Debimos dormir como troncos, ya que de lo primero que tuve conciencia fue de que el teléfono estaba sonando. Encendí las luces de la habitación, empecé a levantarme, noté un peso sobre mi brazo derecho, me descargué de él suavemente y contesté.
Mike dijo:
—Buenos días, Man. El Profesor de la Paz está hablando por teléfono con tu casa.
—¿Puedes conectarlo aquí? ¿Como un «Sherlock»?
—Desde luego, Man.
—No interrumpas la llamada. Avísame cuando esté a punto la conexión. ¿Dónde está el profesor?
—En el teléfono público de una taberna llamada The Iceman’s Wife, debajo de…
—La conozco. Mike, ¿puedes decirme si hay alguien al alcance del oído? ¿Oyes respirar?
—Por la calidad de su voz deduzco que está hablando con la cabeza cubierta con un capuchón. Pero deduzco también que, en una taberna, tiene que haber otras personas. ¿Quieres escuchar?
—Sí, Mike, conéctame.
En aquel momento, Mum estaba diciendo:
—… se lo dije a él, profesor. Siento que Manuel no esté en casa. ¿No puede usted darme un número de teléfono? Manuel está ansioso por comunicar con usted; insistió mucho en que, le dijera a usted que dejara un número de teléfono.
—Lo lamento muchísimo, querida señora, pero tengo que marcharme inmediatamente. Pero veamos… ahora son las ocho y cuarto; trataré de volver a llamar a las nueve, si puedo.
—Muy bien, profesor —dijo Mum, en el tono cariñoso que reserva para los hombres que no son sus maridos… cuando le caen bien.
Casi simultáneamente, Mike dijo:
—¡Ahora!
—¡Hola, profesor! —dije—. Soy Mannie. ¿Preguntaba usted por mí?
Oí una exclamación de asombro.
—Creí que había colgado el receptor —murmuró el profesor. Y luego—: ¡Manuel! Me alegro de oír tu voz, querido muchacho. ¿Has llegado a tu casa ahora mismo?
—No estoy en casa.
—Pero… tienes que estar ahí. Yo no he…
—No hay tiempo para explicaciones, profesor. ¿Puede oírle alguien?
—Creo que no.
—Bien. Antes que nada, dígame una cosa, profesor. ¿Cuándo es mi cumpleaños?
El profesor vaciló. Luego dijo:
—Comprendo. Creo que comprendo. El catorce de julio.
—Estoy convencido. De acuerdo, vamos a hablar.
—¿De veras no llamas desde tu casa, Manuel? ¿Dónde estás?
—Dejemos eso de momento. Usted le preguntó a mi esposa acerca de una muchacha. No es preciso citar nombres. ¿Por qué quiere encontrarla, profesor?
—Deseo advertirla. No debe tratar de regresar a su ciudad natal. Sería detenida.
—¿Por qué lo cree?
—¡Mi querido muchacho! Todos los que asistieron a aquella reunión están en grave peligro. Incluso tú. Me he alegrado mucho, aunque me haya confundido al mismo tiempo, oírte decir que no estás en tu casa. No debes ir allí, de momento. Si dispones de algún lugar seguro, sería mejor que te tomaras unas vacaciones. Compréndelo; después de la violencia de anoche…
—Gracias, profesor; tendré cuidado. Y si veo a esa muchacha, le comunicaré lo que usted me ha dicho.
—¿Sabes dónde encontrarla? Anoche te vieron salir con ella, y supuse que sabrías dónde estaba.
—Profesor, ¿por qué ese interés? En la reunión no pareció estar de su parte…
—¡No, no, Manuel! Ella es mi camarada. No digo tovarich, ya que lo que quiero expresar no es una simple cortesía, sino un lazo mucho más fuerte. Ella es mi camarada. Sólo diferimos en la técnica. No en los objetivos, ni en las lealtades.
—Comprendo. Bueno, considere entregado el mensaje.
