Capítulo: 2

Tomé el tubo Trans-Crisium hasta L-City, pero no fui a casa; Mike había preguntado por una reunión que iba a celebrarse aquella noche en el Stilyagi Hall. Mike controlaba los conciertos, las reuniones, etc. Pero alguien le había desconectado del Stilyagi Hall. Supongo que se sintió rechazado.

Yo sospechaba por qué le habían desconectado. Política: resultó ser una reunión de protesta. El motivo de que desconectaran a Mike se me escapaba, ya que podía darse por seguro que los esbirros del Alcaide se encontrarían entre la multitud. No se esperaba que se suspendiera la reunión, ni siquiera que se castigara a los exaltados que hablaran más de la cuenta. No era necesario.

Mi abuelo Stone pretendía que Luna era la única prisión abierta de la historia. Ni barrotes, ni guardianes, ni reglamentos… ni necesidad de ellos. En la primera época, decía, antes de que se hiciera evidente que el traslado aquí equivalía a una sentencia para toda la vida, algunos trataron de escapar. El único medio para salir de aquí es una nave, desde luego, lo cual significa que había que sobornar a un oficial de una nave.

Algunos fueron sobornados, se decía. Pero nadie escapó; el hombre que acepta un soborno no cumple necesariamente su parte del trato. Recuerdo haber visto a un hombre después de ser eliminado a través de East Lock; no creo que un cadáver eliminado en órbita tenga peor aspecto.

De modo que a los guardianes no les preocupaban las reuniones de protesta. «Dejadles ladrar», era su política. Ladrar, como perros en una jaula.

Cuando Mort el Verruga asumió el cargo de Alcaide en 2068, nos obsequió con un sermón, hablándonos de cómo iban a cambiar las cosas en Luna bajo su administración. Se refirió a «un paraíso terrenal construido con nuestras propias manos», a «arrimar todos el hombro en la tarea común, con un espíritu de hermandad» y a «olvidar pasados errores volviendo nuestros rostros hacia el brillante y nuevo amanecer». Oí el discurso en la taberna de Mamá Boor, mientras daba cuenta de un plato de estofado irlandés acompañado de un litro de cerveza australiana. Recuerdo que Mamá Boor comentó:

—Habla muy bien, ¿verdad?

Su comentario fue el único resultado. El nuevo Alcaide prometió estudiar algunas peticiones, y sus guardaespaldas empezaron a llevar otro tipo de fusil, no se produjeron más cambios. Cuando llevaba aquí una temporada dejó de aparecer en público, incluso por video.

De modo que fui a la reunión simplemente para satisfacer la curiosidad de Mike. Me metí una grabadora en el bolsillo a fin de que Mike no se perdiera ni una sola de las palabras que se pronunciaran, incluso si me quedaba dormido.

Pero estuve a punto de no entrar. Salí del tubo en el piso 7-A y me disponía a cruzar una puerta lateral cuando fui interceptado por un stilyagi —mallas en los muslos y en las pantorrillas, torso abrillantado y rociado de purpurina—. No es que me importe cómo vista la gente; yo mismo acostumbro a llevar mallas, y a veces unto de aceite la parte superior de mi cuerpo para asistir a una fiesta.

Pero no uso cosméticos, y mis cabellos son demasiado ralos para recogerlos en una trenza. Aquel muchacho llevaba los dos lados de la cabeza afeitados y su trenza enrollada hacia arriba como la cresta de un gallo y cubierta con un gorro rojo.

Un Gorro de la Libertad: el primero que veía. Me disponía a pasar, pero él extendió un brazo y se encaró conmigo.

—¡Su invitación!

—Lo siento —dije—. No lo sabía. ¿Dónde tengo que comprarla?

—En ninguna parte.

—Repite eso —dije—. No lo he entendido bien.

—Nadie puede entrar sin haber sido invitado —gruñó—. ¿Quién es usted?

—Soy Manuel García O’Kelly y todo el mundo me conoce. ¿Quién eres ?

—¡No importa quien sea! ¡Si no tiene usted una invitación, no puede entrar!

Los modales del muchacho eran una invitación a la violencia; pensé qué aspecto tendría su cara si aplicaba a ella mi brazo número siete.

