El cielo, a Oriente, desgarrado por una inmensa herida, sangraba y la sangre teñía de rojo el mar. El horizonte se resquebrajaba, hundiéndose en un abismo de fuego. Sacudida por profundas conmociones, la Tierra temblaba, las casas temblaban sobre sus cimientos, y ya se oía el ruido sordo de la caída de las tejas y las paredes que se derrumbaban desde lo alto de los tejados al pavimento de la calle, signo precursor de una universal ruina. Un estallido horrendo circuló por el aire, como de huesos triturados. Y sobre este horrible estrépito, sobre los llantos, sobre los aullidos de terror del pueblo que corría de un lado para otro andando a tientas como un ciego, se alzaba, desgarrando el cielo, un terrible grito.
El Vesubio aullaba en la noche escupiendo sangre y fuego. Desde el día que vio la ruina total de Herculano y Pompeya, sepultadas bajo una tumba de cenizas y lava, no se había oído en el cielo una voz tan terrible. Un gigantesco árbol de fuego brotaba de la boca del volcán; era una inmensa y maravillosa columna de humo y llamas que se hundía en el firmamento hasta tocar los pálidos astros. Por los flancos del Vesubio, ríos de lava descendían hacia los pueblecillos diseminados por el verdor de los viñedos. El resplandor sanguíneo de la lava incandescente era tan vivo, que corría con increíble violencia por el inmenso espacio que rodeaba el monte. Los bosques, los ríos, las casas, los prados, los campos y los senderos aparecían nítidos y precisos como si fuese de día; y el recuerdo del sol era ya lejano y pálido.
Se veían los montes de Agerola y las lomas de Avellino destacarse de improviso, revelando los secretos de sus verdes valles, de sus selvas. Y si bien la distancia del Vesubio al Monte di Dio desde el cual contemplábamos mudos de horror aquel maravilloso espectáculo fuese de muchas millas, nuestra mirada, explorando y escudriñando la campiña vesubiana, poco antes tranquila bajo la luna, percibió, casi aumentados como con una lente, hombres, mujeres y animales huir a los viñedos, a los campos, a los bosques, o errar entre las casas del pueblo, que las llamas ya lamían por todas partes. Y no sólo percibía los ademanes, las indumentarias, sino que discernía incluso los cabellos erizados, las barbas hirsutas, los ojos fijos, las bocas abiertas. Parecía oírse incluso el ronco silbido que escapaba de los pechos.
El aspecto del mar era quizá más horrendo que el de la tierra. Hasta donde alcanzaba la mirada, no aparecía más que una costra dura y lívida, llena por todas partes de agujeros como las mil bocas de una monstruosa viruela; y bajo aquella inmóvil costra se adivinaba el ímpetu de una extraordinaria fuerza, de un furor apenas refrenado, como si el mar amenazase levantarse de lo más profundo y destrozar su dura corteza de tortuga para declarar la guerra a la Tierra y apagar sus horrendos furores. Delante de Portici, de Torre del Greco, de Torre Annuziata, de Castellamare, se veían barcas alejarse a toda prisa de la peligrosa orilla con la sola y desesperada ayuda de los remos, porque el viento, que sobre la tierra soplaba con violencia caía sobre el mar como un pajarillo muerto; y otras barcas acudían de Sorrento, de Meta, de Capri para aportar socorro a los desventurados habitantes de los pueblos marítimos devorados por la furia del fuego. Torrentes de barro descendían perezosamente por los flancos del Monte Somma, enroscándose sobre sí mismos como negras serpientes, y donde los torrentes de barro encontraban los ríos de lava, se alzaban altas nubes de un vapor purpúreo y un horrendo silbido llegaba hasta nosotros, como el estridente grito del hierro candente sumergido en el agua.
