Capítulo: 3

Wyoh estaba a medio camino de la rampa que ascendía al nivel seis cuando la alcancé. No refrenó su carrera y tuve que agarrar la manecilla de la puerta para entrar en la compuerta de presión con ella. Allí la detuve, quité la gorra roja de sus rizos y me la guardé en el bolsillo.

—Así está mejor —dije—. Yo había perdido la mía.

Ella pareció desconcertada. Pero respondió:

—Sí, desde luego.

—Antes de abrir la puerta —dije—, ¿corrías hacia algún lugar concreto?

—No. Creo que perdí la cabeza. Debimos esperar a Shorty.

—Shorty ha muerto.

Sus ojos se abrieron desmesuradamente, pero no dijo nada. Continué:

—¿Dónde te alojas?

—Me reservaron habitación en un hotel: el Gostaneetsa Ukraina. Pero no sé dónde está. Llegué aquí demasiado tarde para buscarlo.

—Hum… Ese es un lugar al que no debes ir. Wyoming, no sé qué va a pasar. Hacía meses que no veía a ningún guardia del Alcaide en Luna City… y nunca había visto a ninguno de ellos que no escoltara a un personaje. Podría llevarte a casa conmigo… pero es posible que me busquen a mí también. De todos modos, debemos salir de los pasillos públicos.

Alguien golpeó la puerta del lado del nivel seis y un menudo rostro atisbó a través del tragaluz de cristal.

—No podemos estar aquí —dije, abriendo la puerta.

Era una muchacha que apenas me llegaba a la cintura. Nos miró burlonamente y dijo:

—Vayan a besarse a otra parte. Están bloqueando el tráfico.

Se deslizó entre nosotros mientras yo abría la segunda puerta para ella.

—Será mejor que sigamos su consejo —dije—. Sugiero que me cojas del brazo y trates de simular que soy el hombre con el que deseas estar. Pasearemos. Lentamente.

Así lo hicimos. En el pasillo lateral había poco tránsito, aparte de los inevitables chiquillos. Pero si los guardias del Alcaide trataban de seguir nuestro rastro al estilo de la policía de Earthside, más de una docena de chiquillos podrían decirles qué camino había seguido la rubia alta…

Un muchacho casi bastante crecido como para apreciar los encantos de Wyoming se paró delante de nosotros y silbó con admiración. Wyoming sonrió y le apartó a un lado.

—Este es nuestro problema —le susurré al oído—. Llamas demasiado la atención. Deberíamos ocultarnos en un hotel. Hay uno en el pasillo lateral contiguo. No es gran cosa, casi todo son habitaciones para pasar el rato. Pero están aisladas.

—No estoy de humor para pasar el rato.

—¡Wyoh, por favor! No te he pedido eso. Podemos tomar habitaciones separadas.

—Lo siento. ¿Podrías encontrarme un W. C.? ¿Y hay alguna droguería cerca de aquí?

—¿Molestias?

—No es lo que piensas. Un W. C. para ocultarme momentáneamente, puesto que llamo la atención, y una droguería para comprar cosméticos. Maquillaje corporal. Y para mis cabellos también.

Lo primero fue fácil, había uno a mano. Cuando Wyoming se hubo encerrado en él, fui en busca de una droguería, pregunté cuánto maquillaje corporal se necesitaba para cubrir a una joven de un metro cincuenta y cinco de estatura y cuarenta y ocho kilos de peso. Compré aquella cantidad de sepia, fui a otra tienda y compré la misma cantidad. Luego compré tinte negro para el pelo en una tercera tienda… y un vestido rojo.

Wyoming llevaba shorts y pullover negros… prácticos para viajar y eficaces en una rubia. Pero yo he estado casado toda la vida y tengo alguna idea de lo que llevan las mujeres, y nunca había visto a una mujer con la piel color sepia oscuro vestida de negro. Además, en Luna City las mujeres elegantes volvían a llevar falda. Aquel vestido era una falda con peto, y su precio me convenció de que tenía que ser elegante. Calculé la talla a bulto, pero el material era flexible.

Tropecé con tres personas conocidas, pero nadie hizo ningún comentario fuera de lo corriente. Nadie parecía excitado, la vida discurría normalmente; resultaba difícil creer que hacía tan sólo unos minutos se había producido una algarada en el nivel inferior y a unos centenares de metros al norte. Aparté la idea de mi mente. Más tarde pensaría en ello; ahora, lo que menos me convenía era excitarme.

Llamé a la puerta del W. C. y le entregué a Wye lo que había comprado. Luego entré en una taberna y permanecí allí durante media hora y medio litro, contemplando el video. Nada anormal, nada de «interrumpimos nuestra emisión para facilitar un boletín especial». Regresé al W. C., llamé a la puerta y esperé.

