De la colina del Vomero habíamos, entretanto, bajado a la Piazza dei Martiri y de allá dimos la vuelta hacia el callejón de la Cappella Vecchia para subir al Calascione. Al pie de la Rampa Caprioli se abre la plazuela de la Cappella Vecchia, una especie de gran patio dominado por un lado por los flancos escarpados del Monte di Dio, y por otro, por el muro de la Sinagoga y la alta fachada del palacio donde durante largos años habitó Emma Hamilton. Desde aquella ventana, allí arriba, Horacio Nelson, con la frente apoyada en los cristales, contemplaba el mar de Nápoles, la isla de Capri, errante por el horizonte, los palacios de Monte di Dio, la colina del Vomero, verde de pinos y de viñas. Esas altas ventanas, allá arriba, a pico sobre el Chiatamone, eran las ventanas de las habitaciones de Lady Hamilton. Vestida ora con el traje de las insulares de Chipre, ora el de las mujeres de Nauplia, ora los anchos calzones rojos de las muchachas del Epiro, ora con el traje greco-veneciano de Corfú, el cabello envuelto en un turbante de seda celeste como el retrato de Angélica Kauffmann, Emma danzaba ante Horacio; y el grito plañidero de los vendedores de naranjas subía del abismo verde y azul de los callejones del Chiatamone.

Me había detenido en el centro de la plazuela de la Cappella Vecchia, y miraba hacia arriba las ventanas de Lady Hamilton, estrechando con fuerza el brazo de Jeanlouis. No quería bajar los ojos, mirar en torno a mí. Sabía lo que habría visto allá, delante de nosotros, al pie del muro que sirve de fondo al patio de la parte de la Sinagoga. Sabía que allí, delante de nosotros, a pocos pasos de mí (oía las risas pálidas de los chiquillos, la ronca voz de los goumiers) estaba el mercado de los chiquillos, que incluso aquel día, a aquella hora, en aquel momento, chiquillos de ocho a diez años, semidesnudos, estaban sentados delante de los soldados marroquíes, que los observaban atentamente, los elegían, contrataban el precio con las horribles mujeres desdentadas, con el rostro descarnado y fláccido cubierto de afeites, que hacían el comercio de aquellos pequeños esclavos.

Jamás, en tantos siglos de miseria y de esclavitud, se habían visto en Nápoles cosas semejantes. Siempre, en Nápoles, se había vendido de todo, pero nunca chiquillos. En Nápoles se había hecho comercio de todo, pero jamás de los chiquillos. En Nápoles no se habían vendido nunca chiquillos por las calles. En Nápoles los chiquillos eran sagrados. Son la única cosa sagrada que puede haber en Nápoles. El pueblo napolitano es un pueblo generoso, el más humano de todos los pueblos de la tierra, el único pueblo de la tierra que aun la familia más pobre, entre sus chiquillos, sus diez, sus doce chiquillos, cría un huérfano recogido en el Ospedale deglo Innocenti; y era entre todos el más sagrado, el mejor vestido, el mejor alimentado, porque era «il figlio della Madonna» y trae fortuna a los demás chiquillos. Se podía decir todo de los napolitanos, todo, pero no que vendiesen a sus chiquillos por las calles.

Y ahora, en la plazuela de la Cappella Vecchia, en el corazón de Nápoles, al pie de los nobles palacios de Monte di Dio, del Chiatamone, de la Piazza dei Martiri, al lado de la Sinagoga, los soldados marroquíes iban a comprar por muy poco dinero los chiquillos napolitanos.

Los sobaban, les alzaban la ropa, metían sus largos y expertos dedos negros por entre los botones de los pantaloncitos y contrataban el precio mostrando los dedos de la mano.

Los chiquillos estaban sentados a lo largo del muro contemplando los compradores; se reían masticando caramelos, pero no tenían esa habitual tranquilidad alegre de los chiquillos napolitanos, no se hablaban entre sí, no gritaban, no cantaban, no gastaban bromas ni burlas. Era evidente que tenían miedo. Las madres, o aquellas mujeres huesudas y pintadas que se decían madres, los tenían agarrados por un brazo, casi temerosas de que los marroquíes se los llevasen sin pagarlos; después tomaban el dinero, lo contaban, se alejaban con el chiquillo agarrado del brazo y un goumier los seguía con el rostro agujereado por las viruelas, los ojos centelleantes de lujuria bajo la punta de su capote pardo puesto sobre la cabeza.

Yo miraba hacia arriba, a las ventanas de Lady Hamilton, y no quería bajar la vista. Miraba el borde del cielo azul que adornaba la alta terraza de la casa de Lady Hamilton, y Jeanlouis, a mi lado, se callaba. Pero yo me daba cuenta de, que callaba, no por sugestión mía, sino porque una oscura fuerza le trabajaba, porque la sangre le subía a las sienes, le agarraba de la garganta. Y de repente, Jeanlouis dijo:

—Me inspiran piedad estos pobres chiquillos.

Y yo me volví y le lancé a la cara:

—¡Eres un bellaco!

—¿Por qué me has llamado bellaco? —dijo Jeanlouis.

—Te inspiran piedad, ¿no es cierto? ¿Estás seguro de que sea piedad? ¿No será acaso otra cosa?

—¿Qué quieres que sea? —dijo Jeanlouis, mirándome con aire vil y maligno.

—Casi, casi te comprarías también tú uno de estos chiquillos, ¿verdad?

—¿Y a ti qué te importaría que me lo comprase? —dijo Jeanlouis—. Soy mejor yo que uno de estos soldados marroquíes. Le daría de comer, le vestiría, le compraría un par de zapatos; no le faltaría nada. Sería una obra de caridad.

