Me desperté bañado en sudor. Me asomé a la ventana miré las casas, el mar, el cielo sobre la colina del Posillipo, la isla de Capri, errante en el horizonte en la calígine rosada del alba. Había reconocido la voz del viento, su voz negra. Me vestí de prisa, me senté en el borde de la cama y esperé. Sabía que esperaba algo triste, doloroso, que no podía impedir que algo triste, doloroso, viniese a mi encuentro.
Sobre las seis un jeep se paró bajo mi ventana y oí llamar a la puerta. Era el teniente Campbell, de la P. B. S. Durante la noche había llegado un fonograma la orden del Gran Cuartel General de Casera de que fuese a reunirme con el coronel Jack Hamilton delante de Cassino. Era ya tarde, teníamos que salir en seguida. Me puse la mochila a la espalda, el fusil ametrallador al hombro y subí al jeep.
Campbell era un muchacho joven, alto, rubio, con ojos azules manchados de blanco. Había ido ya varias veces al frente con él y me gustaba por su flema sonriente, por su gentileza ante el peligro. Era un muchacho triste, natural de Wisconsin, y quizá sabía ya que no debía regresar a su casa, que tenía que ser muerto por una mina, algunos meses después, en la carretera de Milán a Bolonia, dos días antes de terminar la guerra. Hablaba poco, era tímido, y al hablar se sonrojaba.
Apenas pasado el puente de Capua encontramos los primeros convoyes de heridos. Eran los días de los inútiles y sangrientos ataques contra las defensas alemanas de Cassino. En un momento dado entramos en la zona de fuego. Gruesos proyectiles caían con un fragor horrendo sobre la Vía Cassilina. Al llegar al check-point, a unos tres kilómetros de las primeras casas de Cassino, un sargento de la M. P. nos detuvo y nos hizo poner al resguardo de un grueso muro esperando que se calmase la tempestad de granadas.
Pero el tiempo pasaba; se hacía tarde. Para alcanzar el observatorio de la artillería donde el coronel Hamilton nos esperaba, decidimos abandonar la Vía Cassilina y echar a campo traviesa, donde la lluvia de proyectiles era más pausada.
—Good lucky —nos dijo el sargento de la M. P.
Campbell metió el jeep en un foso, volvió a subir la pared, comenzó a trepar una pendiente pedregosa y atravesó el inmenso olivar que entre desnudos collados se extiende sobre las vertientes de frente a Cassino. Algún otro jeep había pasado por allí antes que nosotros, porque la tierra conservaba todavía frescas las huellas de las ruedas. En ciertos puntos, donde el terreno era arcilloso, las ruedas de nuestro jeep giraban furiosamente en el vacío y teníamos que avanzar poco a poco por entre las grandes rocas que obstruían el declive.
De repente, allá, delante de nosotros, en un angosto valle cerrado por dos gruesas rocas peladas, vimos soltar un chorro de tierra y de piedras, y el estallido sordo de una explosión repercutió de valle en valle.
—Una mina —dijo Campbell, que trataba de seguir el rastro de las ruedas para evitar las minas tan frecuentes en aquella zona.
Luego oímos voces y lamentos y entre los olivos percibimos, a un centenar de pasos de nosotros, un grupo de hombres alrededor de un jeep volcado. Otro jeep estaba parado a poca distancia, con las ruedas delanteras destrozadas por la explosión de la mina.
Dos soldados americanos heridos estaban sentados sobre la hierba, otros se juntaban en torno de un hombre tendido en el suelo sobre la espalda. Los soldados miraron con desprecio mi uniforme, y uno de ellos, un sargento, dijo a Campbell:
—What hell is he doing here, this bastard?
—A. F. H. Q. —respondió Campbell, o sea, Agente Italiano de Enlace.
—Baje —dijo el sargento, dirigiéndose a mí de una manera brusca—, deje el sitio al herido.
—¿Qué tiene? —pregunté saltando del jeep.
—Está herido en el vientre. Hay que llevarlo en seguida al hospital.
—Let me see —dije—. Déjemelo ver.
—Are you a doctor?
—No, no soy médico —dije, y me incliné sobre el herido.
Era un muchacho rubio, delgado, casi un niño, con el rostro infantil. De una enorme abertura del vientre salían los intestinos extendiéndose lentamente por las piernas, acumulándose entre las rodillas formando un grueso nudo azulado.
