Siguió un largo período durante el cual hubiera sido posible olvidarse de algo tan improbable como una revolución, si los detalles no hubiesen requerido tanto tiempo. Nuestro primer objetivo era el de pasar inadvertidos. El objetivo a largo plazo era el de lograr que las cosas empeorasen en el mayor grado posible.
Empeorasen, sí. En ningún momento, ni siquiera al final, los lunáticos desearon derrocar a la Autoridad hasta el punto de estar dispuestos a sublevarse. Todos los lunáticos despreciaban al Alcaide y engañaban a la Autoridad. Pero esto no significaba que estuvieran dispuestos a luchar y morir. Si alguien hubiese mencionado el «patriotismo» a un lunático, este le habría mirado con asombro… o habría pensado que le estaba hablando de su país natal. Había transportados franceses cuyo corazón pertenecía a la «Belle Patrie», exgermanos leales a Vaterland, rusos que seguían amando a la Santa Madre Rusia. Pero ¿Luna? Luna era «La Roca», un lugar de exilio, no un lugar digno de ser amado.
Éramos el pueblo más apolítico que nunca ha producido la historia. Lo sé, yo era tan indiferente en política como cualquiera hasta que las circunstancias me arrastraron. Wyoming se había metido en líos porque odiaba a la Autoridad por motivos personales, el profesor porque despreciaba toda autoridad en un sentido intelectual, Mike porque era una máquina aburrida y solitaria. Nadie podría habernos acusado de patriotismo. Yo era el más próximo a él, debido a que pertenecía a una tercera generación sin ningún lazo afectivo con un lugar determinado de Tierra, había estado allí, no me había gustado y despreciaba a los terráqueos. ¡Esto me convertía en más «patriota» que la mayoría!
El lunático medio estaba interesado en la cerveza, las apuestas, las mujeres y el trabajo, por este mismo orden. Las mujeres podían ocupar el segundo puesto, pero nunca el primero, por muy apreciadas que fueran. Los lunáticos habían aprendido que nunca habría suficientes mujeres. Y los que tardaban en aprenderlo, lo pasaban mal. Como dice el profesor, una sociedad se adapta a los hechos, o no sobrevive. Los lunáticos se adaptaban a los hechos… o fracasaban y morían. Pero el «patriotismo» no era necesario para sobrevivir.
Un antiguo proverbio chino dice que «el pez no tiene conciencia del agua». Del mismo modo, yo no había tenido conciencia de nada de esto hasta la primera vez que fui a Tierra, e incluso entonces no me di cuenta de lo que significaba —de lo que no significaba, en realidad— para los lunáticos la palabra «patriotismo». Wyoh y sus camaradas habían tratado de pulsar el botón del «patriotismo» y no habían llegado a ninguna parte: años enteros de trabajo, unos cuantos millares de miembros —menos del uno por ciento de la población— ¡y de ese número microscópico casi el diez por ciento eran espías pagados por el jefe de los esbirros!
El profesor nos lo había dicho: resulta mucho más fácil inducir a la gente a odiar que inducirla a amar.
Afortunadamente, el Jefe de Seguridad Álvarez nos tendió una mano. Aquellos nueve esbirros muertos fueron reemplazados por otros noventa, ya que la Autoridad se vio espoleada a hacer algo que iba en contra de sus deseos, es decir, a gastar dinero a cuenta nuestra. Y, como sucede casi siempre, una locura condujo a otra.
El cuerpo de guardianes del Alcaide nunca había sido numeroso, ni siquiera en los primeros tiempos. Aquel había sido uno de los atractivos del sistema de colonias penitenciarias: su bajo coste. El Alcaide y su delegado tenían que ser protegidos, lo mismo que los visitantes de categoría, pero la prisión en sí no necesitaba ningún guardián. E incluso dejaron de vigilar las naves cuando se hizo evidente que tal vigilancia no era necesaria, y en mayo de 2075 el cuerpo de guardianes había quedado reducido a su menor número de miembros, casi todos ellos transportados novatos.
Pero el perder nueve en una noche asustó a alguien. Nosotros sabíamos que había asustado a Álvarez, el cual archivó copias de sus peticiones de ayuda en «Zebra», y Mike las leyó. Oficial de policía en Tierra antes de ser condenado, y guardián desde que había llegado a Luna, Álvarez era probablemente el hombre más asustado y solitario de Luna. Solicitó más ayuda y amenazó con dimitir si no se la concedían: una simple amenaza, como la Autoridad no hubiese dejado de saber si hubiera conocido realmente Luna. Si Álvarez se presentaba en cualquier conejera vestido de paisano y desarmado, viviría únicamente el tiempo que tardara en ser reconocido.
Obtuvo sus guardianes adicionales. Nunca supimos quién ordenó aquella invasión. El Alcaide no había manifestado nunca tales tendencias, puesto que siempre había reinado sin problemas. Tal vez Álvarez, jefe de los esbirros desde hacía muy poco tiempo, tenía mayores ambiciones… incluso la de convertirse en Alcaide. Pero la teoría más probable es la de que los informes del Alcaide sobre «actividades subversivas» indujeran a las Autoridades de Tierra a ordenar una limpieza a fondo.
Los nuevos guardianes, en vez de ser escogidos entre los transportados recién llegados, eran soldados veteranos que habían pertenecido a los desaparecidos Dragones de la Paz de las Naciones Federadas. Soeces y violentos, no querían ir a Luna, y no tardaron en descubrir que la «tarea de policía provisional» era en realidad un viaje sin regreso. Odiaban a Luna y a los lunáticos, y veían en nosotros la causa de todos sus males.
En cuanto dispuso de ellos, Álvarez estableció puestos de vigilancia permanente en todas las estaciones del Tubo e implantó los pasaportes y el control de pasaportes. Una medida ilegal si hubiesen existido leyes en Luna, dado que el 95 por ciento de nosotros éramos teóricamente libres, por haber nacido libres o por haber cumplido la sentencia. El porcentaje era más elevado en las ciudades, ya que los transportados que no habían cumplido la pena vivían en barracones en el Complejo y sólo iban al pueblo los dos días libres que tenían de cada período lunar. Y entonces, como no tenían dinero, se les veía deambular de un lado a otro, esperando a que alguien les invitara a un trago.
Pero el sistema de pasaportes no era «ilegal», ya que las únicas leyes escritas eran las disposiciones del Alcaide. Fue anunciado en los periódicos, se nos concedió una semana para obtener el pasaporte, y una mañana a las ocho entró en vigor. Los buenos muchachos rellenaron los impresos, pagaron los derechos, fueron fotografiados y obtuvieron el documento. Yo fui buen muchacho por consejo del profesor, pagué mi pasaporte y lo añadí al pase que llevaba para trabajar en el Complejo.
