El origen del deseo
En la habitación 208
Atravesando la pared
Antes del amanecer, en el fondo del pozo, tuve un sueño. Pero no fue un sueño. Era algo que tomaba la forma de un sueño.
Yo caminaba solo. En la pantalla de un televisor enorme, situado en el centro de un amplio vestíbulo, aparecía la cara de Noboru Wataya, que acababa de empezar su discurso. Llevaba traje de tweed, camisa a rayas y una corbata azul marino. Con los brazos cruzados sobre la mesa, hablaba mirando a la cámara. A sus espaldas se veía un gran mapamundi. Debía de haber cientos de personas en el vestíbulo, pero todas, sin excepción, permanecían inmóviles, con expresión grave, escuchando el discurso. Como si estuvieran anunciándoles algo de importancia capital.
También yo me detenía y miraba la pantalla. Noboru Wataya se dirigía con tono profesional, pero extremadamente sincero, a millones de personas que no podía ver. Aquel algo nauseabundo que sentía yo cuando estábamos frente a frente permanecía oculto, en algún lugar recóndito, en el fondo de sus ojos. Su oratoria tenía un gran poder de persuasión. Las pequeñas pausas bien dosificadas, la resonancia de su voz, los cambios de expresión: todo ello dotaba a su discurso de un extraño realismo. Noboru Wataya era cada día mejor orador. No me gustaba reconocerlo, pero así era.
—¿Me explico? Todas las cosas son complicadas y simples a la vez. Ésta es la regla fundamental que gobierna el mundo —decía—. Y no debemos olvidarlo. Incluso las cosas que parecen complicadas —y que en realidad lo son— tienen un móvil extremadamente simple: qué se está buscando, sólo eso. Y lo que llamamos móvil es, por así decirlo, el origen del deseo. Lo importante es seguir la raíz del deseo. Cavar en el terreno de esa complejidad que llamamos lo real. Seguir cavando de forma indefinida. Seguir cavando más y más hasta el extremo de la raíz. Entonces —y señalaba el mapa a sus espaldas—, todo se aclara pronto. Así es como funciona el mundo. Las personas necias no pueden escapar jamás de esta complejidad aparente. Y, sin entender ni una sola cosa del funcionamiento del mundo, permanecen en la oscuridad y mueren buscando aturdidos una salida. Están desorientados como si se encontraran en el interior de un bosque espeso o en el fondo de un profundo pozo. Y están perdidos porque no comprenden el principio fundamental de las cosas. En su cabeza sólo hay basura y rocas. Ni siquiera saben distinguir entre delante y detrás, entre arriba y abajo, entre norte y sur. Por eso jamás podrán escapar de la oscuridad. —Noboru Wataya hacía aquí una pausa para que sus palabras pudieran penetrar despacio en la conciencia de su auditorio, y luego proseguía—: Olvidémonos de ellos. Dejemos que sigan desorientados. Nosotros tenemos cosas más importantes que hacer.
Mientras le escuchaba, me iba invadiendo la cólera. Una cólera que casi me cortaba la respiración. Él simulaba dirigirse al mundo entero, pero en realidad me hablaba sólo a mí. Y tenía algún motivo terriblemente retorcido para hacerlo. Pero nadie se daba cuenta de ello. Por eso mismo, Noboru Wataya podía servirse de ese enorme sistema de comunicación que es la televisión para enviarme mensajes cifrados. No poder compartir la ira que me invadía con ninguno de los presentes me provocaba una profunda sensación de soledad.
Cruzaba entonces el vestíbulo abarrotado de personas que aguzaban el oído para no perderse ni una sola de las palabras de Noboru Wataya y me dirigía en línea recta al pasillo que conducía a las habitaciones. Allí estaba el hombre sin rostro. Al acercarme, me miraba con su rostro sin rostro. Y me cortaba el paso en silencio.
—Ahora no es el momento indicado. Usted no puede estar aquí.
Pero me acuciaba el dolor, parecido a una herida profunda, que me había infligido Noboru Wataya. Yo alargaba un brazo y lo empujaba a un lado. El hombre vacilaba como una sombra y se apartaba.
