Capítulo octavo

Triunfo de Clorinda

—El Ejército americano —dijo el príncipe de Candia— tiene el mismo olor dulce y suave que las mujeres rubias.

Very kind of you —dijo el coronel Jack Hamilton.

—Es un ejército espléndido. Es un honor y un placer para nosotros haber sido vencidos por tal ejército.

—Es usted verdaderamente muy amable —dijo Jack, sonriendo.

—Han desembarcado ustedes en Italia con mucha cortesía —añadió el marqués Antonino Nunziante—; antes de entrar en nuestra casa han llamado a la puerta, como hacen todas las personas bien educadas. Si no hubiesen llamado no les hubiéramos abierto.

—A decir verdad —dijo Jack—, hemos llamado un poco demasiado fuerte. Tan fuerte que toda la casa se ha venido abajo.

—Esto no es más que un pormenor sin importancia —dijo el príncipe de Candia—; lo importante es que hayan llamado. Espero que no se quejarán del modo como les hemos recibido.

—No hubiéramos podido desear huéspedes más corteses —dijo Jack—; sólo nos resta pedirles perdón por haber ganado la guerra.

—Estoy seguro de que acabarán ustedes pidiéndonoslo —dijo el príncipe de Candia con ese aire suyo inocente e irónico de viejo napolitano

—No somos los únicos en deber pedirles perdón —dijo Jack—; también los ingleses han ganado la guerra; pero ellos no se lo pedirán nunca.

—Si los ingleses —dijo el barón Romano Avezzana, que había sido embajador en París y en Washington y había permanecido fiel a las grandes tradiciones de la diplomacia europea— esperan que nosotros les pidamos perdón por haber perdido la guerra, se equivocan. La política italiana está basada en el principio fundamental de que hay siempre alguien más que pierde la guerra por cuenta de Italia.

—Tengo curiosidad por saber —dijo Jack riéndose— quién ha perdido esta vez la guerra por cuenta de ustedes.

—Los rusos, naturalmente —contestó el príncipe de Candia.

—¿Los rusos? —preguntó Jack, profundamente asombrado—. ¿Y por qué?

—Hace algunos días —dijo el príncipe de Candia— estaba cenando con el conde Sforza. Asistía también el vicecomisario soviético Wichinsky. Wichinsky contó que había preguntado a un muchacho napolitano si sabía quién había ganado la guerra. «Los ingleses y los italianos», había respondido el muchacho. «¿Y por qué?» «Porque los ingleses son primos de los americanos y los italianos son primos de los franceses». «Y de los rusos, ¿qué piensas? ¿Crees que ganarán la guerra ellos también?», había preguntado Wichinsky al muchacho. «¡Oh, no, los rusos la perderán!», respondió el muchacho. «¿Y por qué?» «Porque los rusos son primos de los alemanes».

Wonderful —exclamó Jack.

Alto, delgado, el rostro curtido por el sol y el viento marino, el príncipe de Candia era un ejemplar perfecto de esa nobleza napolitana que, entre las más antiguas y las más ilustres de Europa, acompaña a unos modales espléndidos un espíritu libre en el cual la ironía de los grandes señores franceses del 1700 atempera el orgullo de la sangre española. Tenía el cabello blanco y los ojos claros, la boca de labios sutiles. Su pequeña cabeza de estatua, sus manos leves de largos dedos afilados, contrastaban con sus anchos hombros de atleta, con su elegancia viril de hombre fuerte ejercitado en los deportes violentos.

Su madre era inglesa, y de la sangre inglesa tenía la mirada fría, la lentitud sobria y segura de los ademanes. Después de haber rivalizado durante su juventud con el príncipe Jean Gerace en llevar, incluso la moda de París y Londres, había, desde hacía muchos años, renunciado a los placeres mundanos para no tener contacto con aquella «nobleza» improvisada que Mussolini había llevado a las primeras filas de la vida política y social. Durante mucho tiempo no había dado que hablar de él. Su nombre había vuelto de pronto a la boca de todos cuando, en 1938, en ocasión de la visita de Hitler a Nápoles, se había negado a asistir al banquete dado en honor del Führer. Detenido y encerrado durante algunas semanas en la cárcel de Poggio Reale, fue más tarde desterrado por Mussolini a sus propiedades de Calabria. Lo cual le había valido la fama de hombre honrado e italiano libre, que no eran, en aquellos tiempos, títulos que despreciar, sino peligrosos.