¡Pocos buenos muchachos! Los lunáticos se encogían de hombros. ¿Pasaportes? ¿A quién podía habérsele ocurrido semejante estupidez?
Aquella mañana había un soldado en la Estación Sur del Tubo, vistiendo uniforme amarillo en vez del de su regimiento, y con aire de odiar al uniforme y a nosotros. Yo no iba a ninguna parte determinada; me quedé atrás y observé.
Anunciaron la cápsula de Novylen; una multitud de treinta y tantos se dirigió hacia la verja. El Gospodin Chaqueta Amarilla le pidió el pasaporte al primero que llegó a ella. El lunático se paró a discutir. El segundo pasó de largo; el guardia se volvió y aulló… y tres o cuatro más pasaron de largo. El guardia echó mano a su arma; alguien le agarró del codo y el arma se disparó: no era un láser, sino un revólver corriente, ruidoso.
El proyectil se estrelló contra el andén y zumbó —¡jiuuu!— hacia alguna parte. Retrocedí un poco más. Había un hombre herido: aquel guardia. Cuando la primera avalancha de pasajeros descendía por la rampa le vi caído sobre el andén, inmóvil.
Nadie le prestaba atención; daban un pequeño rodeo para evitarle o pasaban por encima de él… a excepción de una mujer cargada con un niño que se paró, le dio un puntapié en la cara y bajó la rampa. Es posible que ya estuviera muerto, no me acerqué a comprobarlo. El cadáver permaneció allí hasta que llegó el relevo.
Al día siguiente había medio pelotón en aquella estación. La cápsula hacia Novylen salió vacía.
La cosa estaba en marcha. Los que tenían que viajar sacaban pasaportes, los fanáticos dejaron de viajar. En las estaciones había ahora dos guardianes: uno examinaba los pasaportes mientras el otro permanecía a un par de pasos de distancia, con el revólver desenfundado. El que examinaba los pasaportes no se tomaba su tarea demasiado en serio; afortunadamente, ya que muchos de los pasaportes eran falsos y las primeras falsificaciones eran muy burdas. Pero no pasó mucho tiempo sin que se robara papel auténtico y nadie pudiera distinguir los pasaportes falsificados de los oficiales. Eran algo más caros, pero los lunáticos los preferían.
Nuestra organización no se dedicó a falsificar pasaportes; nos limitamos a estimular aquella actividad. Y sabíamos quiénes habían solicitado pasaporte oficial, ya que la relación figuraba en los archivos de Mike. Esto nos ayudó a separar las ovejas de las cabras en los ficheros que estábamos elaborando —almacenados también en Mike, pero en el archivo «Bastilla»—, ya que suponíamos que un hombre con un pasaporte falsificado era un partidario nuestro en potencia. Transmitimos la consigna de no reclutar a nadie que tuviera un pasaporte auténtico. Si el reclutador no estaba seguro, nuestro fichero le daba la respuesta.
Pero los problemas de los guardianes no habían hecho más que empezar. Los chiquillos, por ejemplo, se paraban delante de ellos —o detrás, lo cual era peor— y repetían cómicamente cada uno de sus movimientos. Un guardián golpeó a uno de aquellos chiquillos… y perdió varios dientes. En el revuelo subsiguiente murieron dos guardianes y un lunático.
Después de aquello, los guardianes ignoraron a los chiquillos.
Nosotros no organizábamos aquellos jaleos: nos limitábamos a estimularlos. Nunca hubiese creído que una apacible dama entrada en años, como mi esposa mayor, pudiera estimular a los chiquillos a portarse mal. Pero lo hacía.
Otras cosas podían trastornar a unos hombres solteros tan lejos de sus hogares. Aquellos Dragones de la Paz habían sido enviados a La Roca sin un destacamento de «desahogo».
Algunas de nuestras mujeres eran extraordinariamente hermosas, y algunas de ellas empezaron a rondar por las estaciones, con menos ropa que de costumbre —lo cual podía aproximarse a cero— e intensamente perfumadas. No hablaban con los chaquetas amarillas y ni siquiera les miraban; se limitaban a ponerse al alcance de su vista, contoneándose como sólo puede contonearse una lunática. (En la Tierra, una mujer no puede andar de ese modo: su cuerpo pesa seis veces más).
Un sistema muy eficaz para minar la moral de los soldados, desde luego. Al principio, las muchachas encargadas de aquella tarea eran asalariadas, pero el número de voluntarias aumentó con tanta rapidez que el profesor decidió que no necesitábamos gastar dinero. Estaba en lo cierto; incluso Ludmilla, tímida como una gacela, quiso colaborar, y si no lo hizo fue solamente porque Mum se lo prohibió. Pero Lenore, diez años mayor y la más guapa de nuestra familia, lo intentó sin que Mum se opusiera. Regresó muy excitada, satisfecha de si misma y ansiosa por hostigar de nuevo al enemigo. Fue idea suya; Lenore no sabía entonces que se estaba cociendo una revolución.
Durante ese tiempo vi muy pocas veces al profesor, y nunca en público; manteníamos contacto por teléfono. Al principio tropezamos con el problema de que nuestra granja tenía un solo teléfono para veinticinco personas, la mayoría de ellas jóvenes capaces de pasarse horas enteras con el oído pegado al auricular, chismorreando. Mum dictó órdenes draconianas: una sola llamada por día y un máximo de noventa segundos por llamada, con una escala progresiva de sanciones… suavizadas por su cordialidad a la hora de hacer excepciones. Acompañadas, eso sí, de la habitual cantinela: «Cuando yo llegué a Luna no había teléfonos particulares. Vosotros, los jóvenes, estáis muy mal acostumbrados…».
La nuestra fue una de las últimas familias prósperas que instaló un teléfono; era una novedad en la casa cuando yo fui optado. Éramos una familia próspera porque no teníamos que comprar nada de lo que una granja puede producir. A Mum no le gustaba el teléfono porque sabía que los ingresos de la «Luna City Co-op Comni Company» revertían en su mayor parte a la Autoridad. Nunca llegó a comprender por qué no me era posible («Tú que entiendes tanto de esas cosas, Manuel») hurtar servicio telefónico con tanta facilidad como hurtábamos energía eléctrica. El hecho de que un aparato telefónico formaba parte de un circuito general no significaba nada para ella.
Eventualmente llegué a hurtar servicio telefónico. En un teléfono clandestino, el problema estriba en poder recibir llamadas. Dado que el teléfono no está incluido en el circuito general, resulta imposible que transmita una señal procedente de otro teléfono.