Pero fue un simple pensamiento. Me disponía a contestar cortésmente cuando vi a Shorty Mkrum en el interior de la sala. Shorty era un enorme negro de dos metros de estatura. Le habían enviado a La Roca por asesinato, y era el hombre más bondadoso y más servicial que he conocido. Le había enseñado a manejar la perforadora láser, antes de perder el brazo en aquel accidente.

—¡Shorty!

Me oyó y sonrió de oreja a oreja.

—¡Hey, Mannie! —Se acercó a nosotros—. ¡Me alegro mucho de que hayas venido, Man!

—No estoy seguro de haber venido —dije—. El paso está bloqueado.

—No tiene invitación —dijo el portero.

Shorty se llevó la mano al bolsillo y me entregó una invitación.

—Ahora ya la tiene. Vamos, Mannie.

—¿Puedo ver esa invitación? —insistió el portero.

—Es la mía —dijo Shorty suavemente—. ¿De acuerdo, tovarich?

Nadie discutía con Shorty. No comprendo cómo pudo verse involucrado en un asesinato. Avanzamos hacia la parte delantera del local, donde había una fila de asientos reservada.

—Quiero que conozcas a una muchachita estupenda —dijo Shorty.

Para Shorty era una «muchachita». Yo no soy bajo, mido uno setenta y cinco, pero ella era más alta, uno ochenta, y pesaba setenta kilos, toda curvas, y tan rubia como negro era Shorty. Decidí que debía ser una transportada, ya que los colores raramente continúan siendo tan claros después de la primera generación. Una cara agradable, bastante bonita, y unos mechones de rizos amarillos rematando aquella larga, rubia, sólida y encantadora estructura.

Me detuve a tres pasos de distancia para mirarla de arriba a abajo y silbé. Ella se mantuvo impasible, limitándose a mover ligeramente la cabeza, como dándome las gracias, aunque con cierta brusquedad los cumplidos habían llegado a aburrirla, sin duda.

Entonces intervino Shorty:

—Wyoh, este es el Camarada Mannie, el mejor perforador de túneles que ha existido. Mannie, esta muchachita es Wyoming Knott, y ha venido desde Platón para decirnos cómo están las cosas en Hong Kong. Un gesto estupendo por su parte.

Ella rozó sus manos con las mías.

—Llámame Wye, Mannie… pero no digas «por qué no».

Estuve a punto de hacerlo, pero me controlé a tiempo y dije:

—De acuerdo, Wye.

Ella continuó, mirando mi cabeza destocada:

—De modo que eres minero… Shorty, ¿dónde está su gorra? Creí que los mineros estaban organizados.

Shorty y ella llevaban unos pequeños sombreros rojos como el del portero… y como quizá una tercera parte de la multitud.

—Ya no soy minero —expliqué—. Eso fue antes de perder un ala —levanté el brazo izquierdo, permitiéndole ver mi prótesis. (No me importa enseñársela a una mujer; a algunas les repugna, pero en otras despierta el instinto maternal)—. Ahora soy técnico en computadoras.

Ella dijo en tono desabrido:

—¿Trabajas para la Autoridad?

Incluso hoy, con casi tantas mujeres como hombres en Luna, soy demasiado anticuado para mostrarme rudo con una mujer. Pero ella había hurgado en la llaga, así que repliqué bruscamente:

—No soy un empleado del Alcaide. Tengo tratos con la Autoridad… como empresario particular.

—Eso está muy bien —dijo ella, con voz nuevamente cálida—. Todo el mundo tiene tratos con la Autoridad, no podemos evitarlo… y eso es lo malo. Eso es lo que vamos a cambiar.

¿De veras? —pensé—. ¿Cómo? Todo el mundo tiene tratos con la Autoridad, por el mismo motivo que todo el mundo tiene tratos con la Ley de la Gravedad. ¿Vamos a cambiar eso también? —Pero me guardé los pensamientos para mí; no quería discutir con una dama.

—Mannie es de toda confianza —intervino Shorty amablemente—. Yo respondo por él. Aquí hay una gorra para él —añadió, sacando una de su bolsillo.

Empezó a colocarla sobre mi cabeza.

Wyoming Knott se la quitó de las manos.

—¿Tú respondes por él?

—Eso he dicho.

—De acuerdo. En Hong Kong lo hacemos así.

Wyoming se situó delante de mí, me colocó la gorra en la cabeza… y me besó en la boca.

