Nos levantamos de la mesa y, abiertas las ventanas nos asomamos al profundo abismo que por el lado que mira al Posillipo se abre al pie del abrupto Monte di Dio sobre el que se levanta el palacio del príncipe de Candia. Como desde lo alto de un castillo izado sobre la cumbre de una montaña el ojo explora y contempla la baja llanura, así nuestra mirada abarcaba toda la inmensa extensión de casas que, desde la colina del Posillipo, baja a lo largo del mar hasta las murallas a pico de Monte di Dio.

La luna lanzaba su dulcísima luz sobre las casas y los jardines dorando los antepechos de las ventanas y los bordes de las terrazas. Los árboles, tras los muros de los huertos, chorreaban esa tierna luz como si fuese miel; y los pájaros, entre las ramas, dentro los setos de espliego, entre las relucientes hojas de los laureles y las magnolias, se habían despertado al oír aquella voz lejana, y cantaban.

Poco a poco la voz se acercaba, llenaba el cielo, parecida a una inmensa nube sonora, y haciéndose casi sensible a los ojos, se hacía más densa y turbaba la claridad leve de la luna. Subía de los barrios bajos a lo largo del mar, se propagaba de casa en casa, de calle en calle, hasta que se convertía en un clamor, en un grito, en un llanto humano.

Nos alejamos de la ventana y entramos en la sala antigua que daba sobre el jardín por la parte opuesta a Monte di Dio, hacia el puerto. Por los ventanales abiertos se veía el abismo glauco y dorado del mar, el puerto humeante, y allí frente a nosotros, pálido, aflorando fuera de la áurea calígine de la luna, el Vesubio. Resplandecía en medio del cielo la luna apoyada sobre el hombro del Vesubio como el ánfora de barro sobre el hombro de la portadora de agua. Lejana, en el borde, del horizonte, erraba la isla de Capri, de un delicado color violeta, y el mar, estriado de corrientes aquí blancas, allá verdes y más allá purpúreas, tenía una sonoridad argentina en medio de aquel triste y afectuoso paisaje. Como en una vieja estampa descolorida, aquel mar, aquellos montes, aquellas islas, aquel cielo, aquel Vesubio de alta frente coronada de fuego, tenían en la noche serena un aspecto patético y dulce, la palidez propia de la belleza de la naturaleza que ha llegado al límite del sufrimiento; y me producían dentro de mí corazón como una pena de amor.

Consuelo estaba sentada delante de mí, sobre el brazo de un sillón, cerca de uno de los ventanales abiertos a la noche. Yo la veía de perfil; el rostro rubio, la áurea cabellera y el níveo resplandor del cuello, se liberaban en el dorado resplandor de la luna, apareciéndome con la gracia inmóvil de las estatuas sin cabeza. Iba vestida de seda color marfil, y el color de carne tomaba bajo el reflejo de la luna una palidez opaca de mármol antiguo.

Yo sentía la presencia del peligro como una presencia extraña, como algo ajeno a mí, como un objeto que yo pudiese tocar, mirar. Me gusta mantenerme alejado del peligro; poder extender los brazos con los ojos cerrados y apenas rozarlo, como uno toca con la mano, en la oscuridad, un objeto frío. Y estaba a punto de extender el brazo para rozar con mi mano el brazo de Consuelo, sin otra idea que tocar algo ajeno a mí, algo que fuese fuera de mí, casi para hacer un objeto del peligro inmanente en nosotros y de mi propia turbación, cuando una detonación horrísona desgarro la noche serena.