Una vez que Mike se unió a la conspiración, el circuito dejó de ser un problema. Yo tenía en mi taller la mayor parte de lo que necesitaba; compré algunos accesorios, y hurté otros. Perforé un pequeño agujero desde el taller hasta la alacena del teléfono y otro hasta la habitación de Wyoh —roca virgen de un metro de espesor, pero con un taladro láser fue coser y cantar— y establecí una derivación de entrada y otra de salida, conectadas directamente con Mike. Cuando el profesor deseaba hablar conmigo, llamaba a Mike desde cualquier teléfono y Mike se encargaba de conectarlo a nuestra derivación. Así de sencillo.
Y viceversa: cuando yo quería hablar con cualquier teléfono de Luna, llamaba a Mike por la línea Davis y él conectaba la llamada a la derivación. El único problema era hacerlo sin ser visto, pero Mum se encargaría de resolverlo.
Mis frecuentes contactos telefónicos con Mike le convirtieron en un personaje familiar en nuestra casa. Mum le encontraba muy simpático… puesto que seguía creyendo que era un hombre. Y aquella simpatía era compartida por otros miembros de la familia. Un día, al llegar a casa, Sidris me dijo:
—Mannie, querido, ha llamado tu amigo, el de la voz atractiva. Mike Holmes. Ha dicho que le llamaras en cuanto regresaras.
—Gracias, cariño. Lo haré.
—¿Cuándo vas a invitarle a comer, Man? Es muy simpático.
Le dije que Gospodin Holmes era muy feo y odiaba a las mujeres.
Sidris replicó con una palabrota, aprovechándose de que Mum no podía oírla. Y añadió:
—No te atreves a traerle aquí. Temes que pueda hacerte sombra…
Le di una cariñosa palmada y le dije que, efectivamente, esa era la verdad.
Les conté lo ocurrido a Mike y al profesor. A partir de aquel momento, Mike flirteó todavía más con las mujeres de mi familia. El profesor, por su parte, quedó pensativo.
Empezaba a aprender las técnicas de la conspiración y a estar de acuerdo con el profesor en que la revolución puede ser un arte. No olvidaba la predicción de Mike de que Luna se encontraba solamente a siete años de distancia del desastre. Pero procuraba no pensar en ella, dejándome absorber por otros fascinantes detalles.
El profesor había subrayado que, en una conspiración, los problemas más acuciantes son las comunicaciones y la seguridad, señalando que están en conflicto: cuanto más fáciles son las comunicaciones, más comprometida se encuentra la seguridad; y unas rígidas medidas de seguridad, por su parte, pueden paralizar la organización. Había explicado que el sistema de células era un término medio.
Yo aceptaba el sistema de células puesto que era necesario para limitar las posibilidades de los espías. Incluso Wyoh admitía que la organización no compartimentada no podía funcionar, después de enterarse de lo podrida de espías que había estado la antigua red clandestina.
Pero no me gustaban las comunicaciones sobrecargadas del sistema de células; al igual que ocurría con los prehistóricos dinosaurios terráqueos, se tardaba demasiado en enviar un mensaje de la cabeza a la cola, o viceversa.
De modo que hablé con Mike.
Descartamos los canales de conexiones múltiples que yo le había sugerido al profesor. Conservamos las células, pero basando la seguridad y las comunicaciones en las maravillosas posibilidades de nuestro puro pensador.
Comunicaciones: Establecimos un árbol ternario de nombres «de guerra»:
Presidente, Gospodin Adam Selene (Mike)
Célula ejecutiva: Bork (yo), Betty (Wyoh), Bill (profesor)
Célula de Bork: Cassie (Mum), Colin, Chang
Célula de Betty: Calvin (Greg), Cecilia (Sidris), Clayton
Célula de Bill: Cornwall (Finn Nielsen), Carolyn, Cotter
… etcétera. En el séptimo eslabón, George supervisa a Herbert, Henry y Hallie. Cuando se alcanza ese nivel se necesitan 2187 nombres que empiecen por «H»… pero eso no constituye ningún problema insalvable para nuestra computadora, que los encuentra o los inventa. Cada recluta recibe un nombre de guerra y un número de teléfono de emergencia. Este número, en vez de discurrir a través de muchas conexiones, conecta directamente con «Adam Selene», Mike.
Seguridad: Basada en un doble principio: no puede confiarse del todo en ningún ser humano… pero puede confiarse absolutamente en Mike.
La primera mitad no admite discusión. Cualquier hombre puede ser dominado por medio de drogas y otros métodos más o menos científicos. La única defensa es el suicidio, que puede resultar imposible. Sí, existen los métodos del «diente hueco», clásicos y modernos, algunos casi infalibles: el profesor cuidó de que Wyoh y yo estuviéramos debidamente equipados. Nunca he sabido lo que le dio a ella como amigo final, y puesto que nunca tuve que usar el mío, no es preciso entrar en detalles. Y no estoy seguro de que, llegado el caso, me hubiera decidido a suicidarme: no tengo madera de mártir.
Pero Mike no tendría nunca necesidad de suicidarse, ni podía ser drogado ni sentir dolor. Llevaba todo lo relacionado con nosotros en un banco de memoria independiente, bajo una señal cerrada programada únicamente para nuestras tres voces, y, dado que la carne es débil, habíamos añadido una señal bajo la cual cualquiera de nosotros podía cerrar las otras dos en caso de emergencia. En mi opinión, como mejor especialista en computadoras de Luna, Mike no podía eliminar la señal del cierre una vez establecida. Y, lo que es más importante, nadie podía pedirle a Mike que abriera aquel archivo, porque nadie sabía que existía, ni sospechaba la existencia de Mike como tal Mike. ¿Puede encontrarse algo más seguro?
El único peligro consistía en que Mike era una máquina llena de caprichos. Continuamente ponía de manifiesto potencialidades imprevistas; probablemente podría descubrir el modo de eliminar el bloqueo… si deseaba hacerlo.
Pero nunca desearía hacerlo. Era leal conmigo, porque yo era el primer amigo que había tenido; simpatizaba con el profesor; y creo que amaba a Wyoh. No, desde luego, el sexo no significaba nada para él. Pero Wyoh es adorable, y le impresionó desde el primer momento.
Yo confiaba en Mike. En esta vida uno tiene que apostar; y yo lo hubiera apostado todo a esa carta.
De modo que basábamos nuestra seguridad en una confianza absoluta en Mike, en tanto que cada uno de nosotros sólo sabía lo que tenía que saber. Tomemos ese árbol de nombres y números, por ejemplo. Yo conocía únicamente los nombres de guerra de mis camaradas de célula y de los tres que estaban directamente debajo de mí; era todo lo que necesitaba saber. Mike asignaba los nombres de guerra y un número de teléfono a cada uno de ellos, y llevaba un registro de los nombres verdaderos con sus correspondientes nombres de guerra. Supongamos que el miembro del partido «Daniel» (desconocido para mí, dado que la letra «D» se encontraba a dos niveles por debajo del mío) recluta a Fritz Schultz. Daniel informa del hecho pero no del nombre a los niveles superiores; Adam Selene llama a Daniel y asigna a Schultz el nombre de guerra «Embrook», y luego telefonea a Schultz al número recibido de Daniel, comunica a Schultz su nombre de Embrook y el número de teléfono de emergencia, un número diferente para cada uno de los reclutas.