No se dio prisa. Ser besado por Wyoming Knott es algo más concreto que estar casado con la mayoría de las mujeres. Si yo hubiese sido Mike, todas mis luces hubieran parpadeado al mismo tiempo. Me sentí como un Cyborg con el centro de placer conectado.

De pronto me di cuenta de que la «ceremonia» había terminado y la gente silbaba. Parpadeé y dije:

—Me alegro de haberme alistado. ¿A qué me he alistado?

Wyoming dijo:

—¿No lo sabes?

Shorty intervino:

—El acto está a punto de empezar: ya lo descubrirá por sí mismo. Siéntate, Man. Siéntate, Wyoh, por favor.

De modo que nos sentamos, mientras un hombre golpeaba una mesa con un mazo.

Con el mazo y un amplificador impuso silencio.

—¡Cerrad las puertas! —gritó—. Esta es una reunión restringida. Mirad al hombre que tengáis delante, detrás, a los lados: si no le conocéis, y nadie a quien conozcáis puede responder por él, expulsadle.

—¿Expulsarle? —gritó alguien—. ¡Hay que eliminarle!

—¡Silencio, por favor! Algún día lo haremos.

Se produjo un alboroto, y poco después un hombre, al que previamente habían arrancado la gorra roja de la cabeza, salía disparado a través de una de las puertas. Dudo que se diera cuenta: estaba inconsciente. Una mujer fue expulsada cortésmente; ella, por su parte, se deshacía en improperios contra los que la expulsaban.

Al final se cerraron las puertas. Empezó a sonar la música y se desplegó una gran pancarta sobre la plataforma. Decía: ¡LIBERTAD! ¡IGUALDAD! ¡FRATERNIDAD! Todo el mundo silbó; algunos empezaron a cantar, desafinadamente: «En pie, Los Prisioneros del Hambre…». No puedo decir que nadie pareciera hambriento. Pero aquello me recordó que no había comido nada desde las dos de la tarde; confiaba en que la cosa no duraría demasiado… y esto me recordó que mi grabadora sólo tenía una duración de dos horas… y esto me hizo preguntarme qué ocurriría si se daban cuenta de que la llevaba. ¿Me harían salir disparado a través de una puerta? ¿Me eliminarían, quizá? Pero no tenía por qué preocuparme; había fabricado la grabadora yo mismo, utilizando mi brazo número tres, y nadie que no fuera un ingeniero especialista en miniaturización imaginaría lo que era.

Luego llegaron los discursos.

El contenido semántico era de bajo a negativo. Un individuo propuso que marchásemos sobre la Residencia del Alcaide, «hombro contra hombro», y exigiésemos nuestros derechos. Imagínese el cuadro. ¿Debíamos hacerlo en cápsulas por el tubo, y luego trepar uno a uno a su estación particular? ¿Qué estarían haciendo sus guardaespaldas? ¿O debíamos colocarnos los trajes-p y andar por la superficie hasta su cámara superior? Con perforadoras láser y suficiente energía podía abrirse cualquier cámara reguladora de presión. Pero ¿y después? Suponiendo que los ascensores para bajar a las cámaras inferiores funcionaran, ¿quién sería capaz de trabajar a una presión-cero?

Me pareció que todos los exaltados de Luna estaban en el Stilyagi Hall aquella noche. Silbaron y aclamaron al hombre que había formulado aquella descabellada propuesta.

A continuación se puso en pie un individuo de aspecto tímido, con los ojos inyectados en sangre de un perforador de los viejos tiempos.

—Soy minero —dijo—. Aprendí a buscar y a arrancar hielo trabajando para el Alcaide, como la mayoría de vosotros. Hace treinta años que trabajo por mi cuenta y me desenvuelvo bien. He criado ocho hijos y todos se han abierto camino. Debería decir que me desenvolvía bien… porque ahora hay que perforar más lejos o más hondo para encontrar hielo.

»Eso es normal: todavía hay hielo en La Roca y un minero sabe que hay que trabajar para sacarlo. Pero la Autoridad paga el hielo al mismo precio ahora que hace treinta años. Y eso no es normal. Peor aún, la moneda de la Autoridad ha perdido poder adquisitivo. Recuerdo cuando los dólares de Hong Kong Luna valían lo mismo que los dólares de la Autoridad. Ahora se necesitan tres dólares de la Autoridad para comprar un dólar HKL. Yo no sé qué hacer… pero sé que hace falta hielo para que las granjas produzcan».

