Me salvó de conmoverme la voz del general Cork.
—¿Cree usted que pueda haber en Italia un vino más exquisito que este delicioso vino de Capri? —me preguntó.
Aquella noche, además del habitual café, el habitual té, la acostumbrada leche condensada y el inevitable jugo de ananás, en honor de Mrs. Flat el vino había hecho su aparición en la mesa. El general Cork sentía por Capri un afecto casi amoroso, hasta llamar a delicious Capri wine aquel vinillo blanco de Ischia que tomaba su nombre del Epomo, el alto volcán apagado que se elevaba en el centro de la isla.
Cada vez que la situación en el frente de Cassino daba un poco de tregua a sus ocupaciones, el general Cork me llamaba a su despacho y, después de haberme dicho que estaba cansado, que no estaba bien, que tenía necesidad de dos o tres días de reposo, me preguntaba sonriendo si no era del parecer de que el aire de Capri le sentaría bien. Yo respondía:
—¡Pues claro! ¡El aire de Capri ha sido hecho ex-profeso para reparar las fuerzas de los generales americanos!
Y así, después de aquella pequeña comedia habitual, tomábamos el barco hacia Capri con el coronel Jack Hamilton o algún otro oficial de Estado Mayor.
Seguíamos, la costa dominada por el Vesubio hasta Pompeya, cortábamos el golfo desde Castellamare hasta Sorrento y al contemplar aquellas inmensas y profundas grutas socavadas en los acantilados a pico, el general Cork decía:
—No comprendo cómo las sirenas podían vivir en estas grutas húmedas y oscuras.
Y me pedía noticias de aquellas dear old ladies con la misma tímida curiosidad con que, antes de invitarla a cenar, había pedido noticias de Mrs. Flat al coronel Jack Hamilton.
Mrs. Flat, aquella dear old lady, había discretamente dado a entender al general Cork que hubiera agradecido mucho ser invitada a una cena «estilo Renacimiento». Y el general Cork había pasado dos noches de insomnio tratando en vano de averiguar qué podía significar una cena «estilo Renacimiento». Aquella noche, poco antes de sentarnos a la mesa, el general Cork nos había llamado a Jack y a mí a su despacho y nos mostró con orgullo la minuta de la cena.
Jack había hecho observar al general Cork que en una cena estilo Renacimiento, el pescado hervido debe ser servido después del frito, no antes. En realidad, en la minuta, el pescado hervido venía después del spam y del maíz. Pero lo que turbó a Jack fue el nombre del pescado:
—¿Sirena con mayonesa? —dijo Jack.
-Yes, a Syren… I mean… not an old lady of the sea… of course! —respondió el general Cork un poco embarazado—; no se trata de una de esas sirenas con cola de pescado… I mean… not a Syren, but a syren… I mean… un pescado, un pescado de verdad, de esos que en Nápoles llaman sirenas.
—¿Una sirena? ¿Un pescado? —dijo Jack.
—A fish… un pescado —dijo el general Cork, sonrojándose—; a very good fish. No lo he probado nunca, pero me dicen que es un buen pescado.
Y volviéndose hacia mí me preguntó si esa calidad de pescado era apropiada para una cena estilo Renacimiento.
—A decir verdad —respondí—, me parece que sería más adecuado para una cena estilo homérico.
—¿Estilo homérico? —dijo el general Cork.
—I mean… yes… estilo homérico; pero una sirena va bien con todas las salsas —respondí para quitarle el embarazo, mientras me preguntaba qué clase de pescado podía ser aquél.
—¡Claro! —dijo el general Cork, con un suspiro de alivio.
Como todos los generales de la U. S. Army, el general Cork tenía un sagrado terror a los senadores y a los Clubs Femeninos de América. Desgraciadamente, Mrs. Flat, llegaba en avión de los Estados Unidos pocos días antes para asumir el mando de las WACS del Quinto cuerpo de Ejército, era esposa del senador Flat, y presidenta del club femenino más aristocrático de Boston. El general Cork estaba aterrado.
—Estaría bien que la invitase usted a pasar algunos días en su bella propiedad de Capri —me había dicho, acaso con la secreta esperanza de alejarla durante unos días de Cuartel General.
Pero yo le había hecho observar que si mi casa le gustaba la hubiera requisado para hacer de ella un club femenino, un rest camp para sus WACS.
—¡Ah, no había pensado en este peligro! —respondió el general Cork, palideciendo.
El general consideraba mi casa de Capri como su rest camp personal y sentía por ella un afecto acaso superior al mío. Cuando tenía que redactar alguna memoria para el War Departament, o algún plan de operaciones que poner a punto, o cuando necesitaba algunos días de reposo, me llamaba a su despacho y me preguntaba:
—¿No cree que un poco de aire de Capri me sentaría bien?
No quería llevarse consigo más que a Jack o a mí y alguna vez su ayudante de campo. De Sorrento seguíamos la costa hasta la altura de Massa Lubrense y de allí cortábamos a través la Bocche di Capri, poniendo proa a los Faraglioni.
Apenas salía del mar el promontorio del Masullo y en la punta extrema del promontorio aparecía mi casa, una sonrisa pueril iluminaba el rostro del general Cork.
—¡Ah, comprendo que las sirenas tuviesen su casa aquí —decía—, ésta es verdaderamente la patria de las sirenas!
Y exploraba con los ojos radiantes de júbilo las cavernas horadadas en los flancos del Montedi Tiberio, los enormes escollos que se elevan de las aguas al pie del vertiginoso muro cortado a pico de Matromania; y allá lejos, a levante, las Sirenuse, los islotes a lo largo de Positano, que ahora los pescadores llaman «i Galli», donde Massine, el discípulo de Diaghilev, posee una torre antigua flagelada por las olas y los vientos, y habitada sólo por un mudo y abandonado «Pleyel» con el teclado verde de moho.
—¡Allí está Pesto! —decía, señalando la larga orilla arenosa que cierra el horizonte de oriente.
Y el general Cork gritaba:
—¡Ah, aquí, aquí quisiera vivir!
Para él no existían más que dos paraísos en el mundo: América y Capri, que él llamaba algunas veces con el afectuoso nombre de little América. Capri hubiera sido, sin duda alguna, un paraíso perfecto para él si aquella isla bendita no hubiese languidecido también bajo la tiranía de una selecta colección de extraordinary women, como las llama Compton Mackenzie, todas ellas más o menos condesas, marquesas, duquesas, princesas, casi todas poco jóvenes ya, y feas, que formaban la aristocracia femenina de Capri. Y es cosa sabida que la tiranía moral, intelectual y social de las mujeres feas y viejas es la peor del mundo.
Declinando ya hacia la edad de las nostalgias y los recuerdos, ya oprimidas por la conmiseración de sí mismas y de este complejo sentimiento suyo, el más poético entre todos, obligadas a buscar en su restringida sociedad femenina un triste consuelo del pasado, una vana recompensa del amor perdido, aquellas Venus decadentes se habían reunido en torno a una princesa romana que había obtenido durante su juventud muchos éxitos amorosos masculinos y femeninos. Tenía esta princesa cerca de cincuenta años; era alta, gorda, tenía un rostro duro, la voz ronca y una insinuación de pelo adornaba su barbilla fláccida. Por miedo a los bombardeos había huido de Roma, no fiándose de la protección prometida por el Vaticano a la ciudad de los Césares y de San Pedro, o, como se decía entonces de que el paraguas del Papa fuese suficiente para resguardar a Roma de la lluvia de bombas. Y se había refugiado en Capri, donde había llamado en torno a ella lo que quedaba de aquella vieja escuadra de Venus, espléndidas un día y humilladas y envilecidas hoy, que durante la edad de oro de la marquesa Luisa Casat, y de Mimi Franchetti habían hecho de Capri la Acrópolis de la gracia y la belleza mujeril, y del amor para mujeres solas.
