El entierro había desaparecido ya en el oscuro dédalo de los callejones de Forcella, y el lamento de los familiares que seguían el lúgubre carro iba apagándose en lontananza. Soldados negros se deslizaban junto a los muros o se detenían en el umbral de los bassi, comparando el precio de una muchacha con el de un paquete de cigarrillos o una lata de carne. De todas partes aparecían en las sombras susurros de voces roncas y suspiros o un cauto rumor de pasos. La luna encendía de reflejos plateados el borde de los tejados, demasiado baja todavía para iluminar el fondo de los callejones.
Jimmy y yo caminábamos en silencio por aquella densa y fétida sombra, hasta que llegamos a una puerta entornada. Empujamos la puerta y nos detuvimos en el umbral.
El interior del tugurio estaba iluminado por la luz blanca y cegadora de una lámpara de acetileno puesta sobre el mármol de una cómoda. Dos muchachas vestidas con trajes de seda muy brillante, de colores llamativos, estaban de pie al lado de la mesa que había en medio de la estancia. Sobre la mesa había un montón de «pelucas», o cuando menos lo parecían a primera vista, de todas clases y medidas. Eran mechones de pelo negro y rubio peinados con esmero, no sé si de estopa, de seda o de verdadero cabello de mujer, reunidos alrededor de una especie de gran ojal de raso rojo. Algunas de aquellas «pelucas» eran de un rubio oro, otras de un rubio pálido, algunas de color de orín, otras de ese rojo llamado tizianesco; una era crespa, otra ondulada, otra aún rizada como la cabellera de una chiquilla.
Las muchachas discutían vivamente, con agudos gritos, acariciando aquellas extrañas «pelucas» pasándoselas de una mano a otra y arrojándoselas bromeando a la cara, como si manejasen un matamoscas o una cola de caballo.
Las dos muchachas eran bonitas, y su rostro oscuro, oculto bajo una espesa capa de polvos blanquísimos y afeites, se destacaba sobre el cuello como una máscara de yeso. Tenían el cabello encrespado y reluciente, de un color amarillento que revelaba el uso del agua oxigenada, pero la raíz del cabello que se entreveía a través del falso oro era negra. También las cejas eran negras, y negro igualmente el vello esparcido por la cara que, lleno de polvos, se oscurecía sobre el labio superior y a lo largo del maxilar hasta las orejas donde, tomando improvisadamente el color de la estopa, se confundían con la cabellera de oro falso. Tenían unos ojos vivos y negrísimos y los labios, naturalmente, de color de coral, a los cuales el carmín quitaba aquel resplandor rojo de la sangre haciéndolos opacos. Se reían, y a nuestra aparición se volvieron, bajando la voz casi avergonzadas; y, súbitamente, dejando caer aquellas «pelucas», adoptaron una fingida indiferencia, alisándose con la palma de la mano los pliegues del vestido y componiéndose con púdicos ademanes el cabello.
Un hombre estaba de pie detrás de la mesa; apenas nos vio entrar se inclinó hacia delante apoyando las dos manos sobre la mesa, descansando sobre ella todo su peso como si escudara a su mercancía. Y, entretanto, hizo un signo con las cejas a una mujer gorda y despeinada que estaba sentada en una silla delante de un hornillo encendido, sobre el cual roncaba una cafetera. La mujer, levantándose sin prisa, puso el montón de «pelucas» en el hueco de su falda y rápidamente las encerró en la cómoda.
—Do you want me? —preguntó el hombre, volviéndose hacia Jimmy.
—No —dijo Jimmy—. I want one of those strange things.
—That’s for women —dijo el hombre— es artículo de mujer, sólo para mujeres, only for women. Not for gentlemen.
—Not for what? —dijo Jimmy.
—Not for you. You american officers. Not for american officers.
—Get out those things —dijo Jimmy.
El hombre lo miró fijo un instante, pasándose la mano por la boca. Era un hombre pequeño, delgado, enteramente vestido de negro, con unos ojos oscuros y firmes en medio de su rostro de color ceniza. Lentamente dijo:
—Yo soy un hombre honrado. What do you want of me? ¿Qué quieren ustedes de mí?
