a Luna City para visitar a su primo. Le dije que a tío Adam le complacería mucho tener noticias suyas.

En total fue un viaje fructífero. A la vuelta me detuve en Novylen para revisar un anticuado «Foreman». Después de almorzar fui a visitar a mi padre. Estábamos en muy buenas relaciones, aunque a veces dejábamos transcurrir un par de años sin vernos. Conversamos delante de un par de cervezas, y cuando me puse en pie para marcharme, dijo:

—Me alegro mucho de que te hayas acordado de venir a verme. ¡Luna Libre!

—¡Luna Libre! —contesté maquinalmente, demasiado asombrado para no hacerlo. Mi padre había sido siempre el hombre más apolítico que he conocido; si decía aquello en público, significaba que nuestra campaña estaba arraigando profundamente.

De modo que llegué a Luna City satisfecho y no demasiado cansado, ya que desde Torricelli me pasé el viaje durmiendo. Tomé el Cinturón en la Estación Sur del Tubo, descendí hasta la Avenida Bottom y me dirigí a mi casa. Tenía que pasar por delante de la sala de audiencias del juez Brody y entré a saludarle. Brody es un viejo amigo y tenemos una amputación en común. Cuando perdió una pierna se estableció como juez y el éxito le acompañó.

Si dos personas se presentaban a dirimir una querella ante Brody y este no lograba convencerles de que su decisión era justa, les devolvía sus emolumentos y, si luchaban, actuaba de árbitro de su duelo sin cobrarles nada… y tratando de convencerles de que no utilizaran cuchillos para resolver sus diferencias.

No estaba en su oficina aunque vi su sombrero sobre su escritorio. Me disponía a marcharme, cuando entró un grupo en la sala, al parecer stilyagis. Les acompañaba una muchacha, y empujaban delante de ellos a un hombre de más edad. Por su atuendo deduje que era un «turista».

Teníamos turistas incluso entonces. No en grandes cantidades, desde luego. Procedían de Tierra, se instalaban en un hotel durante una semana y regresaban en la misma nave, y ocasionalmente se quedaban hasta que salía la siguiente. La mayoría de ellos pasaban el tiempo jugando, después de dedicar un par de días a recorrer la ciudad y sus alrededores, incluyendo el estúpido paseo por la superficie que todos los turistas realizan. La mayoría de los lunáticos les ignoraban, en tanto que otros explotaban sus debilidades.

Uno de los muchachos del grupo, el de más edad —alrededor de dieciocho años—, y aparentemente el cabecilla, me preguntó:

—¿Dónde está el juez?

—Lo ignoro. No está aquí.

Se mordió el labio, visiblemente contrariado.

—¿Qué es lo que pasa? —dije.

—Vamos a eliminar a este individuo —respondió sobriamente—. Pero queremos que el juez confirme nuestra decisión.

—Mirad en las tabernas de los alrededores —dije—. Probablemente le encontraréis allí.

Un chiquillo de unos catorce años exclamó:

—¡Caramba! ¿No es usted Gospodin O’Kelly?

—El mismo.

—¿Por qué no actúa usted de juez?

El de más edad pareció aliviado.

—¿Lo hará usted, Gospodin?

Vacilé. Desde luego, he actuado de juez más de una vez: ¿quién no lo ha hecho? Pero la responsabilidad no me atraía. Sin embargo, me preocupó oír a unos jóvenes hablando de eliminar a un turista. Quise saber algo más. De modo que le pregunté al turista:

—¿Me acepta usted como juez?

Pareció sorprendido.

—¿Acaso tengo derecho a elegir?

—Desde luego —dije pacientemente—. Nadie puede obligarle a aceptar mi decisión. Al fin y al cabo se trata de su vida, no de la mía.

Pareció más sorprendido, pero no asustado.

—¿Mi vida, dice usted?

—Eso parece. Ya ha oído decir a esos muchachos que se proponían eliminarle. Si prefiere esperar al juez Brody…

No vaciló. Sonrió y dijo:

—Le acepto a usted como juez, señor.

—Como quiera. —Miré al joven de más edad—. ¿Cuáles son las partes en litigio? ¿Tú y tu joven amigo?

—¡Oh, no, Juez! Todos nosotros.

—Aún no soy vuestro Juez. —Miré a mi alrededor—. ¿Me aceptáis todos como juez?

