Capítulo quinto

El hijo de Adán

Al día siguiente, el coronel Hamilton me llevó en su automóvil hasta Torre del Greco. La idea de asistir a una figliata, la antigua ceremonia sacra del culto uraniano, lo divertía y al propio tiempo lo turbaba. Su conciencia puritana le daba cierta suspicacia, pero yo había acabado aletargando sus escrúpulos. ¿No era acaso un americano, un vencedor, un liberador? ¿Qué temía entonces? Era su deber no despreciar ninguna ocasión de conocer la misteriosa Europa que los americanos habían venido a liberar.

Cela t’aidera a mieux comprendre l’Amerique quand tu retourneras là-bas —le decía.

-Comment veux-tu que cela m’aide a comprende l’Amerique? —respondió Jack—, esto no tiene ninguna relación con América.

—No te hagas el ingenuo —le decía—. ¿De qué os serviría la liberación de Europa si no os ayudase a comprender América?

En el «Plymouth» de Jack se habían instalado también Jeanlouis y Fred. Georges hacía poco que había llegado a Nápoles y traía noticias frescas de Roma y de París; no había, como otros tantos, atravesado las líneas alemanas sobre los montes de los Abruzzos; había venido por mar en una lancha inglesa que lo recogió en la costa adriática frente a Ravena.

Yo había conocido al conde Georges de la V… hacía muchos años, en París, en casa de la duquesa de Clermont-Tonnerre, que vivía entonces en la rue Reynouard, en Passy, donde hacía su aparición de vez en cuando en compañía de Max Jacob, de quien era íntimo. Georges era uno de los más famosos Coridones de Europa, y había sido, de joven, uno de los más bellos mignons de París, uno de esos que, en las crónicas mundanas del joven Marcel Proust, hacían cabriolas tras los respaldos de los sillones de los salones del Faubourg, como a espaldas de las ninfas los pastorcillos de bucles de oro adornados con cintas de seda en las fiestas campestres de los cuadros de Boucher y de Watteau. Emparentado por línea paterna con Robert Montesquieu y por parte de madre con la nobleza napoleónica, Georges no sólo conciliaba en sí mismo la espléndida tradición de un cierto libertinaje del siglo XVIII con aquella sensibilidad soez y severa que desde el Imperio, a través de Luis Felipe, baja por las ramas hasta los grands bourgeois de M. Thiers, sino que casi excusaba, y en cierto modo corregía los excesos de virilidad tan frecuentes en la historia de la Tercera República. Tales personajes, hay que convenir en ello, son más útiles para comprender la evolución de las costumbres de una sociedad que los hombres políticos. Nacido durante el reinado de Fallières, crecido bajo la resplandeciente estrella de Diaghilev, salido de la adolescencia bajo el signo de Jean Cocteau, no testimoniaba la decadencia de las costumbres de la Francia republicana, sino el extremo esplendor, el exquisito refinamiento de espíritu, de modales y de costumbres que hubiera alcanzado Francia sin la Tercera República. El conde Georges de la V…, cerca de los cuarenta años ya, pertenecía, por universal reconocimiento, a esa selecta élite de espíritus refinados y, puede con razón decirse, libres, que después de haber excusado y mitigado ante los ojos de Europa la muflerie de los hombres de la Tercera República, parecían hombres de la Cuarta República, que fatalmente tenía que nacer de la liberación de Francia y Europa.

—¿También es marxista Georges? —murmuré al oído de Jeanlouis.

—Naturalmente —me respondió.

Aquel «naturalmente» me dejó perplejo, y me turbó un poco: No podía acostumbrarme a la idea de que el marxismo no fuese otra cosa que el pretexto para justificar la libertad de costumbres de la joven generación europea. Este pretexto debía ocultar una razón más poderosa. Después de cada guerra, después de cada revolución, lo mismo que después de una carestía o una peste, se sabe que las costumbres decaen. En los jóvenes la corrupción de costumbres es tanto un hecho moral como fisiológico y linda fácilmente con la anormalidad. Su aspecto más frecuente es el homosexualismo, en su forma, de ordinario más difusa entre los jóvenes, d’un edonisme de l’esprit; transcribo aquí las palabras de un escritor católico que ha considerado el problema con un delicado pudor, d’un dandysme à l’usage d’anarchistes intellectuels, d’une méthode pour se preter aux enrichissements de la vie et pour jouir de soi-même.