Se sentó, entristecido. Nadie silbó, pero todo el mundo quiso hablar. El personaje siguiente dijo que podía extraerse agua de la roca. ¿Acaso es una novedad? Algunas rocas rinden el 6 por ciento… pero ese tipo de roca escasea más que el agua fósil. ¿Por qué la gente no aprenderá aritmética?

Varios agricultores vociferaron, y uno de ellos, que cultivaba trigo, resumió sus quejas.

—Habéis oído lo que Fred Hauser acaba de decir acerca del hielo. Fred, la Autoridad no trata mejor a los agricultores. Yo empecé casi en la misma época que tú, con un túnel de dos kilómetros arrendado a la Autoridad. Mi hijo mayor y yo lo sellamos y presurizamos, y obtuvimos nuestra primera cosecha tras conseguir un préstamo bancario para las instalaciones de energía e iluminación, las semillas y los productos químicos.

»Continuamos extendiendo túneles y plantando semillas, y ahora obtenemos un rendimiento por hectárea nueve veces superior al de la mejor explotación agrícola al aire libre de Earthside. ¿Qué hemos conseguido con ello? ¿Enriquecernos? ¡Fred, debemos más ahora que lo que debíamos el día que decidimos trabajar por nuestra cuenta! ¿Por qué? Porque tengo que comprar el agua a la Autoridad… y tengo que vender el trigo a la Autoridad… y el saldo es siempre negativo. Hace veinte años, compraba aguas residuales de la ciudad a la Autoridad, las esterilizaba y trataba por mi cuenta, y obtenía un beneficio de una cosecha. Pero hoy, cuando compro aguas residuales, me la ponen a precio de agua destilada y encima me cargan los sólidos que contienen. Sin embargo, el precio de una tonelada de trigo sigue siendo el mismo que hace veinte años. Fred, has dicho que no sabías qué hacer. ¡Yo puedo decírtelo! ¡Deshazte de la Autoridad!».

Sus palabras levantaron una tempestad de silbidos y aclamaciones.

Una idea excelente —pensé—. Pero ¿quién le pone el cascabel al gato?

Wyoming Knott, al parecer: el hombre que presidía la reunión se hizo a un lado y dejó que Shorty la presentara como «una valiente muchachita que ha venido de Hong Kong Luna para decirnos cómo hacen frente a la situación nuestros camaradas chinos». Sus palabras demostraron que él nunca había estado allí, lo cual no tenía nada de sorprendente; en 2075, el tubo HKL terminaba en Endsville, dejando un millar de kilómetros por recorrer en un vehículo especial, a través de Serenidad y parte de Tranquilidad… un viaje caro y peligroso. Yo había estado allí… pero bajo contrato, vía cohete-correo.

Antes de que los viajes se abaratasen, mucha gente en Luna City y Novylen creía que en Hong Kong Luna eran todos chinos. Pero en Hong Kong estaban tan mezclados como nosotros. La Gran China vaciaba allí lo que no quería, al principio del Viejo Hong Kong y de Singapur, luego australianos, maoríes, malayos, tamiles, etc. Incluso viejos bolcheviques de Vladivostok, Harbin y Ulan Bator. Wye parecía sueca y llevaba un nombre de pila norteamericano y un apellido inglés, pero podía haber sido rusa. Palabra de honor que un lunático rara vez sabía entonces quién era su padre y, si se había criado en un asilo, podía ignorar incluso la identidad de su madre.

Pensé que Wyoming sería demasiado tímida para hablar. Estaba allí de pie, con aspecto asustado, una muchachita con Shorty a su lado, alto y poderoso como una montaña negra. Esperó a que cesaran los silbidos de admiración. En Luna City había entonces dos hombres por cada mujer, y en aquella reunión la proporción era de diez por una; Wyoming podía haber recitado el abecedario y la hubiesen aplaudido.

Entonces empezó a hablar.

