Georges, sentado al lado de Jack, le había apoyado una mano sobre el brazo y le estaba hablando de París, de Francia, de la vida parisiense durante la ocupación, de los oficiales y los soldados alemanes de paseo por los Campos Elíseos, o sentados en las mesas de «Maxim’s», de «Larue», de «Deux Magots». Hablaba de París, de los amores, de los chismes y habladurías, de los escándalos de París, y Jack, de vez en cuando, se volvía hacia mí para decirme.
—Tu entends? On parle de Paris!
Jack era feliz de poder charlar en francés con un verdadero francés, pese a que algunas veces se encontrase en la situación de François de Séryeuse frente a Mrs. Wayne en el Bal du Comte d’Orgel; Georges faisait des mots que Jack prennait pour des fautes de français. Georges hablaba de la joven y bella condesa de V…, su prima, con hastío y celos, de André Gide con secreto rencor, de Jean Cocteau con afectuoso desprecio, de Jean-Paul Sartre y de sus mouches con afectada indiferencia, y de la vieja duquesa de P… como una solterona habla de su perro; que había tenido la gripe, que ahora estaba mejor, que hacía pipí regularmente y que ladraba delante de los espejos. Aquella vieja duquesa de P., que ladra delante de los espejos, impresionó profundamente a Jack, que de vez en cuando se volvía para decirme:
—Tu entends? C’est marrant, n’est-ce pas?
Al llegar a un cierto punto, Georges empezó a hablar de los zazous de París.
—What? —dijo Jack—, les zazous? qu’est-ce que c’est que les zazous?
Primero riéndose de la ingenua ignorancia de Jack, oscureciéndose paulatinamente su rostro, Georges le dijo que los zazous eran muchachos excéntricos de entre los diecisiete y los veinte años, vestidos de un modo extraño, con zapatos de golf, pantalones exagerados y remangados hasta media pantorrilla, chaqueta muy larga, a menudo de terciopelo, y una camisa de cuello alto y estrecho. Llevaban, decía, el cabello largo hasta el cuello sobre la frente y las sienes, peinado de una manera que recordaba el peinado de María Antonieta. Los zazous habían comenzado a aparecer en París hacia fines de 1940, más numerosos en el barrio llamado de la Muette, por los alrededores de la Place Victor Hugo (en un bar de aquella plaza habían establecido su cuartel general), esparciéndose poco a poco, en grupos sueltos, por la Rive Gauche; pero sus barrios favoritos siguieron siendo los elegantes de la Muette y los Campos Elíseos.
Pertenecían, por regla general, a familias de la burguesía acomodada y parecían desprendidos de las preocupaciones de toda especie que angustiaban por aquellos tiempos el ánimo de los franceses. No mostraban interés particular ni por el arte, ni por la literatura, ni por el deporte, y menos aún por la política, si es que se puede dar este nombre a la sucia política de aquellos años. Por todo lo que la palabra flirt pueda sobrentender, o indicar, afectaban indiferencia, pese a que anduviesen habitualmente acompañados, o mejor dicho, seguidos de las zazous femeninas, también éstas de muy juvenil edad y vestidas también de un modo excéntrico, con un suéter largo hasta el pubis y una falda corta hasta encima de las rodillas. No hablaban nunca, en público, en voz alta, sino siempre con voz apagada, como si se hablasen al oído, y siempre de cine; pero no, sin embargo, de actores ni de actrices, sino de productores y de películas. Pasaban las tardes en el cine y en la sala oscura no se oía más que su susurrar apagado, y el llamarse unos a otros con breves signos guturales.
Que hubiese algo poco claro en ellos, en sus secretos conciliábulos, en sus misteriosas andanzas, podría probarse por el hecho de que la policía de vez en cuando invadía sus puntos de reunión habituales. Allez, allez travailler les fils à papa, decían benévolamente los flics, empujando a los zazous hacia la puerta. La policía francesa, en aquellos años, no sentía grandes deseos de mostrarse severa y la policía alemana no daba gran importancia a los zazous. No podría decirse si, en cuanto a la policía francesa, se trataba de ingenuidad o de tácita complicidad; pero era sabido de todos que los zazous se proclamaban, acaso someramente degaullistas. Con el andar del tiempo, muchos zazous se entregaron a pequeños tráficos, especialmente al mercado negro de cigarrillos ingleses y americanos. Y hacia finales de 1942 ocurría frecuentemente que la policía conseguía confiscar en los bolsillos de los zazous, no sólo cigarrillos «Camel» o «Players», sino manifiestos de propaganda degaullista impresos en Inglaterra. «Chiquilladas», decían muchos, y éste era también el parecer de la policía francesa, que no quería complicaciones.