—Déme una manta —dije.
Un soldado me trajo una manta que extendí sobre el vientre del herido. Después me llevé aparte al sargento y le dije que el herido no podía transportarse, que era mejor no tocarlo y entretanto mandar a Campbell con el jeep a buscar un médico.
—He hecho la otra guerra —dije—, he visto docenas y docenas de heridas como ésta; no hay nada que hacer. Son heridas mortales. Lo único de que debemos preocuparnos es de que no sufra. Si lo llevamos al hospital morirá por el camino entre horribles dolores. Es mejor dejarlo morir aquí, sin sufrir. No hay nada más que hacer.
Los soldados se habían reunido en torno a nosotros y me miraban en silencio.
—El capitán tiene razón —dijo Campbell—. Iré a Capua a buscar un médico y me llevaré los dos heridos leves.
—No podemos dejarlo aquí —dijo el sargento—. En el hospital quizá puedan operarlo; aquí no podemos hacer nada. Es un delirio dejarlo morir.
—Sufrirá atrozmente y morirá antes de llegar al hospital —dije yo—; hacedme caso, dejadlo donde está; no lo toquéis.
—No es usted médico —dijo el sargento.
—No soy médico —dije—, pero sé de qué se trata. He visto docenas de soldados heridos en el vientre. Sé que no hay que tocarlos, que no pueden transportarse. Dejadlo morir en paz. ¿Por qué queréis hacerle sufrir?
—No podemos dejarlo morir aquí como una bestia —dijo el sargento.
Los soldados callaban mirándome fijamente.
—No morirá como una bestia —dije—, se dormirá como un niño, sin sufrir. ¿Por qué queréis hacerle sufrir? Morirá lo mismo, aunque llegase vivo al hospital. Tened confianza en mí, dejarlo donde está; no lo hagáis sufrir. El médico vendrá y me dará la razón.
—Let’s go, vámonos —dijo Campbell a los dos heridos.
—Wait a moment, lieutenant —dijo el sargento—. Espere un momento. Usted es oficial americano; le toca decidir. En todo caso, sea testigo de que si el muchacho muere no será culpa nuestra. Será culpa de este oficial italiano.
—No creo que sea culpa suya —dijo Campbell—, yo no soy médico, no entiendo en cuestión de heridas, pero conozco a este oficial italiano y sé que es un hombre correcto. ¿Qué interés puede tener en aconsejarnos no trasladar a este pobre muchacho al hospital? Si nos aconseja dejarlo aquí, creo que debemos tener confianza en él y seguir su consejo. No es médico, pero tiene más experiencia que nosotros en materia de guerras y de heridas. —Y volviéndose hacia mí, añadió—: ¿Está usted dispuesto a asumir la responsabilidad de no hacer llevar a este pobre muchacho al hospital?
—Sí —dije—. Asumo la entera responsabilidad de no hacerlo llevar al hospital. Puesto que debe morir, es mejor que muera sin sufrir.
-That’s all —dijo Campbell—. Y ahora, vámonos.
Los dos heridos leves se encaramaron en el jeep, que desapareció pronto entre los olivos.
El sargento me miró largo rato en silencio entornando los ojos y al final dijo:
—¿Y ahora? ¿Qué debemos hacer?
—Hay que distraer a este pobre muchacho, contarle historias, divertirlo. No darle tiempo a pensar que está mortalmente herido, que se está muriendo.
—¿Contarle historias? —dijo el sargento.
—Sí, contarle historias divertidas, alegrarlo. Si le deja tiempo de reflexionar se dará cuenta de que está herido y sentirá dolor, sufrirá.
—No me gustan las comedias —dijo el sargento—; nosotros no somos bastardos italianos, no somos comediantes. Si quiere usted hacer el polichinela, hágalo, sin embargo. Pero si Fred se muere se las entenderá usted conmigo.
—¿Por qué insultarme? —dije—; no es culpa mía no ser un pura sangre como todos los americanos… o todos los alemanes. Le he dicho ya que el pobre muchacho morirá, pero sin sufrir. Le daré cuenta de sus sufrimientos, pero no de su muerte.
-That’s right —dijo el sargento. Y volviéndose a los otros que me habían escuchado en silenció, mirándome fijamente, añadió—: Sois todos testigos. Este cerdo italiano pretende…
—Shut up! —grité—. ¡Basta ya de estúpidos insultos! ¿Habéis venido a Europa a insultarnos o a hacer la guerra a los alemanes?