El más afectuoso honor le había sido concedido el día de la liberación por haberse negado a formar parte del grupo de señores napolitanos elegidos para ofrecer al general Clark las llaves de la ciudad. De aquella negativa se había justificado sin altanería, con sencillez, diciendo que no era costumbre en su familia ofrecer las llaves de la ciudad a los invasores de Nápoles, y que no hacía más que seguir el ejemplo de su antepasado Berardo de Candia, que se había negado a rendir homenaje al rey Carlos VIII de Francia, conquistador de Nápoles, pese a que también Carlos VIII tuviese, en sus tiempos, fama de libedor. «¡Pero el general Clark es nuestro libedor!», había exclamado el prefecto que había sido el primero en tener la extraña idea de ofrecer las llaves de la ciudad al general Clark. «No lo dudo —había contestado con sencillez el príncipe de Candia—, pero yo soy un hombre libre y sólo siervos tienen necesidad de ser libertados». Todo el mundo esperaba que el general Clark, para vencer el orgullo del príncipe de Candia, lo mandase detener como era costumbre en los días de liberación. Pero el general Clark lo había invitado a cenar y lo había acogido con perfecta cortesía manifestándose orgulloso de conocer un italiano que tuviese el sentido de la dignidad.

—También los rusos —dijo la princesa Consuelo Caracciolo— son gente muy bien educada. El otro día, en Vía Toledo, el automóvil de Wichinsky mató al pekinés de la vieja duquesa de Amalfi, Wichinsky se apeó del auto, y después de haber expresado su profundo dolor ante la duquesa, le rogó que le permitiese el honor de acompañarle hasta el palacio de Amalfi. «.Gracias, prefiero regresar a casa a pie», le respondió con altivez la vieja duquesa dirigiendo una mirada de desprecio al banderín rojo con la insignia de la hoz y el martillo izado sobre la carrocería. Wichinsky se inclinó en silencio, volvió a subir al auto y se alejó rápidamente. Sólo entonces la duquesa se dio cuenta de que su pobre perro muerto había quedado en el auto de Wichinsky. Al día siguiente Wichinsky le mandó como regalo un bote de mermelada. La duquesa la probó y cayó al suelo desvanecida; aquella mermelada tenía sabor de perro muerto. La he probado yo también y les aseguro que sabía verdaderamente a perro.

—Los rusos, cuando son bien educados, son capaces de todo —dijo María Teresa Orilia.

—¿Está usted segura de que era mermelada de perro? —preguntó Jack, profundamente asombrado—; quizás era caviar.

—Probablemente —dijo el príncipe de Candia—. Wichinsky quiso rendir honores a la nobleza napolitana que es de las más antiguas de Europa. ¿No somos acaso dignos de recibir como regalo mermelada de perro?

—Son ustedes ciertamente dignos de recibir algo mejor —dije ingenuamente.

—En todo caso —dijo Consuelo—, yo prefiero la mermelada de perro que vuestro spam.

—Nuestro spam —replicó Jack— no es otra cosa que mermelada de cerdo.

—El otro día —dijo Antonino Nunziante— regresaba a casa y encontré un negro que comía con la familia de mi portero. Un bello negro, muy cortés. Me dijo que si los soldados americanos no comiesen spam habrían ya conquistado Berlín.

—Yo tengo mucha simpatía por los negros —dijo Consuelo—, tienen por lo menos el color de sus opiniones.

Leurs opinions son très blanches —replicó Jack—, ce son des véritables enfants.

—¿Hay muchos negros en el ejército americano? —preguntó María Teresa.

Il y a des nègres portout —dijo Jack—, même dans l’armée américaine.

—Un oficial inglés, el capitán Harari —dijo Consuelo—, me ha contado que en Inglaterra hay muchos soldados negros americanos. Una noche, durante una cena en el palacio de la Embajada de los Estados Unidos en Londres, el embajador le preguntó a Lady Wintermere cómo encontraba a los soldados americanos. «Son muy simpáticos», respondió Lady Wintermere, «pero no entiendo por qué se han traído detrás de ellos a todos esos pobres soldados blancos».

—Yo tampoco lo entiendo —dijo Jack, riéndose.

—Si no fuesen negros —añadió Consuelo—, sería muy difícil distinguirlos de los blancos. Los soldados americanos llevan todos el mismo uniforme.

