Soplaba del mar el fresco viento gregal y un olor fresco de sal cortaba el aire fétido de las callejuelas. Me parecía oír correr por encima de las azoteas y las terrazas el temblor de las hojas, el largo relincho de los potros, las inefables, risas de las muchachas, los mil sonidos jóvenes y felices que corren sobre la cresta de las olas cuando sopla el gregal. El viento empuja las ropas puestas a secar en las cuerdas que iban de un balcón a otro como si fuesen velas. Se levantaba por doquier un estrépito de alas de paloma, o el canto de una codorniz por entre el trigo.

Sentada en el umbral de su tugurio, la gente nos miraba en silencio siguiéndonos a lo lejos con los ojos; había chiquillos medio desnudos, había viejos blancos como setas de cultivo, había mujeres de barriga hinchada, de rostro desencajado de color de ceniza, muchachas pálidas y descarnadas de seno mustio, de flancos escuchimizados. Todo en torno a mí era un centellear de ojos en la penumbra verde, un reír silencioso, un brillo de dientes, un accionar calado; unos ademanes que hendían aquella luz de agua sucia, esa luz espectral de acuárium que es la luz de las callejuelas de Nápoles a la hora del crepúsculo. La gente nos miraba en silencio, abriendo y cerrando la boca como hacen los peces.

Grupos de hombres vestidos con andrajoso uniformes militares, dormían tendidos sobre el suelo al lado de la puerta de sus tugurios. Eran soldados italianos, la mayor parte sardos o lombardos, casi todos aviadores del próximo aeródromo de Capodichino, que después de la derrota del ejército habían buscado refugio en los tugurios de Nápoles para no caer en manos de los alemanes o de los aliados, y allí vivían de la generosidad de aquel pueblo, tan pobre como generoso. Perros vagabundos, atraídos por el olor acre del sueño, de cabellos sucios y de sudores ácidos, andaban husmeando a los durmientes, royendo los zapatos destrozados, los uniformes en andrajos, lamiendo sus sombras echados contra el muro de los cuerpos encogidos por el sueño.

No se oía una voz, ni siquiera el llanto de un chiquillo. Un extraño silencio pesaba sobre la ciudad hambrienta, empapada en el acre sudor del hambre, parecido a ese maravilloso silencio que se esparce por la poesía griega cuando la luna se levanta lentamente sobre el mar. Y ya del remoto cinturón del horizonte se levanta pálida y transparente la luna, igual a una rosa, y el cielo embalsamaba como un jardín. Del umbral de los tugurios la gente levantaba la vista para contemplar la luna que se alzaba sobre el mar. Aquella rosa recamada en el manto de seda azul del cielo. En un borde del manto, a la izquierda, un poco bajo, había recamado un Vesubio en amarillo y rojo, y en lo alto un poco a la derecha, sobre la sombra vaga de la isla de Capri, se veían recamadas también en oro las palabras de la plegaria, Ave María maris stella. Cuando el cielo parece el manto de seda azul, como un cubrecama, recamado como el manto de la Madonna, todo napolitano es feliz; ¡sería tan bello morir en una noche tan serena…!

De repente, al doblar una esquina, vimos llegar y detenerse un carro negro, tirado por dos caballos cubiertos de gualdrapas de plata y empenachados como los corceles de los paladines de Francia. Dos hombres estaban sentados en el pescante; el que guiaba hizo restallar la fusta, el otro se puso de pie, sopló en una trompeta curvada que lanzó un lamento agudo y áspero y con voz ronca gritó: «Poggioreale! Poggioreale!», que es el nombre del cementerio y a la vez de las prisiones de Nápoles. Había estado varias veces preso en la prisión de Poggioreale y aquel nombre me heló la sangre. El hombre repitió el grito varias veces hasta que, primero un vago ruido, y después, poco a poco, un estrépito, un clamor, se levantaron de la callejuela y un llanto altísimo se difundió de tugurio en tugurio.