Esta vez, sin embargo, la corrupción de las costumbres en la juventud europea había precedido, no seguido, a la guerra; había sido un anuncio, una premisa de la guerra, casi una preparación de la tragedia de Europa, no su consecuencia. Ya mucho antes de los dolorosos acontecimientos de 1939, parecía que la juventud europea obedeciese a una palabra de orden, fuese víctima de un plan, de un programa preparado de antemano y dirigido con frío cálculo por una mente cínica. Se hubiera dicho que existía un Plan Quinquenal de la homosexualidad para la corrupción de la juventud europea. Ese cierto aire equívoco de gestos, de indumentaria, de frases, del tono de la amistad, en la promiscuidad social entre jóvenes burgueses y los jóvenes operarios, ese connubio entre la corrupción burguesa y la corrupción proletaria, eran fenómenos ya dolorosamente conocidos mucho antes de la guerra, especialmente en Italia (donde, en ciertos círculos de jóvenes intelectuales y artistas, máxime pintores y poetas, se practicaba la pederastia creyendo practicar el comunismo), y denunciados ya a la pública opinión de los observadores, los estudiosos e incluso de los hombres políticos, generalmente indiferentes a los hechos ajenos a la vida política.

Lo que por encima de todo me sorprendía era el hecho de que tal corrupción juvenil, tanto en la clase burguesa como en la clase proletaria (pero más en aquélla que en ésta, donde hay que tener en cuenta el natural bovarysmo de cierta juventud obrera más en contacto con la juventud burguesa), adviniese con el pretexto del comunismo, casi como si la inversión sexual fuese no consumada y sí sólo mimada, fingida, fuese una indispensable iniciación a la idea comunista. Y me había ya preguntado muchas veces (puesto que el problema me parecía de fundamental importancia) si esto ocurría espontáneamente, por íntima corrupción moral o fisiológica, como reacción contra las costumbres, los modales, los prejuicios, los declinantes ideales burgueses, y no más bien como consecuencia de una propaganda sutil, cínica y perversa conducida desde lejos y tendiendo a disolver la trama social europea en previsión de aquello que los espíritus débiles de nuestro tiempo saludan como la gran revolución de la edad moderna.

Podrá objetarse que tal fenómeno es sólo aparente, que el comunismo de los jóvenes, como su afectada y proclamada, pero más mimada que consumada, inversión sexual, no es otra cosa que una forma de dandysmo intelectual, de «dilettantismo» más de maneras que de hechos, de «snobístico» reto a las buenas costumbres y a los prejuicios burgueses, y que los jóvenes hacen el papel de invertidos como en los tiempos de Byron y de Busset hacían los de héroes románticos, o más tarde los de poetas malditos o más recientemente el de los refinados Des Esseintes. En todo caso estos pensamientos me turbaban acrecentando mi deseo de asistir a una figliata, no tanto por simple curiosidad como para poder darme cuenta de hasta qué punto el mal fuese, de temer, cuál fuese su espíritu y lo que pudiera haber de nuevo en el espíritu de aquel mal.

Cuál no fue mi sorpresa cuando, más tarde, Jeanlouis me reveló que Georges era una especie de personaje político (incluso, añadió Jeanlouis, un héroe) que en el transcurso de la guerra había rendido y rendía todavía preciosos servicios a los aliados y que, habiéndose encontrado en Londres en 1940, se había lanzado en paracaídas sobre territorio francés, que tres veces, desde 1940 hasta ahora, había conseguido llegar a Inglaterra a través de España y Portugal, y tres veces había regresado a Francia en paracaídas para llevar a cabo misiones de delicada importancia y que los aliados lo tenían en tan alta consideración que lo habían puesto a la cabeza del maquis de los invertidos de Europa.