Para estabilizar su tiranía sobre la isla, la princesa había sabido aprovechar hábilmente la decadencia, sobrevenida a consecuencia de la guerra, de la condesa Edda Ciano y de su corte de bellas y jóvenes amigas, quienes, debido a la gran pobreza de hombres de que Capri sufría durante aquellos años, se veían reducidas a mimar el amor y a disputarse cuatro o cinco jovenzuelos que habían acudido de Nápoles a Capri a ganar, como decían ellos, para vivir en paz durante la guerra. Pero lo que más había ayudado a la princesa a afirmar su tiranía sobre toda la isla, había sido el anuncio del inminente desembarco americano en Italia. La condesa Edda Ciano y su corte de amor habían abandonado precipitadamente Capri, refugiándose en Roma; y la princesa había quedado sola dueña de la isla.
Cada día, por la tarde, estas Venus en decadencia se reunían en una villa solitaria de Piccola Marina situada a mitad del camino entre la villa de Teddy Gerald y la de Grace Field. Lo que ocurriese en aquellas secretas reuniones no es cosa sabida. Parece que se deleitaban con la música, la poesía, la pintura y, añadían algunos, el whisky. Lo que no podía ponerse en duda era que aquellas mujeres habían permanecido, en materia de gustos y sentimientos, incluso durante aquellos años de la guerra, fieles a París, a Londres, a Nueva York, es decir, a la rué de la Paix, a Mayfair y a Harper’s Bazar, y por esta fidelidad suya habían soportado insultos y vejaciones de todas clases. En cuanto al arte, habían permanecido fieles a D’Annunzio, e Debussy y a Zuloaga, que eran sus Schiaparelli en materia de poesía, música y pintura. Y su gusto en el vestir era anticuado, puesto que estaba todavía inspirado en la moda que la marquesa Casati había hecho célebre en Europa treinta años antes.
Vestían aquellas largas chaquetas de tweed color tabaco quemado, capas de terciopelo violado, y llevaban arrollados alrededor de su arrugada frente altos turbantes de seda blanca o roja, enriquecidos con cierres de oro, piedras preciosas y perlas, que les hacía parecerse a la sibila cumada del Domenichino. Algunas veces usaban, no faldas, sino anchos pantalones de terciopelo de Lyon, de color verde o azulado, de los cuales salían sus pies diminutos calzados con sandalias de oro, como los piececitos de las reinas de las miniaturas góticas de los Libros de Horas. Vestidas así, y gracias a su indumentaria hierática, tenían el aspecto de sibilas o de pitonisas, y por tal nombre eran comúnmente llamadas. Cuando atravesaban la plaza de Capri, rígidas y fatales, el rostro hermético, el gesto duro, orgullosas y absortas, la gente las miraba pasar con un vago sentido de inquietud. Más que respeto, inspiraban temor.
El 16 de setiembre de 1943 los americanos desembarcaron en Capri y a la primera noticia de aquel feliz acontecimiento, la plaza se llenó de gente bulliciosa; y he aquí que las severas sibilas llegaban en grupo por la calle de la Piccola Marina, penetraban en la muchedumbre, se abrían paso entre ella con sólo un movimiento de los ojos y se reunían en primera fila, alrededor de la princesa. Cuando los primeros soldados americanos desembocaron en la plaza, caminando encorvados, con los fusiles ametralladores bajo el brazo, casi como si esperasen encontrarse de un momento a otro con el enemigo y se encontraron frente al grupo de sibilas, se detuvieron asustados, y muchos dieron un paso atrás.
—¡Vivan los aliados! ¡Viva América! —gritaban las arrugadas Venus con sus voces roncas, lanzando besos a los «liberadores» con las puntas de los dedos. Acudido a dar ánimos a sus soldados, que retrocedían ya, y avanzando imprudentemente demasiado adelante, el general Cork se vio circundado por las sibilas, envuelto en diez brazos, levantado, llevado en hombros. Desapareció y no se supo nada más de él hasta la caída de la tarde, cuando fue visto franquear el umbral del «Albergo Quisisana» con los ojos cansados, y un aspecto contrito y culpable.
La noche siguiente hubo en el «Quisisana» un gran baile en honor de los «liberadores» y en aquella ocasión el general Cork realizó un gesto digno de ser recordado. Debía abrir el baile con la first lady de Capri y no cabía la menor duda de que la primera señora de Capri era la princesa. Mientras la orquesta del «Quisisana» atacaba el Star Dust, el general Cork miró una a una a aquellas maduras Venus reunidas en torno a la princesa, que ya sonreían, ya levantaban lentamente los brazos. En el rostro del general Cork se dibujaba todavía la sombra del espanto de la tarde anterior.
De repente su rostro se iluminó y su mirada, abandonando la banda de sibilas se posó sobre una muchacha morena, bellísima, procaz, de enormes ojos negros, con una boca grande y roja, cubiertos de negro vello el cuello y las mejillas, que gozaba de la fiesta confundida con las camareras del hotel asomadas a la puerta de la cocina. Era Antonietta, del guardarropa del «Quisisana». El general Cork sonrió se abrió paso entre las sibilas, atravesó sin verlas siquiera, la hilera de bellas y jóvenes damas de espaldas desnudas y ojos relucientes, instaladas detrás de la princesa y sus arrugadas ninfas, y abrió el baile en los velludos brazos de Antonietta.
Fue un escándalo enorme, del cual tiemblan todavía los Faraglioni. ¡Qué espléndido ejército el americano! ¡Qué general más maravilloso el general Cork! ¡Atravesar el Atlántico para acudir en auxilio de Europa, desembarcar en Italia, entrar en Nápoles como liberador, conquistar Capri, la isla del amor, y celebrar la victoria abriendo el baile con la empleada del guardarropa del «Quisisana»! Los americanos, hay que reconocerlo, son más smart que los ingleses. Cuando Winston Churchill, algunos meses después, desembarcó en Capri, fue a almorzar en los escollos de Tragara, justo bajo mi casa. Pero no fue tan «chic» como el general Cork. Hubiera por lo menos debido invitar a almorzar a María, mi joven y fiel ama de llaves.
Durante los días que pasaba en mi casa de Capri, el general Cork se levantaba al alba y, solo, se iba de paseo por el bosque de la parte de los Faraglioni, o trepaba por las rocas a pico sobre mi casa por la parte de Matromania o, si el mar estaba en calma, salía en barca con Jack y conmigo a pescar por entre los escollos del Salto di Tiberio. Le gustaba estar sentado a la mesa con Jack y conmigo delante de un vaso de vino de las viñas del Sordo. Mi cantina estaba bien provista de vinos y licores, pero al mejor Borgoña, al mejor Burdeos, al vino del Rin o del Mosela, al más exquisito Cognac, el general prefería el sencillo, el puro vino de las viñas del Sordo, en el Monte di Tiberio. Por la noche, después de la cena, íbamos a echarnos delante del camino sobre las pieles de gamuza que cubren las losas de piedra del pavimento; en el fondo del hogar está incrustado en la pared un cristal Zeiss. A través de las llamas se ve el mar bajo la luna, los Faraglioni saliendo de las ondas, las rocas de Matromania y el bosque de pinos y de encinas que se extiende detrás de mi casa.
—¿Quiere contar a Mrs. Flat —me dijo sonriendo el general Cork— su encuentro con el mariscal Rommel?
Para el general Cork yo no era ni el capitán Curzio Malaparte, el Italian liason officer, ni el autor de Kaputt; era Europa. Era Europa, toda Europa, con sus catedrales, sus estatuas, sus cuadros, sus poemas, su música, sus museos, sus bibliotecas, sus batallas ganadas y perdidas, sus glorias inmortales, sus manjares, sus mujeres, sus héroes, sus perros y sus caballos, la Europa culta, refinada, espiritual, divertida, inquietante e incomprensible. Al general Cork le gustaba sentar a Europa a su mesa, llevarla en su automóvil a su puesto de mando de Cassino o de Garigliano. Le gustaba poder decirle a Europa: «Hábleme de Schumann, de Chopin, del Giotto, de Miguel Ángel, de Rafael, de aquel damned fool de Baudelaire, de ese damned fool de Picasso, de Jean Cocteau». Le gustaba poder decirle a Europa: «Nárreme en pocas palabras la historia de Venecia, cuénteme el argumento de la Divina Comedia, hábleme de París y de "Maxim’s".» Le gustaba poder decirle a Europa en cualquier momento, en la mesa, en automóvil, en la trinchera, en avión: «Cuéntame qué vida lleva el Papa, cuál es su deporte favorito dime si es verdad que los cardenales tienen amantes».