Oui, naturellement —contestó Jack—, mais in faut quand même un oeil très exercé pour les distinguer des autres.

—El otro día —dijo el barón Romano Avezzana— me detuve en la Piazza San Ferdinando, al lado de un muchacho que estaba limpiando los zapatos a un soldado negro. El negro le preguntó al muchacho: «¿Eres italiano tú?» El pequeño limpiabotas napolitano le contestó: «¿Yo? No, yo soy negro».

—Este muchacho —dijo Jack— tiene mucho sentido político.

—Querrá usted decir que tiene mucho sentido histórico —dijo el barón Romano Avezzana.

—Yo me pregunto por qué el pueblo italiano quiere a los negros —dijo Jack.

—Los napolitanos son buenos —respondió el príncipe de Candia—, y quieren a los negros porque los negros son buenos también.

—Son ciertamente mejores que los blancos; más generosos, más humanos —dijo María Teresa—; los chiquillos no se equivocan nunca, y los chiquillos prefieren los negros a los blancos.

—Las mujeres tampoco se equivocan nunca —dijo el barón Romano Avezzana, suscitando los gritos de desdén de Consuelo y María Teresa.

—No comprendo —intervino Antonino Nunziante— por qué los negros se avergüenzan de ser negros. ¿Nos avergonzamos acaso nosotros de ser blancos?

—Los soldados negros —dijo Consuelo—, para convencer a las muchachas napolitanas a casarse con ellos, cuentan que son blancos como los demás, pero que en América, antes de embarcar Europa, los han teñido de negro para poder combatir de noche sin ser vistos por el enemigo. Cuando regresen a América, después de la guerra, se quitarán la pintura negra de la piel y volverán a ser blancos.

Ah, que c’est amusant! —exclamó Jack, riéndose tan a gusto que los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Algunas veces —dijo el príncipe de Candia— me avergüenzo de ser blanco. Afortunadamente no soy sólo blanco, soy cristiano también.

—Lo que nos hace imperdonables —replicó el barón Romano Avezzana— es precisamente ser cristianos.

Yo callaba y escuchaba, presa de un oscuro presentimiento. Callaba y mi mirada vagaba por las paredes llenas de rojas pinturas pompeyanas, los muebles dorados del tiempo del rey Murat, los grandes espejos venecianos, el techo pintado al fresco por algún pintor educado al gusto español de la Corte de Carlos III de Borbón. El palacio del príncipe de Candia no figura entre los más antiguos de Nápoles; es de la edad espléndida y miserable del máximo rigor de la dominación española, cuando los señores napolitanos, abandonando los tristes palacios de los alrededores de la Porta Capua y a lo largo del Decumano, comenzaron a construir sus suntuosas mansiones sobre el Monde di Dio.

Pese a que su arquitectura sea de ese pesado estilo barroco español, en gran boga durante el reinado de las Dos Sicilias, antes de que el Vanvitelli reclamase el honor de la clásica simplicidad de los antiguos, las habitaciones del palacio del príncipe de Candia revelaban el influjo de la gracia y de las agradables creaciones de ese fastuoso espíritu que en Nápoles, en las cosas del arte, más que en las elegancias francesas, se inspiraba en aquellos tiempos en los estucos y en los frescos de Herculano y de Pompeya, sacados desde hacía poco a la luz por la docta curiosidad de los Borbones. De las pinturas y los juegos ornamentado de aquellas dos antiguas ciudades, durante tanto años sepultadas bajo su tumba de cenizas y lava, descienden en realidad las danzas de amorcillos pintados sobre las paredes, los Triunfos de Venus, los Hércules cansados, apoyados en unas columnas corintias, las Dianas cazadoras y los «vendeurs d’Amours» que más tarde fueron tema favorito del arte ornamental francés. En las puertas están incrustados grandes espejos de reflejos azules, que entre los rosados resplandores de los estucos pompeyanos ponen una sombra azulada de mar en las sonrosadas carnes femeninas, en las negras cabelleras y en el vago ondear de los peplos.

Caía del techo una transparente luz verde; y si levantaban la vista, la mirada de los comensales penetraba en una selva profunda, donde, atravesando lo intrincado de la fronda, resplandecía un cielo azul sembrado de blancas nubes. En los márgenes de un río, mujeres desnudas, metidas en el agua hasta la rodilla, o tendidas sobre la hierba de un verde terso y luminoso (no era verde de Poussin, declinando hacia tonalidad amarillas y azules, ni el verde violado de Claude Lorrain), yacían ociosas o acaso indiferentes a los faunos y los sátiros que las espiaban a través de la espesura de los árboles.