Que detrás de los zazous estuviese o no el famoso general americano Donovan no era cosa fácil, entonces, establecerlo; hoy no cabe la menor duda. Los zazous formaban una réseau en estrecho contacto con la Intelligence inglesa y americana. Pero en aquel tiempo los zazous aparecían, a los ojos de los parisienses, como unos jóvenes excéntricos que, como reacción natural contra la severidad de la vida durante aquellos años, habían inventado una moda fácil y divertida, y a quienes, todo lo más, se podía reprochar hacer el papel de dandyes o de lyons, indiferentes a los sufrimientos y a las angustias comunes, como a la soberbia y la brutalidad de los alemanes, en una sociedad burguesa empobrecida, envilecida y sólo deseosa de no tener disgustos ni con los alemanes ni con los aliados pero más con aquéllos que con éstos. En cuanto a los trajes de los zazous, no se podía decir nada preciso y, sobre todo, nada malo. Sus actos, indumentaria, estaban acaso también inspirados en ese mito de la libertad individual que es una grandísima parte de la mitología de los homosexuales. Pero, más que el vestir, los distinguía de los invertidos su tendencia política; porque los zazous se decían degaullistas y los homosexuales se proclamaban comunistas.
—Ah, ah, les zazous! Tu entends? —decía Jack, volviéndose hacia mí—. Les zazous! Ah, ah, les zazous!
—Je n’aime pas les zazous —dijo Georges—, ce sont des réactionnaires.
Yo me eché a reír; murmuré al oído de Jeanlouis.
—Tiene celos de los zazous.
—¿Celos de esos imbéciles? —respondió Jeanlouis con profundo desprecio—. Mientras ellos hacían el héroe en París, nosotros moríamos por la libertad.
Yo me callé, no sabiendo qué responder. No se sabe nunca qué responder a la gente que muere por la libertad.
—¿Y Matisse? ¿Qué hace Matisse? —decía Jack—. ¿Y Picasso?
Georges respondía sonriendo, con su voz de tórtola. Todo, en sus labios, era pretexto de chismografía; y de Picasso, de Matisse, del cubismo, de la pintura francesa durante la ocupación alemana, Georges sacó la trama de un maravilloso arabesco de chismes y perfidias.
—¿Y Roualt? ¿Y Bonnard? ¿Y Jean Cocteau? ¿Y Serge Lifar? —decía Jack.
Al nombre de Serge Lifar el rostro de Georges se ensombreció, de sus labios escapó un sordo lamento; su frente se inclinó sobre el hombro de Jack.
—Ah, ne m’en parlez, je vous en supplie! —dijo en voz baja alterada por la emoción.
—Oh, sorry —dijo Jack—, est-ce qu’il lui est arrivé quelque malheur? Est-ce qu’on l’a arreté, fusillé?
—Pire que ça —dijo Georges.
—Pire que ça? —dijo Jack, profundamente turbado.
—Il danse! —dijo Georges.
—Il danse? —dijo Jack, no consiguiendo comprender cómo para un bailarín, bailar en París fuese una desgracia tremenda.
—Hélas, il danse! —repitió Georges con una voz llena de angustia, de pena y de rencor.
—Vous l’avez vu danser? —dijo Jack en el mismo tono en que hubiera podido preguntar: Vous l’avez vu mourir?
—Hélas, oui! —dijo Georges.
—Il y a longtemps de ce-la? —preguntó Jack en voz baja.
—Le soir avant de quitter Paris —dijo Georges—. Je vais le voir danser tous les soirs, hélas! Tout Paris court le voir danser. Car il danse, hélas!
—Il danse, hélas! —repitió Jack; y volviéndose hacia mí, dijo con voz triunfante—: Il danse, hélas! Tu entends?
