La bomba había caído en la callejuela de Pallonetto, más allá de la cinta de muros de los jardines. Durante algunos instantes no oímos más que el sordo estrépito de los muros que se derrumbaban; después, unos gemidos vagos, un llamar aún incierto y espaciado, un solo aullido, un solo llanto, un correr precipitado de la gente presa del terror, un llamar furioso a los portones de entrada en el patio y las voces de la servidumbre tratando de dominar el clamor confuso que, poco a poco, se acercaba, crecía hasta que un grito estridente resonó en la antigua biblioteca. Abrimos la puerta y nos asomamos al umbral.
De pie en medio de la sala, que un candelabro traído por un sirviente atemorizado e indignado iluminaba con una luz rojiza, había un grupo de mujeres horrorizadas, casi desnudas en gran parte, que agarradas unas a otras gemían y aullaban, ya con agudos gritos bestiales, ya con un mugir ronco y feroz. Todas tenían el rostro vuelto hacia la puerta por donde habían entrado como con el terror de que la muerte las siguiese y entrase por aquella puerta. No se volvieron siquiera cuando, alzando la voz, tratamos de tranquilizarlas, de calmar su espanto.
Cuando, finalmente, se volvieron, retrocedimos aterrados. Aquellos rostros eran de fiera; descarnados, exangües, llenos de manchas y postillas que primero me parecieron de sangre y después vi que eran de tierra. El ojo era turbio y fijo, la boca babeaba. Sobre las frentes bañadas de sudor se erizaban los cabellos que caían sobre el pecho y los hombros en mechones desordenados e hirsutos, Muchas, sorprendidas en medio del sueño, estaban casi desnudas, y trataban con selvático pudor de ocultar el seno fláccido, o la espalda huesuda con el borde de una manta o los brazos cruzados. Agrupados en medio de aquella bestial multitud femenina, unos rostros pálidos y amedrentados de chiquillos nos espiaban por entre las faldas con una extraña violencia en su mirada fija.
Sobre la mesa había un montón de periódicos, y el príncipe de Candia, ayudado por los sirvientes, los hacía distribuir entre aquellas infelices para que pudiesen ocultar sus desnudeces. Eran aquellas mujeres vecinas de casa, si así puede decirse, de nuestro huésped, que las llamaba por sus nombres con una antigua familiaridad. Tranquilizadas, sea por la suave luz de los candelabros que los criados habían dispuesto sobre el zócalo de la biblioteca y sobre la mesa, sea por nuestra presencia, y más aún por la del príncipe de Candia, «o signore», como ellas lo llamaban, sea por encontrarse en aquella sala con las paredes enriquecidas por el dorado reflejo de las encuadernaciones de los libros y del dulce resplandor de los bustos de mármol alineados sobre las repisas de la biblioteca, se habían calmado poco a poco, no gritaban ya tan salvajemente, pero gemían u oraban a media voz, invocaban la misericordia de la Virgen; hasta que se callaron, y sólo de vez en cuando el aislado llanto de un chiquillo, o un grito que se alzase lejano en la noche rompían en un sordo murmullo, no ya de fiera, sino de perro herido.
El dueño les dijo en voz alta y breve que se sentasen. Hizo traer sillas, butacas, almohadones, y todas aquellas infelices se acurrucaron silenciosamente y callaron. El huésped hizo distribuir vino; excusándose de no poder darles pan porque no tenía, tan difíciles eran aquellos tiempos incluso para los señores; y dio orden de que se preparase café para los chiquillos.
Pero cuando los criados, escanciando el vino en los vasos y puestos los frascos sobre la mesa, se retiraron al fondo de la sala, en espera de las órdenes del dueño, vimos con sorpresa salir de un rincón de la sala a un hombre pequeño, encorvado, que acercándose a la mesa cogió con ambas manos uno de los jarros, y yendo de una mujer a otra llenó sus vasos hasta que el jarro quedó vacío. Acercándose entonces al huésped, e inclinándose torpemente, dijo con voz ronca:
—Con permiso de Vuestra Excelencia —y vertiéndose de otro jarro un vaso de vino, lo bebió de un trago.