—Those strange things —dijo Jimmy.
—Sti fetiente —dijo el hombre sin parpadear, casi hablando para sí mismo—, sti fetiente! —Y sonriendo añadió—: Well. I’ll show you. I like americans. Tutti fetiente. I’ll show you.
Hasta aquel momento yo no había dicho una palabra.
—¿Cómo está tu hermana? —le pregunté de repente en italiano.
El hombre me, miró, reconoció mi uniforme y sonrió. Parecía contento y tranquilizado.
—Está bien, gracias a Dios, señor capitán —respondió, sonriendo con aire entendido—; usted no es americano, sino un hombre como yo, y me comprende. Ma sti fetiente!
E hizo un signo con la cabeza a la mujer que había permanecido de pie delante de la cómoda en actitud de defensa.
La mujer abrió la cómoda, sacó de ella las «pelucas» y las puso cuidadosamente sobre la mesa. Tenía una mano gorda, teñida hasta la muñeca de un amarillo vivo, color de azafrán.
Jimmy cogió una de aquellas strange things y la observó atentamente.
—¿Para qué sirven? —dijo Jimmy.
—Son para vuestros negros —dijo el hombre—; a vuestros negros les gustan las rubias, y las napolitanas son morenas.
La muchacha se reía, diciendo:
—For negros, for american negros.
—For what? —dijo Jimmy, abriendo desmesuradamente los ojos.
—También las mujeres han perdido la guerra —dijo el hombre con una sonrisa extraña, pasándose la mano por la boca.
—No —dijo Jimmy, mirándolo fijamente—; sólo los hombres han perdido la guerra. Only men.
—Wornen too —dijo el hombre, entornando los ojos.
—No, sólo los hombres —dijo Jimmy con voz dura.
De repente, la muchacha, mirando a Jimmy a la cara con una expresión triste y malvada, gritó:
—¡Viva Italia! ¡Viva América! —y estalló en una risa convulsiva que le torcía de un modo brutal la boca.
—Let’s go, Jimmy —le dije yo.
—That’s rigth —dijo Jimmy. Se metió en el bolsillo la «peluca», arrojó sobre la mesa un billete de mil liras y, tocándome el codo, dijo—: Let’s go.
En el fondo de la callejuela encontramos una patrulla de M. P. armada con sus bastones. Caminaban en silencio; se dirigían sin duda a dar una batida por el corazón del barrio de Forcella, dentro del mercado negro. Y de terrado en terrado, de ventana en ventana, volaba sobre nuestras cabezas el grito de alarma que de callejón en callejón anunciaba al ejército del mercado negro la aproximación de los M. P. Mamma e Papa! Mamma e Papa! Ante aquel grito nacía un rumor en el fondo de los tugurios, ruido de pasos, abrir y cerrar de puertas y chirriar de ventanas.
—Mammà e Papà! Mammà e Papà!
El grito volaba alegre y ligero bajo el resplandor argentino de la luna, y el Mammà e Papà! se deslizaba en silencio a lo largo de los muros, haciendo oscilar en las manos los bastoncitos blancos.
En el umbral del «Hotel du Parc», donde estaba el refectorio de los oficiales americanos de la P. B. S., yo le dije a Jimmy: «¡Viva Italia! ¡Viva América!»
—Shut up! —dijo Jimmy, escupiendo rabiosamente en el suelo.
Cuando me vio entrar en el refectorio, el coronel Jack Hamilton me hizo seña de que fuese a sentarme junto a él, en la gran mesa de los senior officers. El coronel Brand levantó la vista del plato para responder a mi saludo y me sonrió gentilmente. Tenía un buen rostro sonrosado de cabellos blancos; y sus ojos azules, su sonrisa tímida, aquella manera suya de mirar en torno suyo sonriendo daban a su rostro sereno un aire ingenuo y bondadoso, casi pueril.
—Hace una luna maravillosa esta noche —dijo el coronel Brand.
—Verdaderamente maravillosa —dije yo sonriendo de placer.