Cuando llegamos a Torre del Greco eran las cuatro de la tarde. Nos dirigimos hacia el mar y nos detuvimos delante de una cancela en el fondo de una callejuela encerrada entre altos muros, en un punto donde los viñedos y los jardines de naranjos y limones descienden hasta el mar. Empujamos la verja y entramos en un huerto que rodeaba una pobre casa de pescadores, con los muros pintados de un apagado rojo pompeyano. En la fachada de la casa se abría el arco de una galería y delante de ella corría, por toda la longitud del huerto, una pérgola vestida aún con los pámpanos de una parra quemados por los primeros fríos del otoño, y entre ellos relucía algún racimo blanco de uva, madurada por el último fuego del verano muerto. Bajo la pérgola estaba dispuesta una mesa rústica cubierta por un mantel de hilo grueso sobre el cual había la vajilla de basta mayólica, los cubiertos de mango de hueso y algunas botellas de vino del Vesubio, ese vino blanco que de la negra lava del volcán y de la limpidez del aire marítimo saca una maravillosa fuerza, recia y delicada.
Los amigos de Jeanlouis, que nos esperaban sentados en los bancos de mármol diseminados por el huerto (las casas, los jardines, los huertos de aquella parte de la campiña napolitana que se extiende al pie del Vesubio están llenos de mármoles desenterrados en las excavaciones de Herculano y de Pompeya), acogieron a Georges, Fred y Jeanlouis con grandes gritos de júbilo, y vinieron a su encuentro con los brazos abiertos, contoneándose y moviendo la cabeza con suaves ademanes amorosos. Se abrazaron, se hablaron al oído; se miraron tiernamente a los ojos; parecía que no se habían visto desde hacía cien años, cuando, en realidad, acababan de dejarse. Todos, uno a uno, besaron la mano de Georges, que acogía graciosamente aquel homenaje, sonriendo, sin embargo, con orgulloso desprecio. Cuando la ceremonia de los abrazos terminó, Georges quedó transfigurado; parecía despertarse, abrió las ojos, miró a su alrededor con fingida sorpresa y comenzó a balbucear, a sacudir las plumas, a andar con aquellos pasitos cortos suyos que le daban una semejanza con un gorrión saltando de rama en rama. Sobre las sombras que el emparrado de la pérgola dibujaba en el suelo, daba la sensación de saltar de un travesaño a otro, y parecía picotear aquí y allá con su gracia de pajarito, los dorados granos de uva que parecían mirar por entre los pámpanos rojos.
Jack y yo estábamos aparte en un banco de mármol, para no turbar aquellos honrados y graciosos amores, y Jack sacudía la cabeza.
—Do you really think… —decía—, tu crois vraiment…
—Naturalmente —decía yo.
—Ah, ah, ah! —decía él—, c’est done comme ça, ce que vous appelez des héros en Europe?
—Sois vosotros —respondía yo— quienes habéis hecho de ellos unos héroes. ¿Teníais acaso necesidad de nuestros pederastas para ganar la guerra? Afortunadamente, en materia de héroes, tenemos algo mejor en Europa.
—¿No creéis que tenéis algo mejor, incluso en materia de pederastas?
—Empiezo a creer que los pederastas son los únicos que han ganado la guerra.
—Empiezo también yo a creerlo —decía Jack, y sacudía la cabeza riendo.
Mientras tanto, Georges y sus amigos paseaban por el huerto murmurando y lanzando miradas inquietas e impacientes hacia la casa
—¿Qué esperan? —decía Jack—. ¿Crees que esperan a alguien? Comienzo a tener miedo, tengo la sospecha de que esta historia tiene que acabar mal.
De repente dirigí los ojos hacia el paisaje, y dije en voz baja:
—Mira el mar, Jack.
El mar, aferrado a la orilla, me miraba fijo. Me miraba fijo con sus grandes ojos verdes, jadeando, como una bestia aferrada a la orilla; enviaba un olor extraño, un fuerte olor a bestia salvaje. Lejos, hacia occidente, donde el sol declinaba en un horizonte caliginoso, se bamboleaban, anclados a lo largo del puerto, cientos y cientos de paquebotes, envueltos en una densa oscuridad gris, rota por el blanco esplendor de las gaviotas. Otras naves surcaban remotas las aguas del golfo, a lo lejos, negras contra el azul espectro transparente de la isla de Capri; y una tempestad provocada por el scirocco, ensuciando poco a poco el cielo (eran nubes lívidas, desgarradas por relámpagos sulfurosos, rasgadas de pronto por ligeras hendiduras verdes de cegadores resplandores negros), impulsaba hacia adelante blancas velas extraviadas, que buscaban refugio en el puerto de Castellmmare. La escena era triste y vivida, con aquellas naves diluidas en la línea del horizonte, aquellas velas que huían ante los relámpagos verdes y amarillos de la negra tempestad, con aquella remota isla errante en el abismo azul del cielo. Era un paisaje mítico, y al margen de ese paisaje, Andrómeda, encadenada a una roca, lloraba, quién sabe dónde, y Perseo, quién sabe dónde, mataba al monstruo.