—¡Oh, maravilloso! No haré ninguna pregunta… pero confío en que encontrarás el modo de ponerla a salvo, realmente a salvo, hasta que se aclare la situación.
Medité unos instantes.
—¡Un momento, profesor! No cuelgue…
Mientras yo contestaba al teléfono, Wyoh se había encerrado en el cuarto de baño, probablemente para evitar escuchar; ella era así.
Llamé a la puerta.
—¿Wyoh?
—Salgo en seguida.
—Necesito consejo.
Ella abrió la puerta.
—¿Sí, Mannie?
—¿Cómo está considerado el Profesor de la Paz en vuestra organización? ¿Confían en él? ¿Confías tú en él?
Wyoming meditó unos instantes.
—Se supone que todos los que asistieron a la reunión eran gente de confianza. Pero yo no le conozco.
—Hum… ¿Qué impresión te causó?
—Me fue simpático, a pesar de que se mostró en desacuerdo conmigo. ¿Sabes tú algo acerca de él?
—¡Oh, sí! Hace veinte años que le conozco. Yo confío en él. Pero mi confianza no sirve para ti. Es tu botella de aire, no la mía.
—Entonces, también yo confío en el profesor, Mannie —dijo Wyoh, sonriendo.
Regresé al teléfono.
—Profesor, ¿anda usted escabulléndose?
El profesor dejó oír una risita.
—La palabreja no parece muy correcta, desde el punto de vista gramatical, pero es exactamente lo que estoy haciendo.
—¿Conoce usted un agujero llamado Gran Hotel Raffles? Habitación L, dos pisos debajo del vestíbulo. ¿Puede llegar aquí sin que le sigan, ha desayunado usted, qué le gustaría para desayunar?
Otra risita.
—Manuel, un alumno puede hacer que un maestro tenga la impresión de que no ha desperdiciado los años que dedicó a la enseñanza… Conozco ese lugar, llegaré ahí sin que me siga nadie, no he desayunado, y comeré lo que me pongan delante.
Colgué el receptor y me volví a Wyoh.
—¿Qué quieres para desayunar?
—Chai y tostadas. Un zumo sería estupendo.
—No es suficiente.
—Bueno… un huevo duro. Pero yo pagaré el desayuno.
—Dos huevos duros, tostadas con mantequilla y jamón, y un zumo.
Me acerqué al autoservicio, pedí el menú y vi algo llamado LA FELIZ RESACA - RACIONES ABUNDANTES —zumo de tomate, huevos revueltos, jamón, patatas fritas, pastelillos de hojaldre con miel, tostadas, mantequilla, leche, té o café 4,50 dólares HKL para dos—. Pedí para dos, para no pregonar la presencia de una tercera persona.
Estábamos limpios y brillantes, la habitación ordenada y preparada para el desayuno, y Wyoh había cambiado sus prendas negras por el vestido rojo «porque iba a llegar un invitado», cuando el montacargas subió la comida. El cambio de vestido había provocado comentarios. Wyoh posó como una modelo, sonrió y dijo:
—Mannie, este vestido me gusta mucho. ¿Cómo supiste que me sentaría tan bien?
—Soy un genio.
—Creo que podrías serlo. ¿Cuánto te costó? Debo pagártelo.
—Lo siento, pero he cerrado mi oficina de cobros.
—¡Manuel O’Kelly! —exclamó Wyoh—. Si crees que voy a aceptar un vestido caro de un hombre con el que ni siquiera he cohabitado…
—Eso tiene fácil arreglo.
—¡Libertino! ¡Se lo contaré a tus esposas!
—Hazlo. Mum siempre piensa lo peor de mí.
Me acerqué al montacargas y empecé a sacar los platos. En aquel preciso instante llamaron a la puerta.
—¿Quién es? —inquirí.
—Un mensaje para Gospodin Smith —respondió una voz cascada—. Gospodin Bernard O. Smith.
Descorrí el cerrojo para que entrara el Profesor Bernardo de la Paz. Su aspecto era deplorable: las ropas sucias y los cabellos en desorden, paralizado de un costado y con una mano torcida, con una película de catarata en un ojo… Un ejemplar perfecto de los viejos vagabundos que duermen en la Bottom Alley y mendigan un trago en las tabernas baratas.