Más allá del río lejano aparecían castillos almenados coronando lomas cubiertas de boscaje. Guerreros emplumados de corazas centelleantes galopaban por los valles; otros, con los espadas en alto, combatían entre ellos; otros, prisioneros bajo sus caballos derribados, se apoyaban sobre el codo tratando de levantarse. Y jaurías de perros corrían tras los ciervos blancos, seguidos de caballeros vestidos con jubones azules y escarlata.

El verde reflejo que caía del cielo se proyectaba dulcemente en los dorados de los muebles, en la tapicería de raso amarillo de los sillones, en los leves tonos rosados y celestes de la inmensa alfombra de Aubusson, en las blancas esfinges de los candelabros de Capodimonte alineados en medio de la mesa que un antiguo mantel de blondas sicilianas cubría espléndidamente. Nada recordaba en aquella rica sala la angustia, la ruina, el luto de Nápoles; salvo los rostros pálidos de los comensales y la modestia de los manjares.

Durante toda la guerra, el príncipe de Candia, como muchos otros señores napolitanos, no había abandonado la infeliz ciudad, reducida hoy a un montón de escombros y ruinas. Después de los terribles bombardeos americanos del invierno de 1942, no habían quedado en Nápoles más que la plebe y algunas familias de la más antigua nobleza. Una parte de los señores había buscado refugio en Roma o en Florencia, otra parte en sus tierras de Calabria, la Apulia, o los Abruzzos. La burguesía rica había huido a Sorrento y a la costa de Amalfi, y la burguesía pobre se había dispersado por los alrededores de Nápoles, especialmente en las pequeñas poblaciones de las vertientes del Vesubio, por ese general convencimiento, sabe Dios por qué nacido, de que los bombarderos aliados no osarían desafiar la cólera del volcán.

Acaso este convencimiento naciese de la antigua creencia de que el Vesubio era la divinidad tutelar de Nápoles, el totem de la ciudad; un dios cruel y vengativo que de vez en cuando sacudía horriblemente la tierra, hacía derrumbarse templos, palacios, habitantes, quemaba en sus ríos de fuego a sus propios hijos, sepultando sus casas bajo una corteza de cenizas candentes. Un dios cruel, pero justo, que castigaba a Nápoles por sus pecados y a la vez velaba sobre sus destinos, sobre su miseria, sobre su hambre, padre y juez, verdugo y ángel custodio de su pueblo.

La plebe había quedado dueña de la ciudad. Nada en ese mundo, ni las lluvias de fuego ni los terremotos ni la peste conseguirá arrojar jamás al pueblo napolitano de sus tugurios, de sus sórdidas callejuelas. La plebe napolitana no huye ante la muerte. No abandona sus casas, sus iglesias, las reliquias de sus santos y los huesos de sus muertos, para buscar refugio lejos de sus altares y sus tumbas. Pero cuando más grave e inmediato es el peligro, cuando el cólera llena las casas de llanto, o la lluvia de fuego y de cenizas amenaza sepultar la ciudad, la plebe de Nápoles suele desde hace siglos levantar la vista hacia los «señores» para espiar sus sentimientos y sus propósitos, y por su actitud juzgar de la grandeza del azote, indagar la esperanza de salvación, tomar ejemplo de valor, de piedad y de fe en Dios.

Después de cada uno de los terribles bombardeos que desde hacía tres años asolaban la ciudad, la plebe del Pallonetto y de la Torretta veía salir, a la hora acostumbrada, de los portones de los antiguos palacios de Monte di Dio y de la Riviera de Chiaia, destrozados por las bombas y ennegrecidos por el humo de los incendios, a los verdaderas «señores» de Nápoles, aquellos que no se habían dignado huir y que por orgullo, o acaso por pereza, no se habían rebajado a incomodarse por tan poca cosa, sino que continuaban, como si nada hubiese ocurrido y nada ocurriese, sus costumbres de los tiempos alegres y felices. Vestidos impecablemente, los guantes intactos, una flor lozana en el ojal, se encontraban todas las mañanas, saludándose de una manera afable, delante de las ruinas del «Hotel Excelsior», entre los muros derrumbados del Corcolo dei Canottieri, en el muelle del pequeño puerto de Santa Lucia atestado de cascos quilla arriba o en la acera del «Caflish». El hedor atroz de los cuerpos muertos sepultados bajo los escombros apestaba el aire, pero ni el más leve temblor pasaba por el rostro de aquellos viejos gentlemen que al roncar de los bombarderos americanos alzaban los ojos al cielo murmurando con una inefable sonrisa de desdén: «Ahí están esos cabrones».