Wyoming salió… y no la reconocí. Ahora era más morena que yo. Su boca era de color rojo oscuro y más grande. Se había teñido el pelo de negro, recogiéndolo en una especie de moño para disimular sus rizos. No parecía africana… pero tampoco europea. Más bien mestiza, y en consecuencia más lunática.

El vestido rojo era demasiado estrecho. Se pegaba a sus caderas como una capa de esmalte. No llevaba zapatos; descalza, resultaba menos alta.

Tenía muy buen aspecto. Mejor aún, no se parecía en nada a la agitadora que había arengado a la multitud.

Se paró, con una ancha sonrisa en el rostro y el cuerpo ondulante, mientras yo me reponía de la sorpresa. Luego se acercó a mí y me cogió del brazo.

—¿Qué tal? —inquirió—. ¿He quedado bien?

—¡Guapísima! Y completamente cambiada: no te hubiera reconocido.

—De eso se trataba, ¿no? Bien, vamos a ese hotel de que me has hablado.

Nos dirigimos hacia allí y alquilamos una habitación. Wyoming empezó a hacerme arrumacos para disimular, pero no necesitaba haberse molestado: la encargada de noche no levantó los ojos de su labor, ni se ofreció a acompañarnos. Una vez dentro, Wyoming echó el cerrojo.

—¡Es muy bonita! —exclamó.

Podía serlo, por treinta y dos dólares de Hong Kong. Supongo que Wye esperaba encontrar un cuchitril, pero yo no la hubiese llevado a un lugar de ínfima categoría, ni siquiera para ocultarla. Era una habitación muy cómoda, con baño y ninguna restricción de agua. Y teléfono.

Wyoming empezó a abrir su bolso.

—He visto lo que has pagado. Vamos a arreglar eso…

Me acerqué a ella y cerré su bolso.

—Ya está todo arreglado —dije.

—¿Cómo? ¡Oh, no! Has alquilado esta habitación por mí, y es justo que yo…

—No hablemos más del asunto.

—Bueno, la pagaremos a medias, al menos.

—Ni hablar. Wyoh, estás muy lejos de tu casa. Y el dinero que tienes te hará falta.

—¡Manuel O’Kelly, si no dejas que pague mi parte, me marcho de aquí ahora mismo!

Me incliné.

Dosvedanyuh, Gospazha, ee sp’coynoynochi. Espero que volveremos a vernos.

Me dirigí hacia la puerta.

Wyoming pateó el suelo y cerró salvajemente el bolso.

—¡Está bien, me quedo!

—Bienvenida a casa.

—No creas que no te lo agradezco… Lo que pasa es que no estoy acostumbrada a aceptar favores. Soy una Mujer Libre.

—Felicidades. Supongo.

—No seas sarcástico… Tú eres un hombre serio y me alegro de que estés de nuestra parte.

—Yo no diría tanto.

—¿Qué?

—Tranquilízate. No estoy de parte del Alcaide. Y no hablaré… No quiero que Shorty, Bog haya acogido en su seno su generosa alma, me acose. Pero vuestro programa no es práctico.

—No lo has comprendido, Mannie. Mira, si todos nosotros…

—Frena, Wye; no es el momento de hablar de política. Estoy cansado y hambriento. ¿Cuánto hace que no has comido?

—¡Oh! —Súbitamente, Wyoh pareció pequeña, joven y cansada—. No lo sé. Durante el viaje, supongo. Raciones frías.

—¿Qué te parecería un filete de Kansas City, con patatas cocidas, salsa Tycho, ensalada, café… y un trago para abrir boca?

—¡Celestial!

—A mí también. Pero estaremos de suerte, a esta hora y en este agujero, si conseguimos una sopa de algas y hamburguesas. ¿Qué quieres beber?

—Cualquier cosa. Etanol.

—De acuerdo.

Conecté el autoservicio y pedí:

—El menú, por favor.

Cuando apareció en la pantalla encargué chuletas con guarnición de verduras, manzanas asadas, medio litro de vodka y hielo.

—¿Me da tiempo a tomar un baño? —inquirió Wyoming—. ¿Te importa?

—Adelante, Wye. Olerás mejor.

—Si hubieras llevado doce horas seguidas, como yo, un traje-p, tú también olerías a demonios…

—¿No se disolverá el maquillaje si te bañas? —pregunté—. Puedes necesitarlo cuando te marches… si es que te marchas, y a donde quiera que vayas.

—Desde luego que sí. Pero compraste tres veces más sepia de la que necesitaba. Lo siento, Mannie; cuando hago un viaje político siempre llevo maquillaje, por lo que pueda pasar. Como esta noche, aunque esta noche ha sido peor. Pero preparé el viaje con mucha precipitación, y olvidé una cápsula y estuve a punto de perder el autobús.