Eché de nuevo el cerrojo. El profesor se irguió, recobrando su apostura normal. Miró a Wyoh de arriba a abajo y silbó:
—¡Más encantadora aún de lo que la recordaba! —dijo. Wyoming sonrió.
—Gracias, profesor. Pero no se moleste en piropearme. Aquí no hay más que camaradas.
—Señorita, el día que deje que la política se interfiera en mi apreciación de la política, ese día me retiraré de la política. Pero es usted tan guapa…
Miró a su alrededor, fijando su mirada de un modo especial en la cama.
Dije:
—Profesor, deje de buscar pruebas, viejo verde. Anoche tratamos de política, y sólo de política.
—¡No es cierto! —exclamó Wyoh—. Luché durante horas enteras. Pero él era demasiado fuerte para mí. Profesor, ¿cuál es el castigo previsto por la disciplina del partido en tales casos? ¿Aquí, en Luna City?
El profesor hizo chasquear su lengua contra sus dientes al tiempo que movía la cabeza a uno y otro lado.
—Manuel, estoy asombrado. Es un asunto grave, querida… normalmente, supone la eliminación. Pero tiene que ser investigado. ¿Vino usted aquí por su voluntad?
—No. Él me arrastró.
—Bien. ¿Puede mostrar algún rasguño, algún hematoma?
Dije:
—Los huevos se están enfriando. ¿No podemos eliminarme después de desayunar?
—Una idea excelente —convino el profesor—. Manuel, ¿podrías desprenderte de un litro de agua para que tu anciano maestro se lave un poco?
—Ahí está el cuarto de baño; puede usar toda el agua que necesite; no hay restricción.
—Gracias, muchacho.
Mientras el profesor se aseaba, Wyoh y yo arreglamos la mesa.
—Rasguños, hematomas —dije—. Has luchado toda la noche…
—Te lo merecías. Me has ofendido.
—¿Cómo?
—Al no intentar ofenderme. Después de arrastrarme hasta aquí.
—Hum… Tendré que pedirle a Mike que analice eso.
—Michelle lo comprendería, ¿puedo cambiar de opinión y comer un poco de ese jamón?
—La mitad es tuyo. El profesor es semivegetariano.
El profesor salió del cuarto de baño y, aunque su aspecto no era tan brillante como de costumbre, iba limpio, bien peinado, y la catarata postiza había desaparecido de su ojo.
—Profesor, ¿cómo lo consigue? —le pregunté.
—Cuestión de práctica, Manuel; llevo en este negocio mucho más tiempo que vosotros, los jóvenes. En una sola ocasión, hace muchos años, en Lima —una ciudad encantadora—, me aventuré a salir a la calle sin tomar precauciones… y me costó el ser transportado. ¡Qué hermoso aspecto tiene esta mesa!
—Siéntese a mi lado, profesor —invitó Wyoh—. No quiero sentarme junto a él. ¡Violador!
—Mira —dije—, primero comeremos, y luego podemos eliminarme. Profesor, llene su plato y cuénteme lo que ocurrió anoche.
—¿Puedo sugerir un cambio en el programa? Manuel, la vida de un conspirador no es fácil, y antes de que tú nacieras aprendí a no mezclar el forraje con la política. Trastorna las enzimas gástricas y conduce a la úlcera de estómago, la enfermedad ocupacional de los que actúan en la clandestinidad. ¡Hum! Ese pescado huele muy bien.
—¿Pescado?
—Ese salmón color rosa —respondió el profesor, señalando el jamón.