La imagen de Georges, descendiendo balanceándose del cielo en la sombra blanca del inmenso parasol abierto sobre su cabeza, agitando sus rosadas manos y sus redondas caderas sobre el cielo azul, la imagen de aquel rubio Cupido que descendía sobre la tierra tocando la hierba con la punta de sus pies ligeros, como un ángel al borde de las nubes, me hacía, me avergüenzo de decirlo, me hacía reír. Lo sé, es irreverente reírse de un héroe; pero hay héroes que hacen reír, aun cuando sean héroes de la libertad. Hay otros que hacen llorar; y no sé si son mejores o peores que los otros. Hoy día en Europa no hacemos más que reír o llorar unos de otros; es mala señal. Pero añado, para excusarme, que en mi manera de reír no había, por fortuna, nada de malvado.

Los invertidos diseminados por toda Europa, y, naturalmente, incluso en Alemania y en la URSS, se habían revelado elementos preciosísimos para el servicio de información inglés y americano, desarrollando desde el inicio de la guerra un trabajo político y militar particularmente delicado y peligroso. Los invertidos como es sabido, constituyen una especie de confraternidad internacional, una sociedad secreta gobernada por las leyes de una amistad profunda y tierna, que no está a merced de las debilidades y de la proverbial inconstancia del sexo. El amor de los invertidos está, gracias a Dios, por encima de uno y otro sexo, y sería un sentimiento perfecto, totalmente libre de toda especie de esclavitud humana, tanto de las virtudes como de los vicios del hombre, si no lo dominasen los caprichos, los histerismos y cierta mezquina y triste perversidad, natural en su alma de vieja solterona. Pero el famoso general Donovan, del cual Georges había llegado a ser el brazo derecho para cuanto concernía al maquis de los homosexuales, había sabido sacar ventajas de las mismas debilidades de la inversión sexual, hasta llegar a hacer de ellas un maravilloso instrumento de lucha. Un día, acaso, cuando los secretos de esta guerra puedan ser revelados a los profanos, será posible saber cuántas vidas humanas han sido salvadas gracias a las caricias secretas de los mignons esparcidos por todos los países de Europa. En esta terrible y extraña guerra toda ha sido puesto en juego para los fines de la victoria, todo, incluso la pederastia, la cual merece, por este motivo, el respeto de todo sincero amante de la libertad. Tal vez ciertos moralistas no serán de este parecer; pero no se puede exigir que todos los héroes sean de costumbres inmaculadas, de un sexo bien definido. No existe un sexo obligatorio para los héroes de la libertad.

La idea del maquis de los invertidos había sido idea de Georges; a él pertenecía el mérito de haber organizado en todos los países ocupados por los alemanes, incluso en Alemania, ese réseau de jóvenes mignons que tantos y tan preciosos servicios han prestado a la noble causa de la libertad europea. Durante aquellos días de noviembre de 1943, Georges había venido clandestinamente de París a Nápoles para concertar con el Alto Mando aliado de Caserta el plan a desarrollar en Italia. Se debe a Georges que el famoso coronel Dolmann, verdadera cabeza política de Hitler en Roma, haya acabado más tarde por caer en las redes de los jóvenes mignons, que Georges había pacientementemente tendido alrededor de él.

Dolmann era cruel y bellísimo, dos cualidades que lo destinaban a caer en las sutiles artes de Georges; enamorado de un joven de la más alta nobleza romana, fue por aquella imprudente pasión arrastrado a traicionar. Fue Dolmann, en realidad, quien llegó en Suiza a la conclusión, a espaldas de Hitler y de Mussolini, de aquellos acuerdos secretos que salvaron de la destrucción las industrias de Italia del Norte y llevaron a la fracasada resistencia y a la rendición de las tropas alemanas durante la ofensiva aliada de abril de 1945 en Italia. En aquellas negociaciones, Georges llevó la parte decisiva, comportándose como el héroe corneliano que eran y, espero, es todavía. Porque enamoradísimo también del joven amante de Dolmann, ha sabido sacrificar su amor a la causa de la libertad europea. ¡De qué sacrificio no es capaz un invertido por la causa de la libertad! Georges era, pues, también un héroe de la libertad. ¡A cuánta gente, y a qué gente debe agradecer Europa su liberación!