En las aceras de la Piazza San Ferdinando se reunían en aquellos tiempos cada mañana, una multitud de jóvenes de aspecto miserable que permanecían allí todo el día delante del «Café Van Boole e Feste» y no se disolvían hasta la hora del crepúsculo.

Eran jóvenes descarnados, pálidos, vestidos con harapos o uniformes prestados; la mayoría soldados y oficiales del disperso y humillado ejército italiano, escapados a la vergüenza y la carnicería de los campos de concentración alemanes y refugiados en Nápoles con la esperanza de encontrar trabajo o de conseguir hacerse alistar por el mariscal Badoglio para poder combatir al lado de los aliados. Casi todos eran originarios de las provincias centrales y septentrionales de Italia, todavía en manos de los alemanes; e imposibilitados, por lo tanto de poder regresar a sus hogares, habían intentado todo lo posible para sustraerse a aquella humillante e incierta situación. Pero rechazados de los cuarteles donde se presentaban para alistarse y, no encontrando trabajo, no les había quedado otra esperanza que la de no sucumbir a los sufrimientos y las humillaciones. Y, entretanto, se morían de hambre. Cubiertos por andrajosas ropas, quién por unos pantalones alemanes o americanos, quién por una harapienta chaqueta civil o por una prenda de punto descolorida y sucia, otros con algún combatjackel, que es una especie de camisa de soldado británico, trataban de engañar el frío y el hambre caminando de una punta a otra de las aceras de la Piazza San Ferdinando, en espera de que algún sargento aliado los contratase para las labores del puerto o cualquier otra dura fatiga.

Aquellos muchachos eran objeto de compasión, no ya de los transeúntes, también ellos miserables y hambrientos, ni de los soldados aliados, que no ocultaban un embarazoso rencor contra aquellos inoportunos testimonios de la pobreza de su victoria, sino de las prostitutas que atestaban los soportales del Teatro San Cario y la Guillería Umberto y se arremolinaban en torno de los pick-up points. De vez en cuando alguna de ellas se acercaban al grupo de jóvenes hambrientos, ofreciéndoles el donativo de un cigarrillo o un bizcocho, o alguna rebanada de pan que los jóvenes, la mayoría de las veces, rechazaban con una cortesía desdeñosa o humillada.

Entre aquellos infelices andaban los jóvenes Narcisos tratando de enrolar algún nuevo recluta para su fairy band, pareciéndoles una gran hazaña, o acaso alguna bravura o un refinamiento, intentar corromper a aquellos muchachos sin techo, sin pan, idiotizados por la desesperación. Y acaso fuese su aspecto selvático, su hirsuta barba, sus ojos brillantes por la fiebre y el insomnio, sus vestidos hechos jirones, lo que despertaba en los nobles Narcisos extraños, deseos y refinadas concupiscencias. ¿O era quizá la angustia y la miseria de aquellos infelices que constituían el elemento «sufrimiento» que faltaba a su estetismo marxista? El sufrimiento de los demás es necesario que sirva de algo.

Fue precisamente pasando un día por en medio de aquella multitud de desgraciados, por delante de «Van Boole e Feste», cuando me pareció ver a Jeanlouis, a quien no veía desde hacía algunos meses y que reconocí, más por el aspecto, por la voz, dulcísima y un poco ronca. También Jeanlouis me reconoció y corrió a mi encuentro. Le pregunté qué hacía en Nápoles. Me respondió que se había fugado de Roma hacía un mes para escapar a las pesquisas de la policía alemana y comenzó a narrarme con gracia las peripecias y peligros de su fuga a través de las montañas de los Abruzzos.

—¿Y qué quería de ti la policía alemana? —le pregunté bruscamente.