—He oído vuestras quejas. ¿Sabéis cuánto paga un ama de casa hindú por un kilo de harina hecha con vuestro trigo? ¿Cuánto vale una tonelada de vuestro trigo en Bombay? ¿Lo poco que le cuesta a la Autoridad situarlo en el Océano Indico? ¡Cuesta abajo todo el camino! Solamente retropropulsores de combustible sólido para frenarlo… ¿Y qué obtenéis vosotros a cambio? Unas cuantas naves cargadas de artículos de fantasía, que la Autoridad vende a precios muy elevados porque son importados. ¡Importados, importados! ¡Yo no compro nunca artículos importados! Si no los fabricamos nosotros en Hong Kong, no los utilizo. ¿Qué otra cosa obtenéis por el trigo? El privilegio de vender hielo lunar a la Autoridad lunar, volviendo a comprarlo después como agua para lavar, para dársela luego a la Autoridad… y comprarla otra vez a la Autoridad para llenar los depósitos de los retretes… y dársela de nuevo a la Autoridad con la adición de valiosos sólidos… y comprarla por tercera vez como aguas residuales para la agricultura. Después vendéis el trigo a la Autoridad al precio que ella fija… y compráis energía a la Autoridad, al precio que os impone. Energía lunar: ni un solo kilovatio procede de la Tierra. Procede del hielo lunar y del acero lunar, o del calor del sol derramado sobre el suelo de Luna, y reunido por lunáticos. ¡Oh! ¡Sois unos cabezotas y merecéis morir de hambre!

Obtuvo un silencio más respetuoso que los silbidos. Finalmente, una voz tímida inquirió:

—¿Qué esperas que hagamos, gospazha? ¿Tirarle piedras al Alcaide?

Wyoh sonrió.

—Sí, podríamos tirar piedras. Pero la solución es tan sencilla, que todos vosotros la conocéis. Aquí en Luna somos ricos. Tres millones de personas trabajadoras, listas, hábiles, agua suficiente, abundancia de todo, energía inacabable. Pero… lo que no tenemos es un mercado libre. ¡Debemos deshacernos de la Autoridad!

—Sí… pero ¿cómo?

—Solidaridad. En HKL, estamos aprendiendo. La Autoridad cobra demasiado por el agua: no comprar. Paga demasiado poco por el hielo: no vender. Ejerce un monopolio sobre la exportación: no exportar. En Bombay necesitan trigo. Si no les llega, vendrán a buscarlo aquí… a un precio que será el triple o más del actual.

—¿Y qué haremos entretanto? ¿Ayunar?

La misma voz tímida… Wyoming localizó al que había hablado y dejó rodar su cabeza en aquel antiguo gesto con el cual una lunática dice: «¡Eres demasiado gordo para mí!». Luego dijo:

—En tu caso, camarada, el ayuno no te perjudicaría.

Las risotadas redujeron al hombre al silencio. Wyoh continuó:

—Nadie tiene que ayunar. Fred Hauser, lleva tu perforadora a Hong Kong; la Autoridad no es dueña de nuestra agua ni de nuestro sistema de aire, y nosotros pagamos por el hielo lo que vale. Y tú, cultivador de trigo en bancarrota, si tienes tripas para admitir que estás en bancarrota, ven a Hong Kong y empieza de nuevo. Padecemos una crónica falta de mano de obra, y un hombre con ganas de trabajar no pasa hambre. —Miró a su alrededor y añadió—: Ya he dicho bastante. Ahora, vosotros tenéis la palabra. —Bajó de la plataforma, y se sentó entre Shorty y yo.

Estaba temblando. Shorty palmeó su mano; ella le dirigió una mirada de gratitud, y luego me susurró:

—¿Cómo he estado?

—Maravillosa —le aseguré—. ¡Formidable!

Pareció tranquilizarse.

Pero yo no había sido sincero. Había estado «maravillosa», agitando a la multitud. Pero la oratoria es un programa nulo. Toda mi vida había sabido que éramos esclavos… y que la cosa no tenía remedio. Cierto, no éramos comprados y vendidos, pero mientras la Autoridad ejerciera el monopolio sobre lo que necesitábamos y lo que podíamos vender para comprarlo, seríamos esclavos.

¿Qué podíamos hacer? El Alcaide no era nuestro propietario. De haberlo sido, podríamos haber encontrado algún medio de eliminarle. Pero la Autoridad lunar no estaba en Luna, sino en Tierra… y nosotros no disponíamos de una sola nave, ni siquiera de una pequeña bomba de hidrógeno. En Luna no había ni siquiera armas cortas, aunque no sé qué hubiéramos hecho con ese tipo de armas. Matarnos unos a otros, tal vez.

Tres millones, desarmados e indefensos, y once mil millones de terráqueos… con naves, bombas y armas. Podíamos llegar a ser una molestia. Pero ¿cuánto tardaría papá en ajustarle las cuentas al niño malcriado?