Tras un largo y agradable espacio de tiempo alcanzamos la fase café/té. El profesor se retrepó en su asiento, suspiró y dijo:
—Bolshoyeh spasebau, Gospazha ee Gospodin. No recuerdo la última vez que me sentí tan en paz con el mundo. ¡Ah, sí! Anoche… No presencié la mayor parte del espectáculo debido a que, mientras vosotros dos llevabais a cabo una admirable retirada, yo procuraba ocultar mi humilde persona. Cuando me aventuré a asomar la cabeza, la fiesta había terminado, la mayoría de los participantes se habían marchado y todos los chaquetas amarillas estaban muertos.
(Nota: Debo rectificar esto; me enteré mucho más tarde. Cuando se inició el jaleo, mientras yo trataba de sacar a Wyoh a través de la puerta, el profesor esgrimió un arma corta y, disparando por encima de las cabezas, liquidó a los tres guardias de la puerta principal trasera, incluyendo al que manejaba el altavoz. Ignoro cómo logró introducir el arma en La Roca, y librarse de ella más tarde. Pero los disparos del profesor coincidieron con la entrada en acción de Shorty volcando mesas; ni un solo chaqueta amarilla salió vivo. Varias personas sufrieron quemaduras y cuatro murieron… pero cuchillos, manos y pies terminaron la tarea en pocos segundos).
—Tal vez debería decir «todos menos uno» —continuó el profesor—. En la puerta a través de la cual os marchasteis, dos cosacos habían sido aquietados por nuestro bravo camarada Shorty Mkrum… y lamento decir que Shorty estaba tendido junto a ellos, moribundo…
—Lo sabemos.
—Bien. Dulce et decorum. Uno de los guardias de aquella puerta tenía la cara estropeada, pero aún se movía; di a su cuello un tratamiento que en los círculos profesionales de Earthside es conocido como «la llave Estambul». Fue a reunirse con sus compañeros. Por entonces, la mayoría de los vivos se habían marchado. Sólo quedábamos el presidente de la reunión, Finn Nielsen, una camarada conocida como «Mom», que es el nombre que le da su marido, y yo. Consulté con el camarada Finn y cerramos todas las puertas. Teníamos que realizar un trabajo de limpieza. ¿Conocéis la disposición del local?
—Yo no —dije. Wyoh sacudió la cabeza.
—Hay una cocina y una despensa, utilizadas para banquetes. Sospecho que Mom y su familia regentan una carnicería, ya que descuartizaron los cadáveres más aprisa de lo que Finn y yo se los llevábamos, y arrojaron las porciones a la cloaca de la ciudad. El espectáculo no tenía nada de agradable, y confieso que estuve a punto de desmayarme. Lo más difícil fue deshacerse de la ropa, especialmente de aquellos uniformes casi militares.
—¿Qué hicieron ustedes con aquellos fusiles láser?
El profesor me miró con ojos inocentes.
—¿Fusiles? Querido, debieron desaparecer. Despojamos a nuestros camaradas muertos de todos los objetos de uso personal, para devolverlos a sus parientes, para identificarlos y para conservarlos como recuerdo. Eventualmente lo dejamos todo limpio; no fue un trabajo capaz de engañar a la Interpol, desde luego, pero sí suficiente como para hacer desaparecer los rastros más visibles de la refriega. Luego conferenciamos, y estuvimos de acuerdo en que no nos convenía dejarnos ver demasiado pronto. Salimos de allí uno a uno; yo lo hice por una trampilla situada encima del escenario que conducía al nivel seis. Desde entonces traté de establecer comunicación contigo, Manuel, preocupado por su seguridad y por la de esta querida señorita —el profesor se inclinó ante Wyoh—. Esto completa la historia. Pasé la noche en lugares tranquilos.
—Profesor —dije—, esos guardias eran unos novatos, pues de no ser así no hubiésemos ganado.
—Es posible —admitió—. Pero, de no haberlo sido, el desenlace hubiera sido el mismo.
—¿De veras? Ellos estaban armados.
—Muchacho, ¿has visto alguna vez un perro boxer? Supongo que no: en Luna no hay perros de ese tamaño. El boxer es el resultado de una selección especial. Cariñoso e inteligente, cuando la ocasión lo requiere se convierte en un implacable asesino.