Un día, habiendo ido a ver al mariscal Badoglio en Bari, que era entonces la capital de Italia fui presentado a su Majestad el rey, quien me preguntó cortésmente si estaba contento de ni misión cerca del Mando Aliado. Contesté a Su Majestad que estaba contento, pero que los primeros tiempos mi misión había sido muy difícil; al principio no era más que the bastard italian liason officer; después, poco a poco, me había ido convirtiendo en this fellow, y que ahora, por fin, era the charming Malaparte.
—También el pueblo italiano —dijo el rey con una sonrisa triste— ha sufrido la misma metamorfosis. Al principio era the bastard italian people; ahora, gracias a Dios, se había convertido en the charming italian people. En cuanto a mí… —añadió, pero se detuvo: quería sin duda decir que para los italianos había seguido siendo «El pequeño rey».
—Lo más difícil —dije— es hacer comprender a estos bravos soldados americanos que no todos los europeos son unos imbéciles.
—Si logra usted convencerlos de que incluso entre nosotros hay gente honrada —dijo Su Majestad—, habrá dado prueba de ser un hombre de valor y habrá merecido el agradecimiento de Italia y de Europa.
Pero no era fácil convencer de ciertas cosas a aquellos bravos muchachos americanos. El general Cork me preguntaba qué era, en el fondo, Alemania, Francia, Suiza.
—El conde de Gobineau —respondía yo— ha definido Alemania como les Indes de l’Europe. Francia —añadía— es una isla rodeada de tierra. Suiza, una selva de abetos de smoking, —Todos me miraron maravillados, exclamando: «Funny!». Después me preguntaban por qué el pueblo italiano, antes de la guerra, no había hecho la revolución para echar a Mussolini. Yo contestaba: «Para no dar un disgusto a Roosevelt y a Churchill, que antes de la guerra eran muy amigos de Mussolini». Todos me miraban maravillados, exclamando: «Funny!» Después me preguntaban qué era un Estado totalitario, y yo contestaba: «Es un Estado donde todo aquello que no está prohibido es obligatorio. Y todos me miraban maravillados, exclamando:
—Funny!
Yo era toda Europa. Era la historia de Europa, la civilización de Europa, la poesía, el arte, todas las glorias y todos los misterios de Europa. Y me sentía a la vez oprimido, destruido, liberado, me sentía bellaco y héroe, bastard y charming, amigo y enemigo, vencido y vencedor. Y me sentía incluso una persona de bien; pero era difícil hacer comprender a aquellos honrados americanos que había gente honrada incluso en Europa.
—¿Quiere usted contarle a Mrs. Flat, se lo ruego —me dijo el general Clark sonriendo—, su encuentro con el mariscal Rommel?
Un día, en Capri, mi fiel ama de llaves vino a advertirme que un general alemán acompañado de su ayudante de campo, estaba en el vestíbulo y deseaba visitar la casa. Era la primavera de 1942, poco antes de la batalla de El Alamein. Mi licencia había terminado: al día siguiente debía salir para Finlandia, Axel Munthe, que había decidido regresar a Suecia, me había pedido que lo acompañase hasta Estocolmo. «Soy viejo, Malaparte, y estoy ciego —me había dicho para conmoverme—; le ruego que me acompañe; viajaremos en el mismo avión». A pesar de que Axel Munthe, pese a sus lentes negros, no era ciego (la ceguera era una ingeniosa invención, para enternecer a los románticos lectores de la Historia de San Michele; cuando le convenía veía muy bien), no podía negarme a acompañarlo, y le había prometido salir al día siguiente con él.
Fui al encuentro del general alemán y lo hice entrar en mi biblioteca. El general, observando mi uniforme de alpino, me preguntó en qué frente me encontraba.
—En el frente finlandés —respondí.
—Le envidio —me dijo—; yo sufro a causa del calor. Y en África hace demasiado calor.
Sonrió con una sombra de tristeza, se quitó la gorra y se pasó la mano por la frente. Vi con estupor que tenía un cráneo de una forma extrañísima, algo fuera de medida, o mejor, alargado por arriba, parecido a una enorme pera amarilla. Lo acompañé de estancia en estancia por toda la casa, de la biblioteca al bar, y cuando regresamos al inmenso vestíbulo de ventanales abiertos sobre el más bello paisaje del mundo, le ofrecí un vaso de vino del Vesubio de los viñedos de Pompeya, dijo Prosit levantando el vaso, lo bebió de un trago, y después, antes de marcharse, me preguntó si había comprado la casa hecha o si la había proyectado y construido yo. Le respondí —y no era verdad— que la había comprado hecha. Y con un amplio movimiento de la mano, mostrándole los muros cortados a pico de Matromania, los tres escollos gigantes de los Faraglioni, la península de Sorrento, las islas de las Sirenas, las lejanías azules de la costa de Amalfi y el remoto reflejo dorado de las riberas de Pesto, le dije:
—Yo he dibujado el paisaje.
—Ach, so! —exclamó el mariscal Rommel.
Y después de haberme estrechado la mano, salió.
Yo permanecí a la puerta viéndole subir la rápida escalera tallada en la roca que de mi casa lleva a Capri. De repente, lo vi detenerse, volverse rápidamente, fijar sus ojos en mí con una dura mirada; después dio media vuelta y se marchó.
—Wonderful! —exclamaron todos alrededor de la mesa, y el general Cork me miró con simpatía.
—En su lugar —dijo Mrs. Flat con una fría sonrisa—, no hubiera recibido en mi casa a un general alemán.
—¿Por qué no? —pregunté, estupefacto.
—Los alemanes —intervino el general Cork— eran entonces los aliados de los italianos.
—Quizá sí —dijo Mrs. Flat con tono de desprecio—, pero eran alemanes.
—Se han convertido en alemanes después de su desembarco en Salerno —dije yo—; entonces eran nuestros aliados.
—Hubiera usted hecho mejor —dijo Mrs. Flat, levantando la cabeza con orgullo— en recibir en su casa a los generales americanos.
—Entonces en Italia —dije— no era fácil procurarse generales americanos, ni aún en el mercado negro.
—That’s absolutely true —exclamó el general Cork mientras todos se reían.
—Es una respuesta demasiado fácil la suya —dijo Mrs. Flat.
—No sabrá usted nunca —dije— cuán difícil es una respuesta semejante. De todos modos, el primer oficial americano que entró en mi casa se llamaba Siegfried Reinhardt. Había nacido en Alemania, combatió en 1914 hasta 1918 en el Ejército alemán y había emigrado a América en 1929.
—Era, por consiguiente, un oficial americano —dijo Mrs. Flat.
—Ciertamente, era un oficial americano —dije echándome a reír.
—No veo de qué puede usted reírse —dijo Mrs. Flat.
Me volví hacia Mrs. Flat y la miré. No sabía por qué, pero me gustaba mirarla. Llevaba un espléndido vestido de noche de seda violeta con adornos amarillos, muy escotado, y aquel violeta, aquel amarillo, daban no sé qué de eclesiástico y de fúnebre a la vez a su rostro de rosa pálido, reavivado en los pómulos por una leve sombra de rojo, al brillo un poco vidrioso de sus ojos, redondos y verdes, a su frente alta y estrecha y a la violácea llama apagada de sus cabellos que, negros sin duda alguna pocos años antes, tenían ahora un poco aquel tinte leonado con el cual los peluqueros se ingenian en disimular los cabellos grises. Pero aquel color encendido, en lugar de disimular los años, los traiciona, revelando más profundas las arrugas, más apagados los ojos, más blanda la rosada cera del rostro.