A menudo ocurría, especialmente por las mañanas, ver pasar por las calles desiertas, llenas de cadáveres abandonados y ya hinchados, de carrozas de caballo y de vehículos volcados por las explosiones, algún viejo tílburi, orgullo de un carrocero inglés, e incluso alguno de esos anticuados char-à-banc, arrastrado por caballos delgaduchos de los pocos que habían quedado en las vacías cuadras después de las últimas requisas del Ejército. Pasaban transportando viejos señores de la generación de Jean Gerace, acompañados de mujeres jóvenes de rostro sonriente y pálido. Asomada a los sórdidos callejones de Toledo y Chiaia, la gente pobre, vestida de harapos, el rostro demacrado, los ojos relucientes de hambre y de insomnio, la frente endurecida por la angustia, saludaba sonriendo a los «señores» que desde lo alto de sus coches cambiaban con los «lazzaroni» el familiar ademán de saludo, la muda exposición del rostro, el arquear afectuoso de las cejas, que en Nápoles valen tanto como las palabras.

«Estamos contentos de verlos con buena salud, señores», decía el ademán familiar, obsequio de los «lazzaroni». «Gracias, Genaro, gracias, Cuneetti», respondían los ademanes afectuosos de los señores. «No podemos más», decían las miradas y las reverencias de la pobre gente. «Paciencia, hijos míos, todavía un poco de paciencia. También esto pasará», respondían los señores con un movimiento de la mano o la cabeza. Y los «lazzaroni», levantando los ojos al cielo, parecían decir: «Esperemos que el Señor nos ayude».

Porque príncipes y «lazzaroni», señores y gente pobre, se conocen todos, en Nápoles, de siglo en siglo, de generación en generación, de padres a hijos. Se conocen de nombre, son todos parientes entre ellos, por ese afectuoso parentesco que desde tiempo inmemorial existe entre la plebe y la antigua nobleza, entre los tugurios del Pallonetto y los palacios de Monte di Dio. Desde tiempo inmemorial la nobleza y la plebe viven juntas; en las mismas calles, en los mismos palacios, el pueblo en los bassi, aquellos antros oscuros que se abren al nivel de la calle; los señores en los ricos salones dorados de los pisos nobles. Durante siglos y siglos, las grandes familias de la nobleza han nutrido y protegido a la plebe amontonada en los callejones que rodean sus palacios no ya por espíritu feudal no tan sólo por caridad cristiana, sino por deber, por decirlo así, de parentesco. Desde hace muchos años también los señores son pobres; y el pueblo tiene casi el aspecto de excusarse por no poder ayudarlos. Plebe y nobleza tienen en común el júbilo de las bodas y de los nacimientos, la angustia de las enfermedades, las lágrimas de los lutos; y no hay «lazzaroni» que no sea acompañado al cementerio por el señor de su barrio, ni el señor que no lleve detrás de su féretro una multitud llorosa de «lazzaroni». Hay un antiguo dicho popular en Nápoles de que los hombres son iguales, no sólo frente a la muerte, sino frente a la vida.

La nobleza napolitana frente a la muerte tiene otro estilo que la plebe; la acoge no con lágrimas, sino con la sonrisa, casi con galantería, como si acogiese a una mujer amada, una joven esposa. En la pintura napolitana los esponsales y las exequias se encuentran con una cadencia obsesionante, como en la pintura española; son representaciones de un carácter macabro y a la vez galante, obras de oscuros pintores que continúan hoy todavía la gran tradición de El Greco y el Españoleto, humillado de una manera anónima y fácil. Y hasta hace pocos años era antigua costumbre que las mujeres de la nobleza fuesen sepultadas envueltas en su blanco velo de novia.