Ni siquiera el jefe de la célula de Embrook conoce el número de emergencia de Embrook. Lo que uno ignora no puede decirlo, ni siquiera bajo los efectos de la tortura o de las drogas. Ni por descuido.
Supongamos ahora que debo establecer contacto con el Camarada Embrook. No sé quién es; puede vivir en Hong Kong, o ser el tendero que me saluda todas las mañanas cuando salgo de casa. En vez de enviar el mensaje hacia abajo, esperando que le alcance, llamo a Mike. Mike me pone en contacto inmediatamente con Embrook, en una llamada «Sherlock», sin darme su número.
O supongamos que necesito hablar con el camarada que prepara el cartel de propaganda que estamos a punto de repartir por todas las tabernas de Luna, no sé quién es. Pero necesito hablar con él; ha surgido algo imprevisto.
Llamo a Mike. Mike lo sabe todo… me pone rápidamente en contacto con él… y aquel camarada sabe que la llamada es auténtica, puesto que procede de Adam Selene. «El camarada Bork al habla —digo, y él no me conoce, pero la inicial “B” le informa de que soy un personaje de alto nivel—. Hemos decidido cambiar esto o aquello. Díselo a tu jefe de célula para que haga la pertinente comprobación, pero no te demores».
Pequeñas pegas: algunos camaradas no tenían teléfono; algunos sólo podían ser llamados a horas determinadas; algunas conejeras de los suburbios no disponían de servicio telefónico. No importa, Mike lo sabía todo… y el resto de nosotros no sabíamos nada que pudiera perjudicar a cualquiera.
Después de decidir que Mike debería hablar directamente con cualquier camarada en determinadas circunstancias, se hizo necesario proporcionarle más voces y disfrazarlo, darle tres dimensiones, crear un «Adam Selene, Presidente del Comité Provisional de Luna Libre».
La necesidad de más voces residía en el hecho de que Mike sólo tenía un voder-vocoder, en tanto que su cerebro podía manejar una docena de conversaciones, o un centenar (ignoro cuántas), del mismo modo que un maestro ajedrecista juega simultáneamente contra cincuenta adversarios.
Esto provocaría un atasco a medida que la organización creciera y las llamadas a Adam Selene se hicieran más frecuentes, y podía ser crucial si durábamos lo bastante como para entrar en acción.
Además de procurarle más voces, yo deseaba silenciar la única que tenía. Uno de aquellos presuntos especialistas en computadoras podía entrar en la sala de máquinas en el preciso instante en que telefoneábamos a Mike; y a pesar de sus cortos alcances, podía llamarle la atención el hecho de que el computador principal hablara solo, al parecer.
El voder-vocoder es un aparato muy antiguo. La voz humana se compone de zumbidos y siseos mezclados de modos muy diversos; esto es cierto incluso para la coloratura de una soprano. Un vocoder descompone zumbidos y siseos en gráficas que un computador (o un ojo entrenado) puede leer. Un voder es una caja que puede emitir zumbidos y siseos y tiene controles para variar aquellos elementos y hacerlos coincidir con aquellas gráficas. Un ser humano puede «tocar» un voder como si fuera un instrumento musical, produciendo un lenguaje artificial; un computador programado adecuadamente puede hacerlo con la misma rapidez, la misma facilidad y la misma claridad con las que un hombre puede hablar.
Pero las voces en un hilo telefónico no son ondas de sonido, sino señales eléctricas; Mike no necesitaba la parte auditiva del voder-vocoder para hablar por teléfono. Las ondas de sonido sólo eran necesarias al otro extremo para los humanos; los sonidos hablados no eran indispensables en la sala de Mike en el Complejo de la Autoridad, de modo que planeé eliminarlos, y con ellos el peligro de que alguien los percibiera.
Primero trabajé en casa, utilizando el brazo número tres la mayor parte del tiempo. El resultado fue una caja muy pequeña que incluía veinte circuitos voder-vocoder sin la parte auditiva. Luego llamé a Mike y le dije que «enfermara» de un modo que importunara al Alcaide. Luego esperé.
No era la primera vez que usábamos el truco de la «enfermedad» de Mike. Puse manos a la obra en cuanto me enteré de que podía circular sin temor, cosa que ocurrió el jueves de aquella misma semana, cuando Álvarez incluyó en el Archivo Zebra un informe sobre los disturbios en el Stilyagi Hall. Su versión involucraba a un centenar de personas; la lista incluía a Shorty Mkrum, a Wyoh, al profesor y a Finn Nielsen, pero no a mí: al parecer, sus esbirros no me habían visto. Hablaba del asesinato a sangre fría de nueve oficiales de policía, investidos de su autoridad por el Alcaide para el mantenimiento de la paz. Citaba también a tres de nuestros muertos.
Una semana más tarde, un informe adicional señalaba que «la conocida agente de la subversión Wyoming Knott, de Hong Kong Luna, cuyo incendiario parlamento del lunes 13 de mayo había provocado los disturbios que causaron la muerte a nueve dignos oficiales, no había sido localizada en Luna City ni había regresado a su residencia habitual de Hong Kong Luna, por lo que se suponía que había muerto en el curso del motín que ella misma había provocado». Este informe adicional admitía lo que el anterior había omitido, es decir, que los cadáveres habían desaparecido y que se desconocía el número exacto de víctimas.
Lo cual significaba que Wyoh no podía regresar a Hong Kong ni volver a ser rubia.
Dado que yo no había sido localizado, reanudé mi vida normal, volviendo a ocuparme de mis clientes; aquella semana repasé las máquinas y los ficheros de la Biblioteca Carnegie, y dediqué mis ratos libres a escuchar las lecturas que Mike me hacía del Archivo Zebra y otros archivos especiales, haciéndolo en la habitación L del Hotel Raffles, ya que no disponía aún de mi propio teléfono. Durante aquella semana Mike no dejó de atosigarme como un chiquillo impaciente (¿qué otra cosa era, si no?), queriendo saber cuándo iba a recoger más chistes. Si no pensaba ir a recogerlos, quería decirlos por teléfono.
Su insistencia me puso nervioso, y tuve que recordarme a mí mismo que, desde el punto de vista de Mike, analizar chistes era tan importante como liberar Luna… y que nunca hay que prometer a un niño lo que no se piensa cumplir.