Como todas las Red Cross y las WACS del ejército americano que cada día llegaban por los aires de los Estados Unidos con la esperanza de entrar victoriosas en Roma o en París en todo el esplendor de su elegancia, y de no hacer mal papel al lado de sus rivales europeas, también Mrs. Flat había traído en sus equipajes un traje de noche de seda última creación. «Summer 1943», obra de algún célebre modista de Nueva York. Estaba sentada erguida, rígida, los codos pegados a su cuerpo, las manos levemente apoyadas sobre el borde de la mesa, en la posición predilecta de las Madonnas y las Reinas de los pintores italianos del Cuatrocientos. Tenía el rostro lúcido y terso, parecía un rostro de porcelana antigua, algo resquebrajado por el tiempo. Era una mujer ya no joven, de no más de cincuenta años, y como ocurre a muchas americanas al envejecer, el color sonrosado de sus mejillas se había, no ya apagado, ni vuelto opaco, sino aclarado, hecho casi más puro, más inocente. Tal como era, más que una mujer madura de aspecto juvenil, su rostro parecía el de una muchacha joven envejecida por magia de ungüentos y artes de hábiles peluqueros, una muchacha disfrazada de vieja. Lo que había de absolutamente puro en aquel rostro, en el cual la Vejez y la Juventud contendían como en una batalla de Lorenzo el Magnífico, eran los ojos, de un verde puro de aguamarina, en los que los sentimientos salían a la superficie ondeando como verdes algas.
El amplio escote del vestido permitía ver unos hombros redondos y blanquísimos, y blancos eran los brazos, desnudos hasta el codo. Tenía el cuello largo y flexible, aquel cuello de cisne que para Sandro Boticelli era el signo de perfección en la belleza femenina. Yo miraba a Mrs. Flat y me causaba placer mirarla; acaso por ese aire cansado y al propio tiempo infantil del rostro o por ese orgullo y desprecio de sus ojos, de su boca pequeña de labios finos, sus cejas ligeramente fruncidas.
Estaba Mrs. Flat sentada en la sala de un antiguo y noble palacio napolitano de arquitectura solemne y fastuosa, perteneciente a una de las familias más ilustres de la nobleza italiana y de Europa; porque los duques de Toledo no ceden el paso ni a los Colonna, ni a los Orsini, ni a los Polignac, ni a los Westminster, salvo, en ciertas ocasiones, al duque de Alba. Y delante de aquella mesa suntuosamente aderezada, en el fulgor de los cristales de Murano y de las porcelanas de Capodimonte, bajo aquel techo pintado por Luca Giordano, entre aquellas paredes revestidas con los más bellos tapices árabe-normandos de Sicilia, desentonaba deliciosamente. Mrs. Flat era la imagen perfecta de lo que hubiera sido una americana del Cuatrocientos, educada en Florencia en la Corte de Lorenzo el Magnífico, o en Ferrara, en la Corte de los Esterri, o en Urbino, en la Corte de los Della Rovere, y cuyo livre de cheret, hubiese sido, no el Blue Book, sino el Cortegiano de Messer Baltasar Castiglione.
Fuese el color violeta de su vestido o los adornos amarillos (el violeta y el amarillo, no puesto en contraste, sino armonizados uno con otro, son los colores dominantes en el paisaje cromático del Renacimiento), fuese aquella alta frente estrecha o el resplandor rosado y blanco del rostro, como las uñas lacadas, la forma de su peinado, los clips de oro sobre su seno, todo hacía de ella una americana contemporánea del Bronzino, de Ghirlandaio, de Botticelli. Incluso esa gracia que en las bellísimas y misteriosas damas retratadas por aquellos famosos pintores aparece amasada con la crueldad, adquiría en ella una inocencia nueva, hasta el punto de que Mrs. Flat parecía un monstruo de pudor y de virginidad. Y hubiera sin duda alguna aparecido más antigua que las propias Venus y las propias ninfas de Botticelli, si algo en su rostro, en el brillo de su piel, parecido a una máscara de porcelana, en sus redondos ojos verdes abiertos y fijos, no hubiese recordado ciertas imágenes en colores del Vogue o del Harper’s Bazar dedicadas a la publicidad de algún «Institut de Beauté» o cualquier fábrica de productos alimenticios, o mejor aún, para no ofender el amor propio de Mrs. Flat, no hubiese recordado la copia moderna de un cuadro antiguo, con ese aspecto de demasiado brillante, de demasiado nuevo que tiene el barniz en la copia moderna de un cuadro antiguo. Era, osaría decir, un cuadro de buen autor, pero falso. Si no temiese molestar a Mrs. Flat, añadiría que era de ese mismo estilo Renacimiento, ya inclinado hacia el gusto barroco, de la famosa «sala blanca» del palacio de los duques de Toledo, en el que estábamos aquella noche reunidos en torno de la mesa del general Cork. Era un poco como Tutchevich, el personaje de Ana Karenin, de Tolstoi, que era del mismo estilo Luis XV que el salón de la princesa Betsy Tverskaia.
Pero lo que bajo la máscara del Renacimiento traicionaba en Mrs. Flat la mujer moderna, in tuve with out times, una típica americana, era la voz, el gesto, el orgullo que transparentaba en cada una de sus palabras, en su mirada y en su sonrisa; tenía la voz delgada y cortante, el gesto autoritario y sofisticated a la vez, el orgullo impaciente, con la aspereza de ese característico esnobismo de park Avenue para el cual no existen otros seres dignos de respeto que príncipes y princesas, duques y duquesas, en una palabra, la «nobleza»; y más la «nobleza» falsa que la auténtica. Mrs. Flat estaba allí, sentada a nuestra mesa, al lado del general Cork y, sin embargo, ¡cuán lejana! Volaba en espíritu a las esferas, hacia las sublimes esferas donde relucen, como astros de oro, las princesas, las duquesas y las marquesas de la antigua Europa. Estaba sentada erguida, con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, la mirada fija en una invisible nube errante en un cielo azul turquesa; y siguiendo su mirada me di cuenta, en un momento dado, de que tenía la vista fija en una tela colgada en la parte de enfrente que representaba a la joven princesa de Teano, abuela materna del duque de Toledo, que hacia 1860 había iluminado con su belleza y con su gracia los últimos tristes días de la Corte de los Borbones en Nápoles. Y no pude menos que sonreír al darme cuenta de que la princesa de Teano estaba también sentada, erguida con la cabeza hacia atrás, mirando al cielo, en la misma postura que Mrs. Flat.
El general Cork sorprendió mi sonrisa, siguió mi mirada y sonrió también.
—Nuestro amigo Malaparte —dijo— conoce a todas las princesas de Europa.
—Really? —exclamó Mrs. Flat, sonrojándose de placer y bajando lentamente los ojos hacia mí.
Y entre sus labios entreabiertos en una sonrisa de admiración, vi el brillo de sus dientes, el cándido fulgor de aquellos maravillosos dientes americanos contra los cuales nada pueden los años y llegan a parecer verdaderos, tal es su blancura, su igualdad, su perfección. Esta sonrisa me cegó, me hizo bajar la vista con un estremecimiento de miedo. Era ese terrible brillo de dientes que en América es el primer feliz anuncio de la vejez, el último relámpago que todo americano, mientras desciende sonriente a la tumba, lanza como postrer saludo al mundo de los vivos.
—¡Todas no, afortunadamente! —respondí abriendo los ojos.
—¿Conoce usted a la princesa Expósito? —dijo Mrs. Flat—. Es la first lady de Roma, a real Princess.
—¿La princesa Expósito? —respondí—. No hay ninguna princesa que lleve un nombre parecido.
—¿Pretenderá usted acaso que no existe la princesa Expósito? —dijo Mrs. Flat, frunciendo el ceño y mirándome con un frío desprecio—; es una buena amiga mía muy querida. Pocos meses antes de la guerra fue mi huésped en Boston con su marido, el príncipe Gerano Expósito. Es prima de vuestro rey y posee, naturalmente, un magnífico palacio en Roma, al lado mismo del Palacio Real. No veo el momento de que Roma esté liberada para llevarle el afectuoso saludo de las americanas.
—Lo lamento, pero no existe ni puede existir una princesa Expósito —respondí—. Expósito es el nombre que el Instituto de los Inocentes da a los chiquillos abandonados, a los hijos de padres desconocidos.
—Espero que no pretenderá usted hacerme creer —dijo Mrs. Flat— que todos los príncipes de Europa conocen a sus progenitores.
—No pretendo tanto —dije—; quiero decir que, en Europa, las princesas, cuando son verdaderas princesas, se sabe cómo nacen.
—En nuestro país, in the States —dijo Mrs. Flat—, no se pregunta nunca a nadie, ni aun a una princesa, cómo nace. América es un país democrático.
