De repente se abrió una ventana en aquel muro y una voz me llamó por mi nombre. Era Pierre Lyautey, que me llamaba desde la ventana de la Comandancia de la División marroquí del general Guillaume. Subimos, y Pierre Lyautey, alto, atlético, huesudo, el rostro curtido por el hielo de las montañas de Cassino, vino a nuestro encuentro en la escalera, abriendo sus inmensos brazos.

Pierre Lyautey era un viejo amigo de la madre de Jeanlouis, la condesa B. Cada vez que venía a Italia no dejaba nunca de ir a pasar algunos días, o algunas semanas, en la villa de la condesa B. en las orillas del lago de Como, obra egregia de Piermarini, donde tenía reservada, por derecho de antigüedad, la cámara de Napoleón, la del ángulo, que mira hacia Bellagio; el lecho en el cual Stendhal había pasado una noche con Angela Pietragrua, y el pequeño escritorio de caoba donde el poeta Parini había escrito su famoso poema Il giorno.

Ah, que vous êtes beau! —exclamó Pierre Lyautey, abrazando a Jeanlouis, a quien hacía años no había visto. Y añadió, que había dejado a Jeanlouis cuando éste il n’était qu’un Eros y lo encontraba ahora qu’il était un… Yo esperaba que dijese «… un héros», pero se corrigió a tiempo y dijo «… un Apollon».

Era la hora del refectorio y el general Guillaume nos invitó a su mesa.

Con su perfil apolíneo, sus labios rojos, sus ojos negros y brillantes en la tersa palidez del rostro, con su voz dulcísima, Jeanlouis produjo una profunda impresión sobre los oficiales franceses. Era la primera vez que venían a Italia, por primera vez la belleza viril se les aparecía en todo el esplendor del antiguo ideal griego. Jeanlouis era un ejemplo perfecto de cuanto la civilización italiana en largos siglos de cultura, de riqueza, de refinamiento, de selección física e intelectual, de indiferencia moral y libertad aristocrática habían podido producir en cuanto a belleza viril. En el rostro de Jeanlouis, unos ojos ejercitados en la lenta y continua evolución del clásico ideal de la belleza en la pintura y la escultura italianas del cuatrocientos al ochocientos, hubieran percibido, sobrepuesta a la sensualidad del ritratti d’uomo del renacimiento, la noble y melancólica máscara del romanticismo italiano, especialmente lombardo (Jeanlouis pertenecía a una de las más antiguas e ilustres familias de la nobleza lombarda), de principios del siglo XIX, que incluso en Lombardía fue liberal y romántico por nostalgia napoleónica: Aquellos oficiales franceses eran Stendhal frente a Fabricio del Dongo. Y tampoco éstos, como Stendhal, se daban cuenta de que la belleza de Jeanlouis era, como la de Fabricio, una belleza sin ironía y sin inquietud de naturaleza moral.

La maravillosa aparición (en aquel interior napolitano de vulgares muebles burgueses, delante de aquella mesa) de aquel Apolo vivo, de un tan perfecto modelo de la belleza viril, era para aquellos oficiales franceses la revelación de un misterio prohibido. Todos contemplaban a Jeanlouis en silencio. Y yo me preguntaba con una turbación cuya razón no podía explicarme, si se daban cuenta de que aquel admirable «espectro» de la civilización clásica italiana en su triunfo extremo, ya corrompida y humillada por los fermentos de una morbosa sensualidad femenina, ya con la aridez de la carencia de nobles sentimientos, de fuertes pasiones y de altos ideales, era la imagen del mal secreto que sufría gran parte de la juventud europea en todos los países, vencedores y vencidos; la oscura tendencia a transformar los ideales de libertad, que parecían ser los ideales de toda la juventud europea, en ansia de satisfacciones sensuales, las exigencias morales en rechazo de la propia responsabilidad, los deberes sociales y políticos en vanas lucubraciones intelectuales y los nuevos mitos proletarios en mitos ambiguos de un narcisismo desviado hacia el autocastigo. (Lo que parecía extraño era que Barrès estaba tan lejos de Jeanlouis y de los jóvenes de su generación como Gide; el Gide de moi, cela m’est égal, parce que j’écris «Paludes»).