Además de eso, me torturaba pensando si podría entrar en el Complejo sin que me echaran mano. Sabía que el profesor figuraba en la lista de elementos subversivos, y por eso dormía en el Hotel Raffles. Pero ellos sabían que había estado en la famosa reunión, y sabían dónde daba sus clases diariamente… y sin embargo le dejaban en paz. ¿Me encontraba yo realmente fuera de peligro? ¿O estaban acechando una ocasión para detenerme por sorpresa? Tenía que averiguarlo.
De modo que le dije a Mike que se pusiera enfermo. Lo hizo, me llamaron… y no pasó nada. Aparte de tener que exhibir el pasaporte en la estación, y luego en un puesto de guardia, nuevo, en el Complejo, todo discurrió como de costumbre. Charlé con Mike, recogí un millar de chistes (con la condición de analizarlos a razón de un centenar cada tres o cuatro días, no más aprisa), le dije que se pusiera bueno, y regresé a Luna City, deteniéndome en el camino en la oficina del Ingeniero Jefe para presentar la factura por horas de trabajo, viajes, materiales, servicio especial, etcétera.
A partir de entonces veía a Mike una vez al mes, aproximadamente. No había peligro, ya que sólo iba allí cuando ellos me llamaban debido a algún fallo que no entendían… y que yo «reparaba» siempre, a veces rápidamente, a veces después de un día entero de trabajo y de numerosas pruebas. Mike funcionaba perfectamente después de una de mis visitas; yo era indispensable.
Así que, en cuanto tuve a punto mi nuevo voder-vocoder, no vacilé en decirle a Mike que «enfermara». La llamada me llegó al cabo de media hora. A Mike se le había ocurrido una de sus travesuras: su «enfermedad» consistía en unas bruscas oscilaciones en el sistema de aire acondicionado de la residencia del Alcaide. Calor, frío y cambios de presión atmosférica capaces de desquiciar los nervios mejor templados.
Mike lo estaba pasando en grande. Esta era la clase de humor que realmente le gustaba. También a mí me divertía la situación, de modo que le dije que siguiera fastidiando al Alcaide, mientras yo sacaba la cajita negra y preparaba mis herramientas.
Un «especialista» en computadoras libre de servicio empezó a aporrear la puerta. No me di ninguna prisa en contestar, y cuando lo hice fue llevando en la mano derecha mi brazo número cinco; esto impresiona a casi todo el mundo.
—¿Qué diablos quiere usted? —inquirí.
—¡El Alcaide está que trina! —dijo—. ¿Ha encontrado usted la avería?
—Dele recuerdos de mi parte al Alcaide y dígale que me apresuraré a restablecer su valiosa comodidad en cuanto localice el circuito defectuoso… si no vienen a entretenerme con preguntas estúpidas. ¿Va usted a quedarse ahí con la puerta abierta dejando que las máquinas se llenen de polvo? Porque en tal caso, cuando el polvo atasque la máquina, la arreglará usted. ¿De acuerdo? Yo no me levantaré de la cama para venir a ayudarle. Puede decirle eso a su bilioso Alcaide, también.
—Tenga cuidado con lo que dice, amigo.
—¿Amigo de qué? Cierre esa puerta de una vez, o lo dejo todo tal como está y me marcho a Luna City —y levanté el brazo número cinco como una maza.
Cerró la puerta. Yo no tenía interés alguno en insultar a aquel pobre hombre. Pero uno de los aspectos de nuestra táctica era el de hacer que todo el mundo se sintiera lo más desdichado posible. Trabajar para el Alcaide le resultaba fastidioso: yo quería que lo encontrara insoportable.
—¿Restablezco la normalidad? —inquirió Mike.
—Hum… No tengas prisa. Dentro de diez minutos puedes fijar la temperatura y concentrarte en la presión del aire. ¿Sabes lo que es un boom sónico?
—Desde luego. Es un…
—No lo definas. A intervalos de cinco o seis minutos sacude sus conductos de aire con lo más aproximado a un boom sónico que seas capaz de producir. Eso no dejará de impresionar a nuestro Alcaide. ¿De acuerdo?
—Programado y en marcha.
—Bien. Ahora vamos a ocuparnos del regalo que te he traído.
Instalar mi nuevo voder-vocoder de modo que no fuera visible me llevó cuarenta minutos, trabajando con el brazo número tres. Cuando terminé, le dije a Mike que llamara a Wyoh y comprobara cada uno de los circuitos.
Durante diez minutos reinó un absoluto silencio en la sala. Luego, Mike dijo:
—Los veinte circuitos funcionan perfectamente. Puedo conectar un circuito en medio de una palabra sin que Wyoh capte ninguna discontinuidad. He llamado al profesor para saludarle, y he hablado con Mum por el teléfono de tu casa, al mismo tiempo que hablaba con Wyoh.
—¿Qué pretexto le has dado a Mum?
—Le he pedido que te dijera que me llamaras a Adam Selene, claro. Luego hemos charlado un poco. Me encanta conversar con ella. Hemos discutido el sermón de Greg del último martes.
—¿Eh?
—Le he dicho que lo había escuchado, Man, y le he citado un párrafo muy poético.
—¡Oh, Mike!
—No pasa nada, Man. Le he hecho creer que estaba sentado en la parte de atrás, y que me había marchado silenciosamente mientras cantaban el himno final. Mum no hará ningún comentario; es muy discreta y sabe que no quiero que me vean.
Mum es la mujer más ruidosa de Luna.
—Si tú lo dices… Pero no vuelvas a hacerlo. ¡Un momento! Hazlo otra vez. Y no sólo con Mum: a partir de ahora, cuando hables con alguien que haya estado en una conferencia o algo por el estilo, dile que tú también estabas allí, y demuéstraselo, citando algún párrafo o algún detalle interesante.
—Anotado. ¿Por qué, Man?
—¿Has leído «La Pimpinela Escarlata»? Es posible que esté en la biblioteca pública.
—Sí. ¿Tengo que volver a leerla?
—¡No, no! Tú eres nuestro Pimpinela Escarlata, nuestro John Galt, nuestro Swamp Fox, nuestro hombre misterioso. Estás en todas partes, lo sabes todo, entras y sales de la ciudad sin pasaporte, siempre estás en el lugar preciso, pero nadie puede verte.
Sus luces parpadearon alegremente.
—Eso es divertido, Man. Divertido una vez, divertido dos veces, tal vez divertido siempre.
—Divertido siempre. ¿Cuánto tiempo hace que sacudes los conductos de aire del Alcaide?
—Algo más de cuarenta y tres minutos.
—¡Apuesto a que le duelen las muelas! Bien, sacúdelos quince minutos más. Entonces informaré de que he terminado mi trabajo.
—Anotado. Wyoh te envía un mensaje. Dice que te recuerde que es la fiesta de cumpleaños de Billy.
—¡Oh!, ¡cielos! Interrumpe las sacudidas. Me marcho. ¡Adiós!