—En el sitio de este pobre muchacho —dijo el sargento llevándose los puños a los ojos— debería haber uno de los vuestros. ¿Por qué no los echáis vosotros solos a los alemanes?
—¿Por qué no os habéis quedado en vuestra casa? Nadie os ha llamado. Debéis dejar que nos las entendiésemos nosotros con los alemanes.
—Take it easy —dijo el sargento con una risa de maldad—, no sois buenos para nada en Europa; no servís más que para morir de hambre.
Los demás se echaron a reír y me miraron.
—Es cierto —dije—, no estamos bastante bien alimentados para ser héroes como vosotros. Pero yo estoy aquí con vosotros, corro los mismos peligros. ¿Por qué me insultáis?
—Bastard people! —dijo el sargento.
—Bonita raza de héroes la vuestra —dije—, diez soldados alemanes y un cabo bastan para haceros frente durante tres meses.
—Shut up! —gritó el sargento avanzando un paso hacia mí.
El herido emitió un gemido y todos nos volvimos.
—Sufre —dijo el sargento palideciendo.
—Sí —dije—, sufre. Sufre por culpa vuestra. Está avergonzado de nosotros. En vez de ayudarlo estamos aquí cubriéndonos de insultos. Pero sé por qué me insultáis. Porque sufrís. Siento haberos dicho ciertas palabras. ¿Creéis que yo no sufro también?
—Don’t worry, captain —dijo el sargento con una sonrisa tímida que me hizo sonrojarme levemente.
—Hello boys! —dijo el herido incorporándose sobre los codos.
—Tiene celos de ti —dije, señalando al sargento querría estar herido como tú para poder volverse a casa.
—Es una verdadera injusticia —gritó el sargento, golpeándose el pecho con las manos—, ¿se puede saber por qué tú puedes volver a casa, a América, y yo no?
El herido sonrió.
—A mi casa… —dijo.
—Dentro de poco vendrá la ambulancia y te llevará al hospital de Nápoles —le dije—. Y dentro de un par de días, en avión hacia América. ¡Eres un muchacho de suerte!
—Es una injusticia —dijo el sargento—, tú a casa y nosotros aquí, a pudrirnos. Así acabaremos todos si seguimos mucho tiempo así, delante de Cassino. —E inclinándose cogió un puñado de barro, se embadurnó el rostro y comenzó a hacer muecas. Los soldados se echaron a reír y el herido sonrió.
—Pero los italianos vendrán a ocupar nuestro sitios y nosotros nos iremos a casa —dijo un soldado avanzando hacia delante. Y agarrando mi sombrero de oficial de Alpinos con la larga pluma negra y metiéndoselo en la cabeza comenzó a saltar delante del herido, haciendo muecas y gritando—: Vino! Spagetti! Signorina!
—Go on —dijo el sargento dándome un empujón.
Me sonrojé. Me repugnaba hacer el payaso. Pero tenía que seguir el juego; había sido yo quien había propuesto la triste comedia y no podía negarme ahora a representar mi papel. Si se hubiese tratado de hacer el payaso para salvar la patria, la humanidad, la libertad, me habría negado. En Europa todos sabemos que hay mil maneras de hacer el payaso; incluso hacer de héroe, de bellaco, de traidor, de revolucionario, de salvador de la patria, de mártir de la libertad, son maneras de hacer el payaso. Incluso colocar a un hombre al pie de un muro y dispararle en el vientre, incluso ganar o perder una guerra, son maneras como otras de hacer el payaso. Pero ahora no podía negarme a hacer el payaso para ayudar a un pobre muchacho a morir sin dolor. En Europa, seamos justos, nos ocurre muy a menudo tener que hacer el payaso por mucho menos… Y, además, aquélla era una manera noble, una manera generosa, de hacer el payaso, y no podía negarme; se trataba de no hacer sufrir a un hombre. Comería tierra, masticaría guijarros, tragaría estiércol, traicionaría a mi madre, con tal de ayudar a un hombre, un animal, a no sufrir. La muerte no me da miedo; no la odio, no me disgusta, no es, en el fondo, cosa mía. Pero odio el sufrimiento, y más el de los demás hombres y animales, que el mío. Estoy dispuesto a todo, a cualquier canallada, a cualquier heroísmo, con tal de no hacer sufrir a un ser humano, con tal de ayudarlo a no sufrir, a morir sin dolor. Y así, pese a que sintiese el rubor en mi frente, me sentía feliz de poder hacer el payaso, no ya por cuenta de la patria, de la humanidad, del honor nacional, de la gloria, de la libertad, sino por cuenta mía, para ayudar a un pobre muchacho a no sufrir, a morir sin dolores.