—Expósito —dije— es un nombre muy democrático. En las callejuelas de Nápoles todo el mundo se llama Expósito.
—I don’t care —dijo Mrs. Flat— no me interesa saber si en Nápoles todo el mundo se llama Expósito. Lo que sé es que mi querida amiga Carmela Expósito es una verdadera princesa. Es muy extraño que no la conozca usted. Es prima de vuestro rey y eso me basta. En Washington, en el State Departament, me dijeron que se ha portado muy bien durante la guerra. Fue ella quien indujo al rey a detener a Mussolini. Es una heroína.
—Si se ha portado bien durante la guerra —dijo el coronel Eliot— quiere decir que no es una princesa auténtica.
—Es princesa —dijo Mrs. Flat—, a real Princess.
—En esta guerra —dije yo—, todas las mujeres de Europa, princesas o porteras, se han portado muy bien.
—That’s true —dijo el general Cork.
—Las mujeres que han tenido relaciones con los alemanes —dijo el coronel Brand— son relativamente pocas.
—Se han portado, por lo tanto, mucho mejor que los hombres —dijo Mrs. Flat.
—Se han portado tan bien como los hombres —dije yo—, pero de otra forma.
—Las mujeres de Europa —dijo Mrs. Flat con acento irónico— se han portado muy bien también con los soldados americanos; mucho mejor que los hombres; ¿no es verdad, general?
—Yes… no… I mean… —respondió el general Cork, sonrojándose.
—No hay ninguna diferencia —dije yo— entre una mujer que se prostituye a un alemán y una que se prostituye a un americano.
—What? —dijo Mrs. Flat con voz ronca.
—Desde el punto de vista moral —dije yo— no hay ninguna diferencia.
—Hay una muy importante —dijo Mrs. Flat, mientras todos callaban, con el rubor en el rostro—, los alemanes son bárbaros y los soldados americanos son buenos muchachos.
—Sí —dijo el general Cork—, son buenos muchachos.
—Oh, sure! —exclamó el coronel Eliot.
—Si hubieran ustedes perdido la guerra —dije— ninguna mujer se dignaría dirigirles una sonrisa. Las mujeres prefieren los vencedores a los vencidos.
—Es usted un inmoral —dijo Mrs. Flat con voz fría.
—Nuestras mujeres —dije— no se prostituyen a ustedes porque sean bellos ni buenos muchachos, sino porque han ganado la guerra.
—Do you think so, general? —preguntó bruscamente Mrs. Flat volviendo el rostro hacia el general Cork.
—I think… yes… no… I think… —respondió el general Cork parpadeando.
—Ustedes son un pueblo feliz —dije—; no pueden comprender ciertas cosas.
—Nosotros, los americanos —dijo Jack, mirándome con simpatía—, no somos felices, somos afortunados. We are not happy, we are fortunate.
—Quisiera que todo el mundo de Europa —dijo Mrs. Flat— fuese afortunado como nosotros. ¿Por qué no tratan de ser afortunados?
—Nos basta con ser felices —respondí—, porque nosotros somos felices.
—¿Felices? —exclamó Mrs. Flat mirando con la estupefacción en los ojos—, ¿cómo pueden ser felices cuando sus hijos mueren de hambre y sus mujeres no se avergüenzan de prostituirse por un paquete de cigarrillos? Ustedes no son felices, son inmorales.
—Con un paquete de cigarrillos —dije en voz baja— se compran tres kilos de pan.
Mrs. Flat se sonrojó y me causó placer verla sonrojarse.
—Nuestras mujeres son todas dignas de respeto —dije—, incluso las que se venden por un paquete de cigarrillos. Todas las mujeres honradas del mundo, incluso las mujeres honradas de América, deberían aprender de las pobres mujeres de Europa cómo es posible prostituirse con dignidad, para calmar el hambre. ¿Sabe usted qué es el hambre, Mrs. Flat?
—No, gracias a Dios. ¿Y usted? —dijo Mrs. Flat.
Me di cuenta de que le temblaban las manos.
—Siento un profundo respeto por todos aquellos que se prostituyen por hambre —respondí—; si tuviese hambre, y no pudiese saciarla de otro modo, no vacilaría un instante en vender mi hambre por un trozo de pan, o un paquete de cigarrillos.
—El hambre, el hambre, siempre el mismo pretexto… —dijo Mrs. Flat.
—Cuando regresen ustedes a América —dije— habrán aprendido por lo menos este hecho horrible y maravilloso: que el hambre, en Europa, puede comprarse con un objeto cualquiera.
—¿Qué entiende usted por comprar el hambre? —me preguntó el general Cork.
—Pretendo decir por «comprar el hambre» —respondí— que los soldados americanos se imaginan comprar las mujeres y no compran más que su hambre. Creen comprar el amor, y compran un trozo de hambre. Si fuese soldado americano compraría un trozo de hambre y me lo llevaría a América para regalarlo a mi mujer, para enseñarle lo que se puede comprar en Europa por un paquete de cigarrillos. Es un bonito regalo un trozo de hambre.
—Las desgraciadas que se venden por un paquete de cigarrillos —dijo Mrs. Flat— no tienen aspecto de hambrientas. Parecen estar perfectamente.
—Hacen gimnasia sueca con la piedra pómez —dije sencillamente.
—What? —exclamó Mrs. Flat, abriendo los ojos.
—Cuando estuve deportado en la isla de Lípari —dije— los periódicos franceses e ingleses anunciaron que estaba muy enfermo y acusaron a Mussolini de crueldad con los condenados políticos. Estaba, en realidad, muy enfermo, y se temía que estuviese tuberculoso. Mussolini dio orden a la policía de Lípari de hacerme fotografiar en traje de deporte y mandar la fotografía a Roma, al Ministerio del Interior, que haría publicar la fotografía en los periódicos para demostrar que gozaba de buena salud. Y así, una mañana, vino a mí un funcionario de la policía con un fotógrafo y me ordenó que me pusiera un traje de deporte.
—No hago deporte en Lípari —respondí.
—¿Ni tan sólo un poco de gimnasia sueca? —dijo el funcionario de policía.
—Sí, a veces hago un poco de gimnasia sueca con la piedra pómez —respondí.
—Está bien —dijo el policía—, lo fotografiaremos mientras hace gimnasia con la piedra pómez. —Y añadió, como si quisiera darme un consejo para mi salud—: No es una gimnasia muy fatigosa. Tendría usted que ejercitarse en algo más pesado para desarrollar los músculos del pecho. Tiene necesidad.
—En Lípari se vuelve uno perezoso —respondí—; además, cuando uno está deportado a una isla, ¿de qué sirven los músculos?
—Los músculos —dijo el funcionario de policía— sirven más que el cerebro. Si hubiese tenido un poco de musculatura no estaría aquí.
Lípari posee los mayores yacimientos de piedras pómez de Europa. La piedra pómez es muy ligera, tan ligera que flota en el agua. Nos fuimos a Canneto, donde están las minas de piedra pómez, y cogí un enorme bloque de aquella porosa y ligera piedra que de aspecto parecía un bloque de granito de una docena de toneladas, pero que, en realidad, sólo pesaba un par de kilos y lo levanté sobre mi cabeza con las dos manos, sonriendo. El fotógrafo disparó y así fui fotografiado en actividad «deportiva». Los periódicos italianos publicaron mi fotografía y mi madre me escribió: «Soy feliz de ver que estás tan bien y que te has puesto fuerte como un Hércules».
—Ya lo ve usted, Mrs. Flat; para aquellas desgraciadas que se venden por un paquete de cigarrillos, la prostitución no es más que una especie de gimnasia con la piedra pómez.
—Ah! ah, ah! Wonderful! —gritó el general Cork mientras una alegre carcajada corría en torno a la mesa.
Mrs. Flat, estupefacta, casi asustada, se volvió sonrojándose hacia el general Cork.
—No comprendo… —dijo.
—No es más que una broma —dijo el general Cork riendo—, nothing, but a joke, a marvellous joke! —y comenzó a toser para ocultar el placer que le producía aquella broma.
—Es una broma muy tonta —dijo Mrs. Flat severamente—, y me maravilla que un italiano pueda reírse de ciertas cosas.
—¿Está usted segura de que Malaparte se ríe de ellas? —dijo Jack.