—¡Ah, tú no lo sabes…! —me respondió. Y me fue refiriendo que la vida en Roma se había convertido en un infierno, que todo el mundo se escondía; la gente huía por miedo a los alemanes; el pueblo esperaba con ansia la llegada de los aliados, que había encontrado en Nápoles a muchos viejos amigos entre los soldados y los oficiales ingleses y americanos, des garçons exquis, dijo. Y de repente se puso a hablarme de su madre, la vieja Contessa B… (Jeanlouis pertenecía a una de las más nobles y antiguas familias de la nobleza milanesa), narrándome que se había refugiado en su villa del lago de Como, que había prohibido que se hablase en su presencia de los extraordinarios acontecimientos que se desarrollaban en Italia y en Europa, y que recibía a sus amistades como si la guerra fuese tan sólo una maledicencia mundana, ante la cual, en su salón, sólo se permitía, a lo sumo, sonreír discretamente con generosa indulgencia—. Simonnetta —añadió— me ha encargado (Simonnetta era su hermana) que te dé sus mejores recuerdos.

Y de repente se calló.

Yo le miré fijamente a los ojos y se sonrojó.

—Deja tranquilos a estos pobres muchachos —dije—; ¿no te da vergüenza?

Jeanlouis parpadeó rápidamente fingiendo una ingenua sorpresa.

—¿Qué muchachos?

—Harías bien en dejarlos —dije—; es una vergüenza jugar con el hambre de los demás.

—No entiendo qué quieres decir —dijo, encogiéndose de hombros. Pero inmediatamente añadió que aquellos muchachos tenían hambre, que él y sus amigos se habían propuesto ayudarlos, que contaba con muchas amistades entre los ingleses y los americanos y que esperaba poder hacer algo por estos infelices muchachos—. Mi deber de marxista —concluyó— es tratar de impedir que aquellos infelices muchachos se conviertan en instrumentos de la reacción burguesa.

Yo lo miraba fijo y Jeanlouis me preguntó:

—¿Por qué me miras así? ¿Qué te pasa?

—¿Has conocido personalmente —dije— al conde Carlos Marx?

—¿A quién? —dijo Jeanlouis.

—Al conde Carlos Marx. Es un bonito nombre este de Marx. Más antiguo que el tuyo.

—No me tomes el pelo, deja eso —dijo Jeanlouis.

—Si Marx no fuese conde tú seguramente no serías marxista.

—No me comprendes —dijo Jeanlouis—; el marxismo… No es necesario ser operario, o ser un canalla, para ser marxista.

—Sí, es necesario ser un canalla para ser marxista como tú —dije—. Deja a esos muchachos, Jeanlouis. Tienen hambre, pero antes robarían que acostarse contigo.

Jeanlouis me miró irónicamente.

—Conmigo… o con otro —dijo.

—Ni contigo, ni con nadie. Déjalos, tienen hambre…

—Conmigo o con otros —repitió Jeanlouis—, tú no sabes la fuerza que tiene el hambre.

—Me das asco —dije.

—¿Y por qué tengo que darte asco? —dijo Jeanlouis—. ¿Qué culpa tengo yo de que tengan hambre? ¿Les das acaso de comer a estos muchachos? Yo los ayudo, hago lo que puedo. Entre nosotros tenemos que ayudarnos. Y, además, ¿qué te importa a ti todo esto?

—El hambre no tiene ninguna fuerza —dije—. Si crees poder contar con el hambre, te equivocas. Los hombres a los veinte años, no sufren por el hambre propia, sino por la de los demás. Pregúntale al conde Marx si no es verdad que un hombre no se prostituye por hambre. Para un muchacho de veinte años el hambre no es un hecho personal.

—Tú no conoces a los jóvenes de hoy —dijo Jeanlouis—; me gustaría hacértelos conocer de cerca. Son mucho mejores o mucho peores de lo que tú puedes creer.

Y me contó que estaba citado con algunos de sus amigos en una casa de Vomero, diciéndome que le habría dado una alegría si fuese con él a aquella casa, porque en ella encontraría a algunos muchachos interesantes; añadió que no estaba seguro de si me gustaría o no, pero que, de todos modos, me aconsejaba conocerlos de cerca porque por ellos podría juzgar a todos los demás, y porque, al fin y al cabo, yo no tenía derecho de juzgar a aquellos muchachos sin conocerlos.