—Chewing-gum! Chewing-gum! —grité poniéndome a dar saltos delante del herido; y hacía muecas, fingí masticar un enorme chewing-gum, hacía la parodia de tener los dientes pegados por una inmensa madeja de hilos de goma, de no poder abrir la boca, de no poder hablar, ni respirar, ni escupir. Hasta que, después de ímprobos esfuerzos, conseguí finalmente separar los dientes, abrir la boca, y lanzar un grito de triunfo.
—Spam! Spam!
A este grito, que evocaba el horrendo spam, la pasta de carne de cerdo, orgullo de Chicago, que es el odiado y habitual régimen alimenticio del soldado americano, todos se echaron a reír y el mismo herido repitió sonriendo:
-Spam! Spam!
Presa de una imprevista furia todos empezaron a saltar acá y allá, agitando los brazos, fingiendo tener los dientes pegados por una madeja de hilos de goma de chewing-gum, no poder respirar, no poder hablar, y agarrándose con las dos manos la mandíbula inferior fingían tratar de abrir a la fuerza la boca; y también yo saltaba con los demás, gritando a coro con ellos: «Spam! Spam!» Y entretanto, allá, en la colina, resonaba lúgubre, feroz, monótono, el «spam! spam! spam!» de la artillería de Cassino.
De repente, fresca, sonora, riente, resonó una voz en el fondo de la selva de olivos y llegó hasta nosotros danzando por entre los troncos claros manchados de sol. «Ohoho! Ohoho!» Nos detuvimos y miramos hacia el sitio de donde venía la voz. Por entre el argentino fondo de la selva de olivos, contra el cielo gris sembrado acá y allá de manchas verdes, por el pedregal rojizo y los enebros azulados hinchados de niebla, un negro bajaba lentamente la cuesta. Era un negro joven, alto, de piernas larguísimas. Llevaba un saco en la espalda y caminaba un poco inclinado, rozando apenas el suelo con sus suelas de goma, abriendo la boca enorme y gritando «Ohoho! Ohoho!» y moviendo la cabeza como si un inmenso, un alegre dolor le abrasase el corazón. El herido miró al negro y una sonrisa apareció en sus labios.
Llegado junto a nosotros, el negro se paró, dejó en tierra el saco, que produjo un ruido de botellas, y pasándose la mano por la frente, con su voz pueril, dijo:
—Oh, you are having a good time, isn’t?
—¿Qué hay en este saco? —preguntó el sargento.
—Patatas —dijo el negro.
—Me gustan las patatas —dijo el sargento. Y volviéndose hacia el herido, añadió—: También a ti te gustan las patatas, ¿verdad?
—Oh, yes! —dijo Fred riendo.
—Está herido y le gustan las patatas —dijo el sargento—, espero que no negarás una patata a un herido americano.
—Las patatas hacen daño a los heridos —dijo el negro con voz plañidera—. Las patatas son la muerte para los heridos.
—Dale una patata —dijo el sargento con voz amenazadora, mientras, volviéndose de espaldas al herido, hacía al negro con la boca y con los ojos unos signos misteriosos.
—¡Oh, no, no! —dijo el negro, tratando de entender los signos del sargento—. Las patatas son la muerte.
—Abre el saco —dijo el sargento.
El negro comenzó a lamentarse haciendo oscilar la cabeza. «Ohoho, ohoho, ohiohio!» y entretanto se inclinaba, abría el saco y sacaba una botella de vino tinto. La alzó, la miró contra aquel poco de sol sucio que se filtraba a través de la niebla, hizo chasquear la lengua y abriendo lentamente la boca mientras agrandaba los ojos, emitió un gruñido animal: «Uhá!, uhá!, uhá!», que todos imitaron con júbilo infantil.
—¡Dámela! —dijo el sargento.
Abrió la botella con la punta de su cuchillo, vertió un poco de vino en un vaso de latón que un soldado le tendía y alzando el vaso dijo al herido:
—¡A tu salud, Fred! —y bebió.