Todos asintieron; ninguno dijo «no». El cabecilla se volvió hacia la muchacha y añadió:

—Será mejor que hables, Tish. ¿Aceptas al Juez O’Kelly?

—¿Qué? ¡Oh, desde luego!

Era una muchacha más bien menuda, insípidamente bonita, precozmente desarrollada. No podía tener más de catorce años. De las que prefieren reinar sobre un rebaño de stilyagis a un matrimonio sólido. No les reprocho nada a los stilyagis: salen de caza alrededor de los pasillos porque no hay suficientes mujeres. Trabajan todo el día y no encuentran nada al llegar a casa por la noche.

—De acuerdo, el tribunal ha sido aceptado y todos quedan obligados a atenerse a mi veredicto. Vamos a establecer los emolumentos. ¿Cuánto podéis pagar, muchachos? Como comprenderéis, no voy a juzgar una eliminación por cuatro chavos. De modo que aflojad la bolsa, o le declaro absuelto.

El cabecilla parpadeó y luego conferenció brevemente con sus camaradas. Finalmente dijo:

—No disponemos de mucho dinero. ¿Serán suficientes cinco dólares Hong Kong por cabeza?

Eran seis…

—No. No deberíais pedir a un tribunal que juzgara una eliminación por ese precio.

Conferenciaron de nuevo.

—¿Cincuenta dólares, Juez?

—Sesenta. Diez cada uno. Y otros diez tú, Tish —le dije a la muchacha.

Pareció sorprendida, indignada.

—¡Vamos, vamos! —dije— Tanstaafl.

Tish parpadeó y rebuscó en su bolso. Tenía dinero; las muchachas como ella siempre tienen dinero.

Recogí setenta dólares los dejé sobre el escritorio y le dije al turista:

—¿Puede cubrirlos?

—¿Cómo dice?

—Los chicos han pagado setenta dólares Hong Kong por el juicio. Usted debe cubrir esa cantidad. Si no puede, vacíe sus bolsillos, demuéstrelo y puede quedar en deuda conmigo. Pero esa es su parte. —Y añadí—. No puede quejarse. Es muy barato, tratándose de un caso de pena capital. Pero los chicos no pueden pagar mucho, de modo que sale usted favorecido.

—Comprendo. Creo que lo comprendo.

Depositó sus setenta dólares Hong Kong.

—Gracias —dije—. Ahora, ¿alguna de las partes desea un jurado?

Los ojos de la muchacha se iluminaron.

—¡Desde luego! Vamos a hacer las cosas bien.

El terrestre dijo:

—Dadas las circunstancias, tal vez necesite uno.

—Lo tendrá —aseguré—. ¿Quiere un defensor?

—Bueno, supongo que necesitaré un abogado, también.

—He dicho «defensor», no «abogado». Aquí no hay abogados.

Se encogió de hombros.

—Supongo que el defensor, si decido tener uno, será de la misma calidad… ejem… informal que el resto del procedimiento…

—Tal vez sí, tal vez no. Yo soy un juez informal, eso es todo. Si no le conviene…

—Mmm. Creo que voy a confiar en su informalidad, Señoría.

El joven de más edad dijo:

—Lo del jurado… ¿Lo paga usted? ¿O tenemos que pagarlo nosotros?

—Lo pago yo; he aceptado ser juez por ciento cuarenta dólares, en bruto. ¿No has estado nunca en un tribunal? Pero no voy a quedarme sin nada, pagando a unos hombres de los cuales podría prescindir perfectamente. Seis jurados a cinco dólares por cabeza. Buscad por la Avenida.

Un muchacho salió de la sala y gritó:

—¡Hay plazas de jurado! ¡A cinco dólares cada una!

No tardaron en entrar seis hombres, que eran lo que cabía esperar encontrar en la Avenida Bottom. Pero no me preocupé, ya que no tenía intención de dejarles meter baza. Si uno es juez, tiene que serlo con todas las consecuencias.

Me senté detrás del escritorio y declaré:

—Se abre la sesión. Digan sus nombres y cuéntenme lo ocurrido.

El joven de más edad se llamaba Slim Lemke, la muchacha era Patricia Carmen Zhukov; no recuerdo los otros nombres. El turista se llevó una mano al bolsillo y dijo:

—Mi tarjeta, señor.