—Ven conmigo —me dijo— y verás que, después de todo, no somos peores que los hombres de tu generación. En todo caso, somos como vosotros nos habéis hecho.

Y así anduvimos a una casa del Vomero donde solían reunirse algunos jóvenes intelectuales comunistas amigos de Jeanlouis. Era una vulgar casa burguesa, amueblada con el pésimo gusto de la burguesía de Nápoles. De las paredes colgaban cuadros de la escuela napolitana de finales del siglo pasado, chillones con sus densos colores al óleo y relucientes de barniz, y por las ventanas, al pie del monte Echia, más allá de los árboles del Porco Grifeo y de la Vía Caracciolo, parecía lejano el mar, el Castello dell’Ovo, y remoto, en el horizonte, el espectro azul de Capri. Aquel paisaje marítimo, visto desde el interior de una casa burguesa, entonaba estúpidamente con aquellos muebles y cuadros, con los fotografías colgando de las paredes, con el gramófono, el aparato de radio, la lámpara de falso cristal de Murano, colgando del techo sobre la mesa del centro de la habitación.

También el paisaje del interior de la ventana era un paisaje burgués, el paisaje de un interior burgués incrustado en la naturaleza y poblado, en primer plano, por muchachos que, fumando cigarrillos americanos y sorbiendo diminutas tazas de café, estaban sentados en el diván y en las butacas tapizadas de raso rojo y hablaban de Mary, de Gide, de Eluard, de Sartre mirando a Jeanlouis con extática admiración. Yo me había sentado en un ángulo de la habitación y observaba los rostros las manos y los ademanes destacarse sobre el fondo de aquella remota perspectiva de agua y de cielo.

Eran todos muchachos de dieciocho a veinte años, de apariencia estudiantil, y la pobreza de las familias a las cuales pertenecían era visible no solamente en sus trajes sucios, desharrapados, llenos de manchas de grasa, y aquí y allá, remendados con precipitada pulcritud, sino en lo abandonado de las personas, en las barbas sin afeitar, en las uñas sucias, en los largos cabellos enmarañados que cubrían las orejas y caían metiéndose dentro del cuello de la camisa. Y en aquella dejadez que era entonces y sigue siendo todavía de moda entre los jóvenes intelectuales comunistas de origen burgués, yo me preguntaba cuál era la parte de la miseria y cuál era la de la coquetería.

Había entre aquellos muchachos algunos de apariencia obrera y una muchacha de no más de dieciséis años extraordinariamente gorda y de piel blanca llena de pecas rojas que me pareció, no sé por qué, embarazada. Estaba sentada en una butaquita baja al lado del gramófono, con los codos apoyados en las rodillas y el rostro en las manos, y fijaba su mirada ahora sobre uno, ahora sobre otro, sin pestañear. No recuerdo que en todo el tiempo que pasamos en aquella habitación tomase parte en el debate, salvo al final, cuando dijo a sus compañeros que eran una banda de trotskistas, y bastó aquello para dispersar la reunión.

Aquellos jóvenes me conocían de nombre y, naturalmente, hacían ostentación de despreciarme tratándome como un ser indigno ajeno al mundo de sus ideas y de sus sentimientos, a su mismo lenguaje. Hablaban entre ellos como si usasen una lengua para mí desconocida, y las raras veces que se volvían hacia mí hablaban lentamente, como si tratasen de encontrar las palabras en una lengua que no era la suya propia. Cruzaban miradas de complicidad como si existiese entre ellos sabe Dios qué extraños secretos y yo fuese, no sólo un profano, sino un infeliz digno de compasión. Discutían sobre Eluard, Gide, Aragón, Youve, como si se tratase de íntimos amigos con quienes tuviesen una antigua familiaridad. Y yo estaba a punto de recordarles que probablemente habrían leído aquellos nombres en las páginas de mi revista Prospettive, en la cual durante aquellos tres años de guerra, yo había venido publicando los versos prohibidos de los poetas del maquis francés, y dé los qué ahora fingían no recordar siquiera el título, cuando Jeanlouis, empezó a hablar de la literatura y la música soviéticas.