El coronel Brand creía que a los italianos les causaba un gran placer oír a un extranjero que dijese: «Esta noche la luna es maravillosa», porque se imaginaba que los italianos aman la luna como si fuese un fragmento de Italia. No era un hombre muy inteligente ni culto, pero tenía una extraordinaria gentileza de ánimo y yo le estaba agradecido por la manera afectuosa como había dicho «la luna es maravillosa esta noche», porque me daba cuenta de que con estas palabras había querido expresarme su simpatía por las desventuras, sufrimientos y humillaciones del pueblo italiano. Habría querido decirle «gracias», pero temía que no comprendiese por qué se las daba. Habría querido estrecharle la mano a través de la mesa y decirle: «Sí, la verdadera patria de los italianos es la luna, la única patria, ya». Pero temía que los demás oficiales sentados en torno a nuestra mesa, fuera de Jack, no comprendiesen el sentido de mis palabras. Eran buenos muchachos, honrados, sencillos, puros, como sólo saben serlo los americanos; pero estaban persuadidos de que yo, como todos los europeos, tenía la mala costumbre de dar un doble sentido a todas mis palabras y temía que buscasen en mis palabras un significado distinto de aquel que tenían.
—Verdaderamente maravillosa —repetí.
—Su casa de Capri debe de ser un encanto, con esta luna —dijo el coronel Brand, ruborizándose ligeramente, y todos los demás oficiales me miraron sonriendo con simpatía. Todos conocían mi casa de Capri. Cada vez que bajaban de los tristes montes de Cassino los invitaba a mi casa y, con ellos, a algunos de nuestros compañeros franceses, ingleses, polacos; el general Guillaume, el mayor André Lichwitz, el comandante Pierre Lyautey, el comandante Marchetti, el coronel Gibson, el coronel príncipe Lubomirski, ayudante de campo del general Anders, el coronel Michailowski, que había sido oficial de ordenanza del mariscal Pilsudzki y era ahora oficial del ejército americano, y pasábamos dos o tres días sentados sobre los escollos, pescando o bebiendo en el vestíbulo al lado del fuego o tendidos en la terraza contemplando el cielo azul.
—¿Dónde has estado hoy? Te he buscado toda barde —me preguntó Jack en voz baja.
—He ido a pasear con Jimmy.
—Te sucede algo. ¿Qué te pasa? —dijo Jack, mirándome fijamente.
—Nada, Jack.
En los platos humeaba la habitual sopa de tomate, el habitual spam frito, el habitual maíz hervido. Los vasos estaban llenos del habitual café, del habitual té, del habitual jugo de ananás. Yo sentía un nudo en la garganta y no tocaba nada.
—El pobre rey —decía el mayor Morris, de Savannah, Georgia— no esperaba ciertamente una recepción parecida. Nápoles ha sido siempre una ciudad muy afecta a la monarquía.
—¿Estabas en Vía Toledo, hoy, cuando el rey ha sido silbado? —me preguntó Jack.
—¿Qué rey? —dije yo.
—El rey de Italia —dijo Jack.
—Ah, el rey de Italia…
—Lo han silbado hoy en Vía Toledo —dijo Jack.
—Han hecho bien —dije yo—. ¿Qué esperaba? ¿Una lluvia de flores?
—¿Qué puede esperar hoy de su pueblo un rey? —dijo Jack—. Ayer flores, hoy silbidos, mañana de nuevo flores. Me pregunto si el pueblo italiano está en condiciones de saber qué diferencia hay entre las flores y los silbidos.
—Me alegro de que hayan sido los italianos los que lo hayan silbado —dije yo—. Los americanos no tienen derecho a silbar al rey de Italia. No tienen derecho a fotografiar a un soldado negro sentado en el trono del rey de Italia en el Palacio Real de Nápoles y publicar la fotografía en sus periódicos.
—No puedo censurarlos —dijo Jack.
—Los americanos no tienen derecho a orinar en un rincón del salón del trono del Palacio Real. Lo han hecho. Estaba yo contigo cuando lo vi. Ni aun nosotros los italianos, tenemos derecho hacer una cosa así. Tenemos el derecho de silbar a nuestro rey, pero no de orinar en el salón del trono.
—Y tú, ¿no le has arrojado nunca flores al rey de Italia? —dijo Jack con afectuosa ironía.