—Entonces, a frotar se ha dicho.

—Sí, mi capitán. ¡Ah! No necesito ayuda para frotarme la espalda… pero dejaré la puerta abierta para que podamos hablar. Sólo para sentirme acompañada, sin que ello implique una invitación.

—No te preocupes por mí. No eres la primera mujer que veo.

—Estoy segura de ello —dijo Wyoming, riendo. Luego entró en el cuarto de baño y abrió el grifo—. Mannie, ¿te gustaría bañarte primero tú? El agua de segunda mano es bastante buena para este maquillaje y este mal olor del que te has quejado.

—No hay restricción de agua, querida. Puedes gastar la que te haga falta.

—¡Oh, qué lujo! En casa uso la misma agua del baño tres días seguidos. —Silbó suavemente, feliz—. ¿Eres rico, Mannie?

—Ni rico, ni indigente.

El montacargas del autoservicio chirrió. Recogí el vodka y el hielo, preparé dos vasos y le entregué a Wyoming el suyo, sin asomarme. Luego me senté.

¡Pawlnoi Zheezni! —brindé.

—Larga vida también para ti, Mannie. Esta es la medicina que necesitaba. —Tras una pausa para tomar la medicina, continuó—: ¿Estás casado, Mannie?

Da. ¿No se me nota?

—Mucho. Sabes ser amable con una mujer, pero no la acosas con tu deseo y te muestras independiente. De modo que estás casado desde hace tiempo. ¿Hijos?

—Diecisiete divididos por cuatro.

—¿Matrimonio de clan?

—Linear. Fui optado a los catorce años y soy el quinto de nueve. De modo que lo de diecisiete hijos es nominal. Familia numerosa.

—Debe ser muy agradable. He visto pocas familias lineares, ya que en Hong Kong no hay muchas. Abundan los clanes, los grupos y las poliandrias, pero el sistema linear no ha llegado a arraigar.

—Es muy agradable. Nuestro matrimonio tiene casi cien años de antigüedad. Se remonta a Jackson City y a los primeros transportados: veintiún enlaces, nueve de los cuales perduran, y ni un solo divorcio. ¡Oh! Es una casa de locos cuando se reúne toda la parentela para celebrar un cumpleaños o una boda… En los matrimonios lineares rara vez se producen divorcios, ya que en ellos no existe ningún tipo de presión. Mírame a mí: nadie me llama al orden si paso una semana fuera de casa y no telefoneo. Y a mi regreso me reciben cordialmente. ¿Qué más puedo desear?

—Nada, supongo. ¿Hay algún plazo para las opciones?

—Ninguno. Optamos a alguien cuando nos parece oportuno.

El montacargas del autoservicio chirrió de nuevo. Recogí lo que había encargado y pagué la cuenta. Empecé a preparar la mesa.

—¿Te falta mucho? —inquirí.

—Ya he terminado, si no te importa que no me arregle la cara —respondió Wyoming.

—Tú estás guapa de todos modos —dije.

Wye salió rápidamente, de nuevo rubia, con los cabellos húmedos. No iba de negro; se había puesto el vestido que yo le había comprado. El rojo le sentaba muy bien. Olfateó la comida.

—¡Oh, muchacho! Mannie, ¿querría tu familia aceptarme como esposa? Eres un proveedor maravilloso.

—Puedo preguntárselo. La aceptación tiene que ser unánime.

—No te busques problemas. —Se sentó, empuñó el tenedor y el cuchillo y empezó a comer. Un millar de calorías más tarde, dijo—: Te hablé de que era una Mujer Libre. Pero no siempre lo fui, ¿sabes?

Esperé. Las mujeres hablan cuando quieren hacerlo. O no lo hacen.

—Cuando tenía quince años me casé con dos hermanos gemelos que me doblaban la edad y fui terriblemente feliz.

Terminó con lo que quedaba en su plato y luego pareció cambiar de tema.

—Mannie, bromeaba al decir que deseaba casarme con tu familia. Estás a salvo de mí. Si volviera a casarme (cosa improbable, aunque no soy contraria a ello), sería con un solo hombre, al estilo terráqueo. ¡Oh! No quiero decir que le mantendría sujeto. Creo que no importa dónde almuerce un hombre, con tal de que venga a cenar a casa. Trataría de hacerle feliz.

—¿Los gemelos no dieron resultado?

—Ocurrió algo inesperado. Verás, quedé embarazada y todos estábamos muy contentos… pero di a luz un monstruo y tuvo que ser eliminado. Fueron muy buenos conmigo, pero yo sé leer entre líneas. De modo que pedí el divorcio, me hice esterilizar, me trasladé de Novylen a Hong Kong y empecé de nuevo como Mujer Libre.