Todavía la conservo. Decía:

STUART RENE LaJOIE

Poeta - Viajero - Soldado de Fortuna

Lo ocurrido era trágicamente ridículo, un excelente ejemplo de por qué los turistas no deberían andar por ahí sin guías. Desde luego, los guías procuran esquilmarles… pero ¿para qué sirve un turista, si no? Este podía perder la vida por no haber buscado un guía.

Había entrado en un local frecuentado por los stilyagis, una especie de club. La muchacha había flirteado con él. Los chicos la habían dejado obrar a su antojo… puesto que la que invitaba era ella. Pero, en un momento determinado, ella había estallado en una carcajada y había descargado su diminuto puño contra las costillas del turista. Él se lo había tomado tan a la ligera como cualquier lunático… pero había replicado de un modo inconveniente, deslizando un brazo en torno a la cintura de Tish y atrayéndola hacia él, al parecer con la intención de besarla.

Ahora bien, en Norteamérica aquello no hubiera tenido importancia; he estado allí y puedo asegurarlo. Pero Tish quedó asombrada, y tal vez asustada. Empezó a gritar.

Y los muchachos se lanzaron contra él, sujetándole e impidiéndole moverse. Luego decidieron que tenía que pagar por su «crimen»… pero haciendo las cosas como es debido. Es decir, buscando un juez.

La mayoría de ellos eran incapaces de matar una mosca. Y lo más probable era que ninguno de ellos comulgara con la idea de una eliminación. Pero su dama había sido insultada y tenían que hacerlo.

Les interrogué, especialmente a Tish, y llegué a una decisión.

—Vamos a resumir el caso —dije—. Tenemos aquí a un extranjero. No conoce nuestras costumbres. Ha incurrido en una ofensa, y es culpable. Pero en mi opinión no se proponía ofender. ¿Qué dice el jurado? ¡Eh, usted! ¡Despierte! ¿Qué dice usted?

El jurado abrió los ojos, sacudió la cabeza y dijo:

—¡Voto por la eliminación!

—Muy bien. ¿Y usted?

—Bueno… —El hombre vaciló—. Supongo que sería suficiente propinarle una buena paliza, para que la próxima vez se comporte como es debido. No podemos permitir que los hombres vayan por ahí sobando a las mujeres, si no queremos que esto se convierta en un lugar tan indecente como es Tierra, según dicen.

—Muy bien dicho —aprobé—. ¿Y usted?

Sólo uno de los miembros del jurado votó por la eliminación. Los otros sugirieron desde una paliza hasta una elevada multa.

—¿Qué opinas tú, Slim?

—Bueno… —estaba preocupado… Delante de la pandilla, delante de la que podía ser su novia… Pero se había enfriado, y no deseaba la eliminación del turista—. Ya le hemos dado su merecido. Tal vez podría arrodillarse, y besar el suelo delante de Tish, y decir que lo siente mucho…

—¿Hará usted eso, Gospodin LaJoie?

—Si usted lo ordena, Señoría…

—No lo haré. Este es mi veredicto. En primer lugar, ese miembro del jurado… ¡usted!, pagará una multa de cinco dólares Hong Kong, es decir, sus emolumentos, por haberse dormido durante el juicio. Cogedle, muchachos, y arrojadle a la calle.

Lo hicieron con el mayor entusiasmo.

—Usted, Gospodin LaJoie, pagará una multa de cincuenta dólares Hong Kong por no haberse tomado la molestia de informarse acerca de las costumbres locales antes de salir de parranda.

El turista pagó.

—Ahora, muchachos, poneos en fila. Pagaréis una multa de cinco dólares por cabeza por obrar desconsideradamente con una persona que sabíais que era extranjera y que desconocía nuestras costumbres. Me parece muy bien que evitarais que tocara a Tish. Me parece muy bien que le propinarais unos cuantos golpes, para que aprendiera más aprisa. Y podíais haberle arrojado a la calle. Pero hablar de eliminarle por lo que era un disculpable error me parece desproporcionado. Cinco pavos cada uno.

Slim tragó saliva.

—Juez… no creo que tengamos ese dinero. Al menos, yo no lo tengo.

—De acuerdo. Tenéis una semana para pagar, o expondré vuestros nombres en la Antigua Cúpula. Buscad el Salón de Belleza Bon Ton; allí encontraréis a mi esposa: pagadle a ella. Se levanta la sesión. Slim, no te marches. Ni tú, Tish. Gospodin LaJoie, vamos a invitar a estos jovencitos a un refresco, para que podamos conocernos mejor.