Jeanlouis estaba de pie, apoyado contra la mesa, y su pálido rostro, en el cual resplandecía aquella delicada y, no obstante, viril belleza propia de los muchachos de las grandes familias nobles italianas, formaba un singular contraste con la afectada dulzura del acento, con la amanerada gracia de sus ademanes, con todo lo que había de maravillosamente femenino en su actitud, en su voz, en el sentido vago y ambiguo de sus propias palabras. Aquella belleza de Jeanlouis era la belleza viril qus gustaba a Stendhal, la belleza de Fabricio del Dongo. Tenía la cabeza del Antínoo esculpida en un mármol marfileño y el largo cuerpo del efebo de las estatuas alejandrinas, las manos breves y blancas, los ojos ardientes y suaves, la negra mirada reluciente, los labios rosados y la sonrisa vil, esa sonrisa que Winckelmann pone como extremo límite de rencor y de lamento a su puro ideal de la belleza griega. Y yo me preguntaba con estupor cómo, de aquella mi generación fuerte, animosa, viril, de hombres formados en la guerra, en la lucha civil, en la oposición individual a la tiranía de los dictadores y de la masa, una generación de machos, no resignada a morir y ciertamente no vencida, pese a los sufrimientos y las humillaciones, de la derrota, había podido nacer una generación tan corrompida, cínica y afeminada, tan tranquila y dulcemente desesperada, de la cual los muchachos como Jeanlouis representaban la flor y nata, asomados al extremo límite de la conciencia de nuestro tiempo.

Jeanlouis había empezado a hablar del arte soviético, y yo, sentado en un rincón, sonreía irónicamente oyendo en aquellos labios los nombres de Prokofiev, Konstantin Simonov, Essenin, Bulgakov, pronunciados con el mismo lánguido acento con el cual, hasta pocos meses antes, le había oído pronunciar los de Proust, Apollinaire, Cocteau, Valéry. Uno de aquellos muchachos dijo que el tema de la sinfonía de Schostakowich, El asedio de Leningrado, repetía maravillosamente el motivo de un acento de guerra de la SS alemanas, el bronco son de sus voces crueles, el ritmo cadencioso de su paso pesado sobre la sagrada tierra rusa. (Las palabras «sagrada tierra rusa» pronunciadas con ese mórbido y lánguido acento napolitano, sonaban falsas en aquella estancia llena de humo, frente al espectro exangüe del Vesubio destacado en el cielo muerto de la ventana). Yo observé que el tema de la sinfonía de Schostakowich era el mismo que el de la Quinta Sinfonía de Tchaikowski y todos protestaron diciendo, que, naturalmente, no entendía nada de música proletaria de Schostakowich, de su «romanticismo musical» y de sus voluntarias semejanzas con Tchaikowski.

—O, mejor dicho —dijo yo—, a la música burguesa de Tchaikowski.

Mis palabras suscitaron en aquellos muchachos un grito de dolor e indignación y todos, todos se volvieron hacia mí hablando confusamente a la vez y cada uno tratando de dominar las voces de los demás.

—¿Burguesa? —decían—. ¿Qué tiene que ver Schostakowich con la música burguesa? Schostakowich es un proletario y un hombre puro. No, se tiene ya el derecho, hoy, de tener ciertas ideas sobre el comunismo. Es una vergüenza.

Aquí Jeanlouis acudió en ayuda de sus amigos y comenzó a recitar una poesía de Jaime Pintor, joven muerto pocos días antes al tratar de franquear las líneas alemanas para regresar a Roma. Jaime Pintor había ido a verme a Capri y habíamos hablado largamente de Benedetto Croce, de la guerra, del comunismo, de la joven literatura italiana y de las extrañas ideas de Croce sobre la literatura moderna. (Benedetto Croce, que se había refugiado en Capri con su familia, había descubierto a Marcel Proust aquellos días y no hacía más que hablar de Du cote de Guermantes, que leía por primera vez).