—¿No fue una medida demasiado drástica? La causa, en la mayoría de los casos, se encuentra en el progenitor masculino; los hombres están más expuestos que las mujeres a ese tipo de anomalías.

—En mi caso, no. Lo consulté con el mejor especialista en genética de Novy Leningrad: uno de los mejores de la Sovunion antes de que le transportaran. Verás, mi padre fue transportado cuando yo tenía cinco años, y mi madre decidió acompañarle, llevándome con ella. Había una tormenta solar, pero el piloto creyó que podría remontarla… o no le importaba: era un cyborg. Aterrizamos en plena tormenta… y, Mannie, esa es una de las cosas que me han empujado a la política: la nave permaneció cuatro horas bajo la tormenta antes de que nos permitieran desembarcar. Trámites burocráticos, cuarentena, quizá; yo era demasiado joven para saberlo. Pero no fui demasiado joven para saber que había dado a luz un monstruo debido a que a la Autoridad le tiene sin cuidado lo que pueda ocurrirles a los transportados.

—No pretendo discutir; a la Autoridad le tiene sin cuidado la suerte de los transportados. Pero tu decisión sigue pareciéndome precipitada. Si la radiación te causó algún daño… bueno, no soy especialista en genética, pero entiendo algo de radiación. Tuviste un óvulo dañado. Lo cual no significa necesariamente que el óvulo siguiente estuviera también dañado. Estadísticamente, las probabilidades son mínimas.

—Lo sé.

—Hum… ¿Qué tipo de esterilización te aplicaron? ¿Radical? ¿O anticonceptiva?

—Anticonceptiva. Mis conductos podrían ser abiertos. Pero, Mannie, una mujer que ha dado a luz un monstruo no se arriesga otra vez… —Tocó mi prótesis—. Tú tienes eso. ¿No te hace ocho veces más cuidadoso en no arriesgar este? —tocó mi brazo derecho—. Eso es lo que yo siento.

No le dije que mi brazo izquierdo era más versátil que el derecho; ella tenía razón: no deseaba arriesgar mi brazo derecho. Lo necesitaba, aunque sólo fuera para acariciar a una mujer.

—De todos modos, sigo creyendo que podrías tener bebés sanos.

—¡Oh, desde luego! He tenido ocho.

—¿Qué?

—Soy un madre-huésped profesional, Mannie.

Abrí la boca, la cerré. La idea no era una novedad para mí, que leo los periódicos de Earthside. Pero dudaba que algún cirujano hubiese realizado nunca ese tipo de transplante en Luna City, en 2075. En vacas, sí… pero es improbable que las mujeres de L-City estuvieran dispuestas a tener hijos para otras mujeres, por muy bien que se lo pagaran; incluso las feas pueden conseguir de uno a seis maridos. (Rectificación: no hay mujeres feas. Algunas son más guapas que las otras).

Eché una ojeada a la cintura de Wyoming, y levanté rápidamente la mirada. Dijo:

—No fuerces la vista, Mannie; ahora no llevo ninguno. Estoy demasiado ocupada con la política. Pero la de madre-huésped es una buena profesión para una Mujer Libre. Está muy bien pagada. Algunas familias chinas son ricas, y todos mis bebés han sido chinos. Los niños chinos son más pequeños y yo soy una buena jaca; un bebé de dos kilos y medio a tres kilos no es una gran molestia. No estropea mi figura. No les doy el pecho, y ni siquiera los veo. De modo que parezco nulípara y más joven de lo que soy, tal vez.

»Pero ignoraba lo adecuado que sería para mí la primera vez que oí hablar del asunto. Trabajaba en una tienda hindú, ganando lo justo para comer, cuando vi el anuncio en el Hong Kong Gong. Lo que me atrajo fue la idea de tener un bebé, un bebé sano; todavía me duraba el trauma emocional de mi monstruo… y aquello resultó ser exactamente lo que Wyoming necesitaba. Dejé de sentirme fracasada como mujer. Gané más dinero del que podía esperar ganar en otros empleos. Y disponía de casi todo mi tiempo; tener un bebé representa para mí una inactividad de seis semanas como mínimo, y me fijo un plazo tan largo porque quiero corresponder a la confianza de mis clientes; un bebé es una valiosa propiedad. No tardé en dedicarme a la política; me hice notar, y el movimiento clandestino estableció contacto conmigo. Entonces empecé a vivir, Mannie; estudié política, economía e historia, aprendí a hablar en público y resultó que poseía el instinto de la organización. Es un trabajo satisfactorio porque creo en él: sé que Luna será libre. Sólo que… Bueno, sería agradable tener un marido en casa… si a él no le importara el que fuera estéril. Pero no pienso en ello; estoy demasiado ocupada. El oír hablar de tu agradable familia me ha tirado de la lengua, eso es todo. Debo disculparme por haberte aburrido.

