Capítulo cuarto

Las rosas de la carne

A la primera noticia de la liberación de Nápoles, como llamados por una voz misteriosa, como guiados por aquel dulce olor de cuero nuevo y tabaco de Virginia, aquel olor de mujer rubia que es el olor del ejército americano, los lánguidos escuadrones de los homosexuales, no de Roma ni de Italia solamente, sino de toda Europa, habían franqueado a pie las líneas alemanas sobre las nevadas montañas de los Abruzzos, atravesando los campos de minas, desafiando los fusilamientos de las patrullas de Fallschirmjager, y habían acudido rápidamente a Nápoles al encuentro de los ejércitos liberadores.

La internacional de los invertidos, trágicamente destrozada por la guerra, se reorganizaba en aquel primer fragmento de la Europa liberada por los bellos soldados aliados. No había transcurrido todavía un mes de su liberación cuando Nápoles, noble e ilustre capital del antiguo Reino de Sicilia, se había convertido en la capital del homosexualismo europeo, el más importante carrefour mundial del vicio prohibido, la gran Sodoma a la cual acudían desde París, Nueva York, El Cairo, Río de Janeiro, Venecia y Roma todos los grandes invertidos del mundo. Los homosexuales desembarcados de los transportes militares ingleses y americanos, y aquéllos que acudían en bandadas, atravesando las montañas de los Abruzzos, de todos los países de Europa, aún en manos de los alemanes, se reconocían por el olor, por un acento, por una mirada; y con un fuerte grito de júbilo se arrojaban unos en brazos de otros, como Virgilio y Sordello en el Infierno del Dante, haciendo resonar en las calles de Nápoles sus mórbidas y un poco roncas voces femeninas. Oh, dear, oh sweet, oh darling! En Cassino, la batalla se enfurecía, columnas de heridos bajaban a tropeles hacia la Vía Apia, día y noche batallones de enterradores negros cavaban fosas en los cementerios de guerra; y por las calles de Nápoles las gentiles escuadras de Narcisos se paseaban contoneándose y volviéndose a mirar golosamente los bellos soldados americanos de anchas espaldas, de rostro sonrosado, que se abrían paso entre la muchedumbre con aquella suelta ligereza de atleta apenas salido de manos del masajista.

Los invertidos acudidos a Nápoles a través de las líneas alemanas eran la flor y nata del refinamiento europeo, la aristocracia del amor prohibido, los upper ten thousand del esnobismo sexual; y eran testimonio de todo lo que de más selecto y exquisito moría en la trágica decadencia de la civilización europea. Eran los dioses de un Olimpo situado fuera de la naturaleza, pero no fuera de la historia.

Eran, en realidad, los tardíos sobrinos de aquellos espléndidos sobrinos del tiempo de la Reina Victoria que con sus angélicos rostros, sus blancos brazos y sus largos muslos, habían tendido un puente ideal entre el prerrafaelismo de Rossetti y de Burne Jones y las nuevas teorías estéticas de Ruskin y de Walter Peter, entre la moral de Jane Austen y la de Oscar Wilde. Muchos pertenecían a la extraña progenie abandonada sobre las aceras de París por la noble roture americana que había ido la Rive Gauche en 1920, cuyo rostros desencajados por las drogas y el alcohol parecen incrustados uno en otro, como en un mosaico bizantino, en la galería de personas de las primeras novelas de Hemingway y en las páginas de la revista Transition. Su flor no era ya el lirio de los gantes del «pobre Lelian», sino la rosa de Gertrude Stein, a rose is a rose is a rose is a rose.

Su lenguaje, el lenguaje que hablaban con maravillosa dulzura y delicadísimas inflexiones de voz, no era aquel inglés de Oxford, ya en decadencia durante los años que van de 1930 a 1939, y ni aun aquel curioso idioma que suena como una música antigua en los versos de Walter de la Mare y de Rupert Brooke; es decir, el inglés de la última tradición humanística de la Inglaterra eduardiana; sino el inglés elisabetiano de los Sonetos, aquel mismo inglés hablado por ciertos personajes de las comedias de Shakespeare. De Teseo al comienzo de El sueño de una noche de verano cuando se lamenta del tardo morir de la vieja luna e invoca el surgir de la nueva, O methinks how slow this old moon wanes! O de Hipólita, cuando abandona al río de sueño las cuatro noches que la separan aún de la felicidad nupcial, four nights Hill quickly dream away the time. O de Orsino de la Duodécima noche, cuando bajo la indumentaria masculina de Viola, adivina la gentileza del sexo. Era ese lenguaje elevado, distraído, etéreo, más leve que el viento, más oloroso que la brisa sobre un prado primaveral, el lenguaje de ensueño, esa especie de hablar rimado que es el propio de los amantes felices en las comedias de Shakespeare, de aquellos maravillosos amantes entre los cuales Porcia, en El mercader de Venecia, envidia la armoniosa muerte del cisne, a swan-like end, fading in music.