Me di cuenta de que estaba conmovido. Mi miraba fijo, sonriéndome con simpatía.
—Anyway, I don’t like jokes —dijo Mrs. Flat.
—¿Por qué no le gustan a usted las bromas? —pregunté—. Si todo esto que ocurre en torno a nosotros, en Europa, no fuese una broma, ¿cree que nos haría llorar, que bastaría llorarlo?
—Usted no sabe llorar —dijo Mrs. Flat.
—¿Por qué quiere que llore? ¿Acaso porque en los bailes que vuestras WACS organizan para divertir a los soldados y a los oficiales americanos, invitan ustedes gentilmente a nuestras mujeres, pero prohíben a los maridos, a los novios, a los hermanos, acompañarlas? ¿Querría usted que llorase porque en América no hay suficientes prostitutas que mandar, a Europa para divertir a sus soldados? ¿O debería llorar porque su invitación a nuestras mujeres de asistir al baile solas, no es una invitación al vals, sino una invitación a prostituirse?
—En América no hay nada malo en invitar a una mujer a un baile sin el marido —dijo Mrs, Flat, mirándome estupefacta.
—Si los japoneses hubiesen invadido América y se hubiesen comportado con sus mujeres como ustedes se comportan con las nuestras, ¿qué hubiera usted dicho, Mrs. Flat?
—¡Pero nosotros no somos japoneses! —exclamó el coronel Brand.
—Los japoneses son hombres de color —dijo Mrs. Flat.
—Para los pueblos vencidos —dije— todos los vencedores son hombres de color.
Un silencio embarazoso acogió mis palabras. Todos me miraban estupefactos, doloridos; eran hombres sencillos, honrados, eran americanos, los más puros y los más justos entre todos los hombres, y me miraban con muda simpatía, estupefactos y doloridos de que la verdad de mis palabras los obligase a sonrojarse. Mrs. Flat había bajado los ojos y callaba.
Al cabo de algunos instantes el general Cork se volvió hacia mí.
—Me parece que tiene usted, razón —dijo.
—Do you really think Malaparte is right? —preguntó en voz baja Mrs. Flat.
—Sí, creo que tiene razón —dijo lentamente el general Cork—, incluso nuestros soldados están indignados de tener que tratar a los italianos, hombres y mujeres, de una forma que éstos juzgan… yes… I mean… poco correcta. Pero no es culpa mía. La actitud que debemos adoptar acerca de los italianos nos ha sido dictada por Washington.
—¿Por Washington? —exclamó Mrs. Flat.
—Sí, por Washington, El periódico del Quinto Cuerpo de Ejército Stars and Stripes, publica cada día numerosas cartas de G. I. que repiten, sobre el mismo argumento, casi las mismas palabras de Malaparte. Los G. I., Mrs. Flat, son ciudadanos de un gran país donde la mujer es respetada.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Mrs. Flat.
—Yo leo atentamente cada día las cartas que nuestros soldados envían a Stars and Stripes; y precisamente el domingo pasado di orden de que en adelante a nuestros bailes sean invitados no solamente las mujeres, sino sus maridos o hermanos. Creo haber obrado bien.
—Pienso también que ha obrado usted bien —dijo Mrs. Flat—, pero no me sorprendería que Washington lo desaprobase.
—Washington ha aprobado mi decisión —dijo el general Cork con una sonrisa irónica—, pero incluso sin la aprobación de Washington creería haber obrado bien, especialmente después del último escándalo.
—¿Qué escándalo? —preguntó Mrs. Flat, inclinando la cabeza sobre su hombro.
—No es ciertamente una historia divertida —dijo el general Cork.
Y relató que hacía algunos días un muchacho había matado a tiros, en plena Vía Chiaia, a su propia hermana, porque, a pesar de la prohibición, había asistido sola a un baile de oficiales americanos.
—La muchedumbre —añadió el general Cork— aplaudió al asesino.
—What? —preguntó Mrs. Flat.
—La muchedumbre no tenía razón —dijo el general Cork—, pero…
Dos noches antes, algunas muchachas napolitanas de buena familia que habían imprudentemente aceptado asistir a un baile a un club de oficiales americanos, habían sido obligadas a entrar en una habitación arreglada como dispensario, donde se las sometió, por la fuerza, a una visita médica. Todo Nápoles lanzó un grito de indignación.
—He denunciado a la Corte Marcial a los responsables de tal vergüenza —añadió el general Cork.
—Ha cumplido usted con su deber —dijo Mrs, Flat, sonrojándose.
—Thank you —contestó el general Cork.
—Las muchachas italianas —dijo el mayor Morrison— tienen derecho a nuestro respeto. Son muchachas bien, tan dignas de respeto como nuestras muchachas americanas.
—Estoy de acuerdo con usted —dijo Mrs. Flat—, pero no puedo estarlo con Malaparte.
—¿Por qué no? —preguntó el general Cork—, Malaparte es un buen italiano, es un amigo nuestro, y todos lo queremos mucho.
Todos me miraron sonriendo, y Jack, que estaba sentado delante de mí, me guiñó el ojo.
Mrs. Flat se volvió para dirigirme una mirada en la que la ironía, el despecho y la malicia se fundían en un estupor benévolo, y me sonrió diciendo:
—You are fishing for compliments, aren’t you?
En aquel momento la puerta se abrió y en el umbral, precedidos del mayordomo, aparecieron cuatro criados de librea trayendo a la manera antigua, sobre una especie de angarillas recubiertas de un brocado rojo con el escudo de los duques de Toledo, un inmenso pez colocado sobre una enorme fuente de plata maciza. Un «¡oh!» de júbilo y admiración recorrió la mesa, y exclamando: «¡He aquí la sirena!», el general Cork se volvió hacia Mrs. Flat haciendo una inclinación.
El mayordomo, ayudado por los criados, colocó la fuente en medio de la mesa, delante del general Cork y de Mrs. Flat y se retiró unos pasos.
Todos miramos el pescado y palidecimos. Un débil grito de horror escapó dé los labios de Mrs. Flat y el general se puso lívido.
Una chiquilla, algo que parecía una chiquilla estaba tendida sobre la espalda en medio de la fuente, sobre un lecho de verdes hojas de lechuga, en el centro de una gran guirnalda roja de corales. Tenía los ojos abiertos, los labios entornados; y miraba con ojos de maravilla el Triunfo de Venus del techo pintado por Luca Giordano. Estaba desnuda, pero la piel oscura, brillante, del mismo color del vestido de Mrs. Flat, modelaba, como un vestido muy ceñido, sus formas todavía torpes, pero ya armoniosas, la dulce curva de los flancos, la leve prominencia del vientre, los pequeños senos virginales, los hombros anchos y llenos.
Podía tener no más de ocho o diez años, si bien a primera vista, tan precoz era, con formas ya femeninas, podía parecer quince. Aquí y allá, destrozada por la cocción especialmente sobre los hombros y los flancos, la piel dejaba ver, por los cortes y las resquebrajaduras, la carne tierna, argentina, en un punto, dorada en otro, hasta parecer vestida de violeta y amarillo, como la propia Mrs. Flat. Y, como Mrs. Flat, tenía el rostro (que el ardor del agua hirviendo había hecho saltar fuera de la piel como salta la de un fruto demasiado maduro) parecido a una reluciente máscara de porcelana antigua, y los labios salientes, y la frente alta y estrecha, los ojos redondos y verdes. Tenía los brazos cortos, una especie de aletas terminadas en punta, en forma de manos sin dedos. Un tufo de crines le brotaba de sobre la cabeza, que parecían cabellos y bajaban por los lados del pequeño rostro, como hechos de grumos, que parecía esbozar una mueca de sonrisa alrededor de la boca. Los flancos, largos y esbeltos, terminaban, como dice Ovidio, in piscem, en cola de pez. Yacía aquella chiquilla en la fuente de plata y parecía dormir. Pero, por un imperdonable olvido del cocinero, dormía como duermen los muertos, con los ojos abiertos, como aquellos a quienes nadie ha tenido la piadosa atención de bajar los párpados, con los ojos abiertos. Y miraba los tritones de Luca Giordano soplar en sus conchas marinas y los delfines enganchados en la cola de Venus, galopando sobre las olas, y Venus desnuda sentada en su áurea concha y el blanco y rosado cortejo de sus Ninfas y Neptuno, tridente en mano, correr sobre el mar arrastrado por la fuga de sus blancos cabellos, sedientos todavía de la sangre de Hipólito. Miraba aquel Triunfo de Venus pintado en el techo, aquel mar turquesa, aquellos peces argentinos, aquellos verdes monstruos marítimos, aquellas blancas nubes errantes en el fondo del horizonte y sonreía estática; aquél era su mar, aquella era su patria perdida, el país de sus sueños, el reino feliz de las sirenas.