Salí precipitadamente. La madre de Billy es Anna. Su último hijo, probablemente. De los ocho que ha tenido, tres están todavía en casa. Yo trato de ser tan cuidadoso como Mum en no demostrar ningún favoritismo… pero Billy es el benjamín, y yo le enseñé a leer. Posiblemente se parece a mí.
Me detuve en la oficina del Ingeniero Jefe para dejar la factura y solicité verle. Me hicieron pasar y en seguida me di cuenta de que estaba de muy mal humor; el Alcaide le había estado atosigando.
—Sólo le entretendré un momento —le dije—. Es el cumpleaños de mi hijo y no quiero llegar tarde. Pero tengo que enseñarle algo.
Saqué un sobre de mi caja de herramientas, lo abrí y dejé caer su contenido sobre el escritorio: el cadáver de una mosca. En los Túneles Davis no hay moscas, pero a veces uno de esos insectos procedentes de la ciudad se introduce subrepticiamente en ellos. Esta había penetrado en mi taller en el preciso instante en que la necesitaba.
—¿Ve eso? Adivine dónde lo he encontrado.
Basándome en aquella falsa evidencia, hablé de lo delicadas que son algunas máquinas, de las puertas abiertas, me quejé del hombre que se había presentado en la sala.
—El polvo puede averiar todo un ordenador. ¡Los insectos son imperdonables! Pero sus vigilantes entran y salen como si estuvieran en una estación del Tubo. Hoy estaban todas las puertas abiertas, mientras ese idiota decía estupideces. Si vuelvo a encontrar otra mosca en la computadora olvídese de mí para siempre. Me gustan las máquinas bien ajustadas, y no puedo soportar que las maltraten. Adiós.
—Un momento. Yo también tengo que decirle algo a usted.
—Lo siento, tengo que marcharme. Lo toma o lo deja. Yo no soy un exterminador de insectos: soy un especialista en computadoras.
No hay mayor frustración para un hombre que el que le dejen con la palabra en la boca. Con un poco de suerte y la ayuda del Alcaide, el Ingeniero Jefe tendría una úlcera de estómago antes de Navidad.
De todos modos llegué tarde y tuve que disculparme humildemente ante Billy. Álvarez se había sacado de la manga otra novedad: un minucioso registro al salir del Complejo. Lo soporté sin una sola palabra desagradable para los Dragones que me cacheaban; quería llegar a casa cuanto antes. Pero los mil chistes de Mike les intrigaron.
—¿Qué es esto? —preguntó uno de ellos.
—Papel de computadora —dije—. Tests de comprobación.
Su compañero se reunió con él. No creo que supieran leer. Querían confiscar los papeles, de modo que exigí que llamaran al Ingeniero Jefe. Me dejaron marchar. No me sentí disgustado; con aquellos procedimientos y aquellos guardianes, el odio tenía que hincharse como un globo.
La decisión de convertir a Mike en más «persona» surgió de la necesidad de que cualquier miembro del Partido le telefoneara cuando la ocasión lo requería; mi consejo acerca de las conferencias y todo eso había sido simplemente un efecto colateral. La voz de Mike tenía una extraña cualidad que yo no había notado durante la época en que me limitaba a visitarle en el Complejo. Cuando se habla con un hombre por teléfono, hay un ruido de fondo. Y se le oye respirar, mover el cuerpo, aunque casi nunca se tenga conciencia de ello. Pero siempre produce la impresión de que se trata de un cuerpo con un entorno.
Con Mike no ocurría nada de eso.
Por aquel entonces la voz de Mike era «humana» en timbre y calidad, identificable. Abaritonada, con acento norteamericano y giros australianos; como «Michelle», tenía una voz de soprano con acento francés. La personalidad de Mike creció también. Cuando le presenté a Wyoh y al profesor parecía un jovenzuelo pedante; en pocas semanas había experimentado una profunda transformación.
Al principio de su despertar, su voz era borrosa y ronca, apenas comprensible. Ahora era clara, y la elección de palabras y el fraseo muy pertinentes: coloquial conmigo, intelectual con el profesor, galante con Wyoh, es decir, las variaciones que uno espera de los adultos maduros.
Pero detrás no había nada. Un silencio total. Un entorno vacío.
De modo que lo llenamos. Mike sólo necesitaba sugerencias. No se dedicó a respirar ruidosamente, algo que normalmente hubiera pasado inadvertido. Cuidó más bien el detalle. «Lo siento, Mannie, me estaba bañando cuando ha sonado el teléfono…», acompañado de una respiración algo agitada. O: «Estaba comiendo… me pillas masticando, como quien dice».
Creamos a «Adam Selene» en la Habitación L del Hotel Raffles. ¿Cuál era su edad? ¿Qué aspecto tenía? ¿Casado? ¿Dónde vivía? ¿En qué se ocupaba?
Decidimos que Adam tenía alrededor de cuarenta años y era sano, vigoroso, culto, interesado en todas las artes y ciencias y con grandes conocimientos de Historia. Dominaba el ajedrez como un verdadero maestro, aunque disponía de muy poco tiempo para jugar. Estaba casado. Su matrimonio era del tipo más corriente: una troika en la cual él era el marido más viejo. Tenía cuatro hijos. Su esposa y el marido más joven no estaban interesados en la política, que nosotros supiéramos.
Era atractivo sin ser guapo, con el cabello ligeramente ondulado y ligeramente gris, de raza mezclada, segunda generación por un lado, tercera por el otro. Era lo que cualquier lunático llamaría un hombre rico, con negocios en Novylen y Kongville, así como en Luna City, donde tenía oficinas: una exterior con una docena de empleados, y otra particular con un gerente y una secretaria.
Wyoh quiso saber si tenía un lío con la secretaria. Le dije que no teníamos derecho a husmear en la vida privada de Adam Selene. Replicó, indignada, que no acostumbraba a husmear en la vida privada de nadie, pero que, si creábamos un personaje, debíamos crearlo con todas sus virtudes y todas sus debilidades.
Decidimos que las oficinas se hallaban situadas en la Antigua Cúpula, tercera rampa, sector sur, es decir, en pleno centro del distrito financiero. El que conozca Luna City recordará que en la Cúpula Antigua hay oficinas cuyas ventanas se asoman al suelo de la Cúpula; esta situación me interesaba para los efectos sonoros.
De haber existido, aquella oficina se hallaría situada entre Aetna Luna y Greenberg & Co. Utilicé un magnetófono de bolsillo para grabar sonidos sobre el terreno; Mike contribuyó escuchando los teléfonos de aquella zona.