—Es de esperar —dijo uno de aquellos muchachos, mirándome de una manera arrogante— que no juzgará usted a Jaime Pintor un poeta burgués. No tiene usted derecho a insultar a un muerto. Jaime Pintor era un poeta comunista. Uno de los mejores.

Yo contesté que Jaime Pintor había escrito aquellas poesías cuando era fascista y miembro de la Comisión Militar de Armisticio en Francia.

—¿Qué tiene que ver? —dijo el muchacho—; fascista o no fascista, Pintor ha sido siempre un comunista puro. Basta leer sus poesías para darse cuenta.

Yo repliqué que los versos de Pintor, como de tantos otros jóvenes poetas como él, no eran fascistas ni comunistas.

—Me parece —añadí— que éste es el mejor elogio que se puede hacer de él si se quiere respetar su memoria.

—La literatura italiana está podrida —dijo Jeanlouis, alisándose el cabello con su mano pequeña y blanca de uñas relucientes.

Uno de aquellos muchachos dijo que todos los escritores italianos, excluyendo los escritores comunistas, eran falsos y bellacos.

Yo respondí que el único, el verdadero mérito de los jóvenes escritores comunistas o fascistas, era el de ser hijos de su tiempo, de aceptar la responsabilidad de su edad y de su ambiente; es decir, de estar podridos como los otros.

—¡No es verdad! —gritó el muchacho con rabia fijando en mi rostro una mirada airada y amenazadora—. La fe en el comunismo salva de toda corrupción; es, en todo caso, una expiación.

Yo respondí que lo mismo daba ir a misa.

—¿Cómo dice? —gritó el joven operario, vestido con el traje azul de trabajo.

—Lo mismo da ir a misa —repetí.

—Se comprende —dijo uno de aquellos muchachos— que pertenezca a una generación vencida.

—Sin duda —respondí—, y me gusta. Una generación vencida es algo mucho más serio que una generación de vencedores. En cuanto a mí —añadí—, no me avergüenzo en absoluto de pertenecer a una generación vencida, en una Europa vencida y destruida. Lo que me desagrada es ha sufrido cinco años de cárcel y confinamiento. ¿Y para qué? Para nada.

—Sus años de prisión no merecen ningún respeto.

—¿Y por qué no? —pregunté.

—Porque no los ha sufrido por una causa noble.

Respondí que había sufrido la cárcel por la libertad del arte.

—¡Ah, por la libertad del arte, pero no por la libertad del proletariado!

—¿No es acaso lo mismo?

—No, no es lo mismo —dijo el otro.

—En efecto —repliqué—, no es lo mismo; ahí está el mal.

En aquel momento entraron en la habitación dos jóvenes soldados ingleses y un cabo americano. Los dos soldados ingleses eran muy jóvenes y tímidos y contemplaban a Jeanlouis con púdica admiración. El cabo americano era un estudiante de Harvard de origen mejicano y hablaba de Méjico, de los indios, del pintor Díaz, y de la muerte de Trotsky.

—Trotsky era un traidor —dijo Jeanlouis.

Yo me eché a reír.

—Piensa en lo que diría tu madre —le dije— si te oyera hablar mal de una persona a quien no conoces y, además, está muerta. Piensa…, ¡tu madre!

Y me reía. Jeanlouis se sonrojó.

—¿Qué tiene que ver aquí mi madre? —dijo.

—Tu madre —dije—, ¿no es acaso trotskista?

Jeanlouis se puso a mirarme de una manera extraña. De repente la puerta se abrió y Jeanlouis se precipitó con los brazos abiertos al encuentro de un joven teniente inglés que acababa de aparecer el umbral.