—Lo digo por usted —me advirtió el hombre sin rostro a mis espaldas. Cada una de sus palabras se me clavaba en la espalda como un canto agudo—. Si sigue usted avanzando ya no podrá volver atrás. ¿No le importa?
Ignorándolo, proseguía a paso rápido. Tenía que saber. No podía continuar perdido indefinidamente.
Andaba por un pasillo que me era familiar. Me preguntaba si el hombre sin rostro me seguía para cortarme el paso, pero cuando me daba la vuelta no veía a nadie. En el largo corredor lleno de recovecos se sucedían, una tras otra, puertas idénticas. Cada una de ellas tenía su propio número, pero yo no lograba recordar cuál era el número de la habitación a la que me habían conducido en otras ocasiones. Debería saberlo, pero no lo recordaba. ¡Y no podía ir abriendo una puerta tras otra!
Vagaba por el pasillo sin rumbo, hasta encontrar a un camarero del servicio de habitaciones con una bandeja en la mano. Llevaba una botella de Cutty Sark sin empezar, una cubitera y dos vasos. Lo dejaba pasar y lo seguía a hurtadillas. La pulida bandeja lanzaba destellos a la luz de las lámparas del techo. El camarero no se volvió ni una sola vez. Con la barbilla hundida contra el pecho, caminaba con pasos regulares, dirigiéndose en línea recta a alguna parte. De vez en cuando silbaba. Era la obertura de La gazza ladra. El fragmento donde entran los tambores. Silbaba bastante bien. El pasillo era largo, pero mientras lo seguía no me crucé con nadie. Al fin, el camarero se detuvo ante una puerta y llamó suavemente tres veces. Segundos después, alguien le abrió desde el interior y el camarero entró en la habitación con la bandeja. Me dispuse a esconderme detrás de un gran jarrón chino y me apoyé en la pared, esperando a que saliera el camarero. Era la habitación número 208. «¡Ah! ¡Es la 208!», me dije. ¿Por qué no me habría acordado antes?
El camarero tardaba mucho en salir. Yo miraba mi reloj de pulsera. Se me había parado sin que me diera cuenta. Contemplaba, una a una, las flores del jarrón. Las olía. Parecían recién cortadas del jardín: todas estaban admirablemente frescas, y no habían perdido ni el color ni el aroma. Quizás aún no se habían dado cuenta de que las habían arrancado de la planta. Entre los gruesos pétalos de una rosa roja pululaba un pequeño insecto.
Cinco minutos después, el camarero salió por fin de la habitación. La barbilla hundida contra el pecho, como antes, las manos vacías, se volvió por donde había venido. Tras perderlo de vista en un recodo del pasillo, yo me planté ante la puerta. Conteniendo el aliento, agucé el oído para comprobar si llegaba algún ruido desde el interior de la habitación. No se oía nada, no había signo alguno de vida. Me decidí a llamar a la puerta. Tres veces, suavemente, como el camarero. No hubo respuesta. Esperé un momento y volví a dar tres golpes más, esta vez un poco más fuertes. Pero tampoco obtuve respuesta.
Hice girar el pomo con suavidad. La puerta se abrió hacia dentro sin ruido. La habitación estaba a oscuras, pero a través de los resquicios de las cortinas se filtraba una luz tenue y, fijando la mirada, logré distinguir las siluetas de una ventana, una mesa y un sofá. Se trataba, sin duda alguna, de la habitación donde había tenido relaciones sexuales con Creta Kanoo. Una suite compuesta de una salita y, al fondo, un dormitorio. Sobre la mesa de la salita distinguía, aunque vagamente, una botella de Cutty Sark, vasos y una cubitera. Al abrir la puerta, la cubitera plateada de acero inoxidable lanzó unos destellos acerados, como un cuchillo afilado, al reflejar la luz del pasillo. Yo cerré la puerta a mis espaldas y me sumergí en la oscuridad. El aire de la habitación era cálido y olía profusamente a flores. Conteniendo el aliento, agucé el oído. Mantuve una mano sobre el pomo, presto a abrir la puerta en cualquier momento. En algún rincón de la habitación debía de haber alguien. Ese alguien había pedido el whisky, el hielo y los vasos al servicio de habitaciones, había abierto la puerta y había indicado al camarero que entrara en la habitación.
