El sol estaba ya alto. El aire iba haciéndose poco a poco más denso, un velo gris de cenizas oscurecía el cielo, y sobre la frente del Vesubio se formaba un nimbo color de sangre, roto por verdes relámpagos. El trueno resonaba lejano, tras el negro muro del horizonte, desgarrado por amarillentas saetas.

En las calles, en torno al Gran Cuartel, la afluencia era tal que tuvimos que abrirnos paso por la violencia. La muchedumbre aglomerada delante de la sede del G. C. G., esperaba, muda, un signo de esperanza. Pero las noticias de las regiones afectadas eran cada vez más graves. Las casas de los pueblos alrededor del Salerno se derrumbaron bajo la lluvia de piedras. Una tempestad de ceniza caía desde hacía algunas horas sobre la isla de Capri y amenazaba sepultar los pueblos entre Pompeya y Castellamare.

Por la tarde, el general Cork rogó a Jack que fuese a la zona de Pompeya donde el peligro era mayor. La cinta de la calzada estaba cubierta de una espesa alfombra de cenizas, sobre las cuales las ruedas de nuestro jeep giraban con un frufrú de seda. Un extraño silencio reinaba en el aire, roto de vez en cuando por los gruñidos del Vesubio. Me sorprendió el contraste entre la agitación y los gritos de los hombres y la muda inmovilidad de los animales que, quietos bajo la lluvia de ceniza, se miraban unos a otros con los ojos llenos de un doloroso estupor.

De vez en cuando atravesábamos nubes amarillas de vapor sulfúreo. Columnas de automóviles americanos desfilaban lentamente por la calzada, portadores de socorros, víveres, medicinas y ropas a las desgraciadas poblaciones del Vesubio. Unas tinieblas verdes envolvían la fúnebre campiña. Apenas pasado Herculano, una lluvia de fango caliente nos azotó el rostro durante largo rato. A poco, por encima de nosotros, el Vesubio rugía amenazador, vomitando altas fuentes de piedras rojas que volvían a caer rugiendo sobre la tierra. Poco antes de Torre del Greco nos sorprendió una súbita lluvia de pedruscos. Nos amparamos detrás del muro de una casa, cerca del mar. El mar era de un maravilloso color verde; parecía una tortuga de cobre antiguo. Un velero surcaba lentamente la dura costra del mar, sobre la que la lluvia de piedras caía con un crepitar sonoro.

En el sitio donde estábamos, se extendía, a espaldas de una alta roca que lo protegía del viento, un breve prado lleno de matas de romero y retama florida. La hierba era de un color intensísimo, un verde crudo y reluciente, un resplandor tan vivo, tan inesperado, tan nuevo, que parecía recién creado; un verde virgen todavía, sorprendido en el momento de su creación, en los primeros instantes de la creación del mundo. Aquella hierba descendía hasta casi tocar el mar que, por contraste, aparecía de un verde ya cansado, como si perteneciese a un mundo ya antiguo, creado desde tiempos remotos.

En torno a nosotros, la campiña, sepultada bajo las cenizas, estaba en algunos sitios quemada por la loca violencia de la naturaleza, de aquel nuevo caos. Grupos de soldados americanos con el rostro oculto tras las máscaras de goma y de acero parecidas a las celadas de los antiguos guerreros iban vagando por los campos y llevaban parihuelas, recogían heridos, dirigían grupos de mujeres y chiquillos hacia una columna de automóviles parados en la calzada. Algunos muertos eran alineados en los bordes de la carretera al lado de una casa derrumbada; tenían el rostro oculto bajo una máscara de cenizas blancas y duras que les daba el aspecto de tener un hueso en el sitio de la cabeza. Eran muertos todavía informes, no enteramente creados, los primeros muertos de la creación. Los lamentos de los heridos llegaban a nosotros procedentes de una zona situada más allá del amor, más allá de la piedad, más allá de la frontera entre el caos y la naturaleza, ya compuesta dentro del orden divino de la creación; eran la expresión de un sentimiento no conocido todavía de los hombres, de un dolor todavía no sufrido por los seres vivientes y, sin embargo, creados; era la profecía del sufrimiento, que llegaba hasta nosotros de un mundo todavía en gestación, aún sumergido en el tumulto del caos.

Y allí, en aquel breve mundo de hierba apenas salido del caos, aún fresco del trabajo de la creación, aún virgen, un grupo de hombres escapados a la desgracia dormían echados sobre la espalda de cara al cielo. Tenían unos rostros bellísimos, con la piel no mancillada por las cenizas y el fango, sino clara, como lavada por la luz; eran rostros nuevos, apenas modelados, de frente alta y noble, de labios puros. Estaban tendidos durmiendo sobre aquella hierba verde, como hombres escapados al diluvio sobre la cumbre del monte emergido de las aguas.

