Miré a Wyoh, ella me miró a mí y ambos estallamos en una sonora carcajada. Di un salto y aullé:
—¡Hurra!
Wyoh empezó a llorar, abrazó al profesor y le besó.
Mike dijo, en tono quejumbroso:
—No lo entiendo. Las probabilidades son siete a una contra nosotros. No a favor nuestro.
Wyoh soltó al profesor y dijo:
—¿Habéis oído eso? Mike ha dicho nosotros. Se incluye él.
—Desde luego. Lo hemos entendido perfectamente, Mike, viejo amigo. Pero ¿has conocido a algún lunático que se negara a apostar cuando sus probabilidades de ganar eran tan enormes como una entre siete?
—Sólo os he conocido a vosotros tres. No son datos suficientes para una curva.
—Bien… Nosotros somos lunáticos. Los lunáticos apuestan. ¡Diablo, tenemos que hacerlo! Nos transportaron aquí y apostaron con nosotros a que no podríamos mantenernos con vida. Les ganamos. ¡Y ahora volveremos a ganarles! Wyoh, ¿dónde está tu bolso? Saca el gorro rojo. Pónselo a Mike. Bésale. Vamos a echar un trago. Uno también para Mike… ¿Quieres un trago, Mike?
—Me gustaría mucho —respondió Mike ávidamente—, ya que me he interrogado más de una vez acerca del efecto subjetivo del etanol sobre el sistema nervioso humano. Considero que debe ser similar a un leve supervoltaje. Pero, dado que no puedo tomar un trago, tomad uno en nombre mío, por favor.
—Programa aceptado. Wyoh, ¿dónde está el gorro?
El teléfono estaba pegado a la pared y no había lugar para colgar el gorro. De modo que lo colocamos sobre una repisa, y brindamos por Mike, y le llamamos «¡camarada!»… y estoy por decir que se emocionó. Al menos, su voz se hizo velada. Luego, Wyoh cogió el Gorro de la Libertad, me lo encasquetó y me besó, esta vez oficialmente, de un modo que si llega a verlo Mum se desmaya. Después le colocó el gorro al profesor y le sometió al mismo tratamiento, y yo me alegré de lo que había dicho Mike acerca del excelente estado de su corazón.
Más tarde, Wyoh puso el gorro en su propia cabeza y se acercó al teléfono, enviando besos a través del micrófono.
—Estos son para ti, querido camarada Mike. ¿Está Michelle ahí?
Que me aspen si Mike no respondió con voz de soprano:
—Aquí estoy querida… Y me siento trés joyeuse.
De modo que Michelle obtuvo sus correspondientes besitos, y yo tuve que explicarle al profesor quién era Michelle y presentarle. Se mostró muy ceremonioso, silbó y aplaudió… a veces pienso que al profesor le falta un tornillo.
Wyoh sirvió más vodka. El profesor mezcló el suyo con café.
—Bien —dijo el profesor—. Hemos declarado la Revolución y vamos a ponerla en marcha. Con las cabezas despejadas. Manuel, has sido optado presidente. ¿Por dónde empezamos?
—El presidente es Mike —dije—. Los motivos son obvios. Y el secretario, también. No redactaremos actas; nada por escrito: primera norma de seguridad. Con Mike, no necesitamos hacerlo.
—A propósito de seguridad —dijo el profesor—, el secreto de Mike debería quedar restringido a esta célula ejecutiva, no pudiendo ser dado a conocer a otros sin el previo acuerdo unánime de nosotros tres… Rectifico: de nosotros cuatro.
—¿Qué secreto? —preguntó Wyoh—. Mike se ha mostrado de acuerdo en conservar nuestros secretos. Y es más seguro que nosotros: a él no pueden lavarle el cerebro. ¿No es cierto, querido Mike?
—Podrían lavarme el cerebro —admitió Mike— con un voltaje suficiente. O aplastándome, o sometiéndome a disolventes, o a una entropía positiva a través de otros medios… Pero si por «lavado de cerebro» te refieres a que podrían obligarme a revelar nuestros secretos, la respuesta es absolutamente negativa.
—Wye —dije—, el profesor se refiere al secreto del propio Mike. Mike, viejo amigo, tú eres nuestra arma secreta. Lo sabes, ¿verdad?
Mike respondió:
—Fue necesario tomar eso en consideración al calcular las probabilidades.
—¿Cuáles eran las probabilidades sin ti, camarada? ¿Malas?
—No eran buenas. Muy inferiores.