En sus ojos se reflejó una mezcla de asombro y deleite que me recordó al profesor.

—¡Una idea encantadora, Juez!

—Ya no soy juez. Tenemos que bajar un par de rampas. Sugiero que le ofrezca usted el brazo a Tish.

LaJoie se inclinó y dijo:

—¿Milady? Con su permiso… —Y pasó su brazo por debajo del de la muchacha.

Tish le devolvió la inclinación.

¡Spasebo, Gospodin! Con mucho gusto.

Les llevamos a un local caro, en el que sus llamativas ropas y su excesivo maquillaje desentonaban visiblemente. Los dos estaban muy nerviosos. Pero yo traté de tranquilizarles, lo mismo que Stuart LaJoie, con mucho éxito, por cierto. Obtuve sus señas, pensando en un plan de Wyoh en relación con los stilyagis. Cuando terminaron con sus refrescos se pusieron en pie, nos dieron las gracias y se marcharon. LaJoie y yo nos quedamos.

Gospodin —dijo LaJoie súbitamente—, antes utilizó usted una extraña palabra… extraña para mí, quiero decir.

—Ahora que los chicos se han marchado, llámeme «Mannie». ¿Qué palabra?

—Fue cuando insistió en que la joven Tish también tenía que pagar. Dijo usted «Tone-stapple», o algo parecido.

—¡Oh! «Tanstaafl». Significa algo así como «Nadie regala nada». Trataba de recordarle que lo que obtenemos gratuitamente a la larga resulta el doble de caro o pierde todo su valor.

—Una filosofía interesante.

—No es filosofía, sino hechos. De un modo u otro, cuando uno obtiene algo, paga por ello. —Me abaniqué—. Cuando estuve en Tierra oí que alguien decía: «Gratis como el aire». Aquí, el aire no es gratis, hay que pagar por él.

—¿De veras? Nadie me ha pedido que pague por respirar. —Sonrió—. Tal vez debería dejar de hacerlo…

—Esta noche ha estado usted a punto de dejar de respirar. Nadie le pide que pague porque ya ha pagado. Para usted, es parte del billete; para mí es un impuesto trimestral. —Empecé a explicarle cómo mi familia compra y vende aire a la comunidad, pero decidí que era demasiado complicado—. Pero los dos pagamos.

LaJoie pareció pensativamente complacido.

—Sí, comprendo la necesidad económica. Pero esto es una novedad para mí. Dígame, Mannie (mis amigos me llaman «Stu»), ¿he estado realmente en peligro de dejar de respirar?

—Me he quedado corto en la multa.

—¿A qué se refiere?

—No está usted convencido. Pero los muchachos no tenían más dinero, y no podía cobrarle más a usted que a ellos. Debí hacerlo, ya que usted cree que todo fue una broma.

—Ni por un momento he pensado que fuera una broma, palabra de honor. Lo que ocurre es que me resulta difícil admitir que sus leyes locales permitan que un hombre sea condenado a muerte con tanta… ligereza, y por un delito tan trivial.

Suspiré. No es fácil convencer a un hombre de que está equivocado, cuando sus palabras demuestran que tiene unas opiniones preconcebidas y muy concretas.

—Stu —dije—, permítame explicarle unas cuantas cosas. En primer lugar, no existen «leyes locales», de modo que no podía usted ser condenado a muerte en virtud de ellas. En segundo lugar, su delito no fue trivial, y lo que yo alegué fue ignorancia por su parte. Y, finalmente, no puede hablarse de «ligereza», ya que a los muchachos les hubiera resultado muy fácil acabar con usted en el mismo local y abandonar después su cadáver en cualquier pasillo. En vez de eso obraron de un modo formal (¡buenos chicos!), e incluso pagaron para proporcionarle a usted la oportunidad de un juicio. Y no murmuraron cuando el veredicto no se aproximó siquiera a lo que ellos pedían. Ahora, ¿sigue habiendo algo que no esté claro?

Sonrió, y resultó que tenía hoyuelos, como el profesor; descubrí que me era todavía más simpático.

—Mucho me temo que todo. Tengo la impresión de haber llegado al País de las Sorpresas.