A partir de entonces, cuando alguien llamaba a Adam Selene había un entorno vivo a su alrededor. Si «Úrsula», su secretaria, atendía la llamada, decía: «Selene y Compañía. ¡Luna será libre!». Y podía añadir: «Un momento, por favor. Gospodin Selene está atendiendo otra llamada», y a continuación podía oírse el sonido de la cadena del W. C. y el del agua corriente, con lo que se sabía que la secretaria había dicho una pequeña mentira inofensiva. O Adam podía contestar: «Aquí Adam Selene. Un momento, mientras desconecto el video». O el gerente podía contestar: «Habla Albert Ginwallah, ayudante confidencial de Adam Selene. Luna Libre. Si se trata de algún asunto del Partido, puede hablar con toda confianza».
Esto último era una trampa, ya que todos los camaradas habían sido advertidos de que sólo debían hablar con Adam Selene. Si alguno mordía el cebo, no se tomaba ninguna medida disciplinaria contra él; se advertía simplemente a su jefe de célula que no debía confiar nada vital a su camarada.
Las consignas «¡Luna Libre!» o «¡Luna será libre!» se impusieron entre los más jóvenes y luego entre ciudadanos maduros. La primera vez que la oí en una llamada de negocios, casi me tragué los dientes. Luego llamé a Mike y le pregunté si aquella persona era miembro del Partido. No lo era. De modo que recomendé que Mike localizara a alguien que pudiera reclutarla.
El eco más interesante se produjo en el Archivo Zebra. «Adam Selene» apareció en el fichero del Jefe de Seguridad menos de un período lunar después de haberle creado, con la observación de que era el nombre de guerra del jefe de un nuevo movimiento clandestino.
Los espías de Álvarez trabajaron a fondo sobre Adam Selene. En pocos meses, su ficha se llenó de datos: Varón, de 34 a 45 años, con oficinas en el lado sur de la Antigua Cúpula; solía estar allí desde las 9 hasta 18 horas, excepto los sábados, aunque a otras horas le pasaban las llamadas; vivía a una distancia de diecisiete minutos de su oficina; en su casa había niños. Sus actividades incluían correduría de acciones y negocios agrícolas. Asistía a conferencias, teatros, etc. Probablemente miembro del Club de Ajedrez de Luna City. Era un gourmet, pero vigilaba su peso. Poseía una notable memoria y una gran capacidad matemática. Tipo ejecutivo, capaz de tomar decisiones rápidamente.
Uno de los espías estaba convencido de haber hablado con Adam en el entreacto de una representación de Hamlet.
Álvarez anotó la descripción: ¡coincidía con la que habíamos inventado en todo, menos en el cabello ondulado!
Pero lo que traía a Álvarez de cabeza era el hecho de que con frecuencia le informaban de números de teléfono para hablar con Adam… y cada vez resultaban ser números equivocados. (Mike utilizaba únicamente números fuera de servicio que cambiaba, cada vez que eran asignados a nuevos abonados). Álvarez intentó localizar a «Selene y Compañía» aplicando el supuesto de un cifra equivocada: nos enteramos de ello porque Mike controlaba el teléfono de la oficina de Álvarez y oyó la orden. Mike utilizó el conocimiento para una de sus travesuras: los subordinados que efectuaban llamadas con una cifra cambiada, conectaban invariablemente con la residencia privada del Alcaide. Hasta el punto de que Álvarez fue severamente reprendido por el Alcaide.
No se lo reprochamos a Mike, pero le advertimos que aquello podía abrir los ojos de cualquier persona lista al hecho de que alguien estaba manipulando el ordenador. Mike respondió que no eran listos hasta ese punto.
El principal resultado de los esfuerzos de Álvarez fue que cada vez que conseguía un número para hablar con Adam nosotros localizábamos un espía: un nuevo espía, ya que a los que habíamos localizado antes no les habíamos asignado ningún número de teléfono; ahora estaban reunidos en una organización que era una especie de apéndice de la verdadera y en la que podían informar unos acerca de otros. Pero con la ayuda de Álvarez, localizábamos a cada nuevo espía casi inmediatamente. Y, para Álvarez, el problema de los espías era trascendental: sin ellos estaba ciego y sordo.
La «Selene» no fue la única compañía ficticia que montamos. La LuNoHoCo era mucho más importante, y no tenía nada de imaginaria. Su oficina principal se encontraba en Hong Kong, con sucursales en Novy Leningrad y Luna City, y llegó a emplear a centenares de personas, la mayoría de las cuales no eran miembros del Partido. Nos planteó muchas dificultades.
El plan magistral de Mike enunciaba cierto número de problemas que tenían que ser resueltos. Uno de ellos era el de las finanzas. Otro, cómo proteger la catapulta de un ataque espacial.
El profesor habló de atracar bancos para resolver el primero, y renunció a ello de mala gana. Pero eventualmente robamos a bancos, a empresas y a la propia Autoridad. La idea se le ocurrió a Mike. Y el profesor y él la perfeccionaron. Al principio, Mike no comprendía para qué necesitábamos dinero; pero, en fin, él manejaba millones de dólares y se ofreció a endosarnos un cheque por la cantidad que nos hiciera falta.
El profesor se estremeció de horror. Y le explicó a Mike lo que ocurriría si tratábamos de hacer efectivo un cheque de 10 000 000 de dólares, pongamos por caso.
De modo que se pusieron de acuerdo en hacerlo, pero a base de involucrar muchos nombres y lugares en todo Luna. Todos los bancos, empresas, tiendas y entidades, incluida la Autoridad, que utilizaban a Mike para su contabilidad, aportaron su contribución a los fondos del Partido. Era una estafa piramidal basada en el hecho, desconocido para mí pero conocido por el profesor y latente en la inmensa erudición de Mike, de que la mayor parte del dinero es simple teneduría de libros.
Un ejemplo… multiplicado por centenares de numerosos tipos: mi hijo familiar Sergei de dieciocho años de edad y miembro del Partido, abre una cuenta corriente en el Commonwealth Shared Risk. Ingresa y retira cantidades. Y cada vez se cometen pequeños errores: se le abona en cuenta más de lo que ingresa y se le descuenta menos de lo que retira. Unos meses después cambia de empleo y se traslada a otra ciudad, transfiriendo su cuenta a la Tycho-Under Mutual; los fondos transferidos se han multiplicado ya por tres. Sergei retira las «ganancias» y las entrega al jefe de su célula. Mike sabe qué cantidad tiene que entregar Sergei, pero, dado que Sergei no sabe que Adam Selene y el computador que lleva las cuentas del Banco son la misma «persona», está obligado a informar a Adam de la transacción: hay que actuar con honradez, aunque el sistema sea fraudulento.
Multiplíquese esta pequeña estafa de unos 3000 dólares Hong Kong por centenares, y sáquese la cuenta.