Frente a mí, a espaldas del príncipe de Candia, pendía de la pared una gran tela, donde estaba representada la muerte del príncipe Filippo de Candia, padre de nuestro huésped. Dominada por la avara tristeza y malignidad de los verdes y los azules, por la fatiga de ciertos amarillos de color mustio, por la violencia de ciertos blancos crudos y fríos, aquella tela contrastaba extrañamente con la festiva riqueza de la mesa, rutilante de platería angevina y aragonesa y de porcelanas de Capodimonte y cubierta de las blondas antiguas de Sicilia, donde los motivos ornamentales árabes y normandos se entrelazaban en los temas tradicionales de las ramas de granadas y de laurel curvado bajo el peso de los frutos, de flores, de pájaros, en un cielo preñado de rutilantes astros. El viejo príncipe Filippo de Candia, sintiendo avecinarse la hora de la muerte, había iluminado como para una fiesta la sala de baile, se había endosado su uniforme de alto dignatario de la Soberana Orden de Malta y, rodeado de sus siervos, había hecho solemne entrada en la inmensa sala resplandeciente de luces llevando en su mano contrahecha un ramo de rosas. El oscuro pintor, cuya manera de combinar los blancos sobre los blancos revelaba un remoto imitador de los españoles, lo había retratado de pie en medio de la sala, en la reluciente soledad del pavimento historiado de preciosos mármoles, mientras, inclinándose, ofrecía el ramo de rosas a la invisible Señora. Y había muerto de pie, en brazos de sus siervos, mientras la plebe del callejón del Pallonetto, asomándose al umbral de la puerta entreabierta, contemplaba en silencio, con religioso respeto, la muerte de aquel gran señor napolitano.

En aquella tela había algo que me turbaba. No era el rostro cerúleo de moribundo, ni la palidez de la servidumbre, ni la riqueza fastuosa de la sala rutilante de espejos, de mármoles y dorados; era el ramo de rosas estrechado por el puño del moribundo. Aquellas rosas, de un bermellón vivo y tierno, parecían de carne, hechas de una tibia y rosada carne de mujer. Una inquieta sensualidad brotaba de aquellas rosas, y al mismo tiempo una dulzura pura y afectuosa, como si la presencia de la muerte no empañase la viva y tersa delicadeza de los pétalos carnosos, sino reavivase en ellos ese sentido de triunfo que es el sentido caduco y eterno de las rosas.

Aquellas mismas rosas, florecidas en el mismo invernadero, brotaban en mazos olorosos de los antiguos jarros de plata oxidada dispuestos en medio de la mesa; y más que la comida escasa y humilde, compuesta de huevos, patatas hervidas y pan negro, más que los rostros pálidos y demacrados de los comensales, aquellas rosas daban un sentido fúnebre a la candidez de los linos, a la misma riqueza de la platería, de los cristales, de las porcelanas, evocaban una presencia invisible, despertando en mí un pensamiento doloroso, un presentimiento del que no conseguía liberarme y me turbaba profundamente.

—El pueblo napolitano —dijo el príncipe de Candia— es el más cristiano de Europa.

Y refirió que el 9 de setiembre de 1943, cuando los americanos desembarcaron en Salerno, el pueblo napolitano, aun cuando estaba desarmado, se rebeló contra los alemanes. La lucha feroz por las calles y callejones de Nápoles duró tres días. El pueblo, que había contado con la ayuda de los aliados, combatía con el furor de la desesperación. Pero los soldados del general Clark, que hubieran debido acudir con mano fuerte a la ciudad sublevada, estaban agarrados a la orilla de Pesto y los alemanes les golpeaban las manos con sus gruesos zapatones herrados para obligarles a soltar la presa y arrojarlos de nuevo al mar. El pueblo, creyéndose abandonado, gritó a traición; los hombres, las mujeres, los chiquillos combatían llorando de dolor y de rabia. Después de tres días de lucha atroz, los alemanes que ya, arrojados por el furor popular, habían comenzado a retirarse por la ruta de Capua, regresaron con más fuerzas, volvieron a ocupar la ciudad y se entregaron a represalias horribles.