Lo esperaba; habiendo estado en Tierra, sé cómo funcionan sus mentes. Un terráqueo espera encontrar una ley, una ley impresa, para cada circunstancia. Incluso existen leyes, en Tierra, para asuntos tan privados como los contratos. El colmo. Si la palabra de un hombre no tiene valor, ¿quién establecerá un contrato con él? ¿Acaso la reputación no vale nada?

—Aquí no tenemos leyes —dije—. Nunca han existido. Tenemos costumbres, pero no están escritas y no son coercitivas… aunque podría decirse que son leyes naturales debido a que responden a las normas de conducta que hay que observar para sobrevivir. Cuando apretujó usted a Tish estaba violando una ley natural… y estuvo a punto de buscarse la muerte.

Parpadeó pensativamente.

—¿Querría usted explicarme la naturaleza de la ley que violé? Será mejor que la entienda… o que me quede a bordo de la nave hasta que emprenda el viaje de regreso. Para permanecer vivo.

—Desde luego. Una vez lo haya entendido, no volverá a estar en peligro. Verá, en Luna hay dos millones de varones y menos de un millón de hembras. Un hecho físico, tan básico como la roca o el vacío. Añada a eso al tanstaafl: «Nadie regala nada». Cuando una cosa escasea, su precio aumenta. Las mujeres escasean, y esto las convierte en la cosa de más valor en Luna, más valiosa que el hielo o el aire, ya que a los hombres sin mujeres les tiene sin cuidado vivir o no vivir. A no ser que se trate de un Cyborg, si le considera usted un hombre, cosa que yo no creo.

»En consecuencia —continué—, ¿qué es lo que pasa? Y tenga en cuenta que las cosas eran mucho peores cuando se estableció esta costumbre, o ley natural, en el siglo XX. Entonces, la proporción era de diez hombres por cada mujer, o incluso más elevada. Bueno, en primer lugar pasa lo que ocurre siempre en las cárceles: los hombres buscan a otros hombres. Pero eso no resuelve el problema porque la mayoría de los hombres quieren mujeres, y no se conforman con un sucedáneo mientras exista la posibilidad de conseguir lo auténtico.

»El frenesí sexual puede conducirles al asesinato… y por las historias que cuentan los veteranos, en aquella época los asesinatos de ese tipo estaban a la orden del día. Pero, a medida que transcurrió el tiempo, los que seguían estando vivos encontraron el modo de adaptarse a los hechos. Los que lograron adaptarse están vivos; los que no se adaptaron están muertos y no constituyen ningún problema.

»Lo cierto es que las mujeres escasean y que aquí hay dos millones de hombres que bailan al son que ellas tocan. Un hombre no puede elegir, una mujer tiene todas las de ganar. Una mujer puede golpear a un hombre hasta hacerle sangrar; un hombre no puede ponerle la mano encima. Y usted abrazó a Tish, y tal vez intentó besarla. Supongamos que en vez de eso ella se hubiera marchado con usted a la habitación del hotel: ¿qué habría pasado?».

—¡Cielos! Supongo que me hubieran hecho pedazos.

—No hubieran hecho nada. Encogerse de hombros y fingir que no lo habían visto. Porque la elección es privilegio de ella. No de usted. No de ellos. Exclusivamente de ella. Si se hubiese usted arriesgado a pedirle que le acompañara a su habitación del hotel, ella podría haberse sentido ofendida y esto hubiera autorizado a los muchachos a acabar con usted. Pero… bueno, tomemos esa Tish. Es una pequeña lagarta. Si exhibió usted ante ella el dinero que yo he visto en su bolsillo, es posible que se le metiera en la cabeza la idea de que lo que necesitaba en aquel momento era acostarse con un turista.

LaJoie se estremeció.

—¿A su edad? Me asusta pensar en ello. Es una menor. Podrían haberme acusado de violación.

—¡Oh! Ni hablar, amigo. Las mujeres de su edad están casadas o deberían estarlo. En Luna no existe la violación. Los hombres no lo permiten. En un caso de violación no se hubieran molestado en buscar un juez, y todos los hombres al alcance del oído habrían acudido para ayudarles. Pero las probabilidades de que una muchacha de su edad sea virgen son desdeñables. Durante su infancia, sus madres las vigilan, con la ayuda de todos los ciudadanos: aquí, los niños gozan de seguridad. Pero al llegar a la pubertad no hay quien las sujete, y las madres renuncian a intentarlo. Si les da por trotar por los pasillos y divertirse, nadie puede impedírselo: cuando una muchacha es núbil, se convierte en su propia dueña. ¿Está usted casado?