Los criados marroquíes que servían a la mesa no apartaban la mirada de Jeanlouis, encantados, y yo veía en aquellos ojos brillar un lascivo deseo. Para aquellos hombres venidos del Sahara y de las montañas del Atlas, Jeanlouis no era más que un objeto de placer. Y yo me reía en mi interior (no podía menos que reírme; era más fuerte que yo; por otra parte, no había nada malo en reírse de una idea tan extraña, tan triste), imaginándome a Jeanlouis y a todos los jóvenes «héroes» como él, sentados entre los pequeños esclavos en la plazuela de la Cappella Vecchia, al pie de aquel muro de carne que poco a poco iba deshaciéndose en la luz declinante, hundiéndose paulatinamente en la noche como un pedazo de carne putrefacta.

A mis ojos Jeanlouis era la imagen de lo que son en demasía ciertas élites de las jóvenes generaciones en esta Europa no purificada, pero corrompida por los sufrimientos, no exaltada, sino humillada por la encontrada libertad; una juventud en venta. ¿Por qué no tenía que ser aquélla también una «juventud en venta»? También nosotros, cuando fuimos jóvenes, habíamos sido vendidos. En esta Europa el destino de los jóvenes es ser vendidos por hambre o por miedo. Es necesario que la juventud se prepare, o se acostumbre, a hacer su papel en la vida, en el Estado. Un día u otro, si todo va bien, los jóvenes serán vendidos por las calles por algo muchísimo peor que el hambre o el miedo.

Y como si la fuerza de mis pensamientos reclamase al mismo tema la mente de los demás comensales, el general Guillaume me preguntó de repente por qué razón las autoridades italianas no sólo no prohíben el mercado de chiquillos, sino que parecen no darse cuenta siquiera de tal inmundicia.

—Es una vergüenza —añadió—. He echado de aquí cien veces a esas desvergonzadas y sus desgraciados chiquillos; he advertido cien veces a las autoridades italianas, he hablado yo mismo incluso con el arzobispo de Nápoles, el cardenal Ascalesi. Todo inútil. He prohibido a mis goumiers tomar esos chiquillos, los he amenazado con hacerlos fusilar si no obedecían. La tentación es demasiado fuerte para ellos. Un goumier no podrá jamás comprender que pueda estar prohibido comprar lo que se vende en el mercado público. Pertenece a las autoridades italianas evitarlo, detener a estas madres desnaturalizadas, encerrar estos chiquillos en un colegio. Yo no puedo hacer nada.

Hablaba lentamente; me parecía que las palabras le doliesen en la boca.

Yo me eché a reír. ¡Detener a esas madres desnaturalizadas! ¡Encerrar a los chiquillos en un colegio! ¡No quedaba ya nada en Nápoles, nada en Europa; todo podrido, todo destruido, todo derrumbado, casas, iglesias, hospitales, padres, madres, hijos, tíos, abuelos, primos, todos kaputt! Me reía, y esta risa fuerte y dolorosa me daba dolor de estómago. ¡Las autoridades italianas! ¡Un hatajo de ladrones y de bellacos que hasta el día anterior habían metido en la cárcel a la gente en nombre de Mussolini y ahora la metían en nombre de Roosevelt, de Churchill y de Stalin! ¡Unos granujas que hasta el día anterior habían hecho de amos en nombre de la tiranía y ahora lo hacían en nombre de la libertad! ¿Qué les importa a las autoridades italianas que ciertas madres desnaturalizadas vendiesen a sus chiquillos por las plazas? Un hatajo de bellacos, todos del primero al último, demasiado ocupados en limpiar los zapatos del vencedor para poder ocuparse de tonterías. «¿Detener a las madres? —decía yo—. ¿Qué madres? ¿Prohibirles vender a sus hijos? ¿Y por qué? ¿No son suyos los chiquillos? ¿Son acaso del Estado, del Gobierno, de la política, de los sindicatos, de los partidos políticos? Son de sus madres, y las madres tienen derecho a hacer con ellos lo que les parezca. Tienen hambre y tienen también el derecho de vender a sus hijos para saciarla. Es mejor venderlos que comérselos. Tienen derecho a vender uno o dos chiquillos entre diez para saciar el hambre de los demás. Y, además, ¿qué madres? ¿De qué madres quiere usted hablar?»