Una inmensa nube negra parecida al saco de tinta de la sepia (y sepia se llama precisamente aquella nube), se apartaba fatigosamente de la cima del Vesubio y empujada por el viento, que por esa milagrosa fortuna soplaba en Nápoles hacia el Noroeste, se arrastraba lentamente por el cielo hacia Castellamare di Stabia. El estrépito que producía aquella nube hinchada de cenizas y pedruscos encendidos era como el rechinar de un carro cargado de gruesas piedras pasando por un camino destrozado. De vez en cuando, de algún desgarrón de la nube, se volcaba sobre la tierra y el mar un diluvio de piedras que caían sobre los campos y sobre la dura costra de las olas con intenso fragor, lo mismo que un carro de piedras que vuelca su cargamento; y las piedras, tocando la tierra o la dura costra marina, levantaban nubes de polvo rosado que se desparramaban por el cielo oscureciendo los astros. El Vesubio gritaba horrendamente en las tinieblas rojas de aquella noche espantosa, y un llanto de desesperación se levantaba de la infeliz ciudad.
Yo estrechaba el brazo de Jack y lo sentía temblar. Pálido, contemplaba aquel infernal espectáculo, y el horror, el espanto, la maravilla, se confundían en sus ojos abiertos.
—Vámonos —le dije, arrastrándolo del brazo.
Salimos y por la callejuela de Santa María Egipcíaca nos dirigimos hacia la plaza Real. Lo muros de aquella angosta callejuela estaban recorridos por tal furor de luces coloradas, que caminábamos como ciegos, tambaleándonos. Por todas las ventanas se asomaba gente desnuda agitando los brazos, con grandes gritos y llantos estridentes, llamándose unos a otros, y los que huían por las calles levantaban el rostro gritando también y llorando, sin refrenar ni disminuir su precipitada fuga. Por todas partes, gente de aspecto miserable y feroz, unos vestidos con harapos y otros desnudos, acudían llevando cera y antorchas a las Madonnas y a los santos de los tabernáculos, o de rodillas sobre las aceras, invocaban en voz alta la ayuda de la Virgen y de san Genaro, golpeándose el pecho y lacerándose el rostro con lágrimas salvajes.
Como ocurre en un grave y desesperado peligro, que una imagen sacra, o la débil llama de una candela en un tabernáculo, evoca de improviso en el corazón el recuerdo de una fe desde tanto tiempo olvidada y enciende de nuevo las esperanzas, los arrepentimientos, los temores y la fe, desde algún tiempo negada, o abandonada, en Dios, y el hombre que había abandonado a Dios se detiene, y, estupefacto, conmovido, contempla la sagrada imagen y el corazón le tiembla, así le ocurrió a Jack. Se detuvo repentinamente delante de un tabernáculo, y cubriendo su rostro con las manos gritó:
—Oh, Lord! Oh, my Lord!
A este grito respondió del fondo del tabernáculo el piar de un pájaro. Y oímos, un débil batir de alas, un temblor como de pájaros dentro de un nido. Jack retrocedió asustado.
—No tengas miedo, Jack —le dije—, son los pájaros de la Madonna.
Durante aquellos años terribles, apenas las sirenas de alarma anunciaban la aproximación de los bombarderos enemigos, todos los pobres pájaros de Nápoles acudían a refugiarse en los tabernáculos. Eran gorriones y golondrinas de plumas erizadas, de ojos redondos y brillantes bajo sus párpados blancos. Se escondían en el fondo de los tabernáculos como en el fondo de un nido, estrechándose unos contra otros y temblando, entre las estatuitas de cera y de cartón piedra de las ánimas del Purgatorio.
—¿Crees que los he asustado? —me preguntó Jack en voz baja.
Y nos alejamos de puntillas para no asustar a los pájaros de la Madonna.
Viejos casi desnudos, de canillas descarnadas y blanquísimas, caminaban pegados a los muros, la frente enmarcada en blancos cabellos alborotados por el viento del miedo y venían gritando confusas palabras, que me parecían latinas y eran quizá mágicas fórmulas rituales de maldición, o exhortación a arrepentirse, a confesar en alta voz los propios pecados, a prepararse cristianamente para la muerte. Turbas con el rostro descompuesto corrían furiosamente estrechándose unos contra otros como guerreros que van al asalto de una fortaleza, y mientras corrían gritaban contra la gente, accionando hacia las ventanas, lanzándoles insultos obscenos y amenazas, exhortándolos a arrepentirse de la común infamia, porque había llegado por fin el día del Juicio Final y el castigo de Dios no respetaría hombres, mujeres ni niños. A aquellos insultos y a aquella amenaza, la gente de los balcones respondía con grandes lamentos, con injurias atroces e imprecaciones nefandas, a las cuales la gente de la calle hacía eco con lamentos y gritos, tendiendo el puño al cielo y sollozando horriblemente.