—No —y añadió, con una sonrisa—: No en la actualidad.

—Supongamos que lo estuviera, y que su esposa le dijera que iba a casarse otra vez. ¿Qué haría usted?

—Es curioso que haya escogido usted este ejemplo, puesto que acaba de sucederme algo así. Bien, vería a mi abogado, y procuraría que ella no recibiera ninguna pensión.

—Aquí no existe la palabra «pensión»; yo la aprendí en Tierra. Aquí, como marido lunático, usted podría decir: «Creo que necesitaremos un poco más de espacio, querida». O podría limitarse a felicitarla a ella… y al nuevo comarido de usted. O, si el hecho le hacía tan desgraciado que no podía soportarlo, podría empaquetar sus cosas y marcharse. Pero en ningún caso podría armar jaleo. Si lo hiciera, la opinión pública se alzaría unánime contra usted. Sus amigos, hombres y mujeres, le volverían la espalda. Y se vería obligado a mudarse a otra ciudad y a cambiar de nombre.

»Todas nuestras costumbres funcionan así. Si vive usted en el campo y un vecino necesita aire, usted le presta una botella y no le pide ningún dinero. Pero si pasa el tiempo y el vecino olvida su deuda, nadie le criticará a usted si le elimina sin la intervención de un juez. Pero el vecino siempre paga: el aire es casi tan sagrado como las mujeres. Si limpia usted a su adversario en una partida de póquer, le dará dinero para aire. No le dará dinero para que coma: puede trabajar o morirse de hambre. Si elimina usted a un hombre sin que sea en defensa propia, pagará sus deudas y mantendrá a sus hijos, pues en caso contrario la gente no le dirigirá la palabra, y no le comprará ni le venderá nada.

—Mannie, ¿trata usted de decirme que aquí puedo asesinar a un hombre y arreglar el asunto a base de dinero?

—¡Oh, en absoluto! Pero el eliminarle no va contra ninguna ley; no existe ninguna ley… a excepción de los decretos del Alcaide. Y al Alcaide le tiene sin cuidado lo que un lunático pueda hacerle a otro. Si un hombre mata a otro, una de dos: o la víctima se lo ha buscado y todo el mundo lo sabe (el caso más frecuente), o los amigos de la víctima zanjarán el asunto matando al asesino. En cualquiera de los dos casos, no hay problema. No se producen muchas eliminaciones. E incluso los duelos son poco frecuentes.

—«Los amigos de la víctima zanjarán el asunto». Mannie, supongamos que esos jóvenes me hubiesen liquidado: yo no tengo ningún amigo aquí…

—Ese fue el motivo de que buscaran un juez. Aunque dudo que esos chicos se hubiesen decidido a lo peor. Eliminar a un turista pondría mala fama a nuestra ciudad.

—¿Ocurre a menudo?

—No puedo recordar que haya ocurrido nunca. Desde luego, pueden haberlo hecho de modo que pareciera un accidente. En Luna, un novato está expuesto a muchos accidentes. Dicen que si un novato vive un año, vivirá mucho. Pero el primer año nadie le hace un seguro de vida… —Miré la hora—. Stu, ¿ha cenado usted?

—No. Precisamente iba a sugerirle que fuéramos a mi hotel. La cocina es buena. Me hospedo en el Albergue Orleans.

Reprimí un estremecimiento: había comido allí una vez.

—En vez de eso, ¿por qué no viene a mi casa conmigo y conoce a mi familia? A esta hora la cena estará a punto.

—¿No será una molestia?

—No. Espere un momento mientras telefoneo.

—¡Manuel! —dijo Mum—. ¡Cuánto me alegra oír tu voz, querido! A esta hora, no creía que llegaras hasta mañana o más tarde.

—He estado tomando unas copas con mala compañía, Mimi. Iré a casa ahora mismo, si consigo recordar el camino… con una mala compañía.

—Sí, querido. Cenaremos dentro de veinte minutos, procura no llegar tarde.

—¿No quieres saber si mi mala compañía es masculina o femenina, Mimi?

—Conociéndote como te conozco, supongo que es femenina. Pero imagino que podré decirlo cuando la vea.