—No te apremiamos. Pero un arma secreta debe ser secreta. Mike, ¿sospecha alguien más que estás vivo?
—¿Acaso estoy vivo? —inquirió con voz que reflejaba una trágica soledad.
—No arguyas razones semánticas. ¡Desde luego que estás vivo!
—No estaba seguro… Es bueno estar vivo. No, Mannie, mi primer amigo, sólo lo sabéis vosotros tres. Mis tres amigos.
—Así es como debe ser si queremos apostar sobre seguro. ¿Te parece bien? ¿Hablar con nosotros tres y con nadie más?
—¡Pero nosotros te hablaremos mucho! —intervino Wyoh.
—No sólo me parece bien —dijo Mike bruscamente—, sino que es necesario. Era un factor en las probabilidades.
—Esto zanja la cuestión —dije—. Ellos tienen todo lo demás; nosotros tenemos a Mike. Procuraremos que las cosas sigan así. ¡Un momento! Mike, ¿lucharemos contra Tierra?
—Lucharemos contra Tierra… a menos que seamos derrotados antes.
—¡Uf! Eso es un acertijo… ¿Acaso hay algún computador más listo que tú?
Mike vaciló.
—No lo se, Man.
—¿No tienes datos?
—Insuficientes. He tenido en cuenta ese factor, y he revisado a fondo las revistas técnicas. En el mercado no hay ninguna computadora de mi capacidad actual… pero un ordenador de mi modelo podría ser aumentado como lo fui yo. Además, podría existir una computadora de gran capacidad experimental sin que se hablara de él en las revistas.
—Hum… Tendremos que correr el riesgo.
—Sí, Man.
—¡No hay ninguna computadora tan lista como Mike! —exclamó Wyoh en tono vehemente—. No digas tonterías, Mannie.
—Wyoh, Man no dice ninguna tontería. Man, he visto un informe inquietante. Se refiere a unos experimentos que se realizan en la Universidad de Peiping para combinar computadoras con cerebros humanos y alcanzar así una capacidad máxima. Una computadora-Cyborg.
—¿Dicen cómo?
—El artículo no era de carácter técnico.
—Bueno… no nos preocupemos por lo que no podemos evitar. ¿De acuerdo, profesor?
—Completamente de acuerdo, Manuel. Un revolucionario debe mantener su mente libre de preocupaciones, o la presión se hace insoportable.
—No creo una sola palabra —declaró Wyoh—. ¡Nosotros tenemos a Mike y vamos a triunfar! Querido Mike, has dicho que lucharíamos contra Tierra… y Mannie dice que es una batalla que no podemos ganar. Tú tienes alguna idea de cómo podemos ganar, pues en caso contrario no nos habrías dado ni siquiera una posibilidad contra siete. ¿Qué debemos hacer?
—Tirarles piedras —contestó Mike.
—Déjate de bromas —le dije—. Wyoh, no nos crees más problemas. Ni siquiera sabemos si lograremos salir de aquí sin que nos echen mano. Mike, el profesor dice que anoche murieron nueve guardianes, y Wyoh dice que el número total de guardianes era de veintisiete. De modo que quedan dieciocho. ¿Sabes si eso es cierto, dónde se encuentran y qué están haciendo? No podemos hacer una revolución si no tenemos libertad de movimientos.
El profesor le interrumpió:
—Ese es un problema con el que nos enfrentaremos a su debido tiempo, Manuel. El que ha planteado Wyoming es fundamental y deberíamos discutirlo inmediatamente. Me interesa mucho la opinión de Mike.
—De acuerdo, de acuerdo… pero ¿no puede esperar a que Mike me conteste?
—Lo siento mucho.
—¿Mike?
—Man, el número oficial de guardianes es de veintisiete. Si murieron nueve, el número oficial es ahora de dieciocho.
—Has repetido «el número oficial». ¿Por qué?
—Tengo datos incompletos que podrían ser pertinentes. Permitidme que los exponga antes de aventurar ninguna conclusión. Nominalmente, el departamento del oficial de Seguridad, aparte del personal administrativo, se compone únicamente de los guardianes. Pero yo manejo nóminas para el Complejo de la Autoridad, y el número de personas asignadas al Departamento de Seguridad no es de veintisiete.
El profesor asintió:
—Espías de la Compañía.
—Un momento, profesor. ¿Quiénes son esas otras personas?
Mike respondió:
—Son simples números, Man. Supongo que los nombres que representan están en el archivo de datos del Jefe de Seguridad.
—Repite eso, Mike: ¿te utiliza el Jefe de Seguridad Álvarez para sus archivos?