Nos dimos cuenta entonces de que era jorobado. Era un hombre de unos cincuenta años, calvo, de rostro alargado y seco, bigotudo, con ojos negros y peludos. Algunas risas estallaron por la sala; una voz lo llamó por su nombre: «¡Gennariello!», y a aquella voz que debía serle conocida, el jorobado se volvió y sonrió a una mujer, no joven ya, gorda y flácida de cuerpo, y de rostro demacradísimo, que se acercaba a él tendiéndole los brazos. Todos lo rodearon en el acto, y cuál le tendía el vaso, cuál trataba de arrebatarle el jarro, cuál, en fin, como poseída de sacro furor, restregaba su fláccido seno contra la joroba, riendo histéricamente y gritando: Vi’che fortuna! Vi’che foruna m’ha da venil.
El huésped había hecho una seña a los servidores para que los dejaran y miraba con estupor y desagrado aquella escena que acaso en otro momento lo hubiera hecho sonreír o incluso divertido. Yo me encontraba cerca de Jack y lo observé; también él contemplaba la escena, pero con mirada severa, en la cual el estupor contendía con el desprecio. Consuelo y María Teresa estaban escondidas detrás de nosotros, más por pudor que por miedo. Y, entretanto, el jorobado que todas conocía y que era, como supimos después, un vendedor ambulante de cintas, peines y cabello postizo que hacía diariamente el recorrido de todos los tugurios del Pallonetto, se había animado no sé si por el vino o por el deseo, y había comenzado hacer una especie de pantomima, cuyo tema era algún hecho mitológico, las aventuras terrenales de algún dios, o la metamorfosis de algún bello jovenzuelo. Yo contenía la respiración, apretando fuertemente el brazo de Jack para advertirle que estuviese atento y para comunicarle un poco del extraordinario placer que me causaba aquella inusitada escena.
El jorobado se volvió primero hacia su huésped para inclinarse y decir «con su licencia», e hizo algunas piruetas acompañadas de muecas y pequeños gritos guturales; poco a poco se había entusiasmado y corría de una parte a otra de la sala agitando los brazos, golpeándose el pecho con las dos manos, o soltando por su repugnante boca sonidos groseros, gemidos, palabras malsonantes. Alargaba los brazos en el aire abriendo y cerrando las manos como si quisiese coger algo que revolotease en el espacio, pájaro, nube o ángel, o una flor arrojada de una ventana, o un jirón de ropa furtivo; y una mujer primero, otra después, otra aún, con los dientes apretados, jadeando como presa de una irrefrenable conmoción, se levantaron y se pusieron alrededor de él. Y una lo golpeaba con la cadera, otra trataba de acariciarle la cara, alguna quería agarrarle con ambas manos la enorme joroba, mientras las demás mujeres, los chiquillos y los mismos criados, casi como si asistiesen a una divertida e inocente comedia cuyo argumento les fuese familiar y pudiesen penetrar el oculto sentido, se reían e incitaban a los comediantes con su batir de manos, con palabras ásperas y truncadas, como un agitar de sus miembros.
Entretanto, otras mujeres habían seguido a las primeras y en torno al jorobado se agrupaba ya una multitud de mujeres que hablaban a la vez, primero en voz baja, después cada vez con voz más alta y estridente, al final con un gritar insensato que salía confusamente de sus bocas espumeantes, encerrando al jorobado dentro de un círculo amenazador y golpeándolo como podría hacerlo una muchedumbre de hembras enfurecidas contra un sátiro que hubiese intentado atentar al honor de una chiquilla.
El jorobado trataba de evitarlas, se tapaba el rostro con las manos, arremetía con la cabeza baja contra el círculo que iba estrechándose paulatinamente y daba con la frente, ahora contra el vientre de una, ahora en el seno de la otra, gritando siempre sus soeces palabras con una furia, un terror, un placer que al fin culminó en un agudo grito, altísimo, desesperado; y así ululando se arrojó a tierra, se contorsionó sobre su espalda deforme, como si tratase de defender su joroba contra la furia de sus perseguidoras. Y éstas se arrojaban encima de él, destrozándole las ropas, desnudándole a la fuerza, mordiéndole las carnes desnudas y tratando de volverlo sobre la espalda como hace un pescador cuando arrastra a la orilla una tortuga trata de volverla sobre la concha. De repente oímos un fragor horrendo, una nube de polvo entró por las ventanas abiertas y el soplo de la explosión apagó las bujías.