Yo no estaba impresionado. Como dice la Biblia, Dios lucha del lado de la artillería más pesada.

Discutían de nuevo: qué hacer, cómo organizarse, etcétera, y de nuevo oímos hablar del «hombro contra hombro». El Presidente tuvo que usar su mazo, y yo me disponía a marcharme.

Pero volví a sentarme al oír una voz familiar:

—¡Señor Presidente! ¿Puedo contar con la benevolencia de la sala durante cinco minutos?

Miré a mí alrededor. Por su anticuado modo de hablar habría supuesto quién era, aun en el caso de no haber conocido su voz: el profesor Bernardo de la Paz. Un hombre distinguido, de cabellos blancos y ondulados, hoyuelos en las mejillas y una voz que sonreía. Ignoro que edad tendría, pero ya era viejo cuando le vi por primera vez, siendo yo un muchacho.

Había sido transportado antes de nacer yo, pero no era un delincuente, sino un exilado político como el Alcaide, aunque subversivo, por lo que no le habían dado ningún cargo oficial.

Sin duda podía haber trabajado en cualquier escuela de Luna City desde el primer momento, pero no lo hizo. Se empleó de lavaplatos, luego de babysitter, y finalmente en un asilo infantil. Cuando le conocí dirigía uno de esos asilos, una fonda y una escuela diurna, en la que se impartía enseñanza primaria, media y superior, empleaba a treinta maestros y estaba añadiendo cursos universitarios.

No me albergué en su fonda, pero estudié en su escuela. Fui adoptado a los catorce años y mi nueva familia me envió a la escuela.

Simpaticé con el profesor. Era capaz de enseñar cualquier cosa. No importa que no supiera nada acerca de una materia: si el alumno lo deseaba, sonreía, fijaba un precio, buscaba el material y estudiaba unas cuantas lecciones por adelantado. Nunca pretendía saber más de lo que realmente sabía. Estudié álgebra con él, y cuando llegamos a la raíz cúbica yo corregía sus problemas tan a menudo como él corregía los míos.

Empecé la electrónica con él, y no tardé en darle lecciones. Entonces buscó a un ingeniero dispuesto a darnos clase a los dos: le pagábamos entre los dos y el profesor estudió electrónica conmigo, más lento que yo, pero feliz de poder ampliar sus conocimientos.

El Presidente golpeó la mesa con su mazo.

—Nos alegrará mucho conceder al Profesor de la Paz todo el tiempo que desee… ¡y a ver si se callan los de las últimas filas! En caso contrario, me veré obligado a utilizar este mazo sobre sus cabezas.

El profesor se adelantó y todo el mundo guardó silencio: los lunáticos le respetaban.

—No abusaré de vuestra indulgencia —empezó. Se interrumpió para mirar a Wyoming, silbando admirativamente—. Encantadora señorita —dijo—, le ruego que me perdone. Pero tengo el penoso deber de no estar de acuerdo con su elocuente manifiesto.

Wyoh se sobresaltó.

—¿Cómo? —inquirió—. Todo lo que he dicho es cierto.

—¡Por favor! Sólo en un punto. ¿Puedo continuar?

—Esto… adelante.

—Tiene usted razón al decir que la Autoridad debe desaparecer. Es ridículo… pestilente… que tengamos que ser gobernados por un dictador irresponsable en toda nuestra economía esencial. Vulnera el más fundamental de los derechos humanos, el derecho a comerciar en un mercado libre. Pero sugiero respetuosamente que yerra usted al decir que deberíamos vender trigo a Tierra —o arroz, o cualquier alimento—, al precio que sea. ¡No debemos exportar alimentos!

El agricultor que había hablado antes intervino:

—¿Qué voy a hacer con mi trigo?

—¡Por favor! Sería un buen negocio enviar trigo a Tierra… si nos lo devolvieran tonelada por tonelada. En forma de agua. De nitratos. De fosfatos. Tonelada por tonelada. De otro modo, ningún precio es lo bastante elevado.

Wyoming le dijo: «Un momento» al agricultor, y luego se dirigió al profesor:

—No pueden hacerlo, y usted lo sabe. El transporte hacia abajo es barato, el transporte hacia arriba es caro. Pero nosotros no necesitamos agua ni abonos químicos. Lo que necesitamos abulta menos: instrumentos, productos farmacéuticos, algunas máquinas, elementos de control… He estudiado a fondo el asunto, señor. Si podemos obtener precios justos en un mercado libre…

—¡Por favor, señorita! ¿Puedo continuar?