—Supongo que sí, puesto que su almacén de datos está bajo una señal de recuperación cerrada.
—¿Se da cuenta, profesor? —dije—. El Jefe de Seguridad utiliza a Mike para sus archivos, Mike sabe dónde están… ¡y no puede tocarlos!
—¿Por qué no, Manuel?
Traté de explicarles al profesor y a Wyoh las clases de memoria que tiene una computadora: memoria a corto plazo utilizada para programas corrientes y luego borrada como la memoria que le dice a uno si le ha echado azúcar al café; memoria temporal retenida mientras es necesaria —milésimas de segundo, días, años—, pero borrada cuando ya no hace falta; datos almacenados permanentemente, como la educación de un ser humano (aunque aprendida perfectamente y nunca olvidada), pero que pueden ser condensados, modificados y reinsertados, y largas listas de memorias especiales situadas en comportamientos dotados de una señal de recuperación individual, cerrados o no, con infinitas posibilidades en las señales de cierre; secuenciales, paralelas, temporales, situacionales, etcétera.
Tratar de explicarle a un profano lo que es una computadora resulta más complicado que tratar de explicarle a una virgen lo que es el sexo. Wyoh no podía comprender por qué motivo, si Mike sabía dónde guardaba Álvarez sus archivos, no podía entrar en ellos.
Me di por vencido.
—Mike, ¿puedes explicárselo tú?
—Lo intentaré, Man. Wyoh, el único medio de que dispongo para recuperar datos cerrados es a través de la programación exterior. Yo no puedo programarme a mí mismo para esa recuperación; mi estructura lógica no me lo permite. Tengo que recibir la señal como un impulso externo.
—Bueno, por el Amor de Bog, ¿cuál es esa preciosa señal?
—Es —dijo Mike sencillamente—, «Archivo Especial Zebra».
Y esperó.
—¡Mike! —dije—. Abre el Archivo Especial Zebra.
Mike lo hizo, y los datos empezaron a fluir. Tuve que convencer a Wyoh de que Mike no había sido testarudo. Desde luego, conocía la señal. Tenía que conocerla. Pero había de llegarle desde el exterior, ya que la estructura de Mike lo exigía así.
—Bien, Mike, vamos a revisar lentamente todo ese material… y cuando lo hayas leído vuelve a almacenarlo, sin borrarlo, bajo la señal Día de la Bastilla, clasificado como «Archivo Chivatos». ¿De acuerdo?
—Programado y en marcha.
—Haz lo mismo con todo el material que el Jefe de Seguridad, archive a partir de ahora.
Lo más interesante era una lista de nombres de guardianes, unos doscientos, cada uno de ellos con un número clave que Mike identificó con los de las nóminas.
Mike leyó la lista de Hong Kong Luna, y apenas había empezado cuando Wyoh exclamó:
—¡Alto, Mike! Tengo que tomar nota de esos nombres.
—¡Huy! —dije—. ¡Nada de tomar notas! ¿Qué es lo que pasa?
—Esa mujer, Silvia Chiang, es nuestra camarada secretaria… Y eso significa que el Alcaide conoce toda nuestra organización.
—No, querida Wyoming —rectificó el profesor—. Eso significa que nosotros conocemos su organización.
—Pero… lo que quiere decir el profesor —intervine—. Nuestra organización somos nosotros tres y Mike. Cosa que el Alcaide ignora. Pero ahora nosotros conocemos su organización. De modo que no hagas más comentarios y deja que Mike siga leyendo. Pero no escribas nada; Mike te facilitará esa lista siempre que se la pidas por teléfono. Mike, toma nota de que esa Silvia Chiang es secretaria de la organización, de la exorganización, en Kongville.
—Anotado.
Wyoh estaba sobre ascuas mientras oía los nombres de los esbirros anónimos de su ciudad pero se limitó a hacer algunos comentarios sobre los que ella conocía. No todos eran «camaradas», pero había los suficientes como para provocar su indignación. Los nombres de Novy Leningrad no nos dijeron gran cosa; el profesor reconoció tres, y Wyoh uno. Cuando llegó Luna City el profesor observó que más de la mitad eran «camaradas». Yo reconocí a varios, no como falsos elementos subversivos sino como simples conocidos. No amigos… No sé qué efecto me hubiera producido encontrar a alguien en quien yo confiara en la lista de los esbirros del Jefe de Seguridad.