—No sé —dijo el general Guillaume, profundamente asombrado—, hablo de esas desgraciadas que venden a sus hijos por las calles.

—¿Qué madres? —dije yo—. ¿De qué madres me habla? ¿Son acaso madres esas mujeres? ¿Son mujeres? ¿Y los padres? ¿No tienen padres esos chiquillos? ¿Son acaso hombres estos padres? ¿Y nosotros? ¿Somos acaso hombres nosotros?

Ecoutez —dijo el general Guillaume—, je me fous de vos mères, de vos autorités, de votre sacré pays. Pero los chiquillos, ¡ah, eso no! Si hoy se venden los chiquillos quiere decir que se han vendido siempre. ¡Y es una vergüenza para Italia!

—No —dije yo—, en Nápoles no se han vendido nunca los chiquillos. No hubiera creído jamás que el hambre pudiese llegar a tanto. Pero la culpa no es nuestra.

—¿Quiere usted decir que es nuestra? —preguntó el general Guillaume.

—No, no es culpa de ustedes; es culpa de los chiquillos.

—¿De los chiquillos? ¿De qué chiquillos?

—De los chiquillos, de esos chiquillos. Ustedes no saben la raza terrible que son los chiquillos de Italia. Y no en Italia sólo, sino en toda Europa. Son ellos quienes obligan a sus padres a venderlos en el mercado público. ¿Y saben ustedes por qué? Para hacer dinero, para poder mantener a sus amantes y llevar una vida de lujo. Hoy día no hay chiquillo en toda Europa que no tenga amantes, caballos, automóviles, castillos y cuenta en el Banco. Todos Rotschild. Ustedes no imaginan siquiera hasta qué punto de degradación moral han llegado los chiquillos, nuestros chiquillos, en toda Europa. Naturalmente, nadie quiere que sea dicho. En Europa está prohibido decir estas cosas. Pero es así. Si las madres no vendiesen a sus chiquillos, ¿sabe usted lo que pasaría? Que los chiquillos, para hacer dinero, venderían a sus madres.

Todos me miraron estupefactos.

—No me gusta oírle hablar así —dijo el general Guillaume.

—¡Ah! ¿No le gusta que diga la verdad? Pero ¿qué saben ustedes de Europa? Antes de desembarcar en Italia, ¿dónde estaban ustedes? En Marruecos, o en cualquier otra parte de África del Norte. ¿Qué saben de eso los americanos ni los ingleses? Estaban en Inglaterra, en América, en Egipto. ¿Qué pueden saber de Europa los aliados desembarcados en Salerno? ¿Creen acaso que hay todavía chiquillos en Europa? ¿Qué haya todavía madres, padres, hijos, hermanos, hermanas? Un montón de carne putrefacta, eso es lo que encontrarán ustedes en Europa cuando la hayan liberado. Nadie quiere que sea dicho, nadie quiere oírlo decir, pero es la verdad. He aquí lo que es Europa hoy día: un montón de carne putrefacta.

Todos callaban, y el general Guillaume me miró fijo con los ojos opacos. Tenía compasión de mí; no sabía ocultarme que sentía compasión de mí y de tantos otros, de todos los demás como yo. Era la primera vez que un vencedor, un enemigo sentía compasión de mí y de todos los que eran como yo. Pero el general Guillaume era un francés, un europeo, un europeo como yo, y, también su ciudad, allá en alguna región de Francia, estaba destruida como la mía, también su casa estaba en ruinas, también su familia vivía en el terror y la angustia, también sus hijos tenían hambre.