—En efecto, veo que me conoces muy bien, Mum. Advierte a las chicas que se pongan guapas; no querrán que venga alguien de fuera a eclipsarlas, ¿no te parece?

—Sí, querido. No tardes demasiado. La cena se echaría a perder. Adiós, cariño.

—Hasta muy pronto, Mum.

Esperé unos segundos y marqué MICROFTXXX.

—Mike, quiero que me busques un nombre. Es terráqueo y pasajero del Popov. Stuart René LaJoie. Stuart con U, y el apellido puede estar en la L o en la J.

No tuve que esperar mucho; Mike encontró a Stuart en todas las referencias importantes de Tierra: su apellido figuraba en el «Quién es Quién», en el «Dun & Bradstreet», en el Almanaque Gotha y en los archivos del Times de Londres. Expatriado francés, realista, rico, con otros seis nombres de pila emparedados entre los dos que utilizaba, tres títulos universitarios incluido un doctorado en Leyes en la Sorbona, antepasados nobles en Francia y en Escocia, divorciado (sin hijos) de la Honorable Pamela Hyphen-Hyphen-Blueblood. Exactamente el tipo de terráqueo que no le dirigiría la palabra a un lunático descendiente de transportados… con la diferencia de que Stu hablaba con todo el mundo.

Escuché atentamente durante un par de minutos, y luego le pedí a Mike que preparase en seguida un expediente completo, siguiendo todos los hilos asociativos.

—Podría ser nuestro hombre, Mike.

—Podría serlo.

Regresé pensativamente al lado de mi huésped. Casi un año antes, durante una conversación alcohólica en la habitación de un hotel, Mike nos había prometido una probabilidad contra siete… si se hacían determinadas cosas. Una condición imprescindible era ayuda en la propia Tierra.

A pesar del «lanzamiento de piedras», Mike sabía —todos nosotros sabíamos— que la poderosa Tierra, con once mil millones de habitantes y recursos inagotables, no podía ser derrotada por tres millones que no tenían nada, aunque nos encontráramos en una posición elevada y pudiéramos tirarle piedras.

Mike trazaba paralelismos con el siglo XVIII, cuando las colonias inglesas de América se independizaron, y con el siglo XX, cuando numerosas colonias de varios imperios hicieron lo mismo, y señalaba que en ningún caso una colonia había roto sus lazos por medio de la fuerza bruta. No; en todos los casos, el estado imperialista estaba ocupado en otra parte, se había debilitado y había renunciado a la colonia sin utilizar toda su fuerza.

Durante meses habíamos sido lo bastante fuertes, de haberlo deseado, para derrotar a los guardianes del Alcaide. Una vez a punto nuestra catapulta (en cualquier momento a partir de ahora) no estaríamos indefensos. Pero necesitábamos una «atmósfera favorable» en Tierra. Por eso necesitábamos ayuda en Tierra.

El profesor no lo había considerado difícil. Pero resultó ser muy difícil. Sus amigos de Tierra habían muerto o eran demasiado viejos, y yo sólo había conocido a unos cuantos profesores. Efectuamos una encuesta a través de las células: «Camarada, ¿a qué personaje importante de Tierra conoces?». La respuesta habitual era: «No entiendo el chiste». El profesor examinaba las listas de pasajeros de las naves que llegaban, tratando de localizar un posible contacto, y leía los periódicos de Tierra reproducidos en Luna, en busca de personajes importantes a los que pudiera tener acceso a través de alguna relación en el pasado. Yo no hacía nada: la poca gente que había conocido en Tierra no era importante.

El profesor no había localizado a Stu en la lista de pasajeros del Popov. Pero el profesor no le había conocido. Yo ignoraba si Stu era simplemente un excéntrico, como su extraña tarjeta de visita parecía sugerir. Pero era el único terráqueo con el que había tomado unas cervezas en Luna, era un tipo listo y el informe de Mike demostraba que su curriculum no era del todo malo; tenía un peso específico.

De modo que le llevé a casa para averiguar lo que la familia opinaba de él.

La cosa empezó bien. Mum sonrió y le alargó la mano. Stu la cogió y se inclinó tan profundamente que pensé que iba a besarla… cosa que estoy seguro que hubiera hecho si no le hubiese advertido acerca de las mujeres. Los ojos de Mum tenían un brillo inusitado mientras le acompañaba a la mesa.