—¡Oh, Fred! —gritó Jeanlouis, abrazando al recién llegado.

Como hace el viento cuando gira, que levanta las hojas y las manda de un lado para otro, así lo hizo Fred al entrar; todos se levantaron y comenzaron a caminar de un lado a otro por la habitación, presa de una extraña excitación, pero apenas oyeron la voz de Fred que respondía alegremente al saludo de Jeanlouis, todos se calmaron y, silenciosamente, volvieron a sentarse. Fred era el séptimo conde de W…, miembro tory de la Cámara de los Lores y amigo íntimo, se decía, de Anthony Eden. Era un joven alto, rubio, rosado, ligeramente calvo. No podía tener más de treinta años. Hablaba con voz lenta y grave que de vez en cuando se transformaba en acentos estridentemente femeninos y se apagaba con ese delicado susurro o, como dice Gerard de Nerval de la voz de Silvia, en ese frissom modulé que tanto forma parte de la gracia, desgraciadamente hoy pasada de moda, del acento de Oxford.

Apenas Fred hubo aparecido en el umbral, la actitud de Jeanlouis cambió radicalmente y, como él, había cambiado también la de sus jóvenes amigos, que parecían inquietos y miraban a Fred no tanto con respeto como con una especie de celos y mal disimulada rabia. La conversación entre Jeanlouis, Fred y yo tomó, con gran estupor y contrariedad por mi parte, un tono mundano. Fred se obstinaba en convencerme que yo tenía que haber conocido a su padre, que era imposible que no lo conociese. «¿Conoce usted al duque de Blair Atholl?» «Sí, ciertamente». «Entonces es imposible que no haya conocido usted a mi padre, porque es carne y uña de Blair Atholl».

Yo había sido huésped del duque de Blair Atholl en su castillo de Escocia, hacía muchos años, pero no recordaba haber conocido en aquella ocasión al padre de Fred, el viejo Lord N…, sexto conde de W… El recuerdo de mi estancia en el castillo del duque de Blair Atholl estaba todavía vivo en mi memoria a causa de un singular incidente ocurrido mientras tomábamos el té después de una batida a las grouses. Estábamos reunidos en el prado que hay delante del castillo cuando, de repente, una familia de ciervos, asustados no sé de qué, desembocó al galope saliendo del parque y se arrojó sobre el grupo de invitados, sembrando el pánico, derribando mesas y sillas y haciendo caer a la anciana Lady Margaret S.

—¡Ah, ah, the poor old sweet Margaret! —dijo Fred, riendo.

Y se puso a contar no sé ya qué anécdota en la que el nombre de Lady Margaret corría parejas con el de Edward Marsh, que había sido durante muchos años secretario de Winston Churchill y ha legado su nombre, con un bello y afectuoso prefacio, al compendio, hoy ya clásico, de las poesías de Rupert Brooke.

Al llegar a un cierto punto, Fred se volvió hacia Jeanlouis y con voz extrañamente dulce se puso a hablar de Londres, de actores, de oscuras aventuras teatrales y mundanas, de Noel Coward, de Ivor Novello y de G. de A. de W. de L., intercalando las iniciales de los nombres propios con los de aquellos nombres misteriosos y bordando en el aire, como en una tela invisible, con ademanes leves y lentos de sus manos transparentes, el perfil de personajes para mí desconocidos, vagando en la niebla de un Londres fabuloso donde ocurren los hechos más extraordinarios y las más maravillosas aventuras. Después, volviéndose de nuevo hacia mí como si reanudase un discurso interrumpido, me preguntó si la cena de Torre del Greco estaba fijada para el día siguiente o para otro día. Jeanlouis le hizo una seña con las cejas y Fred se calló, sonrojándose ligeramente y mirándome maravillado.

—Creo que es para mañana, ¿verdad Jeanlouis? —dije, sonriendo irónicamente.