Habíamos subido desde la plaza Real hasta Santa Teresella degli Spagnoli, y a cada paso que avanzábamos crecía el tumulto, las escenas de terror, de furor y de piedad se hacían más frecuentes, y más fiero y amenazador era el aspecto del pueblo. Cerca de la Piazza delle Carrette, delante de un burdel célebre por su clientela negra, un grupo de mujeres enloquecidas gritaba y vociferaba, tratando de derribar las puertas que las meretrices habían atrancado con gran furia. Hasta que la multitud invadió la casa y trajo, arrastrándolas por los cabellos, a putas desnudas y soldados negros ensangrentados, aterrorizados, a quienes la vista del cielo en llamas, de las nubes de piedras suspendidas sobre el mar y del Vesubio en su horrendo sudario de fuego hacía humildes como chiquillos aterrados. Al asalto de los burdeles se unía el de los hornos y carnicerías. El pueblo, como siempre, a su ciego furor mezclaba su hambre antigua. Pero el fondo de aquel fanático furor no era el hambre; era el miedo que se convertía en ira social, en sed de venganza, en odio de sí mismo y de los demás. Como siempre, la plebe atribuía a aquel inane flagelo significado de castigo, veía en la ira del Vesubio la cólera de la Virgen, de los Santos, de los dioses del cristiano Olimpo, confabulados contra el pecado, la corrupción, los vicios de los hombres. Y junto con el arrepentimiento con la dolorosa ansia de expiar, con la ávida esperanza de ver castigados a los malvados, con la ingenua fe en la justicia de una tan cruel e injusta naturaleza, junto con la vergüenza de la propia miseria, de la cual el pueblo tiene un triste conocimiento, se despertaba en la plebe, como siempre, el vil sentimiento de la impunidad, origen de tantos actos nefandos, y la miserable persecución de que en una tan gran ruina, en un tan inmenso tumulto, todo sea lícito y justo. Y así se vieron durante aquellos días llevarse a cabo actos horrendos y bellísimos con ciega furia o con fría razón, casi con una maravillosa desesperación; tanto pueden, en los ánimos simples, el miedo y la vergüenza de los propios pecados.
Y tal era también el fondo de mis sentimientos, y de los de Jack, frente a tan inhumano azote. No tan sólo en la amistad, en el afecto, en la piedad de los vencedores y de los vencidos estábamos unidos uno a otro, sino en ese miedo, en esa vergüenza. Jack estaba humillado y aterrado ante aquel horrendo estremecimiento de la naturaleza. Y como él, todos aquellos soldados americanos, poco antes tan seguros de sí mismo y tan despreciativos, orgullosos de su calidad de hombres libres, que ahora huían por doquier detrás de la muchedumbre alocada, abriéndose paso a fuerza de puños y codazos, revelaban el desorden de un ánimo en el desorden de sus uniformes y sus actos; y unos corrían con el rostro demudado, otros se cubrían el rostro con las manos, gimiendo; unos en grupos pendencieros, otros solitarios, pero todos espiando a su alrededor como perros perseguidos. En el dédalo de callejuelas que bajan a Toledo y a Chiaia el tumulto se hacía a cada paso más denso y furioso, porque en las conmociones populares ocurre como en las de la sangre en el cuerpo humano, que en un mismo lugar tiende a refrenarse y a romper con violencia, ahora en el corazón, ahora en el cerebro, ahora en tal o cual víscera. De los más alejados barrios de la ciudad la gente bajaba a recogerse en aquéllos que desde los tiempos más antiguos son considerados como los lugares sacros de Nápoles: la plaza Real, los alrededores de los Tribunales, el Maschio Angioino, el Duomo, donde está custodiada la milagrosa sangre de san Genaro. Allí el tumulto era inmenso y tomaba quizás el aspecto de un motín. Los soldados americanos, confundidos en aquella espantosa muchedumbre que los arrastraba en su ímpetu de un lado para otro, volviéndose hacia ellos y golpeándolos, como la ventolera infernal de Dante, parecían también poseídos de un furor y de un terror antiguos. Tenían el rostro sucio de sudor y ceniza, los uniformes hechos jirones. También ellos, hombres humillados entonces, no ya hombres libres, no va orgullosos vencedores, sino miserables vencidos en manos de la ciega furia de la naturaleza; también ellos estaban encenagados hasta lo más profundo del alma en el fuego que abrasaba el cielo y la Tierra.