—Mantén las luces apagadas —me dijo una voz de mujer. Procedía del fondo de la habitación, del lugar donde estaba la cama. Inmediatamente supe de quién se trataba. Era la mujer misteriosa que me había hecho aquellas llamadas extrañas. Yo aparté la mano del pomo de la puerta y me dirigí despacio, a tientas a través de la oscuridad, hacia la voz. En el fondo de la estancia, la oscuridad era todavía más profunda. Me detuve en el dintel que separaba las dos habitaciones y fijé la mirada en las tinieblas.
Oí el frufrú de las sábanas y vi cómo una sombra negra temblaba levemente en la oscuridad.
—Deja la habitación a oscuras —dijo la mujer.
—No te preocupes. No encenderé la luz —contesté yo.
Me así al dintel.
—¿Has venido solo? —me preguntó la mujer con un deje de cansancio.
—Pues claro —contesté yo—. He pensado que, si venía, quizá podría verte. O, si no, a Creta Kanoo. Tengo que saber dónde está Kumiko. Todo empezó con tus llamadas. Me hiciste llamadas extrañas y, como si se abriera la caja de las sorpresas, empezaron a ocurrir cosas raras. Al final, Kumiko ha desaparecido. Por eso he venido solo. No sé quién diablos eres, pero sé que tienes en tu poder algún tipo de clave. ¿No es así?
—¿Creta Kanoo? —me preguntó la mujer con recelo—. Jamás he oído ese nombre. ¿Está aquí?
—No sé dónde está. Pero la he visto aquí varias veces.
Al respirar, inhaló un intenso olor a flores. El aire estaba impregnado de su intensa fragancia. Debía de haber algún jarrón dentro de la habitación. En algún lugar, entre las tinieblas, las flores respiraban y serpenteaban. En la oscuridad, saturado de aquella violenta fragancia, empecé a perder la conciencia de mi propio cuerpo. Sentí como si me hubiera convertido en un pequeño insecto. Yo era un insecto y me disponía a penetrar entre los enormes pétalos. Allí me aguardaban el viscoso néctar, el polen y los suaves estambres. Ellos requerían mi intrusión y mi presencia.
—Oye —le dije a la mujer—. Antes que nada quiero saber quién eres. Dices que te conozco. Pero, por más que pienso, no logro acordarme. ¿Quién eres?
—¿Que quién diablos soy? —repitió mecánicamente la mujer. Pero en su voz no había una sola nota de mofa—. Quiero un trago. Prepara dos whiskies con hielo. Tú también tomarás uno, ¿verdad?
Yo volví a la salita, le quité el precinto a la botella, puse hielo en los vasos y preparé dos whiskies. A causa de la oscuridad, tardé mucho tiempo en hacer algo tan simple. Regresé al dormitorio con los vasos. La mujer me dijo que los depositara en una mesilla que había junto a la cabecera de la cama. Y que me sentara en la silla que estaba a los pies.
Eso hice. Dejé un vaso sobre la mesilla y me senté en una silla de brazos, con el vaso en la mano, en un lugar algo apartado. Mis ojos ya se habían acostumbrado un poco a la oscuridad. Vi cómo dentro de las tinieblas unas sombras se movían en silencio. Me pareció que la mujer se incorporaba sobre la cama. El hielo tintineaba dentro del vaso y yo comprendí que la mujer estaba tomándose el whisky. Yo también bebí un sorbo.
La mujer permaneció en silencio durante un buen rato. Cuanto más se alargaba el silencio, más intenso me parecía el olor de las flores.
—¿De veras quieres saber quién soy? —preguntó la mujer.
—Para eso he venido —contesté yo. Pero mi voz, en las tinieblas, tenía un deje de incomodidad.
—¿Así que has venido hasta aquí para saber mi nombre? Yo carraspeé como toda respuesta, un carraspeo que también resonó con extraña reverberación.
La mujer agitó varias veces el hielo dentro del vaso.
—Tú quieres saber mi nombre. Pero, sintiéndolo mucho, no te lo voy a decir. Yo te conozco muy bien. Tú también me conoces muy bien a mí. Pero yo no me conozco a mí misma.
En la oscuridad, negué con un movimiento de cabeza.