En el repentino silencio no se oyó más que el jadear de los pechos y el rugido que producen los muros al derrumbarse. Después, un aullido confuso resonó en la sala, un gemir, un suspirar violento, un llorar alto y estridente, y al resplandor de las bujías, que los criados se habían apresurado a encender de nuevo, vimos sobre el pavimento un montón de mujeres inmóviles, con ojos desmesuradamente abiertos, y en medie de ellas al jorobado, desgarrado y lívido, que apenas volvió la luz se levantó, franqueó el intrincado círculo de mujeres y huyó por la puerta.
—No tengáis miedo, no os mováis —gritaba nuestro huésped a aquellas infelices mujeres que agarradas a sus chiquillos y estrujándolos contra su pecho se precipitaban hacia la puerta presa del terror—. ¿Dónde queréis ir? No os mováis de aquí, no tengáis miedo. —Y los criados, de pie en el umbral, abrían los brazos tratando de detener a aquella multitud de mujeres alocadas por el terror. Pero en aquel momento se oyó un gran barullo en la antecámara y un grupo de hombres, trayendo en brazos una jovencita que parecía desvanecida, apareció en el umbral.
Como una loba en las selvas del Septentrión, que perseguida por los cazadores y los perros se hunde en lo más profundo del bosque con el lobezno herido, y empujada por el instinto maternal, más fuerte que el miedo, busca refugio en la casa del leñador, y araña su puerta, y llama, y al hombre aterrado le muestra su prole ensangrentada, pidiéndole con la voz y los ademanes poder entrar, ponerse a salvo en la segura tibieza de la casa, así aquellos infelices buscaban contra la muerte refugio en la casa del «señor», mostrándole desde el umbral el cuerpo ensangrentado de la jovencita.
—Háganlos entrar, háganlos entrar —dijo a los criados nuestro huésped, apartando con el ademán la turba de mujeres; y él mismo precedió al grupo de hombres en la sala, buscando con la mirada un sitio donde depositar la muchachita.
—Ponedla aquí —dijo, despejando la mesa con el brazo, sin cuidarse de los vasos ni los jarros, que rodaron por el suelo.
Apenas depositada sobre la mesa, la muchachita pareció sin vida. Yacía exánime, un brazo abajo en el flanco, otro levemente apoyado sobre el seno izquierdo, destrozado por el peso de una viga o de un muro. Pero aquella horrible muerte no había alterado su rostro ni le había dado esa expresión de terror y al propio tiempo de éxtasis que tienen los muertos apenas desenterrados de los escombros. Tenía los ojos dulces, la frente serena, los labios sonrientes. Todo parecía frío e inerte en aquel cuerpo sin vida, salvo la mirada y la sonrisa, que eran suaves y extrañamente vivas. Aquel cadáver, tendido sobre aquella mesa, daba a la escena un tono claro y tranquilo; hacía de la sala, de la gente, un paisaje lleno de serenidad, dominado por la indiferencia alta y sencilla de la naturaleza.
El huésped había tomado el pulso de la muchacha y callaba. Y todos a su alrededor tenían la vista fija en el rostro del «señor», en espera, no ya de juicio sino de su decisión, como si sólo él pudiese decidir, y fuese el único en tener derecho, si la muchacha estaba todavía viva o había ya muerto y sólo de su decisión dependiese la suerte de la infeliz criatura; tanta es en Nápoles la fe de la plebe en los «señores», y la costumbre secular de depender, en la vida y en la muerte, de ellos.
—Dios se la ha llevado —dijo el huésped.
Y ante estas palabras, todos comenzaron a aullar, a gritar, a desgarrarse el rostro y a golpearse si pecho con los puños cerrados, a invocar en voz alta el nombre de la muerta: «Concetti! Concetti!», y dos viejas repugnantes, arrojándose sobre la criatura, la besaban y abrazaban con furia salvaje, sacudiéndola de vez en cuando como para despertarla, y gritaban: Scétate, Concetti! Oh, scétate, Concetti! Este grito estaba tan lleno de rabioso reproche, de furor desesperado, era tan amenazador, que yo esperaba de un momento a otro ver a las viejas golpear a la muerta.
—Llevadla allá —dijo el huésped a los criados; éstos, arrancando a viva fuerza a las dos viejas del cuerpo de la chiquilla y repeliendo a las demás mujeres con una violencia que me hubiera indignado si no hubiese sido piadosa, levantaron dulcemente a la pobre muerta y con una extraña delicadeza la transportaron al comedor, depositándola sobre las antiguas blondas de Sicilia que cubrían la inmensa mesa.