—No, Jack; tengo la conciencia limpia frente al rey. No le he arrojado jamás una sola flor.
—¿Lo habrías silbado hoy, si te hubieses encontrado en Vía Toledo?
—No, Jack, no lo hubiera silbado. Es una vergüenza silbar a un rey vencido, aunque sea el propio rey. Todos, incluso el rey, hemos perdido la guerra en Italia. Todos, incluso aquéllos que ayer le arrojaban flores y hoy lo silban. Yo no le he arrojado nunca una sola flor. Por esto, si me hubiese encontrado hoy en Vía Toledo, no lo hubiera silbado.
—Tu as raison, a peu pres —dijo Jack.
—Your poor King —dijo el coronel Brand—, lo siento mucho por él. —Y, añadió sonriéndome gentilmente—: Y por usted también.
—Thank a lot for him —respondí. Pero algo debía desentonar en el tono de mis palabras, porque Jack me miró de un modo extraño y me dijo en voz baja—: Tu me caches quelque chose. Ça ne va pos, ce soir, avec toi.
—No, Jack, no tengo nada —dije; y me eché a reír.
—¿De qué te ríes? —dijo Jack.
—De vez en cuando hace bien reírse —dije yo.
—También a mí me gusta reírme de vez en cuando.
—What? Les américains ne pleurent jamáis! —dijo Jack maravillado.
—Americans never crie —repetí.
—No lo había pensado nunca —dijo Jack—. ¿Tú crees verdaderamente que los americanos no lloran nunca?
—They never crie —dije.
—Who never cries? —preguntó el coronel Brand.
—Los americanos —dije— no lloran nunca.
—Los americanos —dijo Jack riéndose—. Malaparte dice que los americanos no lloran nunca.
Todos me miraron maravillados y el coronel Brand dijo:
—Very funny idea.
—Malaparte tiene siempre ideas divertidas —dijo Jack, como para excusarme, mientras los otros reían.
—No es una idea divertida —dije—; es una idea muy triste. Los americanos no lloran nunca.
—Los hombres fuertes no lloran —dijo el mayor Morris.
—Los americanos son hombres fuertes —dije, echándome a reír.
—Have you never been in the States? —me preguntó el coronel Brand…
—No, nunca. No he estado nunca en América —respondí.
—Por eso cree usted que los americanos no lloran nunca —dijo el coronel Brand.
—Good Gosh! —exclamó el mayor Thomas, de Kalamozoo, Michigan—, good Gosh! Está de moda en América llorar. Tears are fashionable. El célebre optimismo americano sería ridículo, sin lágrimas.
—Sin lágrimas —dijo el coronel Eliot, de Nantucket, Massachussets— el optimismo americano no sería ridículo, sería monstruoso.
—Yo creo que es monstruoso incluso con las lágrimas —dijo el coronel Brand—; es lo que pienso desde que he venido a Europa.
—Creía que en América estaba prohibido llorar —dije yo.
—No, en América no está prohibido llorar —dijo el mayor Morris.
—Ni aún los domingos —dijo Jack riendo.
—Si en América estuviese prohibido llorar —dije—, sería un país maravilloso.
—No, en América no está prohibido llorar —dijo el mayor Morris, mirándome con aire severo—, y acaso América sea un país maravilloso precisamente por esto.
—Have a drink, Malaparte —dijo el coronel Brand, sacando del bolsillo un frasquito de plata y echándome un poco de whisky en el vaso. Después vertió un poco de whisky en el vaso de los demás y en el suyo propio y, volviéndose hacia mí con aire afectuoso, dijo—: Don’t worry, Malaparte. Aquí está usted entre amigos. We like you. You are a good chap. A very good one. —Alzó la copa y, guiñando maliciosamente el ojo, pronunció el brindis de los bebedores americanos—. Mud in your eye, lo cual quiere decir: fango en tus ojos.
—Mud in your eye —dijeron todos a coro, levantando sus vasos.
—Mud in your eye —dije yo, mientras las lágrimas acudían a mis ojos.
Bebimos y nos quedamos mirándonos unos a otros, sonriendo.