»Aquí se ha criado un ser todavía más singular. No conozco ninguna ciudad de Tierra con un nivel tan elevado de buenos modales y de consideración hacia el prójimo como aquí en Luna. En comparación, las ciudades terrestres —y he visitado las más importantes— parecen bárbaras. Sin embargo, el lunático es tan implacable como el perro boxer. Nueve guardias, por muy armados que estuvieran, no tenían ninguna posibilidad contra aquel grupo. Nuestro amo cometió un error de apreciación.
—Hum… ¿Ha visto algún periódico de la mañana, profesor? ¿O un programa de video?
—Lo último, sí.
—Anoche, en el noticiario, no dijeron nada.
—Ni esta mañana.
—Es muy raro —dije.
—¿Qué tiene de raro? —intervino Wyoh—. Nosotros no hablamos… y tenemos camaradas en puestos clave en todos los periódicos de Luna.
El profesor sacudió la cabeza.
—No, querida. La cosa no es tan sencilla. Censura. ¿Sabe cómo se imprimen nuestros periódicos?
—No exactamente. Supongo que por medio de máquinas.
—Eso es lo que el profesor quiere decir —expliqué—. Las noticias son mecanografiadas en la oficina del periódico. Desde allí pasan al servicio arrendado en el Complejo de la Autoridad, dirigido por una computadora jefe —confiaba en que Wyoming se diera cuenta de que había dicho «computadora jefe» en vez de «Mike»—, que imprime los ejemplares vía circuito telefónico. Y lo que el profesor quiere decir es que el Alcaide puede intervenir en las operaciones del Complejo de la Autoridad. Y en todos los servicios de noticias desde y hacia Luna… que son canalizadas a través del computador.
—Exactamente —dijo el profesor—. El Alcaide puede haber suprimido la noticia. Y puede insertar también cualquier noticia, por muchos camaradas que tengamos en las oficinas de los periódicos.
—Desde luego —asentí—. En el Complejo puede ser añadida, cortada o cambiada.
—Y esa, señorita, es la debilidad de nuestra Causa. Las comunicaciones. Esos asesinos a sueldo no son importantes… Lo fundamental es que sea el Alcaide, y no nosotros, quien decide si una noticia debe ser difundida. Para un revolucionario, las comunicaciones son un sine qua non.
Wyoh me miró y vi que sus ojos chispeaban. De modo que cambié de tema.
—Profesor, ¿por qué se desembarazaron de los cadáveres? El trabajo, además de horrible, fue peligroso. No sé cuantos guardias tiene el Alcaide, pero podían presentarse más mientras lo estaban haciendo.
—Lo temíamos, muchacho, puedes creerlo. Pero aunque yo estaba casi inútil, fue idea mía y tuve que convencer a los demás. ¡Oh! No fue una idea original, sino el recuerdo de cosas pasadas, un principio histórico.
—¿Qué principio?
—¡El Terror! Un hombre puede enfrentarse a un peligro conocido. Pero desconocido le asusta. Utilizamos aquellos esbirros para aterrorizar a sus compañeros. Ignoro cuántos efectivos tiene el Alcaide, pero te garantizo que hoy son menos eficaces. Sus compañeros salieron en cumplimiento de una misión fácil. Y ninguno regresó.
Wyoh se estremeció.
—También a mí me asusta. No creo que les queden ganas de volver a entrar en un local. Pero, profesor, dice usted que no sabe cuántos guardianes tiene el Alcaide. La Organización lo sabe. Veintisiete. Si murieron nueve, sólo quedan dieciocho. Tal vez sea el momento para un putsch. ¿No?
—No —contesté.
—¿Por qué no, Mannie? Nunca serán más débiles.