—Dame un poco —dijo el herido—. Tengo sed.
—No —dije yo—. No debes beber.
—¿Por qué no? —dijo el sargento, mirándome de través—. Un buen vaso de vino le irá bien.
—Un hombre herido en el vientre no debe beber —dije en voz baja—. ¿Quiere matarlo? El vino le abrasará los intestinos, lo hará sufrir de un modo atroz. Comenzará a gritar.
—You bastard… —dijo el sargento.
—Dadme un vaso —dije en voz alta—, quiero beber también a la salud de este afortunado muchacho.
El sargento me tendió el vaso lleno de vino y alzándolo dije:
—Bebo a tu salud, y a la salud de los tuyos, y de todos aquéllos que estarán esperándote en el campo de aviación. ¡A la salud de tu familia!
—Thank you —dijo el herido sonriendo—, y a la salud de Mary también.
—Bebamos todos a la salud de Mary —dijo el sargento. Y volviéndose hacia el negro añadió—: Fuera las otras botellas.
—¡Oh, no, no, oh, no! —gritó el negro con voz plañidera—. Si queréis vino id a buscarlo como he hecho yo.
—¿No te da vergüenza negar un poco de vino a un compañero herido? Dame aquí —dijo el sargento con voz severa, sacando del saco las botellas y tendiéndolas a sus compañeros. Todos habían sacado un vaso de sus mochilas y todos levantamos el vaso.
—¡A la salud de la bella, de la querida Mary! —dijo el sargento, alzando el vaso; y todos bebimos a la salud de la bella, de la joven, de la querida Mary.
—Quiero beber yo también a la salud de Mary —dijo el negro.
—Es verdad —dijo el sargento—. Y después cantarás en honor de Fred. Porque Fred dentro de dos días saldrá en avión para América.
—¡Oho! —dijo el negro, abriendo los ojos.
—¿Y sabes quién estará esperándolo en el campo de aviación? Díselo tú, Fred —añadió el sargento, volviéndose hacia el herido.
—Mammy —dijo Fred con voz débil—. Daddy, y mi hermano Bob…
—… tu hermano Bob… —dijo el sargento.
El herido callaba, respirando con fatiga. Dijo:
—… mi hermana Dorothy, tía Leonora… —y se calló…
—Y Mary… —dijo el sargento.
El herido hizo un signo afirmativo con la cabeza y entreabriendo los labios sonrió.
—¿Y qué harías tú —dijo el sargento, volviéndose hacia el negro—, si fueses tía Leonora? Irías; tú también al campo a esperar a Fred, ¿no es, verdad?
—¡Oh, oh! —dijo el negro—. ¿Tía Leonora? Yo no soy tía Leonora.
—¡Cómo! ¿Tú no eres tía Leonora? —dijo el sargento, mirando fijamente al negro y haciéndole extraños signos con la boca.
—I am not aunt Leonor! —dijo el negro con voz plañidera.
—Yes, you are aunt Leonor! —dijo el sargento, estrechándole los puños.
—No, I am not! —dijo el negro moviendo la cabeza.
—¡Pues sí, tú eres tía Leonora! —dijo el herido riéndose.
—Oh, yes! ¡Pues claro, soy tía Leonora! —dijo el negro, alzando los ojos al cielo.
—Of course, you are aunt Leonor! —dijo el sargento—. You are a very charming old lady! Look, boys! ¿No es verdad que es nuestra querida tía Leonora?
—Of course! —dijeron los demás—, he is a very charming old lady!