El mar me miraba fijo con sus grandes ojos implorantes, jadeando como una bestia herida, y yo me estremecí. Era la primera vez que el mar me miraba de esa manera. Era la primera vez que sentía que la mirada de esos ojos verdes me oprimía con tanta tristeza, con tanta angustia con un dolor tan seco. Me miraba fijo, jadeando. Era precisamente como una bestia herida, aferrada a la orilla, y yo temblaba de horror y piedad. Estaba cansado de ver sufrir a los hombres, de verlos derramar sangre, de arrastrarse gimiendo por el suelo; estaba cansado de escuchar sus lamentos, esas sorprendentes palabras que los moribundos murmuran sonriendo en su agonía. Estaba cansado de ver sufrir a los hombres, a los animales, a los árboles, al cielo, la tierra y el mar; estaba cansado de sus sufrimientos, de sus estúpidos e inútiles sufrimientos, de sus terrores, de su interminable agonía. Estaba cansado de sentir horror, cansado de sentir piedad. ¡Ah, la piedad! Me avergonzaba de sentir piedad. Y, sin embarro, temblaba de piedad y de horror. Al fondo, en el remoto arco del golfo, se levantaba el Vesubio, desnudo y espectral, sus flancos estriados por arañazos de fuego y lava, sangrando por las heridas profundas de las que se levantaban llamas y nubes de humo. El mar, aferrado a la orilla, me miraba fijo con sus grandes ojos implorantes, jadeando, todo cubierto de escamas verdes, como un inmenso reptil. Y yo temblaba de piedad y de horror, escuchando el ronco lamento del Vesubio, errante allá en el cielo.
Pero a nuestro alrededor, las oscuras y brillantes hojas de los limoneros y naranjos, y el platinado ondular de los olivos por la brisa marina bajo el turbio resplandor del sol ya declinante, creaban una atmósfera de paz cálida y clara en el corazón de la convulsa y amenazadora naturaleza. De la casita llegaba un olor a pescado fresco y a pan recién sacado del horno, el entrechocar de la vajilla, una amable voz de mujer que hablaba en tonos bajos.
Un viejo pescador salió de la casa, y dirigiéndose a nuestros amigos, que cuchicheaban misteriosos en el fondo del huerto, gritó diciendo que estaba todo preparado. Creí que se refería a la cena, y sentándome a la mesa al lado de Jack, llené de vino nuestros vasos. El vino tenía un sabor delicado e intenso, que se esfumaba en un sabor suavísimo de hierbas salvajes, y yo reconocí, en ese sabor y en ese olor, la caliente respiración del Vesubio, el aliento del viento sobre los viñedos de otoño que surgían de los campos de negra lava y de los montes desiertos de ceniza gris, que se extienden alrededor de Bosco Treccase, en las laderas del árido volcán. Y le dije a Jack: «Bebe. Este vino está hecho con la uva del Vesubio; tiene el sabor misterioso del fuego infernal, el olor de la lava, de las piedrecitas y de las cenizas que sepultaron Herculano y Pompeya. Bebe, Jack, este sagrado y antiguo vino».
Jack se llevó el vaso a los labios, y dijo: «Strange people, you are!»
—A strange, a miserable, a marvellous people —dije alzando mi vaso. En ese momento me di cuenta de que nuestros amigos habían desaparecido. Un sonido de voces amortiguadas venía del interior de la casa y un largo y alto gemido, una especie de lamento cantado, casi himno doloroso, semejante al lamento de una parturienta modulado sobre el motivo de una canción amorosa. Nos levantamos intrigados, nos acercamos a la casa sin hacer ruido, y entramos. El sonido de las voces y el extraño lamento venían de la planta superior. Subimos la escalera en silencio, empujamos una puerta y nos detuvimos en el umbral.