—Son ustedes, los napolitanos, un pueblo extraño —dijo el coronel Eliot.
—Yo no soy napolitano y lo siento —dije yo— el pueblo napolitano es un pueblo maravilloso.
—Un pueblo muy extraño —repitió el coronel Eliot.
—Todos en Europa —dije— somos más o menos napolitanos.
—Se meten ustedes en el embrollo y después lloran —dijo el coronel Eliot.
—Hay que ser fuerte —dijo el coronel Brand—. God helps… —y quería seguramente decir que Dios ayuda a los hombres fuertes, pero se interrumpió y, volviendo el rostro hacia el aparato de radio que había en una esquina, dijo—: Escuchen…
La emisora de radio de la P. B. S. transmitía una melodía que parecía de Chopin. Pero no era Chopin.
—Me gusta Chopin —dijo el coronel Brand.
—¿Cree usted que es realmente Chopin? —le pregunté.
—Of course it’s Chopin —exclamó el coronel Brand con acento de auténtico asombro.
—¿Qué quiere usted que sea? —dijo el coronel Eliot con un leve tono de impaciencia en la voz—. Chopin es Chopin.
—Espero que no sea Chopin —le dije.
—Yo, al contrario, espero que lo sea —dijo el coronel Eliot—; sería muy extraño que no lo fuese.
—Chopin es muy popular en América —dijo el mayor Thomas—; algunos blues son magníficos.
—Escuchen, escuchen… —dijo el coronel Brand—; ¡claro que es Chopin!
—Sí, es Chopin —dijeron los otros, mirándome con aire de reprobación.
Jack se reía, entornando los ojos.
Era una especie de Chopin, pero no era Chopin. Era un concierto para piano y orquesta como lo hubiera escrito un Chopin que no fuese Chopin, o un Chopin que no hubiese nacido en Polonia, sino en Chicago, o en Cleveland, Ohio, o acaso como lo hubiera escrito un primo, un cuñado, un tío de Chopin, pero no Chopin.
La música se calló y la voz del locutor de la emisora de la P.B.S. anunció: «Acabamos de radiar el Warsaw Concerto de Addinsell, ejecutado por la Filarmónica de Los Ángeles bajo la dirección del maestro Alfred Wallenstein».
—Me gusta el Concierto de Varsovia, de Addinsell —dijo el coronel Brand, sonrojándose de orgullo—, Addinsell es nuestro Chopin. He’s our american Chopin.
—¿Quizá no le guste a usted ni siquiera Addinsell? —me preguntó el coronel Brand con cierto desprecio en la voz.
—Addinsell es Addinsell —respondí.
—Addinsell es nuestro Chopin —repitió el coronel Brand con pueril acento de triunfo.
Yo callaba, mirando a Jack. Después, humildemente, dije:
—Perdóneme…
-Don’t worry, don’t worry, Malaparte —dijo el coronel Brand, dándome golpecitos en la espalda—; have a drink.
Pero su frasquito de plata estaba vacío y, riendo, propuso ir a beber algo al bar. Se puso de pie y todos lo seguimos hacia el bar.
Jimmy estaba sentado en una mesa cercana a la ventana con algunos jóvenes oficiales de aviación y mostraba a sus amigos un objeto rubio que en el acto reconocí.
—Lo siento… —dijo el coronel Brand, mientras todos me miraban en silencio.
—No es culpa nuestra —dijo el mayor Thomas.
—No es culpa de ustedes, lo sé —dije—; no es culpa suya. Toda Europa no es más que esto: un mechón de pelo rubio. Una corona de pelo rubio para vuestra frente de vencedores.
—Don’t worry, Malaparte —dijo el coronel Brand con voz afectuosa, tendiéndome un vaso—; have a drink.
—Have a drink —dijo el mayor Morris, golpeándome la espalda.
—Mud in your eye —dijo el coronel Morris, levantando el vaso. Tenía los ojos húmedos de lágrimas y me miraba sonriendo.
—Mud in your eye, Malaparte —dijeron los demás, alzando el vaso.
—Mud in your eye —dije llorando en silencio, con aquella horrenda cosa apretada en la mano.