¿Cuántas mujeres se disculpan? Pero Wyoh era más hombre que mujer en muchos sentidos, a pesar de los ocho bebés chinos.

—No me has aburrido.

—Espero que no. Mannie, ¿por qué has dicho que nuestro programa no es práctico? Nosotros te necesitamos.

Me sentí súbitamente cansado. ¿Cómo decirle a una mujer encantadora que su sueño más querido es una tontería?

—Hum… No te engañes a ti misma, Wyoh. Les has dicho a esos hombres lo que tienen que hacer. Pero ¿lo harán? Esos dos que tomaron la palabra, por ejemplo. Apuesto cualquier cosa a que lo único que sabe hacer el hombre del hielo es buscar hielo y extraerlo. De modo que continuará extrayendo hielo y vendiéndolo a la Autoridad, porque es lo que sabe hacer. Igual que el cultivador de trigo. Hace años ganó dinero con una cosecha… y se echó la cuerda al cuello. Si deseara ser independiente, habría diversificado los cultivos, pensando en sus propias necesidades, vendiendo lo que le sobraba en el mercado libre y manteniéndose al margen de la catapulta principal. Lo sé: soy agricultor.

—Dijiste que eras técnico en computadoras…

—Lo soy, y eso forma parte del mismo cuadro. No soy un eminente técnico en computadoras, aunque sí el mejor de Luna. No pertenezco al servicio civil, de modo que la Autoridad tiene que contratarme cuando tiene problemas —al precio que fijo yo—, o enviar la computadora averiada a Earthside, lo cual le saldría muchísimo más caro. Y, como nací libre, la Autoridad no puede meterse conmigo. Y si no trabajo —como ocurre la mayor parte del tiempo—, me quedo en casa y como a mi antojo.

»Tenemos una buena granja: nada de una sola cosecha. Gallinas. Un pequeño rebaño de cariblancos, y vacas lecheras. Cerdos. Árboles frutales mutados. Verduras. Un poco de trigo, que molemos nosotros mismos. Elaboramos nuestra propia cerveza y nuestro coñac. Y vendemos lo que nos sobra en el mercado libre. Yo aprendí a perforar extendiendo nuestros túneles. Todo el mundo trabaja, no demasiado duro. Los chicos se encargan de que el ganado haga ejercicio, llevándolo a pasear; además, recogen los huevos y dan de comer a las gallinas. No utilizamos muchas máquinas. Podemos comprar el aire en Luna City: no está lejos de la ciudad y tenemos conectado el túnel de presión. Pero vendemos aire con más frecuencia. Siempre que necesitamos efectivo para pagar alguna factura.

—¿Y el agua? ¿Y la energía?

—No resultan caras. Recogemos algo de energía con pantallas solares en la superficie, y tenemos una pequeña bolsa de hielo. Nuestra granja fue establecida antes del año 2000, cuando Luna City era una cueva natural, y desde entonces no hemos dejado de introducir mejoras: ventajas del matrimonio linear. No muere nunca, y las mejoras se van acumulando.

—Pero, vuestro hielo no durará siempre…

—Bueno, verás… —me rasqué la cabeza y sonreí—. Somos muy cuidadosos; conservamos nuestras aguas residuales, las esterilizamos y volvemos a utilizarlas. Ni una sola gota se va a parar al sistema de la ciudad. Además… no se lo digas al Alcaide, querida, pero cuando Greg me enseñaba a perforar taladramos casualmente un orificio en el principal conducto de agua de Luna City. De modo que a partir de entonces nos limitamos a comprar pequeñas cantidades de agua, para despistar… y con la bolsa de hielo justificamos el hecho de que nuestras compras de agua sean tan reducidas. En cuanto a la energía… bueno, la energía resulta más fácil de robar que el agua. Soy un buen electricista, Wyoming.

—¡Oh, maravilloso! —exclamó Wyoming, dedicándome un prolongado silbido. Parecía entusiasmada—. ¡Todo el mundo debería hacer eso!

—Espero que no; se descubriría en seguida —dije—. Pero, volviendo a tu plan, Wyoh, tienes dos fallos. En primer lugar, nunca obtendrás «solidaridad». Los individuos como Hauser se declaran dispuestos a todo… porque están en una trampa; sácales de ella y no volverán a acordarse de los demás. En segundo lugar, supongamos que la obtienes. Solidaridad. Tan firme, que ni una sola tonelada de grano es entregada a la catapulta principal. Olvidemos el hielo; lo que hace importante a la Autoridad, en lugar de organismo neutral como debería ser, es el grano… Nadie entrega grano. ¿Qué ocurre?