Era una pobre habitación de pescadores, ocupada por un inmenso lecho en el cual, bajo una colcha de seda amarilla, yacía, hombre o mujer, una vaga silueta humana. La cabeza, tocada con una blanca cofia orlada de puntillas y que se ataba bajo la barbilla mediante una larga cinta celeste, se posaba en medio de una amplia y abultada almohada con una funda de brillante seda blanca, como una cabeza decapitada sobre una bandeja de plata. En el rostro moreno por el sol y el viento brillaban los ojos, grandes y oscuros. Tenía la boca ancha y los labios rojos estaban sombreados por unos bigotes negros. Era un hombre, sin duda, un joven de no más de veinte años. Se lamentaba cantando con la boca abierta y bamboleaba la cabeza sobre la almohada, agitaba sus brazos musculosos enfundados en las mangas de un femenino camisón, por fuera de las sábanas, como si va no fuese capaz de soportar el mordisco de su cruel dolencia, y de vez en cuando se tocaba con las manos el vientre extrañamente hinchado, como el vientre de una mujer embarazada, cantando: «¡Ay! ¡ay! ¡pobre de mí!»
Alrededor del lecho Jeanlouis y sus amigos se agitaban presurosos y atemorizados, como presas de la angustia que oprime el corazón de los familiares a la cabecera de la cama de una parturienta. Unos refrescaban con lienzos mojados la frente del paciente; otros derramaban vinagre y aceites aromáticos en un pañuelo que le acercaban a la nariz; unos preparaban toallas, gasas y vendas de lino, mientras otros se atareaban en torno a dos barreños donde una vieja de rostro arrugado y de alborotados cabellos grises, con gestos lentos y estudiados, en contraste con el angustioso bambolear de la cabeza y con los suspiros afanosos que salían de su pecho, iba vertiendo agua caliente de dos cántaros que subía y bajaba rítmicamente. Los demás corrían sin pausas por la habitación, de aquí para allá, cruzándose, chocándose, apretándose la cabeza con las manos y gritando: «Mon Dieu, Mon Dieu!» cada vez que la parturienta lanzaba un grito más agudo o un gemido más escalofriante.
De pie, en medio de la habitación, con un inmenso paquete de algodón hidrófilo entre las manos, del cual con gesto solemne iba sacando largos copos que, lanzados al aire, caían a su alrededor lentamente como una niebla tibia venida de un cielo luminoso y cálido, Georges parecía la estatua de la Angustia y del Dolor. «¡Ay! ¡Ay! ¡Pobre de mí!»; cantaba el parturiento golpeándose el vientre hinchado con las manos; los golpes, que sonaban como en un tambor, y el ruido profundo de aquellos fuertes dedos de marinero sobre el vientre de mujer embarazada, sonaban cruelmente a los oídos de Georges, que cerraba los ojos, lívido y tembloroso el rostro, mientras gemía: «Mon Dieu, Mon Dieu!»
En cuanto Jeanlouis y sus amigos vieron que, parados en el umbral, contemplábamos aquella extraordinaria escena, se nos echaron encima con un solo grito; y con gestos tímidos, con violencia púdica, con cien gestos y ademanes graciosos, con ligeros toquecitos que parecían caricias, con suspiros que parecían de temor, y eran, casi, de placer, intentaron hacernos salir. Y hubieran conseguido su propósito si de repente no hubiera sonado en la habitación un grito altísimo. Todos se dieron la vuelta y, con un murmullo de dolor y temor, se acercaron a la cama.
Pálido, con los ojos extraviados, las manos oprimiendo las sienes, el parturiento se golpeaba la cabeza contra la almohada, gritando con voz muy aguda. Una baba sanguinolenta le espumaba por las comisuras de la boca, y gruesas lágrimas le surcaban el moreno y masculino rostro, perlándole los negros bigotes.
—¡Cicillo! ¡Cicillo! —gritó la vieja arrojándose sobre la cama, y metiendo las manos bajo las sábanas, resoplando, haciendo chasquear la lengua y murmurando obscenamente, extraviando los ojos y sacando de lo más profundo de su pecho burbujeantes suspiros, iba atareándose en torno al hinchado vientre, que ora se levantaba, ora se rajaba, meneando neciamente el cuerpo bajo la colcha de seda amarilla. De vez en cuando, la vieja gritaba: «¡Cicillo! ¡Cicillo! No tengas miedo, que yo estoy aquí», y parecía que, aferrando con sus manos alguna asquerosa bestezuela escondida bajo las mantas, tratase de sofocarla. Cicillo yacía con las piernas abiertas, lanzando espumajos por la boca, e invocando: «¡San Genaro! ¡San Genaro, ayúdame!», mientras batía con ciega violencia la cabeza a uno y otro lado, en vano contenido por Georges, que, llorando y abrazándole con suave ternura, procuraba que no se hiriese la cabeza con los barrotes de la cama.