Era la primera vez que veía una chiquilla cocida, una chiquilla hervida; y callaba, poseído de un terror sacro. Todos, en torno a la chiquilla, estaban pálidos de horror.
El general Cork levantó la vista hacia sus comensales y con voz temblorosa exclamó:
—¡Pero eso no es un pescado! ¡Es una chiquilla!
—No —dije—, es un pescado.
—¿Está seguro de que es un pescado, un verdadero pescado? —dijo el general Cork, pasándose la mano por la frente bañada en un sudor frío.
—Es un pescado —dije—, es la famosa sirena del Acuárium.
Después de la liberación de Nápoles los aliados habían prohibido por razones militares la pesca en el golfo; entre Sorrento y Capri e Ischia, el mar estaba plagado de minas errantes que hacían peligrosa la pesca. Y tampoco los aliados, especialmente los ingleses, se fiaban de dejar que los pescadores saliesen a alta mar por temor a que llevasen información a los submarinos alemanes o les procurasen nafta, o pusiesen de un modo u en peligro los centenares de navíos de guerra, transportes militares y Liberty-ships anclados en el golfo. ¡Desconfiar de los pescadores napolitanos! ¡Creerlos capaces de un delito! Pero lo mismo daba; la pesca estaba prohibida.
En todo Nápoles era imposible encontrar no digo yo un pescado, sino una rodaja de pescado; ni una sardina, ni una escorpina, ni una langosta, un salmonete, un pulpito, nada. De manera que el general Cork, cuando ofrecía una cena a algún oficial aliado, a un mariscal Alexander, a un general Juin, a un general Ander, o a cualquier importante hombre político, a un Churchill, a un Vichinsky, a un Bogomolov o a cualquier comisión de senadores americanos venidos en avión de Washington para recoger las críticas de los soldados de la V Army a sus generales, y sus opiniones, y sus consejos sobre los más graves problemas de la guerra, había tomado la costumbre de surtir su mesa con los peces del Acuárium de Nápoles que, después del de Mónaco, es sin duda el más importante de Europa.
En las cenas del general Cork el pescado era siempre, por consiguiente, fresquísimo y de especies raras. Durante la cena que había dado en honor del general Eisenhower, habíamos comido el famoso «pulpo gigante» ofrecido al Acuárium de Nápoles por el emperador de Alemania Guillermo II. Los célebres peces japoneses llamados «dragones», donativo del emperador del Japón Hiro Hito, fueron sacrificados en la mesa del general Cork en honor de un grupo de senadores americanos. La enorme boca de aquellos peces monstruosos, las branquias amarillas, las aletas negras y rojas parecidas a alas de murciélagos, la cola verde y oro, la frente erizada de puntas y crestada como el yelmo de Aquiles, habían deprimido profundamente el ánimo de los senadores americanos ya preocupados por la marcha de la guerra contra el Japón. Pero el general Cork, a cuyas virtudes militares acompañaba la cualidad de perfecto diplomático, había levantado el ánimo de sus comensales entonando el «Johnny got a zero», la famosa canción de los aviadores del Pacífico que todos cantaron a coro.
Los primeros tiempos, el general Cork había hecho pescar el pescado para su mesa en las riberas del lago de Lucrino, célebre por las feroces y exquisitas morenas que Lúculo, que tenía su villa en las cercanías de Lucrino, alimentaba con la carne de sus esclavos. Pero los periódicos americanos, que no perdían ocasión de hacer acerbas críticas del Alto Mando de la U. S. Army, habían acusado al general Cork de mental cruelty, por haber obligado a sus huéspedes, «respetables ciudadanos americanos», a comer las morenas de Lúculo. «¿Puede decirnos el general Cork —habían osado imprimir algunos periódicos— con qué nutre a sus morenas?»
Como consecuencia de estas acusaciones el general Cork dio inmediatamente la orden de pescar los peces para su mesa en el Acuárium de Nápoles. Y así, uno a uno, los peces más raros, los más famosos del Acuárium, fueron sacrificados a la mental cruelty del general Cork; incluso el famoso pez espada, regalo de Mussolini (que fue servido hervido rodeado de patatas hervidas), y el magnífico atún, donativo de Su Majestad Vittorio Emmanuele III, y las langostas de las islas Wright, gracioso regalo de Su Majestad Jorge V de Inglaterra.
Las preciosas ostras perlíferas que S.A. el duque de Aosta, virrey de Etiopía, había enviado al Acuárium (eran ostras perlíferas de la costa de Arabia, frente a Massaua), habían alegrado la cena que el general Cork ofreció a Wichinsky, vicecomisario soviético de Asuntos exteriores, entonces representante de la U. R. S. S. en la Comisión Aliada en Italia. Wichinsky quedó muy maravillado de encontrar en cada una de las ostras una perla rosada del color de la luna naciente. Y levantó la vista del plato, mirando al general Cork con la misma mirada con la cual hubiera mirado al emir de Bagdad durante una cena de Las mil y una noches.
—No escupa usted el hueso —le había dicho el general Cork—; es delicioso.
—Of course, is a pearl! Don’t you like it?
Wichinsky se había embuchado la perla murmurando entre dientes en ruso:
—¡Estos asquerosos capitalistas…!
Y no menos maravillado quedó Churchill cuando, invitado a cenar por el general Cork, encontró en su plato un extraño pescado, redondo y delgado, de color de acero, parecido al disco de los antiguos discóbolos.
—¿Qué es eso? —preguntó Churchill.
—A fish, un pescado —respondió el general Cork.
—A fish? —dijo Churchill, observando atentamente aquel extraño animal.
—¿Cómo se llama este pescado? —preguntó el general Cork al mayordomo.
—Es un torpedo —respondió entonces el mayordomo.
—What? —preguntó Churchill.
—Un torpedo —dijo el general Cork.
—¿Un torpedo? —dijo Churchill.
—Yes, of course, a torpedo —dijo el general Cork; y volviéndose hacia el mayordomo le preguntó qué era un torpedo.
—Un pez eléctrico —dijo el mayordomo.
—Ah, yes, of course, un pez eléctrico! —dijo el general Cork, mirando a Churchill; y los dos quedaron mirándose, como dos peces entre dos aguas que no se atreven a tocar el torpedo.
—¿Está usted seguro de que no es peligroso? —preguntó Churchill, después de algunos instantes de silencio.
El general Cork se volvió hacia el mayordomo.
—¿Cree usted que puede ser peligroso tocarla Está lleno de electricidad.
—La electricidad —respondió el mayordomo en inglés pronunciado con acento napolitano— es peligrosa cuando está cruda; cocida no hace daño.
—¡Ah! —exclamaron a la vez Churchill y el general Cork; y lanzando un suspiro de alivio tocaron el pescado con la punta de un tenedor.
Pero un buen día se acabaron los peces del Acuárium; no quedaba más que la famosa sirena (ejemplar bastante raro de esa especie de «sirénidos» que por su forma casi humana han dado lugar a la antigua leyenda de las sirenas), y algunas maravillosas ramas de coral.
El general Cork, que tenía la laudable costumbre de ocuparse personalmente de las más íntimas cosas, había preguntado al mayordomo qué calidad de pescado podía encontrarse en el Acuárium para la cena en honor de Mrs. Flat.
—Poco ha quedado —contestó el mayordomo—, la sirena y algunas ramas de coral.
—¿Es un buen pescado la sirena?
—¡Excelente! —contestó el mayordomo sin pestañear.
—¿Y los corales? —preguntó el general Cork, que cuando se ocupaba de cosas de comida se mostraba sumamente minucioso—, ¿son buenos para comer?