—Sí, para mañana —respondió Jeanlouis, lanzándome una mirada de ira y con voz turbada como si quisiera decirme: «Pero ¿a ti qué te importa?»—. Tenemos un solo automóvil —prosiguió—, un jeep, y somos ya nueve. Lo siento, pero no hay sitio para ti.

—Iré en el auto del coronel Hamilton —dije—: no pretenderás hacerme ir a pie hasta Torre del Greco.

—Harías bien en ir a pie —dijo Jeanlouis—, desde el momento en que nadie te ha invitado.

—Si tiene usted otro coche, habrá sitio para todos —dijo Fred con voz contrariada—. Con usted seremos diez. Jeanlouis, Charles, yo, Zizi, Georges, Lulú… —y continuó contándolos con los dedos, citando los nombres de algunos célebres Coridones de Roma, París, Londres y Nueva York—. Naturalmente —añadió—, no será culpa nuestra si se siente un poco… ¿cómo diré yo…?, intruso.

—Seré su invitado —respondí—; ¿cómo podría encontrarme a disgusto?

Había oído ya muchas veces hablar de la figliata, la famosa ceremonia sacra que se celebra cada año secretamente en Torre del Greco y a la cual acuden, desde todos los puntos de Europa, los más altos sacerdotes de la religión de los uranianos; pero no había conseguido nunca asistir a aquel extraño rito. La celebración de aquella antiquísima ceremonia (el culto asiático de la religión uraniana fue introducido en Europa, procedente de Persia, poco antes de Jesucristo y ya durante el reinado de Tiberio la ceremonia de la figliata era celebrada en la misma Roma en muchos templos secretos, de los cuales el más antiguo era el de Suburra) había sido suspendida durante la guerra y ahora era la primera vez, después de la liberación, que aquel misterioso rito volvía a celebrarse. La situación me favorecía y la aprovechaba. Jeanlouis parecía irritado y casi ofendido por mi impudicia, pero no osaba cerrarme a la cara las puertas del templo prohibido, confiando más en mi curiosidad satisfecha que en mi curiosidad defraudada. Fred, que al principio me había tomado por un iniciado y ahora descubría en mí al profano, parecía divertirse con aquel equívoco y se mostraba good sport; gozaba, en el fondo, del embarazo de Jeanlouis y sonreía con esa malignidad, propia de su sexo, que es el sentimiento más noble del alma uraniana. Pero los jóvenes amigos de Jeanlouis, que, no conociendo el inglés, no habían captado el sentido de nuestras palabras, nos miraban con recelo y, así me pareció, incluso con aire de maldad.

—¿No hay nada para beber? —preguntó Jeanlouis en voz alta y con forzada alegría para tratar de desviar la atención de sus amigos de aquel enojoso incidente.

El cabo americano había llevado una botella de whisky y todos comenzamos a beber, pero, acabada aquella botella, el joven se volvió hacia Jeanlouis y con aire insolente le dijo:

—Saca los cuartos, tú que tienes; aquí falta bencina.

Jeanlouis sacó dinero del bolsillo, se lo entregó al joven y le recomendó que no tardase. El muchacho salió y regresó al poco rato con cuatro botellas más de whisky que nos apresuramos a hacer pasar de mano en mano y de vaso en vaso. Aquellos muchachos estuvieron bien pronto alegres; su timidez, y al propio tiempo su aire de envidia y de rencor maligno, había desaparecido y se sonreían, se hablaban, se acariciaban uno a otro sin pudor.

Jeanlouis se había sentado en el sofá al lado de Fred y le hablaba al oído acariciándole una mano.

Un cierto momento ocurrió algo que no esperaba, pese a que tuviera la oscura sensación de que tenía que ocurrir algo semejante de un momento a otro. La muchacha, que se había sentado junto al gramófono fijando en Jeanlouis sus ojos llenos de odio, de repente se puso de pie gritando:

—¡Asquerosos, bellacos! ¡Sois una banda de trotskistas y de asquerosos!

Y lanzándose contra Fred lo abofeteó en pleno rostro.