Una muchacha, de pie sobre la orilla arenosa, allá donde moría la hierba, se peinaba contemplando el mar. Contemplaba el mar como una mujer se mira en un espejo. Desde aquella hierba nueva, apenas creada, la muchacha, nueva en la vida, apenas nacida, se miraba en el antiguo espejo de la creación con una sonrisa de feliz estupor, y el reflejo del mar antiguo teñía de un verde cansado sus largos y mórbidos cabellos, su piel lisa y blanca, sus manos pequeñas y fuertes. Se peinaba lentamente y su ademán era ya un ademán de amor. Una mujer vestida de encarnado, sentada bajo un árbol, amamantaba a su hijo. Y el seno, brotando del corpino rojo, era blanquísimo, resplandecía como el primer fruto de un árbol recién salido de la tierra, como el seno de la primera mujer de la creación. Un perro, echado al lado de los hombres dormidos, seguía con los ojos los movimientos lentos y serenos de la mujer. Algunos corderos pastaban la hierba y de vez en cuando levantaban la frente mirando el mar verde. Aquellos hombres aquella mujer, aquellos animales estaban vivos, estaban a salvo. Lavados de sus pecados. Absueltos ya de la vida, de la miseria, del hambre, de los vicios y de los delitos de los hombres. Habían ya descontado la muerte, el descenso al infierno, la resurrección.

También nosotros, Jack y yo, habíamos escapado al caos, seres vivientes apenas creados, apenas llamados a la vida, apenas resurgidos de la muerte. La voz del Vesubio, aquel alto y ronco ladrido, llegaba amenazadoramente hasta nosotros, saliendo de la nube de sangre que se formaba frente al monstruo. Llegaba hasta nosotros a través de las tinieblas sanguinolentas, a través de la lluvia de fuego, una voz despiadada, implacable. Era la misma voz de la naturaleza convulsionada y maligna, la misma voz del caos. Estábamos en la frontera entre el caos y la creación, estábamos en el margen de la bonté, ce continent énorme, sobre el primer jirón de un mundo apenas creado. Y la terrible voz que llegaba hasta nosotros, aquel alto y ronco ladrido, era la voz del caos que se rebelaba contra las leyes divinas de la creación que mordía la mano del creador.

De improviso el Vesubio lanzó un grito terrible. El grupo de soldados americanos, reunidos junto a los automóviles parados en la calzada, retrocedió espantado, se desbandó y muchos, invadidos por el terror, huyeron hacia la orilla del mar. También Jack retrocedió algunos pasos y se echó atrás. Yo le agarré por un brazo.

—No tengas miedo —le dije—; mira aquellos hombres, Jack.

Jack se volvió y miró los hombres tendidos en el suelo durmiendo, la muchacha que se peinaba frente al mar, la mujer que amamantaba al niño. Yo hubiera querido decirle: «Dios los ha creado apenas y, no obstante, son los seres humanos más antiguos de la tierra. Aquél es Adán, y aquélla, Eva, apenas paridos por el caos, apenas subidos del infierno, apenas salidos del sepulcro. Míralos, acaban apenas de nacer y han sufrido ya todos los pecados del mundo. Todos los hombres, en Nápoles, en Italia, en Europa, son como ellos. Son inmortales. Nacen en el dolor, mueren en el dolor y renacen puros. Son los Corderos de Dios, llevan sobre sus espaldas todos los pecados y la totalidad de los dolores del mundo».

Me callé. Y Jack me miró, sonriendo.

Volvimos por la tarde tempestuosa bajo la lluvia de fuego. Hacia Portici encontramos de nuevo el verde antiguo de la hierba y de las hojas, las antiguas gemas de los árboles, el antiguo juego de la luz en los cristales de las ventanas. Yo pensaba en la gentileza de aquellos soldados extranjeros inclinados sobre los heridos y los muertos, en su conmovedora y temerosa piedad. Pensaba en aquellos hombres tendidos en el sueño sobre la orilla del caos, en su eternidad. Jack estaba pálido y me sonreía. Me volví para mirar el Vesubio, aquel monstruo horrendo de cabeza de perro, que ladraba en el fondo del horizonte, entre el humo y las llamas, y en voz baja dije:

«¡Piedad, piedad! ¡Piedad para ti también!»