O bien aquel mismo lenguaje alado que de los labios de René vuela a los de Giradoux, y es el mismo lenguaje de Baudelaire en la transcripción strawinskiana de Proust, llena de esa cadencia afectuosa y maligna que evoca el tibio clima de ciertos «interiores» proustianos, de ciertos pasajes morbosos, todo ese otoño del que es tan rica la fatigada sensualidad de los homosexuales modernos. Éstos desentonan, no ya como se desentona en el canto, sino como se desentona hablando en sueños. Al hablar en francés ponían el acento entre una palabra y otra, como hacen Proust, Giradoux, Valéry. En sus voces agudas y mórbidas se advertía esa especie de sensación golosa de celos en la cual se gusta el sabor desvanecido de rosa deshecha, de fruto podrido. Pero acaso hubiese una cierta dureza en su acento; algo de orgulloso. Pero es verdad que el peculiar orgullo de los invertidos no es sino el reverso de la humillación. Retan orgullosamente la fragilidad humillada y sometida de su naturaleza femenina. Tienen la crueldad de la mujer, el cruel exceso de lealtad de las heroínas de Tasso, ese patetismo, ese sentimiento, ése no sé qué de dulce y de falso que la mujer introduce a hurtadillas en la naturaleza humana. No se contentan con ser, en la naturaleza, héroes rebeldes a las leyes divinas; pretenden ser algo más: héroes disfrazados de héroes. Son como Amazonas déguisées en femme.

Los vestidos que usaban, descoloridos por la intemperie, desgarrados por el fatigoso camino a través de los bosques de las montañas de los Abruzzos, estaban en perfecta armonía con la buscada negligencia de su elegancia; con el capricho de llevar pantalones sin cinturón, zapatos sin cordones, calcetines sin ligas, de desdeñar el uso de la corbata, del sombrero, de los guantes, de andar con la chaqueta desabrochada, las manos en los bolsillos, los hombros cimbreantes, con ese andar suyo negligente, pero no negligente del empaque de vestir según las reglas, sino de un empaque de naturaleza moral.

Esas ideas de libertad que estaban en, el aire en aquellos tiempos en toda Europa, especialmente en los países todavía en manos de los alemanes, parecía haberlos, no exaltado, sino humillado. El resplandor de su vicio se había vuelto opaco. En medio de esa abierta y universal corrupción, los Narcisos parecían casi, por contraste, jóvenes no quizá virtuosos, sino púdicos. Ese cierto refinamiento peculiar suyo tomaba, ante la pública y descastada impudicia, el aspecto de un elegante pudor.

Si acaso lo que arrojaba una sombra impúdica sobre la naturaleza femenina y púdica de sus maneras, sobre sus languideces, y más aún sobre sus propias, humilladas y confusas ideas de libertad, de paz, de fraternal amor entre los hombres y los pueblos era la ostensible presencia entre ellos de jóvenes de apariencia de operarios, de esos efebos proletarios de cabello rizado y negro, de labios rojos, de ojos negros y relucientes, que hasta los tiempos de la guerra no se hubieran atrevido nunca a ir acompañados públicamente por aquellos nobles Narcisos. La presencia entre ellos de estos jóvenes operarios ponía al desnudo por primera vez esa promiscuidad social del vicio que, por regla general, gusta de esconderse, como elemento más secreto del mismo vicio, y revelaba que las raíces de ese mal arraigaban profundamente en los estratos más bajos del pueblo, hasta el humus del proletariado. Los contactos, hasta ahora discretos, entre la alta nobleza de los invertidos y la homosexualidad proletaria, se revelaban impúdicamente descubiertos. Y por su misma desnudez adquirían un aspecto de ostensible reto a las buenas costumbres, a los prejuicios, a las reglas, a las leyes morales que generalmente los invertidos de las clases altas, frente a los profanos, y especialmente frente a los profanos de las clases humildes, fingen, con celosa hipocresía, respetar.