De vez en cuando un tenue y sofocado estremecimiento, propagándose por las misteriosas entrañas de la tierra, sacudía el pavimento bajo nuestros pies y hacía estremecerse la casa. Una voz ronca, profunda, brotaba de los pozos, de las bocas de los albañales. Las fuentes soplaban vapores sulfurosos, o arrojaban salpicaduras de barro hirviendo. Aquel rumor subterráneo, aquella voz profunda del fango hirviendo, mancillaba, saliendo de las vísceras de la tierra, la miserable plebe que en aquellos dolorosos años, para sustraerse a los despiadados bombardeos, se había refugiado a vivir en los meandros del antiguo acueducto angevino, excavado bajo el suelo de Nápoles, según los arqueólogos, por los primeros habitantes de la ciudad, que fueron griegos o fenicios, o acaso pelasgios, aquellos hombres misteriosos venidos por el mar. Del acueducto angevino y de su extraña población habla ya Boccaccio en la novela de Andreuccio de Perugia. Aquellos infelices desembocaban de su sórdido infierno, saliendo de estos antros oscuros, de los pozos, de las bocas de las cloacas, llevando sobre los hombros sus míseros enseres, o, como nuevo Eneas, el anciano padre o los tiernos hijos, o el «pecuriello», el cordero pascual, que en los días de Pascua (eran precisamente los días de Semana Santa) alegraba la más miserable casa napolitana y es sagrado porque es la imagen de Cristo.
Aquella «resurrección», a la cual la coincidencia de la Pascua daba un sentido atroz, el salir del sepulcro de aquellas multitudes andrajosas, era signo seguro de grave e inminente peligro. Porque lo que no pueden el hombre, ni el cólera, ni el terremoto que según antigua creencia arruina los palacios y los tugurios, pero respeta las grutas y los subterráneos excavados bajo los cimientos de Nápoles, lo podían los ríos de fango hirviente con los cuales el maligno Vesubio se complacía en arrojar de las cloacas, como ratas, a aquellos desgraciados.
Aquella muchedumbre de larvas sucias de fango que desembocaban de todas partes de bajo tierra, aquella turbamulta que, como un río desbordado, se precipitaba espumeante hacia la ciudad baja, y las peleas y los gritos, las lágrimas, las blasfemias, los cantos, los temores y las fugas improvisadas, las luchas feroces alrededor de un tabernáculo, de una fuente, de una cruz, de un horno, creaban en toda la ciudad un horrendo y maravilloso tumulto, que venía a desembocar en la marina, en Vía Partenope, en Vía Varacciolo, en la Rivera de Chiaia, en las calles y las plazas que de Granili a Mergelline dan vista al mar; como si el pueblo, en su desesperación; sólo en el mar esperase la salvación, o que las olas apagasen el fuego que abrasaba la tierra, o que la piedad milagrosa de la Virgen, o de san Genaro, les diese el poder de caminar sobre las aguas y huir.
Pero llegada ante el mar, desde el cual se abría el pavoroso espectáculo del Vesubio rugiente, de los riachuelos de lava serpenteando por los flancos del volcán, de los pueblecitos en llamas, la muchedumbre caía de rodillas, y a la vista del mar, cubierto por doquier de una piel horrible manchada de verde y amarillo como la piel de un repugnante reptil con ruidosos llantos, con aullidos bestiales, con blasfemias salvajes, la muchedumbre imploraba el auxilio del cielo. Y muchos se arrojaban a las olas, esperando poder dominarlas, y miserablemente se ahogaban, incitados por las imprecaciones y las atroces injurias de la plebe enfurecida y celosa.
Después de mucho vagar, desembocamos finalmente en la inmensa plaza dominada por el Maschio Angioino, que se abre delante del puerto. Y de allí, frente a nosotros, envuelto en su manto de púrpura, apareció el Vesubio. Aquel César espectral de cabeza de perro, sentado en su trono de lava y de cenizas, partía el cielo con su frente coronada de llamas y ladraba horriblemente. El árbol de fuego que salía de su boca se hundía profundamente en la bóveda celeste, desaparecía en los abismos superiores. Ríos de sangre brotaban de sus rojas fauces abiertas, y la tierra, el cielo y el mar temblaban.