De repente la vieja se puso a sacar, con ambas manos, algo del vientre de Cicillo, y finalmente, con un grito de triunfo, arrancó, alzó y mostró a todos una especie de pequeño monstruo de color oscuro, de cara arrugada y lleno de manchas rojas. A la vista de aquella criatura, todos se sintieron invadidos por una alegría furiosa, se abrazaban uno al otro lagrimeando, se besaban en la boca y, saltando y gritando, se arracimaban en torno a la vieja, que, clavadas las uñas en la oscura y rugosa carne del recién nacido, lo alzaba al cielo, con, si ofreciese un don a algún Dios, y gritaba: «¡Oh bendito! ¡Oh bendecido por la Madonna! ¡Oh hijo milagroso!» Hasta que todos, como exaltados, se pusieron a correr de aquí para allá por la habitación a alabar al niño recién nacido, a gimotear, a llorar con tonos agudos estirando la boca hasta las orejas y frotándose los ojos con los puños cerrados: «¡Ih! ¡Ih! ¡Ih! ¡Ih!» Arrebatado de las garras de la vieja y pasado de mano en mano, el recién nacido llegó finalmente a la almohada de Cicillo, que, enderezándose sobre la cama, el hermoso y bigotudo rostro masculino iluminado por una dulcísima sonrisa maternal, abría los musculosos brazos al fruto de sus entrañas. «¡Hijo mío!», gritó, y apretando al pequeño monstruo se lo llevó al pecho lo frotó contra su velludo pecho, le cubrió el rostro de besos, lo acunó entre sus brazos, canturreándole, y finalmente, con una hermosa sonrisa, se lo entregó a Georges.
Ese gesto, en el rito de la «figliata», significaba que el honor de la paternidad correspondía a Georges, quien, acogiendo con las manos abiertas al recién nacido, se dedicó a darle palmaditas, a mimarlo, a besarlo, mirándolo con ojos risueños y lacrimosos. Yo miré al niño y me horroricé. Era una antigua estatuita de madera, un fetiche burdamente esculpido; parecía uno de esos simulacros fálicos pintados sobre las paredes de las casas de Pompeya. Tenía una cabeza pequeñísima e informe, los brazos cortos y esqueléticos, un enorme vientre hinchado, y por debajo de éste surgía un falo de grosor y forma nunca vistos, como la cabeza de una seta venenosa, roja y llena de manchitas blancas. Tras haber mirado largamente al pequeño monstruo, Georges se lo acercó al rostro, apoyó los labios sobre la cabeza de aquella seta, y la recorrió besándola y mordiéndola. Estaba pálido, sudoroso, jadeante; le temblaban las manos. Todos se le acercaron escrutando, alzando y agitando los brazos, y rivalizando para besar aquel inmundo falo, con un furor que era sorprendente y horroroso.
En ese momento, desde el fondo de la escalera, una voz fuerte gritó: «¡Los spaghetti, los spaghetti!», y un olor a pasta cocida y a salsa de tomate entró con la voz en la habitación. Al oír el grito, Cicillo sacó las piernas de la cama, y apoyada una mano sobre el hombro de Georges, casi abrazándole, y con la otra apretándose púdicamente te contra el pecho los bordes de la camisa, se levantó, posó suavemente los pies en el suelo, despacio, despacio, con gestos graciosos, con débiles suspiros, con lánguidas miradas, sujetado y sostenido por diez brazos amorosos, se puso en movimiento y arropado con una bata de seda roja, que la vieja le había echado sobre los hombros, se dirigió hacia la puerta, gimiendo. Y los demás le seguimos.
Dió comienzo la comida. Primero vinieron los spaghetti, después una fritura de salmonetes y calamares, luego ternera a la genovesa, y por último la «pastiera» dulce, que es un pastel napolitano de masa al huevo rellena de requesón. Jack y yo, sentados al otro extremo de la mesa observamos en silencio, bastante más turbados que divertidos, las actitudes de los diferentes personajes de esa singular comedia, esperando que, de un momento a otro, sucediese algo extraordinario. Todos comían y bebían felizmente, invadidos por una borrachera, que al principio lánguida, poco a poco encendía fuego, se hacía furor amoroso, celosa rabia. A una incauta palabra de Georges, que, el rostro enrojecido, la frente apoyada sobre el hombro de Cicillo, miraba a sus amigos y rivales, con mirada bronca, Jeanlouis se puso a llorar, me pareció que por despecho; y cuál no fue mi sorpresa cuando me di cuenta de que su dolor era vivo y sincero, y que sufría de veras. Le llamé por su nombre, y todos se volvieron hacia mí sorprendidos e irritados, como si hubiese perturbado una escena sabiamente construida e interpretada. Jeanlouis continuó llorando largo rato, y no pareció resignarse cuando Cicillo, levantándose lánguidamente de su silla, se le acercó, y dándole un beso detrás de la oreja comenzó a acariciarle el cabello, hablándole en voz baja con un extraordinario acento de ternura, visiblemente movido, sin embargo, más que por el deseo de apaciguar el dolor de Jeanlouis por el pérfido placer de excitar los celos de sus rivales.