—Adelante. Sólo quería aclarar las cosas.

—Fred Hauser nos ha dicho que el hielo es difícil de encontrar. Demasiado cierto: mala noticia ahora, y desastrosa para nuestros nietos. Luna City debería utilizar hoy la misma agua que utilizábamos hace veinte años… además de extraer el hielo suficiente para el aumento de población. Pero nosotros utilizamos el agua una sola vez: un ciclo entero, tres medios distintos. Luego la enviamos a la India. Como trigo. Aunque el trigo es sometido al vacío, contiene valiosa agua. ¿Por qué enviar agua a la India? ¡Ellos tienen todo el Océano Indico! Y la masa restante de ese grano es incluso más desastrosamente cara. ¡Camaradas, prestadme atención! Cada cargamento que enviáis a Tierra condena a vuestros nietos a una muerte lenta. El milagro de la fotosíntesis, el ciclo planta-animal, es un ciclo cerrado. Vosotros lo habéis abierto, y vuestra sangre vital fluye hacia Tierra. ¡No necesitáis precios más elevados, no se puede comer dinero! Lo que necesitáis, lo que necesitamos todos, es poner fin a esta pérdida. Una prohibición, absoluta y total. ¡Luna debe ser autosuficiente!

Una docena de personas gritaban para ser oídas y muchas más hablaban al mismo tiempo, mientras el Presidente golpeaba la mesa con su mazo. De modo que me perdí la interrupción, hasta que una mujer chilló. Entonces miré a mí alrededor.

Todas las puertas estaban abiertas y vi a tres hombres armados en la más próxima: llevaban el uniforme amarillo de la Guardia del Alcaide. En la puerta principal, uno de ellos utilizaba un enorme amplificador que ahogaba todos los demás ruidos.

—¡ATENCIÓN, ATENCIÓN! —retumbó—. ¡QUE NADIE SE MUEVA! ESTÁN TODOS BAJO ARRESTO. GUARDEN SILENCIO. DESFILEN DE UNO EN UNO, CON LAS MANOS VACÍAS Y LEVANTADAS POR ENCIMA DE SU CABEZA.

Shorty agarró al hombre que estaba junto a él y lo lanzó contra los guardias más próximos; dos de ellos cayeron, el tercero disparó. Alguien aulló de dolor. Una muchachita delgada, pelirroja, de once o doce años, se arrojó de cabeza contra las rodillas del tercer guardia y le derribó. Shorty empujó a Wyoming Knott delante de él, protegiéndola con su corpachón y gritando por encima de su hombro:

—¡Cuida de Wyoh, Man… no te alejes! —mientras avanzaba hacia la puerta, apartando a la muchedumbre a derecha e izquierda como si fueran niños.

Más gritos, y de pronto percibí un hedor nauseabundo: el mismo hedor que había percibido el día que perdí el brazo. Supe con horror que los guardias utilizaban rayos láser. Shorty llegó a la puerta y agarró a un guardia con cada una de sus enormes manos. La pequeña pelirroja no estaba a la vista; el guardia al que había derribado se estaba incorporando sobre sus manos y rodillas. Disparé mi brazo izquierdo contra su cara y noté una sacudida en el hombro al fracturarse su mandíbula. Debí vacilar, ya que Shorty me empujó, aullando:

—¡Muévete, Man! ¡Sácala de aquí!

Agarré la cintura de Wyoming con el brazo derecho y la hice pasar por encima del guardia al que yo había golpeado y a través de la puerta… con dificultad; Wyoming no parecía desear que la pusieran a salvo. Más allá de la puerta volvió a ofrecer resistencia; la empujé fuertemente por las nalgas, obligándola a correr para no caer. Miré hacia atrás.

Shorty había cogido a otros dos guardias por el cuello; sonrió mientras hacía entrechocar sus cráneos. Chasquearon como huevos y Shorty me gritó:

—¡Lárgate!

Eché a correr detrás de Wyoming. Shorty no necesitaba ayuda, ni volvería a necesitarla. Y yo no podía desaprovechar su último esfuerzo. Ya que, mientras mataba a aquellos guardias, vi que Shorty se sostenía sobre una sola pierna. La otra la tenía arrancada a la altura de la cadera.