Los prisioneros alemanes caídos en manos del pueblo eran muchos centenares. Los héroes e infelices napolitanos no sabían qué hacer con ellos. ¿Dejarlos libres? Los prisioneros hubieran hecho estragos con los mismos que los habían hecho prisioneros y liberado. ¿Degollarlos? El pueblo napolitano es cristiano, no es un pueblo de asesinos. Y así los napolitanos ataron de manos y pies a los prisioneros, los amordazaron y los escondieron en el fondo de sus tugurios, esperando la llegada de los aliados. Pero entretanto había que alimentarlos y el pueblo se moría de hambre. La tarea de custodiar a los prisioneros fue encargada a las mujeres; las cuales, apagado en ellas el furor de los estragos y el odio, cediendo a la piedad cristiana, quitaban el pobre y escaso alimento de la boca de sus hijos para dárselo a los prisioneros, partiendo con ellos la sopa de habichuelas o lentejas, la ensalada de tomates, el poco y miserable pan. Y no solamente los alimentaban, sino que los lavaban y los curaban como chiquillos en pañales. Dos veces al día, antes de quitarles la mordaza para alimentarlos, les imbuían santas razones con el miedo de que, libres de la mordaza, no pidiesen ayuda, dando el aviso a sus compañeros que pasaban por la calle. Pero a pesar de la mezquindad de la nutrición, los prisioneros, que no podían hacer otra cosa que dormir, engordaban como pollos cebados.

Finalmente, a primeros de octubre, después de un mes de angustiosa espera, los americanos entraron en la ciudad. Y al día siguiente, sobre los muros de Nápoles, aparecían grandes manifiestos en los cuales el gobernador americano invitaba a la población de Nápoles a entregar a los prisioneros alemanes en el plazo de veinticuatro horas a las autoridades aliadas, prometiendo una recompensa de quinientas liras por cada prisionero. Pero una comisión de ciudadanos fue a ver al gobernados y le demostró que dados los precios a los cuales habían subido las habichuelas, las lentejas, el tomate, el aceite y el pan, el precio de quinientas liras por prisionero era demasiado bajo.

—Trate de comprender, Excelencia. Por menos de mil quinientas liras no podemos entregar a los prisioneros. No queremos obtener ningún beneficio, ni siquiera reembolsarnos.

El gobernador americano se mostró inflexible.

—He dicho quinientas liras, y ni una más.

—Muy bien, Excelencia; entonces nos los quedamos —dijeron los ciudadanos; y se fueron.

Algunos días después el gobernador hizo fijar unos pasquines en los que prometía mil liras por prisionero.

La comisión de ciudadanos volvió a ver al gobernador y le dijo que habían transcurrido algunos días, que los prisioneros comían con apetito y que entretanto los precios aumentaban, y que mil liras era poco.

—Trate de comprender, Excelencia. Cada día que pasa, el precio de los prisioneros aumenta. Hoy, por menos de dos mil liras, no podemos darlos. Nosotros no queremos especular, queremos, sencillamente, resarcirnos del gasto. Por dos mil liras, Excelencia, un prisionero es regalado.

El gobernador se enfureció.

—¡He dicho mil liras y ni un céntimo más! Y si dentro de veinticuatro horas no entregáis los prisioneros os meto a todos en la cárcel.

—Métanos en la cárcel, Excelencia, háganos fusilar si así le place, pero el precio es éste, no podemos venderlos por menos de dos mil liras por cabeza. Si no los quiere haremos jabón con ellos.

What? —gritó el gobernador.

—Haremos jabón —dijeron los ciudadanos con voz suave; y se fueron.

—¿E hirvieron verdaderamente a los prisioneros para hacer jabón con ellos? —preguntó Jack.

«—Cuando en América —pensó el gobernador— sepan que por culpa mía se fabrica jabón con los prisioneros alemanes, lo menos que puede ocurrirme es perder el puesto». Y pagó dos mil liras por cada prisionero.

-Wonderful! —gritó Jack—. Ah, ah, wonderful! —se reía tan a gusto que todos se echaron a reír sólo de verlo.

—Pero ¡está llorando! —exclamó Consuelo.

No, Jack no lloraba. Las lágrimas acudían a su rostro, pero no lloraba. Era una manera infantil suya de reírse.

—Es una historia maravillosa —dijo Jack, enjugándose las lágrimas—; pero ¿creen ustedes que si el gobernador se hubiese negado a comprar los prisioneros a dos mil liras por cabeza los napolitanos los hubieran realmente hervido para hacer jabón?

—El jabón es caro en Nápoles —dijo el príncipe de Candia—, pero el pueblo napolitano es bueno.