—¡Ah! Sería una obra de caridad, ¿no es cierto? —dije yo, mirándolo fijamente a los ojos—; eres un hipócrita y un bellaco.

—Contigo no se puede siquiera bromear. Y, además, ¿qué te importa a ti que sea un hipócrita o un bellaco? ¿Te crees acaso con derecho de hacerte el moralista, tú y otros como tú? ¿Crees acaso que no eres también tú un bellaco y un hipócrita?

—Sí, es cierto, también yo soy un bellaco y un hipócrita como tantos otros —dije—, ¿y qué? No me avergüenzo en absoluto de ser un hombre de mi tiempo.

—Y entonces, ¿por qué no tienes el valor de repetir para estos chiquillos todo lo que has dicho sobre mí? —dijo Jeanlouis, agarrándome por el brazo y mirándome con los ojos húmedos de lágrimas—. ¿Por qué no dices que estos chiquillos se han puesto a hacer de puta con el pretexto del fascismo, de la guerra y de la derrota? Vamos, adelante, ¿por qué no dices que esos chiquillos son trotskistas?

—Un día estos chiquillos llegarán a ser hombres —dije—, y si Dios quiere nos romperán las narices a ti, a mí y a todos los que son como nosotros. Te romperán las narices, y tendrán razón.

—Tendrán razón —dijo Jeanlouis—, pero no lo harán. Estos chiquillos, cuando tengan veinte años, no le abrirán la cabeza a nadie. Harán como nosotros, harán como tú y como yo. También nosotros hemos sido vendidos a su edad.

—Mi generación ha sido vendida a la edad de veinte años. Pero no por hambre, por algo peor. Por miedo.

—Los jóvenes como yo hemos sido vendidos cuando éramos todavía chiquillos —dijo Jeanlouis—, y hoy no le partimos la cabeza a nadie. Éstos harán lo que hemos hecho nosotros; se arrastrarán a nuestros pies y nos lamerán los zapatos. Y creerán ser hombres libres. Europa será un país de hombres libres; eso será Europa.

—Afortunadamente, aquellos chiquillos recordarán siempre haber sido vendidos por hambre y perdonarán. Pero nosotros no olvidaremos que hemos sido vendidos por algo peor: por miedo.

—No digas estas cosas. No hay necesidad de decir estas cosas —dijo Jeanlouis estrujándome el brazo.

Y yo sentí que su mano temblaba.

Quería decirle: «Gracias, Jeanlouis, te doy las gracias de que sufras»; quería decirle que comprendía las razones de muchas cosas y que sentía piedad por él cuando por casualidad levanté los ojos y vi el cielo. Es una vergüenza que haya en el mundo un cielo así. Es una vergüenza que el cielo, en ciertos momentos, sea como era aquel día, en aquel momento. Lo que me hacía correr por el espinazo un escalofrío de miedo y de asco no eran aquellos pequeños esclavos apoyados contra el muro de la Cappella Vecchia, ni aquellas mujeres de rostro descarnado y pálido cubierto de afeites, ni aquellos soldados marroquíes de ojos brillantes y largos dedos huesudos, sino el cielo, aquel cielo azul y límpido sobre los tejados, sobre los escombros de las casas, sobre los árboles verdes, hinchados de pájaros. Era aquel cielo alto de seda cruda, de un azul frío y lúcido, en el que él mar ponía un vago y remoto resplandor verde. Aquel cielo delicado y cruel que, curvándose dulcemente sobre la colina del Posillipo, se hacía rosado y tierno como la piel de un chiquillo.

Pero donde aquel cielo parecía más delicado y cruel era allá abajo, a lo largo del borde del muro al pie del cual estaban sentados los pequeños esclavos. El muro que sirve de fondo al patio de la Cappella Vecchia es un alto muro con el revoque desconchado por el paso del tiempo y las estaciones, que un día fue sin duda del color rojizo de las casas de Pompeya y Herculano, que los pintores napolitanos llamaban rojo borbónico. Los años, la lluvia, el sol, el abandono, han cansado y suavizado ese rojo vivo, dándole el color de la carne, aquí rosado, allá más claro, más lejos transparente como una mano delante de la llama de una vela. Y fuesen los desconchados, fuesen las verdes manchas de moho, aquellos blancos, aquellos marfiles, aquellos amarillos que aparecían aquí y allá por debajo del revoque antiguo, o fuese el juego de luz, cambiante a cada momento por el variado reflejo del continuo movimiento del mar antiguo o por la errante inquietud del viento que según sople de tierra o del mar tiñe diferentemente la luz, me parecía que aquel alto y antiguo muro tuviese vida, fuese una cosa viva, un muro de carne, donde apareciesen todas las aventuras de la carne humana, desde la rosada inocencia de la infancia a la verde y amarillenta melancolía de la edad declinante, me parecía que aquel muro de carne se ajase lentamente, y paulatinamente iban apareciendo aquellos blancos, aquellos tonos marfileños, rosados, amarillentos pálidos, propios de la carne humana ya cansada, ya vieja, ya socavada por las arrugas, ya próxima a la última y maravillosa aventura de la desintegración. Grandes moscas erraban lentamente sobre aquel muro de carne, zumbando. El fruto maduro del día se mustiaba, se pudría, y en el aire cansado, ya corrompido por las primeras sombras de la noche, el cielo, aquel cielo cruel de Nápoles, tan puro y tan tierno, emitía un lamento, una queja, una felicidad triste y fugitiva. Una vez más mordía la tarde. Y uno tras otro volvían a refugiarse en la tibieza de la noche, como ciervos, gamos y jabalíes en la selva, los sonidos, los colores, las voces, aquel sabor de mar, aquel olor de laurel y mieles que es el sabor y olor de la luz de Nápoles.