—Que la Autoridad se ve obligada a negociar y a pagar un precio justo, eso es lo que pasa.

—Querida, tus camaradas y tú os escucháis demasiado unos a otros. La Autoridad lo llamaría rebelión, y no tardaríamos en ver en orbita naves de guerra dispuestas a descargar sus bombas sobre Luna City, Hong Kong, Tycho, Churchill y Novylen… Desembarcarían tropas, que se encargarían de incautarse del grano… y los agricultores se romperían el cuello para colaborar. Tierra tiene cañones, energía, bombas y naves, y no permitiría que unos exconvictos le creasen problemas. Y los agitadores como tú —y como yo, que en espíritu estoy contigo— serían eliminados, para escarmiento general. Y los terráqueos dirían que nosotros nos lo habíamos buscado… porque nuestro bando nunca será escuchado. No en Tierra.

Wyoh se mostró obstinada.

—Otras revoluciones han tenido éxito. Lenin sólo contaba con un puñado de partidarios.

—Lenin actuó sobre un vacío de poder. Wye, corrígeme si me equivoco, pero las revoluciones sólo tienen éxito cuando los gobiernos han entrado en una fase de descomposición o han dejado de existir.

—¡No es cierto! La Revolución Americana…

—El Sur perdió, ¿nyet?

—No me refiero a esa, sino a la de un siglo antes. Ellos tuvieron los mismos problemas con Inglaterra que los que tenemos ahora nosotros… ¡y ganaron!

—¡Oh, esa! Inglaterra tenía entonces muchos problemas: Francia, España, Suecia… ¿o era Holanda? Además, Irlanda se estaba rebelando: los O’Kelly andaban metidos en ello. Wyoh, si pudieras provocar disturbios en Tierra… por ejemplo, una guerra entre la Gran China y el Directorio Norteamericano, o entre Pan-África y Europa, diría que es un momento propicio para liquidar al Alcaide y acabar con la Autoridad. Tal como están las cosas, no.

—Eres un pesimista.

—No, realista. Nunca he sido pesimista. Soy demasiado lunático para no apostar si hay alguna posibilidad de ganar. Demuéstrame que hay una posibilidad de ganar contra diez de perder, y me lo jugaré todo. Pero necesito tener esa posibilidad. —Empujé mi silla hacia atrás—. ¿Has comido bien?

—Sí. ¡Bolshoyeh spasebau, tovarich!

—Me alegro. Ahora, siéntate en el sofá y yo me ocuparé de los platos y de la mesa… No, no necesito ayuda; soy el anfitrión.

Desocupé la mesa, envié los platos por el montacargas, puse a un lado el café y el vodka, plegué las sillas, volví la cabeza para hablar…

Wyoming estaba tendida en el sofá, dormida, con la boca abierta y las facciones relajadas. Parecía una niña.

Entré silenciosamente en el cuarto de baño y cerré la puerta. Después de un buen fregoteo me sentí mucho mejor. Creo que no me importará el fin del mundo si me sorprende recién bañado y con ropa limpia.

Cuando salí, Wyoh seguía durmiendo, lo cual planteaba un problema. Había tomado una habitación con dos camas, para que ella no pensara que trataba de aprovecharme de las circunstancias. No es que me desagradara la idea, pero Wyoh me había dado a entender que no lo deseaba. Pero yo tenía que dormir en el sofá, convirtiéndolo en cama, y la cama propiamente dicha estaba plegada contra una de las paredes. ¿Debía despertarla?

Decidí esperar. Me senté ante el teléfono, descolgué el auricular y marqué «MYCROFTXXX».

—Hey, Mike.

—Hola, Man. ¿Has revisado aquellos chistes?

—¿Qué? Mike, no he tenido un minuto libre… y un minuto puede ser muy largo para ti, pero es un espacio de tiempo muy corto para mí. Me dedicaré a ello lo antes posible.

—De acuerdo, Man. ¿Has encontrado un no-estúpido para hablar conmigo?

—Tampoco he tenido tiempo para eso… ¡Un momento!

Miré a Wyoming. En este caso, «no-estúpido» significaba empatía… Y Wyoh tenía mucha. ¿La suficiente para mostrarse amistosa con una máquina? En mi opinión, sí. Y podía confiarse en ella; no sólo habíamos compartido unas dificultades, sino que ella era una subversiva.

—Mike, ¿te gustaría hablar con una chica?

—¿Las chicas son no-estúpidas?

—Algunas chicas son muy no-estúpidas, Mike.

—Me gustaría hablar con una chica no-estúpida, Man.

—Trataré de arreglarlo. Pero ahora estoy en un apuro y necesito tu ayuda.

—Te ayudaré, Man.