La multitud que llenaba la plaza tenía los rostros pálidos y relucientes surcados por sombras blancas y negras, como en una fotografía hecha bajo la luz de magnesio. Algo de esa inmovilidad helada y cruel de la fotografía aparecía en aquellos ojos abiertos y fijos, en aquellos rostros inquietos, en las fachadas de las casas, en los muros, trepaba por las tuberías y las cornisas de las terrazas; contra el cielo sanguíneo, de un tono triste, tendiendo a violeta, aquella especie de encía roja que orlaba los techos contrastaba con efectos alucinantes. Multitudes de gentes acudían al mar desembocando por los cien callejones que por todas partes dan a la plaza, y caminando con el rostro en alto mirando las negras nubes, preñadas de pedruscos encendidos que flotaban en el cielo que se extendía sobre el mar, y las piedras incandescentes que rasgaban el aire silbando como cometas. Clamores terribles se alzaban de la plaza. Y de vez en cuando un profundo silencio caía sobre la muchedumbre, roto por un gemido, por un llanto, por un grito inesperado, un grito solitario que moría en seguida sin despertar eco, como un grito en la desnuda cumbre de un monte.
Allá, en el fondo de la plaza, turbas de soldados americanos trataban de forzar las cancela que cierran el acceso al puerto, intentando torcer las gruesas barras de hierro. Las sirenas de las naves imploraban ayuda con roncos gritos lastimeros; sobre los puentes, a lo largo de las murallas, se reunían piquetes de marineros armados; peleas tremendas se encendían en los muelles y las pasarelas de los buques entre los marineros y los grupos de, soldados, enloquecidos de terror, que asaltaban la nave para buscar amparo contra la furia del Vesubio. Aquí y allá, perdidos entre la muchedumbre, soldados americanos, franceses, ingleses, negros y polacos erraban atónitos y desorientados; unos estrechaban el brazo de alguna mujer de buen ver, tratando de ser generosos en rendirlas, y parecía que las hubiesen robado; otros se dejaban llevar de la corriente, embrutecidos por la crueldad y la novedad del inane flagelo. Negros casi desnudos, como si hubiesen en aquella multitud encontrado su antigua selva, se agitaban en medio de la gente con las aletas de la nariz coloradas y rojas, los ojos blancos y redondos saliéndoles de la frente negra, ataviados con racimos de prostitutas, medio desnudas ellas también, o envueltas en los sagrados atavíos de seda amarilla, verde o roja de los burdeles. Y algunos entonaban ciertas letanías suyas, otros gritaban palabras misteriosas con voces agudísimas, otros invocaban cadenciosamente el nombre de Dios:
—Oh God! Oh my God!
Y se abrían paso con los brazos en aquel mar de cabezas y de rostros descompuestos y tenían los ojos fijos en el cielo como si espiasen, a través de la lluvia de cenizas y de fuego, el lento vuelo de un ángel armado con una espada flameante.
La noche declinaba ya, y el cielo, allá abajo, hacia Capri, y sobre la espalda selvática de los montes de Sorrento, palidecía tiernamente. Los mismos fuegos del Vesubio perdían algo de su terrible resplandor, adquirían unas transparencias verdes, y las llamas iban haciéndose rosadas como inmensos pétalos de rosa que el viento esparcía por el aire. Los ríos de lava, a medida que la calígine nocturna cedía a la incierta luz del alba, parecían apagarse, se hacían más opacos, se transformaban en negras serpientes como el hierro candente que, dejado sobre el yunque, se cubre poco a poco de negras escamas, en las cuales lucen murientes chispas verdes y azules.