La muchachita estaba casi desnuda, como están los cadáveres desenterrados de los escombros de un bombardeo. Y el huésped, levantando los bordes del precioso mantel, cubrió con ellos las carnes desnudas. Pero la mano de Consuelo se posó sobre su brazo, y dijo:
—Váyanse, déjenos a nosotras; es cosa de mujeres.
Salimos todos del comedor, donde quedaron únicamente Consuelo, María Teresa y algunas de aquellas mujeres, acaso parientas de la muerta.
Sentados en la habitación que da al jardín, a oscuras, contemplábamos el Vesubio y la argentina extensión del mar sobre el cual el viento levantaba las doradas escamas de la luna, haciéndolas centellear como escamas de pescado. Un olor fuerte de mar, al cual se mezclaba el aroma claro y fresco del jardín embalsamado por el húmedo sueño de las flores y el temblor de la hierba nocturna, entraba por las ventanas abiertas. Era un olor rojo y cálido, con sabor de alga y de cangrejo, que en el aire frío, recorrido ya por los lánguidos escalofríos de la primavera inminente, suscitaba la imagen de un toldo escarlata ondeado al viento. Una nube de un verde pálido se alza allá, en el fondo de la montaña de Agerola. Yo pensaba en las naranjas que la aproximación de la primavera doraba ya en los jardines de Sorrento, y me parecía oír un solitario canto de marinero errante triste sobre el mar.
Era ya casi el alba. El aire era tan transparente que las verdes venas del cielo resaltaban sobre el fondo azul dibujando extraños arabescos, parecidos a las nervaduras de una hoja. Todo el cielo semblaba como una hoja bajo la brisa matutina; y el canto de los pájaros en los jardines contiguos, ese temblor que el presentimiento del día difunde por los árboles formaban una música suave y triste. El alba surgía, no ya del horizonte, sino del fondo del mar, como un enorme cangrejo rosa, entre las selvas de corales purpúreos parecidos a los cuernos de una manada de ciervos que errase por los profundos pastos submarinos. El golfo, entre Sorrento e Ischia, era como una rosada concha abierta; Capri, lejano pálida piedra desnuda, lanzaba un muerto resplandor de madreperla.
El olor rojo del mar estaba lleno de mil leves susurros, de piar de pájaros, de batir de alar, una hierba de un verde agudo despuntaba sobre las olas de cristal. Una nube blanca salía del cráter del Vesubio y se elevaba hacia el cielo como un enorme velero. La ciudad estaba todavía envuelta en la niebla de la noche; pero ya pálidas luces se encendían en el fondo de los callejones. Eran las luces de las imágenes sagradas que, prohibidas durante la noche por la amenaza de los bombardeos, los fieles encendían en sus tabernáculos al apuntar el día; y las estatuitas de cera y de cartón piedra pintadas representando las ánimas del purgatorio ardiendo en un ramillete de llamas como un ramillete de flores rojas, se encendían de improviso a los pies de la Virgen vestida de azul. La luna, declinando ya, vertía sobre los tejados, por los que corría todavía el humo de las explosiones, su pálido silencio. Del callejón de Santa María Egipcíaca salía un pequeño cortejo de chiquillas vestidas con cándidos velos, un rosario envuelto en la muñeca, un librito negro entre las manos enguantadas de blanco. En un jeep parado delante de una Estación Profiláctica, dos negros seguían con sus grandes ojos blancos el cortejo de las comulgantes. La Virgen, en el fondo de los tabernáculos, resplandecía cual gota de cielo azul.
Una estrella atravesó el firmamento y se apagó en el mar entre Capri e Ischia. Era el mes de marzo, la dulce estación durante la cual las naranjas demasiado maduras, casi podridas, comienzan a caer con un golpe sordo en el suelo como si fuesen estrellas de los altos jardines del cielo. Yo miraba el Vesubio, verde por la luz de la luna; y un sutil horror se apoderaba paulatinamente de mí. No había visto nunca el Vesubio de un color tan extraño; era verde como el rostro descompuesto de un cadáver.