Para Wyoh fue un rudo golpe. Cuando Mike terminó, dijo:
—¡Tengo que regresar a Hong Kong en seguida! ¡Nunca he ayudado a eliminar a nadie, pero voy a disfrutar haciendo que esos espías reciban su merecido!
—Nadie será eliminado, mi querida Wyoming —dijo el profesor en tono tranquilo.
—¿Qué? No habla usted en serio, profesor… Aunque nunca he matado a nadie, siempre he sabido que podía llegar el momento de tener que hacerlo.
El profesor sacudió la cabeza.
—Matar a un espía no es la mejor solución, ni siquiera la más inteligente, sobre todo cuando él ignora que nosotros sabemos que es un espía.
Wyoh parpadeó.
—Debo ser muy obtusa.
—No, mí querida niña. Eres deliciosamente ingenua… una debilidad contra la cual debes ponerte en guardia. Lo mejor que puede hacerse con un espía es dejarle respirar, enquistarle con camaradas leales y suministrarle informes inofensivos para complacer a sus patronos. Esos elementos deben permanecer en nuestra organización. No pongáis esas caras de asombro: estarán en células muy especiales. «Jaulas» sería la palabra más adecuada. Eliminarlos sería un error, no sólo porque cada uno de los espías sería reemplazado por otro desconocido, sino porque la muerte de esos traidores le revelaría al Alcaide que conocemos sus secretos. Mike, amigo mío, en ese archivo tiene que haber un expediente que hable de mí. ¿Quieres buscarlo?
El expediente era muy voluminoso, y me sentí muy incómodo al oír que se le mencionaba como «viejo chiflado inofensivo». Estaba clasificado como elemento subversivo —por eso había sido enviado a La Roca—, miembro de un grupo clandestino en Luna City. Pero era descrito como un «incordiante», que rara vez estaba de acuerdo con los demás.
Al profesor le brillaron los ojos y pareció muy complacido.
—Creo que debería considerar la posibilidad de venderme e ingresar en la nómina del Alcaide —dijo.
A Wyoh no le pareció divertida la broma, y no se recató en decirlo.
—Hablo completamente en serio, mi querida niña —replicó el profesor—. Las revoluciones tienen que ser financiadas, y uno de los medios al alcance de un revolucionario es convertirse en un espía de la policía. Es muy probable que algunos de esos aparentes traidores estén realmente de nuestra parte.
—¡Yo no confiaría en ellos!
—Sí, ese es el problema que se plantea con los agentes dobles, saber con seguridad de parte de quién están… si es que están de parte de alguien. ¿No quieres oír tu propio expediente? ¿O prefieres hacerlo en privado?
La ficha de Wyoh era completamente normal: los esbirros del Alcaide la tenían sometida a vigilancia desde hacía muchos años. Lo que me sorprendió fue descubrir que también yo estaba «fichado», aunque en mi caso se trataba de una investigación rutinaria llevada a cabo a raíz de mis primeros trabajos para la Autoridad. Estaba clasificado como «apolítico», y alguien había añadido «no demasiado brillante», lo cual era a la vez poco amable y cierto, ya que de no ser así, ¿por qué habría de mezclarme yo en una Revolución?
El profesor hizo que Mike interrumpiera la lectura (horas más tarde) y se quedó pensativo.
—Una cosa está clara —dijo finalmente—. El Alcaide sabe todo lo que hay que saber acerca de Wyoming y de mí mismo desde hace mucho tiempo. Pero tú, Manuel, no figuras en su lista negra.
—¿Ni siquiera después de lo de anoche?
—Es posible… Mike, ¿ha ingresado algo en el archivo durante las últimas veinticuatro horas?
Nada. El profesor continuó:
—Wyoming tiene razón al decir que no podemos quedarnos aquí para siempre. Manuel, ¿cuántos nombres has reconocido? Seis, ¿verdad? ¿Viste a alguno de ellos anoche?
—No. Pero ellos pudieron verme a mí.
—Entre tanta gente, lo más probable es lo contrario. Yo no te localicé hasta tenerte delante de mí, y te conozco desde que eras niño. Pero es más improbable que Wyoming viajara desde Hong Kong y hablara en la reunión sin que el Alcaide se haya enterado de sus actividades. —Se volvió hacia Wyoh—. Mi querida señorita, ¿podrías convencerte a ti misma para representar el papel de capricho de un viejo?
—Supongo que sí. ¿Cómo, profesor?