De esos abiertos contactos con las secretas y misteriosas corrupciones proletarias, nacía en ellas una contaminación que no sólo era de naturaleza social en cuanto al modo, sino también, y por encima de todo, en cuanto a las ideas, o mejor dicho, en cuanto a las actitudes intelectuales. Esos nobles Narcisos que hasta entonces habían adoptado una actitud de estetas decadentes, de últimos representantes de una civilización cansada, saciada de placeres y sensaciones y habían preguntado a un Novalis, al Comte de Lautréamont, a Oscar Wilde, a Diaghilev, a Rainer M.ª Rilke, a D’Annunzio, a Gide, a Cocteau, e incluso a Barres, los motivos de su extenuado estetismo «burgués», se disfrazaba ahora de estetas marxistas predicaban el marxismo como hasta ahora habían predicado el más agotado narcisismo. Pedían prestados los motivos de su nuevo estetismo a Marx, a Lenin, a Stalin, a Schostakowich, y hablaban con desprecio del conformismo sexual burgués como de una deteriorada forma de trotskismo. Se ilusionaban creyendo haber encontrado en el comunismo un punto de contacto con los efebos proletarios, una complicidad secreta, un nuevo pacto de naturaleza moral y social, más que sexual. De ennemis de la nature, como los llamaba Mathurin Regnier, se habían convertido en ennemis du capitalisme. ¿Quién hubiera podido pensar que una de las consecuencias de esa guerra tendría que ser la pederastia marxista? La mayor parte de esos efebos proletarios habían sustituido sus trajes de trabajo por uniformes aliados, los cuales eran predilectos, por su corte atildado, los uniformes americanos, ceñidos al muslo y aún más a las caderas. Muchos de ellos endosaban todavía el mono, hacían ostentación con placer de sus manos sucias por el aceite pesado y eran, entre todos, los más corrompidos y protervos, porque había, sin duda alguna, una refinada perversión en esa fidelidad suya a la ropa de trabajo, envilecida en la función de librea, de máscara. Su íntimo sentimiento por esos nobles Narcisos que se vestían de comunistas, llevaban el cuello de la camisa de seda abierto y vuelto sobre la chaqueta de tweed, calzaban mocasines de piel de jabalí de casa Franceschini o Hermes y se acariciaban los labios pintados con enormes pañuelos de seda con las iniciales bordadas con punto de Burano, no era solamente un triste e insolente desprecio, sino una especie de rivalidad femenina, un rencor torvo y malvado. Había desaparecido en ellos todo rastro de ese fuerte sentimiento que induce a la juventud proletaria a odiar y al propio tiempo despreciar las riquezas, la elegancia, los privilegios ajenos. Ese viril sentimiento de naturaleza social había sido sustituido por una envidia y una ambición mujeriegas. También ellos se proclamaban comunistas, también ellos buscaban en el marxismo una justificación social a su affranchissement sexual; pero no se daban cuenta de que su ostensible marxismo, no era sino un inconsciente bobarysmo proletario desviado de la homosexualidad.

En aquellos días había aparecido, procedente de una oscura tipografía napolitana a cargo de un editor de libros raros y preciosos, un compendio de poesías de guerra de un grupo de jóvenes poetas ingleses, desterrados en las trincheras y los fox holes de Cassino. La fairy band de los invertidos llegados a Nápoles, a través de las líneas alemanas, de todos los países de Europa y los homosexuales esparcidos por los ejércitos aliados (tampoco en los ejércitos aliados, como en cualquier ejército digno de respeto, faltaban ciertamente los homosexuales; los había de todas especies y de todas las condiciones sociales, soldados, oficiales, operarios y estudiantes), se habían arrojado sobre aquellas poesías con una avidez que revelaban que en ellos no estaba todavía apagado el antiguo estetismo «burgués», y se reunían para leerlas o, mejor dicho, declamarlas, en esos raros salones de la aristocracia napolitana, que poco a poco se abrían de nuevo en los antiguos palacios destrozados por los bombardeos y despojados por los saqueos, y en la sala del «Ristorante Baghetti», en la Vía Chiaia, de la cual habían hecho su club privado. Aquellas poesías no eran aptas para ayudarlos a conciliar su todavía latente narcisismo con su nuevo estetismo marxista. Eran poemas líricos de una fría y vidriosa simplicidad, llenos de esa triste indiferencia propia de los jóvenes de todos los ejércitos, incluso de los jóvenes soldados alemanes, frente a la guerra. La tersa y helada melancolía de aquellos versos no era empañada ni enturbiada por la esperanza de la victoria, no estaba saturada por el febril escalofrío de la revuelta. Después del primer entusiasmo, los jóvenes Narcisos y sus jóvenes efebos proletarios abandonaron aquellas poesías y los últimos textos de André Gide, a quien ellos llamaban «nuestro Goethe», de Paul Eluard, de André Bretón, de Jean Paul Sartre y de Pierre Jean Jouve, esparcidos por las revistas francesas de la Résistance que ya comenzaban a llegar a Argelia. En aquellos textos buscaban el signo misterioso, la palabra secreta de orden que les abriese las puertas de aquella nueva Jerusalén que se estaban sin duda edificando en algún lugar de Europa y que, en sus esperanzas, hubiera reunido entre sus muros a todos los jóvenes ansiosos de colaborar con el pueblo y por el pueblo a la salvación de la civilización occidental y el triunfo del comunismo. (Ellos llamaban comunismo a su marxismo homosexual). Pero al cabo de algún tiempo, la exigencia improvisada y fuertemente sentida por ellos, de mezclarse de una manera más íntima con el proletario, de buscar de nuevo pasto para su insaciable hambre de novedad y de «sufrimiento» y nuevas justificaciones a su disfraz marxista, los empujó hacia nuevas búsquedas y nuevas experiencias, capaces de distraerlos del aburrimiento que la prolongada detención de los ejércitos aliados ante Cassino comenzaba a insinuarse en sus almas bien nacidas.