Nos asomamos a la puerta y una escena extraordinaria se ofreció a nuestros ojos. La jovencita yacía enteramente desnuda; y María Teresa estaba lavándola y secándola, ayudada por algunas de aquellas mujeres que le traían la jofaina de agua tibia, la botella de agua de Colonia, la esponja, las toallas, mientras Consuelo levantándole la cabeza con una mano, le peinaba con la otra el cabello. Nosotros contemplábamos desde el umbral la escena dulce y viva; la luz dorada de los candelabros, el reflejo azul de los espejos, el delicado resplandor de las porcelanas y los cristales y el verde paisaje pintado sobre las paredes, los lejanos castillos, los bosques, el río, los prados en los que los caballeros cubiertos de hierro, de cimera ondeante de largas plumas rojas y turquesas, galopaban uno junto a otro levantando la flamante espada, como los héroes y las heroínas de Tasso en las pinturas de Salvatore Rosa, daban a aquella escena el aura patética de un episodio de la Jerusalén liberada. La jovencita, desnuda, muerta y tendida sobre la mesa, era ciertamente Clorinda; aquéllas, las exequias de Clorinda.
Todos en torno a ella callaban, sólo se oía el gemir ahogado de la turba andrajosa y desgreñada de mujeres asomadas a la puerta de la biblioteca, y el llanto de un chiquillo que acaso no lloraba de miedo, sino de maravilla, turbado por aquella escena dulce y triste, por el tibio resplandor de las bujías, por los ademanes misteriosos de aquellas dos bellísimas jóvenes tan ricamente vestidas, inclinadas sobre aquel blanco cadáver desnudo.
De repente, Consuelo se quitó los escarpines de seda y las medias y con rápidos y precisos ademanes vistió con ellos a la muerta. Después se quitó la blusa de raso, la falda y la combinación. Se desnudaba lentamente, tenía el rostro palidísimo, los ojos iluminados por un extraño y firme resplandor. Las mujeres asomadas a la puerta entraban una a una, juntaban las manos, y riendo o llorando, radiante su rostro de una maravillosa alegría, contemplaban a la muchacha tendida sobre el rico lecho de muerte, con su espléndido atavío funerario. Voces dolientes y a la vez alegres se levantaban en torno.
—Oh, bella! Oh, bella! —Y otros rostros aparecían en el umbral, hombres, mujeres y niños entraban, juntaban las manos y gritaban—: Oh, bella! Oh, bella!
Y muchos se arrodillaban orando, como delante de una imagen sacra o una milagrosa Madonna.
—O miracolo! O miracolo! —gritó de repente una voz ácida.
—O miracolo! O miracolo! —gritaron todos, echándose hacia atrás, casi como si temiesen mancillar con sus miserables andrajos el espléndido vestido de raso de la pobre Concettina, milagrosamente transformada por la muerte en Princesa del Destino, en estatua de la Madonna. Al poco tiempo, toda la plebe del Pallonetto, llamada por la voz milagro, se reunía ante la puerta y un aire de fiesta invadió la estancia. Vinieron viejas con cirios encendidos y rosarios, recitando letanías, seguidas de mujeres y chiquillos que traían flores, y esas golosinas que es antigua costumbre en Nápoles comer durante las honras fúnebres. Otras traían vino, algunos limones o frutos. Otras, chiquillos vendados, o impedidos, o enfermos, para que pudieran tocar a la muerta «milagrosa».
Otras, todas ellas muy jóvenes, de ojos y cabellos negros, rostro pálido y amenazador, y hombros desnudos envueltos en chales de colores violentos, circundaron la mesa donde yacía Concettina y entonaron los antiquísimos cantos fúnebres con los cuales el pueblo napolitano acompaña a sus muertos largo rato por las calles, recordando y llorando los bienes de la vida, el solo bien, el amor, evocando los días felices y las noches afectuosas, y los besos, y las caricias, y las lágrimas amorosas, y se despedían de ellos en el umbral del país prohibido. Eran cantos fúnebres y parecían de amor, tan suavemente eran modulados y cálidos de una sensualidad triste y resignada.
Aquella multitud festivamente llorosa se movía en aquella sala como si estuviesen en cualquier plaza popular de Nápoles en un día de fiesta o de luto; y nadie, ni aun las jóvenes que cantaban, pese a que la rodearan y la tocasen, parecía darse cuenta de la presencia de Consuelo, que casi desnuda, blanca y temblorosa, estaba de pie al lado de la muerta, mirando fijamente su rostro con una extraña mirada, no sé si de miedo o de algún misterioso sentimiento. Hasta que María Teresa, sosteniéndola amorosamente en sus brazos, la apartó de la muchedumbre.
Mientras aquellas dos mujeres misericordiosas, abrazadas una a otra, temblorosas y sumidas en lágrimas, subían lentamente la escalera, un grito terrible desgarró la noche y un inmenso resplandor de sangre iluminó el cielo.