—Desgraciadamente —dijo el general Guillaume, después de un largo silencio—, no es usted el único en hablar así. También el arzobispo de Nápoles, el cardenal Ascalesi, dice lo mismo que usted. Deben haber ocurrido cosas terribles en Europa para que estén reducidos a eso.

—No ha ocurrido nada en Europa —dije yo.

—¿Nada? —preguntó el general Guillaume—. ¿Y el hambre, los bombardeos, los fusilamientos, las matanzas, la angustia, el terror, todo eso no es nada para usted?

—¡Oh, eso no es nada! —dije—. Son cosas de risa; el hambre, los bombardeos, los fusilamientos, las matanzas, la angustia, el terror, los campos de concentración son cosa de risa, tonterías, viejas historias. En Europa estas cosas ya hace siglos que las conocemos. Hoy ya estamos acostumbrados. No son estas cosas lo que no han reducido a esto.

—¿Qué es, pues, lo que les ha hecho así? —dijo el general Guillaume con la voz un poco ronca.

—La piel.

—¿La piel? ¿Qué piel? —dijo el general Guillaume.

—La piel —respondí en voz baja—, nuestra piel, esta maldita piel. No puede usted imaginarse siquiera de cuántas cosas es capaz un hombre, de qué heroísmos y de qué infamias, para salvar la piel. Esta, esta asquerosa piel, ¿la ve usted? (Y al decir esto agarraba con dos dedos la piel del dorso de la mano y tiraba de ella). Un día se sufría hambre, tortura, sufrimientos, los dolores más terribles, se mataba y se moría, se sufría y se hacía sufrir, para salvar el alma, para salvar el alma propia y la de los demás. Para salvar el alma se era capaz de todas las grandezas y de todas las infamias. No solamente la propia, sino las de los demás. Hoy se sufre y se hace sufrir, se mata y se muere, se realizan cosas maravillosas y horrendas, no ya para salvar la propia alma, sino para la propia piel. Se cree luchar y sufrir por la propia alma, pero, en realidad, se lucha y se sufre por la piel, por la propia piel tan sólo. Todo lo demás no cuenta. Hoy se es héroe por una cosa bien pequeña. Por una cosa asquerosa. La piel humana es una cosa asquerosa. ¡Fíjese! Es una cosa repulsiva. ¡Y pensar que el mundo está lleno de héroes dispuestos a sacrificar la propia vida por una cosa semejante!

Tout de même… —dijo el general Guillaume.

—No pueden ustedes negar que, en comparación con todo lo demás… Hoy, en Europa, se vende todo: honor, patria, libertad, justicia… Deberá usted reconocer que es una cosa insignificante vender los propios chiquillos.

—Usted es un hombre honrado —dijo el general Guillaume—, no vendería usted a sus hijos.

—¿Quién sabe? —respondí en voz baja—. No se trata de ser honrado, no quiere decir nada ser un hombre de bien. No es una cuestión de honradez personal. Es la civilización moderna, esta civilización sin Dios, la que obliga a los hombres a dar tal importancia a la piel. Hoy día no cuenta nada más que la piel. Seguro, tangible, innegable, no hay más que la piel. Es lo único que poseemos. Que sea nuestro. La cosa más mortal del mundo. No hay más que el alma que sea inmortal. Pero ¿qué cuenta hoy el alma? No hay más que la piel que cuente. Todo es cuestión de piel humana. Nadie se bate ya por la justicia, por la libertad, por el honor. Se bate por la piel, por la asquerosa piel.

—¡Usted no vendería a sus hijos! —repitió el general Guillaume, mirándose el dorso de la mano.

—¿Quién sabe? —dije—. Si tuviese un hijo quizá me lo vendería para poder comprar cigarrillos americanos. Hay que ser hombre al mismo tiempo. Cuando se es un bellaco, hay que ser bellaco hasta el fondo.