—Good morning, gentlemen —dijo el negro, inclinándose graciosamente y cimbreándose sobre la cintura, y moviendo la cabeza a uno y otro lado comenzó a caminar por delante del herido, acariciándose el rostro con una mano, levantándose con la otra una invisible falda—. Oh, Lord! —decía levantando la vista al cielo como para escrutar la llegada de un avión—, oh, Lord!, ¡cómo me late el corazón! ¡Cuán deliciosa, cuán atroz, esta larga espera! Pero, calla…, me parece oír…, lejano…, allá entre las nubes… ¡Sí, sí, es Fred, mi querido Fred, helo ahí, helo ahí! —Y avanzaba el rostro haciendo con una mano portavoz en el oído mientras los demás imitaban con la boca el ruido lejano de un motor que se acercaba, bajaba, se posaba sobre el suelo—. Oh, Lord!, oh Lord! —decía el negro con voz aguda; y caminaba a pequeños pasos, moviéndose en torno a su rostro, con exquisita ligereza, las manos con dos dedos abiertos. Una gracia no cómica, sino triste, saturaba sus ligeros movimientos, el ritmo de su paso, el movimiento infantil de su pequeña cabeza con su pelo negro y crespo. Caminaba de un lado para otro exclamando con voz alterada: Oh, Lord! Oh, Lord! Y poco a poco sus pasitos fueron suavizándose, comenzaron a destacarse del suelo con un chasquido seco de sus suelas de goma, las rodillas se doblaron cada vez más altas, hasta rozar el vientre. De repente, el negro echó la cabeza atrás, alargó los brazos, pareció estrechar contra su seno todo el cielo y comenzó a cantar oho! Oho! Oho!, y cantando, bailaba, pateaba con fuerza haciendo oscilar la cabeza, con los ojos cerrados.
—Look at the boy —dijo el sargento—. Mire a Fred.
El herido fijaba en el negro sus ojos intensos y sonreía. Parecía feliz. Un rubor iluminaba su frente; gruesas gotas de sudor bañaban su rostro.
—Sufre —dijo el sargento, apretándome el brazo con fuerza.
—No, no sufre —dije yo.
—Se muere, ¿no veis que se muere? —dijo el sargento con voz conmovida.
—Muere dulcemente, sin sufrir —dije yo.
—You bastard —dijo el sargento, con odio.
En aquel momento, Fred lanzó un gemido y trató de incorporarse sobre los codos. Se había puesto horriblemente pálido, el color de la muerte había invadido súbitamente su frente, apagando su mirada.
Todo el mundo callaba, incluso el negro, fijando los ojos en el herido con mirada de terror.
El cañón retumbaba lúgubre y profundo allá lejos, detrás de la colina. Yo vi el viento negro vagar aquí y allá por entre los olivos, teñir con una sombra triste la fronda, las piedras y los arbustos. Vi el viento negro, oí su voz negra y sentí un escalofrío.
—¡Se muere, oh, se muere! —decía el sargento, apretando los puños.
El herido había vuelto a caer de espaldas y abría los ojos, mirando en torno suyo, sonriendo.
—Tengo frío —dijo.
Había empezado a llover. Era una llovizna fina y helada que producía sobre las hojas un largo y dulce murmullo.
Me quité el capote y envolví en él las piernas del herido. También el sargento se quitó el capote y cubrió los hombros del moribundo.
—¿Te sientes mejor? ¿Tienes frío todavía?
—Gracias, estoy mejor —dijo el herido, dándome las gracias con una sonrisa.
—¡Canta! —dijo el sargento al negro—. ¡Canta! —repitió el sargento alzando los puños.
—¡Oh, no! —dijo el negro—. Tengo miedo.
El negro retrocedió, pero el sargento lo sujetó por un brazo.
—¿Ah, no quieres cantar? ¡Si no cantas te mato!
El negro se sentó en el suelo y comenzó a cantar. Era una canción triste, el lamento de un negro enfermo sentado sobre la ribera de un río, bajo una blanca lluvia de copos de algodón.
El herido comenzó a gemir y las lágrimas inundaron su rostro.
—Shut up! —gritó el sargento al negro.
El negro se calló y miró al sargento con sus ojos de perro enfermo.
—No me gusta tu canción —dijo el sargento—, es triste y no dice nada. Canta otra.
—But —dijo el negro— that’s a marvellous song!
—¡Te digo que no dice nada! Mira a Mussolini, ni a Mussolini le gusta tu canción. —Y tendió el dedo hacia mí.
Todos se echaron a reír y el herido volvió la cabeza mirándome maravillado.
—¡Silencio! —gritó el sargento—. ¡Dejad hablar a Mussolini! Go on, Mussolini!
El herido se reía; era feliz. Todos se agruparon en torno mío y el herido dijo:
—You are not Mussolini, Mussolini is fat. He’s an old man. You are not Mussolini!