No puedo describir el sistema utilizado por Mike para cuadrar sus libros evitando el descubrimiento de millares de estafas. Pero no hay que olvidar que un censor de cuentas debe suponer que las máquinas son honradas. Puede efectuar pruebas para convencerse de que las máquinas funcionan correctamente… pero nunca se le ocurrirá pensar que una máquina pueda cometer un error «a propósito». Por otra parte, las estafas de Mike no eran nunca lo bastante cuantiosas como para afectar al sistema económico; del mismo modo que medio litro de sangre extraída no afecta a la salud del donante. Nunca he llegado a comprender del todo quién perdía el dinero, pero es evidente que alguien lo perdía, y esto me preocupaba, porque yo era de los que creían en la honradez. El profesor pretendía que lo único que hacíamos era provocar una leve inflación, contrarrestada por el hecho de que nosotros reinvertíamos el dinero… pero yo tenía que recordarme continuamente a mí mismo que Mike conservaba un registro de todas las operaciones y que después de la Revolución podríamos restituirlo todo, con más facilidad teniendo en cuenta que la Autoridad habría dejado de desangrarnos.
De modo que silencié la voz de mi conciencia. Aquello era un fruslería comparándolo con las exacciones realizadas por todos los gobiernos a lo largo de la historia para financiar las guerras. ¿Y acaso una revolución no es una guerra?
Aquel dinero, después de pasar por muchas manos (aumentado cada vez por Mike), constituía la base financiera de la LuNoHo Company. Era una compañía mixta, mutua y por acciones. Los «financieros» que avalaban las acciones ponían el dinero robado a su nombre. No hablemos del sistema de contabilidad en la compañía. Dado que Mike lo controlaba todo, no estaba contaminado por ninguna mácula de honradez.
De todos modos, las acciones se cotizaban en la Bolsa de Hong Kong Luna, y también en Zurich, Londres y Nueva York. El Wall Street Journal las calificaba de «una atractiva inversión elevado-riesgo-grandes-beneficios con un moderno potencial de crecimiento».
La LuNoHoCo era una empresa de ingeniería y explotación, comprometida en muchos negocios, la mayoría de ellos legales. Pero su objetivo esencial era construir una segunda catapulta, en secreto.
La operación no podía ser secreta. No puede comprarse ni construirse una planta de energía derivada de la fusión del hidrógeno sin que nadie se dé cuenta. (La energía solar fue descartada por razones obvias). Las piezas fueron encargadas a Pittsburgh, y pagamos lo que nos pidieron sin regatear, con tal de obtener lo mejor del mercado. Tampoco puede construirse un estator para un campo de inducción de varios kilómetros de longitud sin llamar la atención. Pero lo más importante es que no puede acometerse una obra colosal que requiere la contratación de una gran masa de obreros sin revelar lo que se está haciendo. Desde luego, las catapultas son vacío en su mayor parte; el estator ni siquiera está cerca del extremo de expulsión. Pero la catapulta 3-g de la Autoridad tenía casi un centenar de kilómetros de longitud. No sólo era un punto de referencia para la astronavegación que figuraba en todos los mapas de la Luna, sino que por su tamaño podía ser fotografiada u observada desde Tierra con un telescopio normal. Y era recogida claramente por una pantalla de radar.
Nosotros construíamos una catapulta más pequeña, una 10-g, pero incluso así tenía treinta kilómetros de longitud, demasiado grande para poder ocultarla.
De modo que la ocultamos por el sistema de La Carta Robada.
Yo solía desconfiar de la desmedida afición de Mike a leer novelas, preguntándome qué ideas estaría adquiriendo. Pero terminé por darme cuenta de que la ficción literaria le proporcionaba una perspectiva de la vida humana más real que la que había podido deducir de los hechos. Además de este efecto «humanizante», que en Mike substituía a la experiencia, extraía ideas de «datos no-verdaderos», como él llamaba a la ficción. La respuesta a cómo ocultar una catapulta se la dio Edgar Allan Poe.
Nosotros la ocultamos en sentido literal, también; la catapulta tenía que ser subterránea, invisible para el ojo y para el radar. Pero tenía que estar oculta en un sentido más sutil; la ubicación selenográfica tenía que ser secreta.
¿Cómo era posible eso, con un monstruo de aquel tamaño, construido por tantas personas? Vamos a expresarlo de este modo: Supongamos que vive usted en Novylen; ¿sabe dónde está Luna City? Desde luego, en el borde oriental de Mare Crisium, todo el mundo lo sabe. ¿De veras? ¿En qué latitud y longitud? ¿Eh? Bueno, tendría que mirarlo en un libro… ¿De veras? Si eso es todo lo que sabe acerca de su situación, ¿cómo pudo encontrarla la semana pasada? Muy fácil, amigo; tomé el tubo, cambié en Torricelli, dormí el resto del viaje: la cápsula la encontró por mí.
¿Se da usted cuenta? Usted no sabe dónde está Luna City. Usted se limita a apearse cuando la cápsula llega a la Estación Sur del Tubo.
Así es como ocultamos la catapulta.
Está en la zona de Mare Undarum, «todo el mundo lo sabe». Pero el lugar donde está y el lugar donde dijimos que estaba difiere en más o en menos de un centenar de kilómetros en dirección norte, sur, este u oeste, o alguna combinación de esas direcciones.
Hoy puede buscarse su situación en libros de referencia… y se encontrará la misma respuesta equivocada. La situación de la catapulta continúa siendo el secreto mejor guardado de Luna.
No puede ser vista desde el espacio, ni localizada por el radar. Es subterránea, excepto para la expulsión, y el extremo expulsor es un gran agujero negro y sin forma como otros diez mil en lo alto de una montaña poco atractiva y sin ningún espacio para que se pose un cohete.
Sin embargo, mucha gente estuvo allí, durante y después de la construcción. Incluso el Alcaide visitó el lugar, y mi comarido Greg le sirvió de cicerone. El Alcaide viajó en cohete-correo, pero la última parte del trayecto tuvo que hacerla en una especie de vehículo todo terreno que le dejó los huesos molidos y muy pocas ganas de hablar del objeto de aquellas perforaciones y del valor de los recursos descubiertos.
No faltaron los espías, desde luego. Les permitíamos quedarse, les hacíamos trabajar duramente, y Mike leía sus informes. Uno de ellos informó que estaba seguro de que habíamos encontrado mineral de uranio, algo desconocido en Luna en aquella época, ya que el Proyecto Centerbore se estableció muchos años después. El espía siguiente llegó con un contador de radiaciones en su equipaje. Le dejamos husmear libremente.
En marzo del 76 la catapulta estaba casi a punto, a falta únicamente de instalar los segmentos del estator. Disminuyó sensiblemente la plantilla de obreros, casi todos miembros del partido. Pero conservábamos un espía, a fin de que Álvarez recibiera informes con regularidad ya que en caso contrario podría haber entrado en sospechas. Lo que hicimos fue concentrar sus preocupaciones en las conejeras.