—No lo bastante débiles. Murieron nueve porque entraron imprudentemente en el lugar en el que estábamos nosotros. Pero si el Alcaide se queda en casa con los guardias que le quedan… —Me volví hacia el profesor—. Sin embargo, me interesa el hecho (caso de que sea cierto) de que el Alcaide sólo tiene dieciocho guardias. Dijo usted que Wyoh no debía ir a Hong Kong ni yo a mi casa. Pero si sólo dispone de dieciocho guardias, no veo que exista mucho peligro. Más tarde recibirá refuerzos… pero ahora, bueno, Luna City tiene cuatro salidas principales, y otras más pequeñas. ¿Cuántas pueden vigilar? ¿Qué es lo que impide que Wyoh vaya al Tubo Oeste, recoja su traje-p y se marche a casa?
—Podría hacerlo —admitió el profesor.
—Creo que debería hacerlo —dijo Wyoh—. No puedo quedarme aquí para siempre. Si tengo que ocultarme, puedo hacerlo mejor en Hong Kong, donde conozco a la gente.
—Podría conseguirlo, querida. Pero yo lo dudo. Anoche había dos chaquetas amarillas en la Estación Oeste del Tubo; yo los vi. Es posible que ahora no estén allí. Vamos a suponer que no están. Llega usted a la estación… disfrazada, quizá. Recoge su traje-p y toma una cápsula hacia Beluthihatchie. Y cuando se apea para tomar el bus hasta Endsville, la detienen. Comunicaciones. No necesitan apostar un chaqueta amarilla en la estación; basta con que alguien le vea allí. Una llamada telefónica lo arregla todo.
—Pero se supone que yo iba disfrazada.
—No puede usted disimular su estatura, y su traje-p sería vigilado por alguien de quien no pudiera sospecharse que estaba relacionado con el Alcaide. Probablemente un camarada. —El profesor suspiró—. Lo malo de las conspiraciones es que se pudren por dentro. Cuando el número de conspirados es mayor de cuatro, lo más probable es que uno de ellos sea un espía.
Wyoh murmuró:
—Pinta usted las cosas como imposibles.
—En absoluto, querida. Puede haber una posibilidad entre mil quizá.
—¡No puedo creerlo! ¡No lo creo! En los años que llevo de actividad, hemos conquistado centenares de partidarios. Tenemos organizaciones en todas las ciudades importantes. El pueblo está con nosotros.
El profesor sacudió la cabeza.
—Cada nuevo miembro aumenta las posibilidades de ser traicionado. Las revoluciones no se ganan alistando a las masas, mi querida Wyoming. La revolución es una ciencia que sólo unos cuantos están en condiciones de practicar. Depende de una organización correcta y, por encima de todo, de las comunicaciones. Luego, en el adecuado momento histórico, hay que actuar. Correctamente organizado y dado a su debido tiempo, es un golpe incruento. Aplicado con torpeza o prematuramente, el resultado es una guerra civil, violencias de la multitud, purgas y terror. Espero que me perdone si le digo que, hasta ahora, las cosas se han hecho con torpeza.
Wyoh pareció desconcertada.
—¿Qué entiende usted por «organización correcta»? —inquirió.
—Organización funcional. ¿Cómo se diseña un motor eléctrico? ¿Se pega una bañera a él, simplemente porque hay una a mano? ¿Serviría de algo un ramo de flores? ¿O un montón de piedras? No, se utilizan únicamente los elementos necesarios para su finalidad… y se incorporan factores de seguridad. La función controla el diseño.
»Lo mismo ocurre con la revolución. La organización no debe ser más amplia de lo necesario: nunca hay que reclutar a alguien simplemente porque desea ingresar. No hay que tratar de persuadir por el placer de tener a otro que comparta nuestros puntos de vista. Los compartirá cuando llegue el momento… o nos habremos equivocado al juzgar el momento histórico. ¡Oh! Tiene que existir una organización educativa, pero debe ser independiente; la agitprop no forma parte de la estructura básica.
»Una revolución empieza como una conspiración; en consecuencia, la estructura es pequeña, secreta y organizada de modo que una traición le cause el menor daño posible… dado que siempre se producen traiciones. Una solución es el sistema de células, y hasta ahora no se ha inventado nada mejor.