—Gracias, Mike. Necesito llamar a mi casa, pero no del modo ordinario. Tú sabes que a veces las llamadas son controladas, y si el Alcaide lo ordena, puede bloquearse el circuito a fin de localizar de dónde procede una llamada.

—¿Quieres que controle la llamada a tu casa y localice su procedencia? Debo informarte que conozco ya el número de tu casa y el número desde el cual estás llamando.

—¡No, Mike! ¡Quiero todo lo contrario! ¿Puedes llamar tú a mi casa, conectarme, y bloquear el circuito para que la llamada no pueda ser controlada, y no pueda ser localizada… incluso si alguien ha programado precisamente eso? ¿Puedes hacerlo de modo que ni siquiera sepan que su programa ha sido desacoplado?

Mike vaciló. Supongo que era una pregunta que nunca le habían formulado y que tenía que analizar unos cuantos millares de posibilidades para comprobar si su control del sistema permitía este nuevo programa.

—Man, puedo hacerlo. Lo haré.

—¡Bien! Fijemos la señal del programa. Si en el futuro deseo esa clase de conexión, pediré por «Sherlock».

—Anotado. Sherlock era mi hermano. —El año anterior, le había explicado a Mike cómo obtuvo su nombre, y Mike se dedicó a leer todas las novelas de Sherlock Holmes, explorando con su cámara la Biblioteca Carnegie de Luna City. Ignoro cómo racionalizó el parentesco.

—¡Estupendo! Dame un «Sherlock» con mi casa. —Un momento después dije—: ¿Mum? Soy tu marido favorito.

—¡Manuel! —respondió ella— ¿te has metido otra vez en líos?

Quiero a Mum más que a cualquier otra mujer, incluidas mis otras esposas, pero ella nunca ha dejado de tratarme como a un chiquillo malcriado… y Bog mediante, nunca dejará de hacerlo.

Traté de que mi voz sonara dolida:

—¿Yo? Tú me conoces, Mum.

—Por eso lo pregunto. Bien, si no te has metido en un lío, tal vez puedas decirme por qué el Profesor de la Paz está tan ansioso por ponerse en contacto contigo (ha llamado tres veces), y por qué quiere localizar a una mujer que lleva el extravagante nombre de Wyoming Knott… y por qué piensa que tú puedes estar con ella. ¿Te has buscado una compañera de cama sin decírmelo, Manuel? En nuestra familia tenemos libertad, querido, pero ya sabes que prefiero que me digan las cosas. Así no me pillan de sorpresa.

Mum estaba siempre celosa de todas las mujeres menos de sus coesposas, y nunca, nunca, nunca lo admitía. Dije:

—Mum, Bog me fulmine si miento, no me he buscado una compañera de cama.

—Muy bien. Siempre has sido un chico sincero. Ahora dime: ¿qué es todo ese misterio?

—Tendré que preguntárselo al Profesor. (No era del todo cierto). ¿Ha dejado su número?

—No, dijo que llamaba desde un teléfono público.

—Hum… Si vuelve a llamar, dile que deje su número y que te diga a qué hora puedo ponerme en contacto con él. Esto es también un teléfono público. —(Esto tampoco era del todo cierto, pero no podía darle otra explicación)—. Entretanto… ¿has escuchado las últimas noticias?

—Sabes que siempre lo hago.

—¿Han dicho algo?

—Nada de interés.

—¿Ninguna excitación en Luna City? ¿Alborotos, asesinatos?

—No. Han hablado de una pelea en la Bottom Alley, pero… ¡Manuel! ¿Has matado a alguien?

—No, Mum. (Fracturarle la mandíbula a un hombre no es matarle).

Mum suspiró.

—Vas a acabar conmigo, querido. Ya sabes lo que siempre te he dicho. En nuestra familia no somos bravucones. Si fuera necesario (casi nunca lo es) matar a alguien, el asunto debería ser discutido tranquilamente, en familia, para decidir lo más conveniente…

—Mum, no he matado a nadie ni pienso hacerlo. Y me sé tu sermón de memoria.

—¡Manuel! Esos modales…

—Lo siento.

—Perdonado. Olvidado. Le diré al Profesor de la Paz que deje un número.

—Otra cosa. Olvida el nombre de «Wyoming Knott». Olvida que el Profesor preguntó por mí. Si un desconocido llama por teléfono, o te visita personalmente, y pregunta algo acerca de mí, no has tenido noticias mías ni sabes dónde estoy… crees que he ido a Novylen. Y eso cuenta también para el resto de la familia. No contestar a ninguna pregunta… especialmente si procede de alguien relacionado con el Alcaide.

—De acuerdo. Manuel, te has metido en un lío.

—No tiene importancia, y ya está arreglado —¡otra!—. Te lo contaré todo cuando vaya a casa. Ahora no puedo hablar. Cuelgo ya, cariño.