—¡Ah, tú crees que no soy Mussolini! —dije—. Pues bien, ¡mírame! —Y extendí las piernas, apoyé la cabeza atrás, hinché los carrillos y echando fuera la barbilla avancé los labios y grité—: «¡Camisas negras de toda Italia! La guerra que hemos gloriosamente perdido está finalmente ganada. Nuestros amados enemigos, escuchando el voto de todo el pueblo italiano, han desembarcado finalmente en Italia para ayudarnos a combatir a nuestros aliados alemanes. ¡Camisas negras de toda Italia! ¡Viva América!»
—¡Viva Mussolini! —gritaron todos riendo; y el herido, sacando los brazos de bajo el capote, batió levemente sus manos.
—Go, on, go, on! —dijo el sargento.
—¡Camisas negras de toda Italia! —grité. Pero me callé y seguí con la vista a un grupo de muchachas que bajaban por entre los olivares en dirección a nosotros. Algunas eran todavía chiquillas, otras eran ya mujeres. Vestidas con uniformes alemanes o americanos hechos jirones, el cabello sujeto en la frente por un pañuelo, venían hacia nosotros saliendo de las cuevas y las ruinas de las casas donde aquellos días vivía, como bestias feroces, la población de los alrededores de Cassino, atraídas por nuestras risas, el canto del negro y acaso la esperanza de algo de comida. Tenían, sin embargo, no un aspecto pordiosero, sino noble y altivo; y sentí que me sonrojaba, tuve vergüenza de mí. No ya porque su miseria y su altivez me humillasen; me daba cuenta de que habían descendido más profundamente que yo en el abismo de la humillación, que sufrían más que yo y que tenían, sin embargo, en la mirada, en la actitud, en la sonrisa un orgullo más vivo, más fuerte que el mío. Se acercaron y permanecieron en grupo contemplando ora al herido, ora a uno u otro de nosotros.
—Go on, go on! —dijo el sargento.
—No puedo… —dije.
—¿Por qué no puede? —dijo el sargento mirándome amenazador.
—No puedo —repetí.
Me sentía ruborizar. Tenía vergüenza de mí.
—Si no… —dijo el sargento avanzando un paso.
—¿No se avergüenza de mí? —dije.
—No comprendo…, ¿por qué debería avergonzarme de usted?
—Nos ha arruinado, nos ha arrojado al fango, nos ha cubierto de vergüenza, pero no tengo derecho de reírme de nuestras vergüenzas.
—No le entiendo. ¿De quién habla? —dijo el sargento, mirándome maravillado.
—¡Ah, no me entiende! Tanto mejor.
—Go on —dijo el sargento.
—No puedo —respondí.
—¡Oh, por favor, capitán! —dijo el herido—. Go on!
Miré sonriendo al sargento.
—Perdóneme —dije— si no consigo hacerme entender. No importa. Perdóneme. —Y avanzando los labios, balanceándome sobre las caderas, el brazo en alto con el saludo romano, grité: «¡Camisas negras! Nuestros aliados americanos han desembarcado finalmente en Italia para ayudarnos a combatir a nuestros aliados alemanes. La sagrada llama del Fascismo no está apagada. Y es a nuestros aliados americanos a quienes he confiado la sagrada llama del Fascismo. Desde las lejanas riberas de América ésta continuará iluminando al mundo. ¡Camisas negras de toda Italia! ¡Viva la América fascista!»
Un coro de risas acogió mis palabras. El herido batía las manos e incluso las muchachas, reunidas en grupo delante de mí, aplaudían, mirándome con ojos extraños.
—Go on, please —dijo el herido.
—Basta de Mussolini —dijo el sargento—, no me gusta oír a Mussolini gritar: ¡Viva América! —Y volviéndose hacia mí, añadió—: Do you understand?
—No, no entiendo —dije yo—, toda Europa grita: ¡Viva América!
—I don’t like it —dijo el sargento; y acercándose a las muchachas dijo—: ¡Señoritas, a bailar!
—¡Ya, ya! —dijo el negro—, vino, vino, señoritas. —Y sacó del bolsillo una pequeña armónica, se la llevó a los labios y comenzó a tocarla. El sargento enlazó una muchacha y comenzó a bailar; todos los demás lo imitaron. Yo me senté en el suelo al lado del herido y le puse la mano en la frente. Estaba fría, bañada de sudor.
—Se divierten —dije—. Para olvidar la guerra hay que bailar hoy día.
—Son buenos, chicos —dijo el herido.
—¡Oh, sí! —dije yo—, los soldados americanos son buenos muchachos. Tienen un corazón sencillo. I like them.