»Se ha teorizado mucho acerca del tamaño óptimo de una célula. Yo creo que la historia demuestra que lo mejor es una célula de tres: más de tres no se ponen de acuerdo sobre cuándo hay que cenar, y mucho menos sobre cuándo hay que actuar. Manuel, tú perteneces a una familia numerosa; ¿tienes voto en la cuestión de cuándo hay que cenar?
—¡Bog, no! Lo decide Mum.
—¡Ah! —El profesor sacó un cuaderno de su bolsillo y empezó a dibujar—. Aquí hay un árbol de células de tres. Si yo planeara apoderarme de Luna, empezaría con nosotros tres. Uno sería optado como presidente. No votaríamos; la elección sería obvia… o no seríamos los tres adecuados. Nosotros conoceríamos a las nueve personas siguientes, tres células… pero cada una de las células sólo conocería a uno de nosotros.
—Parece el diagrama de una computadora: una lógica ternaria.
—¿De veras? Al nivel siguiente, hay dos maneras de enlazar: este camarada, del segundo nivel, conoce a su jefe de célula, a sus dos compañeros de célula, y al tercer nivel conoce a los tres de su subcélula. ¿A cuántos puede traicionar?
—A seis —contesté—. No puede estar más claro: a su jefe, a sus dos compañeros de célula y a los tres de la subcélula.
—Siete —rectificó el profesor—. Se traiciona a sí mismo, también. Lo cual nos deja con siete enlaces rotos a tres niveles que hay que reparar. ¿Cómo?
—No veo cómo puede hacerse —objetó Wyoh—. Lo ha hecho usted todo pedazos.
—¿Manuel? Un ejercicio para el estudiante.
—Bueno… los miembros de las células tienen que disponer de un medio para enviar mensajes a tres niveles. No tienen que saber a quién, sino a dónde.
—¡Exactamente!
—Pero hay una solución mejor —añadí.
—¿De veras? Muchos teóricos revolucionarios se han ocupado de esta materia, Manuel. Tengo tanta confianza en ellos, que te apuesto diez contra uno a que tu solución no es mejor.
—Creo que le dejaría sin dinero, profesor… Tomemos las mismas células y desplegémoslas en pirámide abierta de tetraedros. Donde coinciden los vértices cada camarada conoce a uno de la célula contigua: sabe cómo enviarle un mensaje, es lo único que necesita. Las comunicaciones nunca se interrumpen, porque circulan lateralmente, así como hacía arriba y hacia abajo. Es algo parecido a una red nerviosa. Por eso puede usted abrir un agujero en la cabeza de un hombre, extraerle un trozo de cerebro y no perjudicar demasiado su capacidad de pensar. Pierde lo que se ha destruido, pero sigue funcionando.
—Manuel —dijo el profesor, en tono dubitativo—. ¿Podrías dibujarlo? Suena bien… pero es tan contrario a la doctrina ortodoxa que necesito verlo.
—Bueno… podría hacerlo mejor con una máquina de dibujar estereoscópica. Lo intentaré. —(Si alguien cree que resulta fácil dibujar ciento veintiún tetraedros en una pirámide abierta de cinco niveles, mostrando con la claridad suficiente las relaciones entre ellos, le invito a que lo intente).
Cuando terminé el dibujo, con las flechas señalando la dirección de las comunicaciones en los distintos niveles —cada uno de los cuales estaba señalado con una letra del alfabeto: A = primer nivel, B = segundo nivel, etc.—, el Profesor lo examinó con tanta atención y durante tanto tiempo, que por un instante llegué a creer que estaba mirando «sin ver», abstraído en otros pensamientos.
—¿Alguna pega? —pregunté finalmente—. Tiene que funcionar; no olvide que soy técnico en computadoras.
—Manuel… Discúlpame: Señor O’Kelly… ¿dirigirá usted esta revolución?
—¿Yo? ¡Gran Bog, nyet! No soy un mártir de causas perdidas. Sólo hablaba de circuitos.
Wyoh alzó la mirada.
—Mannie —dijo sobriamente—, has sido optado. Está decidido.