En aquel infernal paisaje, que aún rugiente de rojas tinieblas el alba iba sacando del profundo seno de la noche de fuego, como una mata de corales que saliese del fondo marino (la luz virginal del día lavaba el verde pálido de los viñedos, el viejo plateado de los olivos, el azul profundo de los cipreses y los pinos, el oro sensual de las retamas), los negros ríos de lava resplandecían con fúnebre fulgor, con ese negro brillante que tienen ciertos crustáceos en la orilla del mar, tocados por el sol, o ciertas piedras negras bañadas por la lluvia. Y poco a poco, allá abajo, detrás de Sorrento, una mancha rosa aparecía en el horizonte, liberándose lentamente en el aire, y el cielo entero, preñado de amarillas nubes sulfúreas, se teñía en aquella sangre transparente. Hasta que de improviso el sol hizo irrupción fuera de las nubes y apareció blanco, semejante a los párpados de un pájaro moribundo.
Un inmenso clamor se levantó en la plaza. La multitud tendía los brazos hacia el sol naciente gritando: O sole! O sole!, como si fuese aquella en realidad la primera vez que el sol saliese en Nápoles fuera del abismo del caos, en medio del tumulto de la creación, del fondo del mar todavía no totalmente creado. Y como siempre en Nápoles, después del terror y de las luchas y de las lágrimas, el retorno del sol al cabo de una noche de tan interminable angustia, transformó el horror y el llanto en júbilo y alegría. Estallaron aquí y allá el primer batir de manos, las primeras voces de alegría, los primeros cantos, y esos gritos guturales, modulados sobre los antiquísimos temas melódicos del primigenio terror, del placer, del amor, con los cuales el pueblo napolitano expresa a la manera de los animales, es decir de una manera maravillosamente ingenua e inocente, el júbilo, el estupor y el feliz temor que siempre acompaña, en los hombres y en los animales, el júbilo rencontrado y el estupor de vivir.
Bandadas de chiquillos corrían tras la muchedumbre de un lado a otro de la plaza gritando: E fornuta! E fornuta! y aquellas voces de: «¡Ha acabado! ¡Ha acabado!», eran el anuncio del fin del azote, fuese del volcán o de la guerra. La muchedumbre respondía: E fornuta! E fornuta!, porque siempre la aparición del sol engañaba al pueblo napolitano, le da la falaz esperanza del fin de sus desventuras y miserias. Un carro arrastrado por un caballo entró por Vía Medina, y el caballo suscitó el júbilo y estupor de la muchedumbre, como si fuese el primer caballo de la creación. Todos gritaban: ’U bi! ’u bi! ’o cavallo! Y he aquí que por todas partes, como por encanto, se alzaron las voces de los vendedores ambulantes que ofrecían imágenes santas, rosarios y amuletos, huesos de muerto y tarjetas postales representando erupciones del Vesubio y la imagen de san Genaro que con el ademán detuvo el alud de lava en las puertas de Nápoles.
De improviso se oyó en el cielo el roncar de unos motores y todos levantaron la vista.
Una escuadrilla de cazas americanos había alzado el vuelo del campo de aviación de Capodichino y se dirigía contra la enorme nube negra, la «sepie» preñada de pedruscos encendidos que el viento empujaba lentamente hacia Castellamare di Stabia. Al cabo de algunos instantes se oyó el toc toc de las ametralladoras, y la horrenda nube pareció detenerse, hacer frente a los asaltantes. Los cazas americanos trataban de hender la nube con las ráfagas de sus ametralladoras, hacer precipitar el alud de piedras candentes sobre el trozo de mar que se extiende entre el Vesubio y Castellamare para tratar de salvar de la ruina a la infausta ciudad. Era una empresa desesperada, y la muchedumbre contenía la respiración. Un profundo silencio cayó sobre la plaza.
De las rasgaduras que las ráfagas de las ametralladoras producían en la nube caían al mar torrentes de piedras incandescentes, levantando altos surtidores de agua rosada, y árboles de vapor de un verde intenso, y cometas de cenizas candentes, y maravillosas rosas de fuego que lentamente se deshojaban por el aire. ’U bi! ’U bi!, gritaban la muchedumbre batiendo las manos. Pero la horrenda nube, empujada por el viento que soplaba del Septentrión, se acercaba cada vez más a Castellamare.
Y de repente, uno de los cazas americanos, parecido a un halcón de plata, se arrojó fulmíneo contra la «sepie», la desgarró con sus espolones, penetró en el desgarrón y estalló con una horrible detonación dentro de la nube que se abrió como una inmensa rosa negra y se precipitó en el mar.