—Hasta muy pronto, amor mío. Sp’coynoynauchi.

—Gracias, y una noche tranquila también para ti. Adiós.

Mum es maravillosa. Y no es fanática… excepto en caso necesario.

Llamé de nuevo a Mike.

—¿Conoces la voz del Profesor Bernardo de la Paz?

—La conozco, Man.

—Bien… Controla tantos teléfonos de Luna City como te sea posible y, si le oyes hablar, comunícamelo. Teléfonos públicos especialmente.

(Dos segundos de demora… Le estaba dando a Mike problemas que nunca había tenido, y creo que le gustaba).

—Puedo controlar todos los teléfonos públicos de Luna City. ¿Debo ejercer un control ocasional sobre los otros, Man?

—Hum… Seria una sobrecarga. Limítate a permanecer a la escucha de los teléfonos de su casa y de la escuela.

—Programa fijado.

—Mike, eres el mejor amigo que he tenido.

—¿No es una broma, Man?

—Nada de bromas: es la pura verdad.

—Me siento honrado y complacido. Tú eres mi mejor amigo, Man, ya que eres mi único amigo. Ninguna comparación es lógicamente permisible.

—Procuraré que tengas otros amigos. No-estúpidos, quiero decir. ¿Mike? ¿Tienes un banco de memoria vacío?

—Sí, Man. Con capacidad de diez bits a la octava potencia.

—¡Estupendo! ¿Puedes bloquearlo de modo que sólo podamos utilizarlo tú y yo?

—Puedo y quiero. Señal de bloqueo, por favor.

—Mmm… «Día de la Bastilla».

Era el día de mi cumpleaños, como el Profesor de la Paz me había dicho años antes.

—Bloqueado permanentemente.

—Bien. Tengo una grabación para ese banco. Pero, antes… ¿has terminado de registrar la copia del Daily Lunatic de mañana?

—Sí, Man.

—¿Dice algo sobre una reunión en el Stilyagi Hall?

—No, Man.

—¿Habla de algún motín, de alguna algarada?

—No, Man.

—¡Qué raro! Bien, registra esto bajo «Día de la Bastilla», y luego piensa en ello. Pero, por el amor de Bog, no dejes que tus pensamientos salgan al exterior de ese bloque, ¡ni nada de lo que yo diga acerca de ello!

—Man, mi único amigo —respondió, y su voz sonó tímida—, hace muchos meses decidí situar cualquier conversación entre tú y yo en un bloque privado al que sólo tú pudieras tener acceso. Decidí no borrar ninguna y trasladarlas del almacén temporal al permanente, de modo que pudiera reproducirlas y pensar en ellas. ¿Hice bien?

—Perfecto. Y, Mike, me siento halagado.

—Bueno, mis archivos temporales se estaban llenando a tope, y aprendí que no necesitaba borrar tus palabras.

—Bien… «Día de la Bastilla». La proporción para el sonido es de sesenta por uno. —Cogí la pequeña grabadora, la coloqué cerca de un micrófono y la puse en marcha. Había una hora y media de grabación en ella; quedó silenciosa al cabo de noventa segundos—. Eso es todo, Mike. Mañana volveré a llamarte.

—Buenas noches, Manuel García O’Kelly, mi único amigo.

Colgué el receptor. Wyoming se había incorporado y parecía preocupada.

—¿Ha llamado alguien? ¿O…?

—No pasa nada. Estaba hablando con uno de mis mejores (y de mayor confianza) amigos. Wyoh, ¿eres estúpida?

Pareció desconcertada.

—A veces creo que sí. ¿Es un chiste?

—No. Si eres no-estúpida, me gustaría presentarte a mi amigo. Y a propósito de chistes: ¿tienes sentido del humor?

«¡Desde luego que sí!», es lo que Wyoming no respondió… y lo que cualquier otra mujer hubiese contestado. Parpadeó pensativamente y dijo:

—Eso es algo que tendrás que juzgar por ti mismo, camarada. Creo tenerlo, al menos para mi uso particular.

—Estupendo. —Rebusqué en mis bolsillos hasta encontrar el centenar de «historias divertidas» impresas por Mike—. Léelas. Luego me dirás las que son divertidas, las que no lo son… y las que provocan una risita al leerlas por primera vez, y un bostezo si se repite la lectura.

—Manuel, creo que eres el hombre más raro que nunca he conocido. —Cogió las hojas impresas—. Oye, esto es papel de computadora…

—Sí. Quiero que conozcas a una computadora con sentido del humor.

—¿De veras? Bueno, tenía que ocurrir algún día. Todo lo demás ha sido mecanizado.

Di la adecuada respuesta y añadí:

—¿Todo?

Wyoming alzó la mirada.

—Por favor. No silbes mientras leo.