Visto en pie, y de cerca, Cicillo parecía ser más joven que cuando estaba en la cama. El muchacho no tenía más de dieciocho años, y era muy hermoso. Pero lo que más me turbó fue la perfecta naturalidad de sus gestos y de sus modales, ese aire de actor experto en cualquier juego escénico. No sólo no parecía intimidado, o avergonzado, por su extraño atavío y por el papel que interpretaba, sino que además se mostraba casi orgulloso de su disfraz y de su arte.
Tras haber mimado a Jeanlouis, volvió a sentarse a la cabecera de la mesa, y poco rato después, fuese por el calor de la comida, fuese por el fuego del vino o por el aire del mar, pareció perder poco a poco algunos de sus, por así decirlo, femeninos pudores. Sus ojos se encendían, su voz se hacía más fuerte, se enriquecía con timbres masculinos y sonoros; bajo la piel, bronceada por el sol, los músculos se despertaban, y ya se escabullían por los hombros y los brazos; lentamente las manos se iban haciendo viriles, y los dedos nudosos y duros. Ese hecho me desagradó, me pareció que el cambio se acentuaba de forma demasiado descarada lo que de desagradable tenía aquella comedia, los sobreentendidos que proponía o guardaba. Pero, como supe después, también la inesperada metamorfosis formaba parte de la «figliata»; era, más bien, el momento más delicado del rito, y no había «figliata» que no terminara con la ceremonia, digámoslo así, del besamano.
Cicillo, en efecto, en cierto momento se puso a excitar a los comensales con la voz y los gestos, con palabras y gritos afectuosos mezclados con insultos y chanzas vulgares, hasta que, poniéndose en pie con un amplio gesto real, se quitó la cofia de la cabeza como si se sacase una corona, miró altivamente a su alrededor, entreabrió los labios en una sonrisa de triunfo y desprecio, moviendo la cabeza de negros cabellos rizados, y de repente, tirando la silla de una patada se dio a la fuga hacia la casa, entró por la puerta, lanzó una risa estridente, y desapareció. Todos se pusieron en pie, y con agudos gemidos de dolor y de rabia, le siguieron, desapareciendo en el interior de la casa.
—¡Come on! —me gritó Jack aferrándome del brazo y arrastrándome consigo. Vi que estaba pálido, y que gruesas gotas de sudor le perlaban la frente. Subimos la escalera corriendo, y nos asomarnos a la puerta.
Cicillo, echado sobre la cama con las piernas abiertas y erguido sobre los codos, fijó en Georges una mirada en la cual brillaba algo irónico y amenazador al mismo tiempo. Georges estaba de pie delante de él, inmóvil, jadeando fuerte, con la espalda apoyada contra el pecho de los amigos que lo empujaban hacia adelante. De improviso, con un grito que sonó sorprendentemente horrible a mis oídos, Georges cayó de rodillas delante de Cicillo, y con un mugido de amor y dolor introdujo su rostro entre los muslos.
Con un movimiento lento, pesado, casi maligno, el joven se dio la vuelta, se extendió de cara al lecho y ofreció las nalgas magras y musculosas llorando y gritando salvajemente. Georges le besaba, le mordía las nalgas, mientras se quitaba la ropa con furia, se desabotonaba, se bajaba los pantalones, y todos, gritando y llorando, se desabotonaban y se bajaban los pantalones, se arrodillaban, se besaban, se mordían uno al otro las nalgas, arrastrándose a gatas por la habitación con un mugido pueril y feroz. Jack me apretaba el brazo con una fuerza terrible, demudado rostro. Veía que sus labios temblaban, que se le empañaban los ojos, que se le hinchaban las sienes.
—Go on, Malaparte, go on! —balbuceaba Jack—. ¡Oh, go on, Malaparte! Empréndelos a patadas. ¡Arréales patadas en el culo, Malaparte! No puedo más, Malaparte, dales de patadas en el culo, go on Malaparte, go on!