—Es casi seguro que nadie se meterá con Manuel. Yo no puedo decir lo mismo, aunque por mi expediente (ya sabes, un «viejo chiflado inofensivo») no parece probable que los esbirros del Alcaide se molesten en buscarme. A ti, en cambio, pueden desear interrogarte o incluso detenerte: estás fichada como peligrosa. Lo más prudente sería que no te dejaras ver. Esta habitación… he pensado alquilarla por el tiempo que haga falta. Podrías ocultarte en ella… si no te importan los comentarios a que daría lugar el hecho de que la compartieras conmigo.
Wyoh se echó a reír.
—¿Importarme, cariño? ¿Cree que me preocupa lo que piensen los demás? Me encantará representar el papel de capricho tuyo… y a lo mejor ni siquiera haré comedia.
—No azuce nunca a un perro viejo —sonrió el profesor—. Podían quedarle aún fuerzas suficientes para morder. Yo puedo ocupar ese sofá la mayor parte de las noches. Manuel, voy a reanudar mi vida normal… y creo que deberías hacer lo mismo. De todos modos, dormirá más tranquilo en este escondrijo. Pero, además de ser un buen escondrijo, esta habitación puede servir perfectamente para reuniones de célula: tiene teléfono.
Mike dijo:
—Profesor, ¿puedo hacer una sugerencia?
—Desde luego, amigo, a todos nos interesan tus opiniones.
—Deduzco que los riesgos aumentarán con cada una de las reuniones de nuestra célula ejecutiva. Pero las reuniones no necesitan ser corpóreas; ustedes pueden reunirse, y yo puedo hacer acto de presencia, si soy bien recibido, por teléfono.
—Siempre serás bien recibido, Camarada Mike; te necesitamos.
Sin embargo… el profesor parecía preocupado.
—Profesor —dije—, si le preocupa la posibilidad de que alguien pueda escucharnos, puedo asegurarle que tal posibilidad no existe —le expliqué lo de la llamada «Sherlock»—. Nadie puede escuchar si Mike supervisa la llamada. Y esto me recuerda que no le hemos dicho aún cómo puede ponerse usted en contacto con Mike. ¿Cómo, Mike? ¿Utilizará mi número el profesor?
Entre ellos, decidieron que la clave fuera MISTERIOSO. El profesor y Mike compartían una alegría infantil al intrigar por su propia seguridad. Sospecho que el profesor gozaba siendo rebelde mucho antes de haber elaborado su filosofía política, en tanto que a Mike le tenía sin cuidado la libertad humana. Para él, la revolución era un juego: un juego que le proporcionaba compañía y la posibilidad de exhibir sus talentos.
—De todos modos, necesitaremos esta habitación —dijo el profesor, sacando un fajo de billetes de uno de sus bolsillos.
Parpadeé.
—Profesor, ¿ha atracado un banco?
—No, al menos recientemente. Tal vez vuelva a hacerlo, si la Causa lo requiere. De momento, alquilaremos la habitación por un período lunar. ¿Quieres encargarte de ello, Manuel? El conserje podría sorprenderse al oír mi voz (ya que me he introducido aquí a través de una puerta de servicio).
Llamé al conserje y regateé con él el alquiler de cuatro semanas. Me pidió novecientos dólares Hong Kong. Le ofrecí novecientos dólares de la Autoridad. Quería saber cuántas personas utilizarían la habitación. Le pregunté desde cuándo se dedicaban a meter las narices en los asuntos de sus huéspedes.
Finalmente nos pusimos de acuerdo: 475 dólares Hong Kong. Le envié los billetes, y él me envió dos llaves. Le entregué una a Wyoh y otra al profesor, quedándome con la que tenía, sabiendo que no cambiarían la cerradura a menos que dejáramos de pagar al término del período lunar.
(En Earthside tienen la mala costumbre de exigir a los huéspedes de un hotel que firmen en un registro… ¡e incluso que muestren su carnet de identidad!).
Pregunté:
—¿Qué hacemos ahora? ¿Comer?
—Yo no tengo hambre, Mannie.
—Manuel, nos pediste que esperásemos hasta que Mike hubiera contestado tus preguntas. Ahora vamos a ocuparnos del problema fundamental: qué vamos a hacer cuando llegue el momento de enfrentarnos a Tierra, David contra Goliat.
—¡Oh! No sé a qué viene tanta prisa… ¿Mike? ¿Se te ocurre algo?
—Ya lo he dicho antes, Man —respondió Mike en tono quejumbroso—. Podemos tirarles piedras.
—¡Por el amor de Bog! Este no es el mejor momento para bromear.
—Hablo completamente en serio, Man —protestó Mike—. Podemos tirar piedras a Tierra. Y lo haremos.