—No acabo de entender lo que dices. Estoy harto de acertijos. Lo que necesito son pistas concretas. Hechos que pueda tomar en la mano, hechos que pueda usar como palanca para forzar la puerta. Eso es lo que quiero.
La mujer exhaló un profundo suspiro que pareció salir de lo más hondo de su ser.
—Tooru Okada, descubre mi nombre. No, no hace falta que lo descubras. Ya lo conoces muy bien. Únicamente tienes que recordarlo. Sólo podré salir de aquí a condición de que descubras mi nombre. Y entonces podré ayudarte a encontrar a tu mujer. A Kumiko Okada. Si quieres encontrarla, descubre mi nombre. Ésa es tu palanca. No tienes tiempo de seguir desorientado. Cada día que pasas sin descubrirlo, Kumiko Okada se aleja un poco más de ti.
Yo dejé el vaso de whisky en el suelo.
—Oye, ¿dónde estamos? ¿Desde cuándo te encuentras aquí? ¿Y qué estás haciendo?
—Es mejor que te vayas —decía de repente la mujer a modo de respuesta—. Si aquel hombre te encuentra aquí, tendríamos problemas. Él es mucho más peligroso de lo que crees. Podría matarte. En él ni siquiera eso me extrañaría.
—¿Quién diablos es él?
La mujer no respondía. Tampoco yo sabía qué añadir. Estaba desorientado. Dentro de la habitación no se oía nada: el silencio era profundo y sofocante. Me ardía la cabeza. Quizá se debiera al polen. Las pequeñas partículas de polen mezcladas en el aire quizás habían penetrado en mi cabeza y desquiciado mis nervios.
—Oye, Tooru Okada —dijo la mujer. Su voz sonó entonces con un timbre distinto. Su tono lograba cambiar en un santiamén. En ese momento iba a la par de la pastosa atmósfera de la habitación—. Oye, ¿querrás volver a abrazarme alguna vez? ¿Querrás volver a penetrarme? ¿A lamerme toda entera? Puedes hacerme todo lo que quieras, ¿sabes? Y yo te haré todo lo que tú quieras. Lo que tu mujer, Kumiko Okada, jamás te ha hecho yo te lo haré. Te haré sentir tan bien que no podrás olvidarlo jamás. Si tú…
Sin previo aviso, se oyó llamar a la puerta. Un sonido claro, como si remacharan clavos sobre alguna superficie dura. En la oscuridad tenía una resonancia siniestra.
La mujer alargó una mano a través de las tinieblas y me agarró el brazo.
—Ven por aquí, rápido —dijo en voz baja. La voz de la mujer había recuperado su timbre normal. De nuevo se oyó cómo llamaban a la puerta. Dos veces, con la misma intensidad. Recordé que la puerta no estaba cerrada con llave—. Ven, rápido. Tienes que salir de aquí y sólo hay una manera de lograrlo.
Arrastrado por ella, avancé a través de la oscuridad. Se oyó cómo el pomo giraba despacio. El sonido me provocó un escalofrío que me recorrió la espina dorsal. Y, casi en el mismo instante en que la luz del pasillo irrumpió en la oscura habitación, nosotros nos deslizamos dentro de la pared. Era fría y viscosa como una gelatina enorme. Yo mantuve la boca cerrada para que nada me entrara dentro. Estaba atravesando la pared. Atravesaba la pared para desplazarme de un lugar a otro. Y me parecía la cosa más natural del mundo.
Sentí cómo la lengua de la mujer se introducía en mi boca. Era cálida y suave. Se me metió por todos los rincones de la boca, se enroscó con la mía. El denso olor de los pétalos de flor se adhirió a las paredes de mis pulmones. En el fondo de la cintura notaba el sordo deseo de eyacular. Pero cerré los ojos con fuerza y me contuve. Poco después, sentí un intenso calor en mi mejilla derecha. Una sensación extraña. No era dolor. Sólo la percepción de que allí había calor. Ni siquiera pude discernir si procedía del exterior o se generaba dentro de mí. Pero pronto todo desapareció. La lengua, el olor a pétalos, el deseo de eyacular, el calor en la mejilla. Y atravesé la pared. Cuando abrí los ojos, estaba en el otro lado…, en el fondo de un pozo profundo.