—El pueblo napolitano es bueno pero por un trozo de jabón es capaz de todo —dijo Consuelo, acariciando con el dedo el borde de un cáliz de cristal de Bohemia.

Consuelo Caracciolo es española, tiene la belleza dulce, de color de miel de las mujeres rubias y esa sonrisa irónica, esa fría sonrisa en su rostro tibio, que tanta parte tiene en la gracia orgullosa de las españolas rubias. El sonido largo, terso, vibrante que Consuelo arrancaba con el dedo del cáliz de cristal se difundía por la sala aumentando poco a poco de volumen, tomaba un timbre metálico, parecía invadir el cielo, vibrando lejano en el verde resplandor de luna, parecido al ronquido de una hélice de aeroplano.

—Escuchad —dijo de repente María Teresa.

—¿Qué es? —preguntó Marcello Orilia, llevándose la mano al oído.

Marcello había sido durante muchos años master de las cacerías de Nápoles y ahora usaba su viejo pink coat como traje de casa en su bella propiedad de Chiatamone asomada al mar. El lamentable fin de sus pura sangre, requisados por el Ejército al principio de la guerra y muertos de hambre y de frío en Rusia, la nostalgia de los meetings para las cacerías de zorras de los Astroni, la lenta y orgullosa decadencia de Helena de Orleáns, duquesa de Aosta, a quien era fiel desde hacía cuarenta años y que envejecía en su propiedad de Capodimonte, su larga cabeza encaramada sobre sus largos huesos como una grulla sobre sus zancos, lo habían envejecido y anonadado.

—El Ángel viene —dijo Consuelo, al mismo tiempo que señalaba al cielo con el dedo.

Mientras todos se callaban y aguzaban el oído tratando de escuchar aquel zumbido de abeja errante en el cielo del Posillipo (un cielo de agua verde en el que una pálida luna subía como una medusa de las transparentes profundidades marinas), yo miraba a Consuelo, y pensaba en las mujeres de los pintores españoles, en las mujeres de Jaime Ferrer, Alonso Berruguete y Jaime Huguet, de los cabellos transparentes de color de ala de cigarra que en las comedias de Fernando de Rojas y de Gil Vicente hablan de pie, con ademanes lentos y ampulosos. En las mujeres de El Greco, de Velázquez y Goya, con sus cabellos de color de miel fría que en las comedias de Lope de Vega, Calderón de la Barca, y entremeses de Ramón de la Cruz, hablan con voz estridente, caminando sobre la punta de los pies, en las mujeres de Picasso, con sus cabellos de color Scafarleti doux, de ojos negros y relucientes, parecidos a pepitas de sandía que miran de soslayo por entre las tiras de papel de diario pegadas a la cara. También Consuelo miraba de soslayo, con el rostro apoyado en el hombro, la negra pupila apoyada en el borde del ojo, como en el antepecho de una ventana. También Consuelo tiene los ojos graciosos de la canción de Melibea y de Lucrecia de La Celestina, que humillan los dulces árboles frondosos. También Consuelo es alta, delgada, de largos brazos sueltos, de largos dedos transparentes como ciertas mujeres de El Greco, esas vertes grenouilles mortes de piernas abiertas, de dedos divergentes.

La medianoche es pasada
Y no viene

cantaba Consuelo, acariciando con el dedo el borde del cáliz de cristal.

—Viene, Consuelo, viene tu enamorado —dijo María Teresa.

—¡Ah, sí, viene mi novio, mi amante viene! —dijo Consuelo, riendo.

Estábamos sentados en silencio, alrededor de la mesa, la cara vuelta hacia las grandes ventanas. El roncar de las hélices se acercaba, se alejaba, errando a la deriva sobre las largas olas del viento nocturno. Era sin duda alguna un aeroplano alemán que venía a lanzar sus bombas sobre el puerto atestado de centenares de navíos americanos. Todos escuchábamos, un poco pálidos, el sonido largo y vibrante del cristal de Bohemia, aquel zumbido de abeja errante en el verde resplandor de la luna.

—¿Por qué no disparan los antiaéreos? —dijo en voz baja Antonino Nunziante.

—Los americanos se despiertan siempre con retraso —respondió también en voz baja el barón Romano Avezzana, que durante su estancia en América, donde había sido embajador de Italia, había podido darse cuenta de que los americanos se levantan temprano, pero se despiertan tarde.

De repente oímos una voz lejana, una voz enorme, y la tierra tembló.