—No, los corales no, son un poco indigestos.
—Entonces nada de corales.
—Podemos ponerlos alrededor —había respondido imperturbable el mayordomo.
—That’s fine!
Y el mayordomo había escrito en la minuta dela cena:
«Sirena salsa mayonesa con corales».
Y ahora todos contemplaban lívidos, mudos de sorpresa y de horror aquella pobre chiquilla muerta tendida con los ojos abiertos sobre la fuente de plata, sobre un lecho de verdes hojas de lechuga en medio de una guirnalda roja de corales.
Recorriendo las miserables callejuelas de Nápoles, ocurre con frecuencia vislumbrar en alguna habitación «baja» un muerto tendido en la cama entre una guirnalda de flores. Y no es raro ver a una chiquilla muerta. Pero no había visto nunca una chiquilla muerta tendida entre una guirnalda de corales. ¡Cuántas pobres madres hubieran asegurado para sus hijas muertas una tan maravillosa guirnalda de corales! Los corales se parecen a las ramas del melocotonero en flor, dan alegría al mirarlos, dan un no sé qué de alegre, de primaveral, a los cadáveres de los chiquillos. Yo miraba aquella chiquilla hervida, y temblaba de piedad y de orgullo dentro de mí. «¡Qué maravilloso país es Italia!», pensaba. «¿Qué otro pueblo del mundo puede permitirse el lujo de ofrecer a un ejército extranjero que ha destruido su patria una sirena con mayonesa, rodeada de corales?» ¡Ah! ¡Valía la pena perder la guerra, sólo por ver a aquellos oficiales americanos, a aquella orgullosa mujer americana, pálidos, aterrados de horror en torno al cadáver de una sirena, de una deidad marina muerta sobre una fuente de plata, en la mesa de un general americano!
—Disgusting! —exclamó Mrs. Flat tapándose los ojos con la mano.
—Yes… I mean… yes… —balbuceaba pálido y tembloroso el general Cork.
—¡Llevaos eso pronto! ¡Llevaos esta cosa horrible! —gritó Mrs. Flat.
—¿Por qué? —dije—. Es un pescado excelente.
—¡Pero tiene que ser un error…! I beg pardon… but… debe de ser un error… I beg pardon… —balbuceó, con un lamento de dolor, el pobre general Cork.
—Les aseguro que es un pescado excelente —dije.
—¡Pero no podemos comer that… esta chiquilla… that poor girl —dijo el coronel Eliot.
—No es una chiquilla —dije—, es un pescado.
—General —dijo Mrs. Flat con voz severa espero que no me obligará a comer that… that poor girl.
—¡Pero si es un pescado! —dijo el general Cork—, un pescado excelente. He knows…
—No he venido a Europa para que su amigo Malaparte and you me obliguen a comer carne humana —dijo Mrs. Flat con voz que temblaba de rabia—. Dejemos para este barbarous italian people to eat children at dinner. I refuse. I am a honest american woman. I don’t eat italian children!
—I am sorry. I am terribly sorry —dijo el general Cork, enjugándose la frente bañada de sudor—, pero en Nápoles todo el mundo come esta especie de chiquillos… yes… I mean… no… I mean… that sort of fish…! ¿No es verdad, Malaparte, que that sort of children… of fish… is excellent?
—Es un pescado excelente —respondí— y ¿qué importa que tenga el aspecto de una chiquilla? Es un pescado. En Europa los peces no tienen obligación de parecer peces.
—¡Ni en América tampoco! —exclamó el general Cork, contento de encontrar alguien que tomase su defensa.
—What? —gritó Mrs. Flat.
—En Europa —dije—, los peces son libres, ¡por lo menos los peces! Nadie les prohíbe parecerse a… qué se yo…, a un hombre, a una chiquilla, a una mujer. Y esto es un pez, aunque… Por otra parte —añadí—, ¿qué creían ustedes venir a comer a Italia, el cadáver de Mussolini?
—Ah, ah, ah, funny! —gritó el general Cork con una risa demasiado estridente para ser sincera—. ¡Ja, ja, ja! —Y todos le hicieron coro, con una carcajada en la cual el espacio, la duda, la alegría y el horror se conjugaban extrañamente. No he querido nunca tanto a los americanos, no querré nunca tanto como aquella noche, en aquella mesa, delante de aquel pescado.
—No pretenderá usted, espero —dijo Mrs. Flat pálida de ira y de horror—, ¡no pretenderá hacerme comer de esta horrible cosa! ¡Usted olvida que soy americana! ¿Qué dirían en Washington, general, qué dirían en el War Departament si supiesen que en sus cenas se comen chiquillas hervidas, boiled girls?
—I mean…? yes… of course… —balbució el general Cork, dirigiéndome una mirada de súplica.
—Boiled girls with mayonese! —añadió Mrs. Flat con voz helada.
—Olvida usted el acompañamiento de corales —dije, como si quisiera con mis palabras justificar al general Cork.
—I don’t forget corals! ¡No olvido los corales! —exclamó Mrs. Flat fulminándome con la mirada.
-Get out! —gritó de improviso el general Cork al mayordomo, indicándole con el dedo la sirena—, get out that thing!
—General, wait a moment, please —dijo el coronel Brown, capellán del Cuartel General—; we must bury that… that poor fellow.
—What? —exclamó Mrs. Flat.
—Hay que enterrar este…, esta… I mean… —dijo el capellán.
—Do you mean… —dijo el general Cork.
—Yes, I mean bury —dijo el capellán.
—But… it’s a fish… —dijo el general Cork.
—Es posible que sea un pescado —dijo el capellán—, pero tiene más bien el aspecto de una chiquilla… Permítame que insista; nuestro deber es dar sepultura a esta chiquilla… I mean, a este pescado. We are christians. ¿No somos acaso cristianos?
—Lo dudo —dijo Mrs. Flat, dirigiendo al general una fría mirada de desprecio.
—Yes, I suppose… —dijo el general Cork.
—We must bury it —dijo el coronel Brand.
—All right —dijo el general Cork—, pero ¿dónde debemos enterrarlo? Yo propondría tirarlo a la basura; me parece lo más sencillo.
—No —dijo el capellán—; no estoy del todo seguro de que sea un pescado. Hay que darle una sepultura más decente.
—¡Pero en Nápoles no hay cementerios para peces! —dijo el general Cork volviéndose hacia mí.
—No creo que los haya —dije—; los napolitanos no entierran a los peces, se los comen.
—Podemos enterrarlo en el jardín —dijo capellán.
—Esto es una buena idea —dijo el general Cork, iluminándosele el rostro—. Podemos enterrarlo en el jardín. —Y volviéndose hacia el mayordomo añadió—: Por favor, vayan a enterrar esto…, este pobre pescado, en el jardín.
—Sí, mi general —dijo el mayordomo, inclinándose, mientras los criados levantaban la enorme fuente de plata maciza y la depositaban sobre las angarillas.
—He dicho enterrarlo en el jardín —dijo el general Cork—; les prohíbo que se lo coman en la cocina.
—¡Oh, mi general! —dijo el mayordomo—, Pero ¡es una lástima! ¡Un pescado tan bueno…!
—No estoy seguro de que sea un pescado —dijo el general Cork—, y les prohíbo que se lo coman.
El mayordomo se inclinó; los criados se dirigieron hacia la puerta llevando sobre las angarillas la reluciente fuente de plata, y todos seguimos con una mirada triste aquel extraño cortejo fúnebre.
—Será mejor —dijo el capellán levantando de la mesa— que vaya a vigilar la sepultura. No quiero tener nada sobre la conciencia.
—Thank you, Father —dijo el general Cork enjugándose la frente y dirigiendo tímidamente mirada a Mrs. Flat con un suspiro de alivio.
—Oh, Lord! —dijo Mrs. Flat, alzando los ojos al cielo.
Estaba pálida y las lágrimas brillaban en sus ojos. Me causó placer verla conmovida, y le agradecí profundamente aquellas lágrimas. La había juzgado mal; Mrs. Flat era mujer de corazón. Si lloraba por un pescado, hubiera acabado sin duda, un día, sintiendo incluso piedad por el pueblo italiano, llorando por los duelos y los sufrimientos de mi pobre pueblo.