—I like italian people —dijo el herido; y alargando la mano me tocó la rodilla y sonrió.
Yo estreché su mano entre las mías y volví la cara. Sentía un nudo en la garganta; no podía respirar. No puedo ver sufrir un ser humano. Quisiera antes matarlo con mis propias manos que verlo sufrir. Me subía el sudor a la frente al pensar que aquel muchacho tendido allá, en el barro, con el vientre abierto, era un americano. Hubiera preferido que fuese un italiano, un italiano como yo, antes que un americano. No podía soportar la idea de que aquel pobre muchacho americano sufría por culpa nuestra, sufría incluso por culpa mía.
Volví la cara y contemplé aquella pequeña fiesta campestre, aquel Watteau pintado por Goya. Era una escena viva y delicada; un herido tendido en el suelo, un negro que tocaba la armónica apoyado en el tronco de un olivo, aquellas muchachas andrajosas, pálidas, demacradas, agarradas a aquellos bellos soldados americanos de rostro sonrosado, en medio de aquella argentina selva de olivos, entre aquellos cerros desnudos de piedras rojizas sobre la hierba verde, bajo aquel cielo gris, viejo, recorrido por sutiles venas azules, lánguido y arrugado, aquel cielo parecido a la piel de una vieja. Y poco a poco sentía la mano del moribundo enfriarse entre las mías, poco a poco se iba abandonando.
Le levanté un brazo y lancé un grito. Todos se detuvieron, mirándome; después se acercaron y se inclinaron sobre el herido. Fred estaba tumbado de espaldas y había cerrado los ojos. Una máscara blanca cubría su rostro.
—Muere —dijo el sargento en voz baja.
—Duerme. Se ha dormido sin sufrir —dije acariciando la frente del muchacho que ya estaba muerto.
—¡No lo toque! —dijo el sargento, tirándome brutalmente de un brazo.
—Está muerto —dije—. No gritéis.
—¡Es culpa tuya que haya muerto! —gritó el sargento—. ¡Tú lo has matado, eres causa de su muerte! ¡Por culpa tuya ha muerto sobre el fango, como una bestia! You bastard!
Y me dio un puñetazo en la cara.
—You bastard! —gritaron los otros, rodeándome con aire amenazador.
—Ha muerto sin sufrir —dije—, ha muerto sin darse cuenta de que moría.
—Shut up, you, son of a bitch! —gritó el sargento golpeándome el rostro.
Caí de rodillas; un chorro de sangre acudió a mi boca. Se me echaron todos encima golpeándome con los puños y dándome puntapiés. Me dejé golpear sin defenderme, no grité, no dije una palabra. Fred había muerto sin sufrir. Habría dado mi vida por ayudar a aquel muchacho a morir sin sufrimientos. Había caído de rodillas y todos me golpearon a puñetazos y puntapiés. Y yo pensaba que Fred había muerto sin sufrir.
De repente oímos el ruido de un automóvil, el chirrido de los frenos.
—¿Qué hay? —gritó la voz de Campbell.
Se alejaron todos de mí y se callaron.
Yo permanecí de rodillas al lado del muerto, con el rostro inundado de sangre, y callaba.
—¿Qué ha hecho este hombre? —dijo el capitán médico Schwartz, del hospital americano de Caserta, acercándose a mí.
—Es este bastardo italiano —dijo el sargento, mirándome con odio, mientras las lágrimas anegaban su rostro—; es este cerdo italiano que lo ha dejado morir. No ha querido que lo llevásemos al hospital. Lo ha dejado morir como un perro.
Yo me levanté agotado y permanecí de pie, en silencio.
—¿Por qué ha impedido que fuese llevado al hospital? —dijo Schwartz.
Era un hombre pequeñito, pálido, de ojos negros.
—Hubiera muerto igual —dije—. Hubiera muerto por el camino, entre atroces sufrimientos. Yo no quería que sufriese. Estaba herido en el vientre. Ha muerto sin sufrir. Ni siquiera se ha dado cuenta de que se moría. Ha muerto como un niño.
Schwartz me miró fijamente en silencio; después se acercó al muerto, levantó el capote y contempló largo rato la horrible herida. Dejó caer el capote, se volvió hacia mí y me estrechó en silencio la mano.
Y entonces dijo:
—Le doy las gracias en nombre de su madre. I thank you for his mother.