—No puedo, Jack —respondía yo—, no puedo, no soy más que un italiano, un pobre vencido, no puedo andar a patadas con un héroe. Georges es un héroe, Jack; un héroe de la libertad; yo no soy más que un pobre desgraciado, un infeliz vencido, y no tengo derecho a darle de patadas en el culo a un héroe de la libertad. No lo tengo, Jack; te juro que no tengo.
—Oh, go on, Malaparte! —balbuceaba Jack, pálido y tembloroso—, je m’en fous des héros, Malaparte! ¡Oh je t’en supplie, jette lui ton pied dans le derrière Malaparte! Jette ton pied dans le derrière à tous ces héros! Yo no puedo, soy coronel americano del Estado Mayor, no puedo dar un escándalo, pero tú, Malaparte… ¡Oh, Malaparte!, toi, tu peux, tu es un italien, tu es chez toi, oh, Malaparte, go on, Malaparte, go on!
—No puedo, Jack —le decía—, no puedo dar de patadas en el culo a los héroes de la libertad; también yo me ne fotto de los héroes de la libertad, pero no puedo, Jack…
—¡Ah, tienes miedo! —balbuceaba Jack, estrechándome el brazo con fuerza.
—Sí, tengo miedo, Jack, lo confieso, tengo miedo. Tú no sabes cuánto hemos sufrido ya por esta bella raza de héroes… tú no sabes hasta dónde es bellaca y vil esta raza de héroes… Se vengarían, me mandarían a la cárcel, me arruinarían, Jack; tú no sabes lo malvados y viles que son los pederastas cuando se ponen a hacer de héroes.
—¡Tienes miedo! ¡También tú eres un bellaco! Go on, you bastard! —balbuceaba Jack, mirándome con ojos centelleantes.
—Tengo miedo, Jack, lo confieso, pero no soy un bellaco; soy un pobre desgraciado, un vencido, y tengo miedo, Jack. También yo me muero de ganas de darles de patadas en el culo, pero tengo miedo. Tú no sabes, Jack, la carroña que es esta raza de héroes.
—¡Oh, go on, Malaparte! —balbuceaba Jack, clavándome las uñas en el brazo—, oh, je t’en supplie, Malaparte, go on, go on!
—No puedo, Jack, no puedo, tengo miedo. Tú eres americano, eres un coronel americano, tú puedes hacer todo lo que quieras, pero yo no soy más que un italiano, un pobre italiano vencido y humillado, y no puedo, Jack. ¡Tú no sabes cuán bellacos y viles son los pederastas cuando se ponen a hacer de héroes de la libertad! ¡Perdóname, Jack, pero no puedo, no puedo!
—Go on, Malaparte! Je t’en supplie, go on! —balbuceaba Jack. Y, de repente, apartándome a un lado de un puñetazo, se arrojó sobre Georges y le arreó un formidable puntapié en las nalgas grasas y rosadas.
—Salauds! Cochons! —gritaba repartiendo patadas a ciegas, como enloquecido, Jack parecía poseído de un tan loco furor que tuve miedo por él. Mientras, Georges y sus amigos, con agudos chillidos femeninos, se habían acurrucado en el suelo al pie de la cama. Agarré a Jack por los hombros, lo estreché entre mis brazos y casi levantándolo en vilo traté de arrastrarlo, de llevármelo. Finalmente, conseguí dominarlo y lo metí en el automóvil. Me puse al volante, puse en marcha el motor, y embocando la callejuela, avancé.
—¡Oh, Malaparte! —gemía Jack, cubriéndose el rostro con las manos—, on ne peut pas voir ces choses là, non, on ne peut pas…!
—¡Dichoso tú, Jack —le dije—, dichoso tú, que eres un hombre honrado! I like you, Jack, I like you very much. Eres verdaderamente un americano valiente, honrado e inocente, Jack. You are a wonderful american, Jack!
—Lo siento, Malaparte —dijo Jack, sonrojándose—, no hubiera debido hacer lo que he hecho.
—Has hecho perfectamente, Jack —dije—; eres un buen muchacho, Jack.
—Quizá no tenía el derecho de hacer lo que he hecho, no tenía el derecho de insultarlos.
—Has hecho muy bien, Jack —dije.
—No, no tenía derecho, no tenía el derecho de patearlos.
—¡Tú eres un vencedor, Jack! ¡Un vencedor! A winner!
-A winner? —dijo Jack—. ¿Un vencedor? No te burles de mí, Malaparte… A winner!