Era la hora de los muertos, la hora en la cual los carros de la Limpieza Pública, los pocos carros salvados de los continuos, de los terribles bombardeos de aquel año, andaban de callejuela en callejuela, de tugurio en tugurio, recogiendo los muertos, de la misma manera como antes de la guerra iban a recoger las inmundicias. La miseria de los tiempos, el desorden público, la gran mortalidad, la avidez de los espectadores, la incuria de la autoridad y la corrupción universal eran tales, que enterrar cristianamente a un muerto había llegado a ser una cosa casi imposible, sólo asequible a poquísimos privilegiados. Llevar un muerto a Poggioreale en un carrito tirado por un borrico costaba diez mil, quinientas mil liras. Y como se estaba todavía en los primeros meses de la liberación aliada y el pueblo no había tenido tiempo todavía de cosechar un poco de dinero con el ilícito tráfico del mercado negro, la plebe no podía permitirse el lujo de dar a sus muertos aquella cristiana sepultura de que, aunque pobres, eran dignos. Cinco, diez, hasta quince días permanecían los muertos en las casas esperando el carro de las inmundicias; lentamente se descomponían en los lechos, bajo la cálida y humeante luz de los cirios, escuchando las voces de los familiares, el borbollar de la cafetera y de la olla de habichuelas sobre el fogón de carbón encendido en medio de la estancia, los gritos de los chiquillos que se revolcaban desnudos por el suelo y el gemido de los viejos acurrucados sobre los orinales, en el olor cálido y viscoso de los excrementos, parecido al que despiden los muertos ya putrefactos.

Al grito del «monatto», al son de la trompa, se levantó del callejón un murmullo, un gritar frenético, un ronco himno de llantos y plegarias. Un grupo de hombres y mujeres salió de un cubil llevando sobre los hombros una caja tosca (había escasez de madera y los ataúdes estaban hechos de viejas tablas sin cepillar, de puertas de armario, de postigos carcomidos) y corrían, llorando y gritando en voz alta, como si algún grave e inminente peligro les amenazase, se abrazaban a la caja con celosa furia, como temiendo que alguien viniese a disputarles el cadáver, a arrebatárselo de sus brazos, de su afecto. Y aquellas carreras aquel griterío, aquel celoso temor, aquel volverse para mirar hacia atrás con recelo, como alguien perseguido, daban al extraño entierro el oscuro sentido de un hurto, la sensación de un rapto, un color de cosa prohibida.

Por una de las callejuelas, llevando en brazos un chiquillo muerto envuelto en un sudario, venía casi corriendo un hombre barbudo seguido y apretado por una bandada de mujeres que, arrancándose los cabellos, golpeándose con fuerza el pecho, el vientre, los muslos, elevaban un ronco y desgarrador lamento; un lamento que más que humano parecía bestial, un aullido de bestia herida. La gente se asomaba a los umbrales, gritando y agitando los brazos, y al través de las puertas abiertas se veían incorporarse sobre el lecho o yacer con el rostro hacia la puerta chiquillos atemorizados, mujeres desmelenadas y flacas, o parejas lúbricamente enlazadas aún, y todos seguían con los ojos abiertos el estrépito del entierro que pasaba por la calle. En torno al carro, lleno ya, se encendía entretanto la contienda entre los últimos llegados que se peleaban para conquistar un poco de sitio para su muerto. Y aquella pelea en torno al carro levantaba un rumor de motín en los miserables callejones de Forcella.

No era la primera vez que asistía a una pendencia en torno a un cadáver. Durante el terrible bombardeo de Nápoles del 28 de abril de 1943, me había refugiado en la inmensa gruta que se abre en los flancos del Monte Echia, detrás del antiguo Albergo di Russia en la Vía Santa Lucia. Una inmensa muchedumbre se refugiaba gritando en la gruta. Me encontraba al lado del viejo Marino Canale que desde hacía cuarenta años mandaba el barquichuelo que hacía la travesía entre Nápoles y Capri, y del capitán Cannavale, también de Capri, que desde hacía tres años hacía la travesía entre Nápoles y Libia en los transportes militares. Cannavale había regresado aquella mañana de Tobruk y ahora se iba a su casa con licencia. A mí me daba miedo aquella terrible muchedumbre napolitana.

—Salgamos de aquí, se está más seguro al aire libre, bajo las bombas, que aquí dentro, en medio de toda esta gente —les dije a Canale y a Cannavale.

—¿Por qué? Los napolitanos son buena gente —dijo Cannavale.

—No digo que sean malos; pero, cuando tienen miedo, cualquier muchedumbre es terrible. Nos aplastarán —respondí.

Cannavale me miró de un modo extraño.

—Me han hundido seis veces y no he muerto en el mar. ¿Por qué tendría que morir aquí? —dijo.

—¡Nápoles es peor que el mar! —respondí, y salí, arrastrando por el brazo a Marino Canale que iba gritándome al oído:

—¡Está usted loco! ¡Quiere hacerme morir!

La calle desnuda, desierta, inmóvil, estaba sumergida en aquella misma luz lívida y helada que iluminaba al sesgo algunos fotogramas de las películas documentales. El azul del cielo, el verde de los árboles, el turquesa del mar, el amarillo, el ocre, el rosa de las fachadas de las casas estaban apagados; todo era blanco y negro, anegado en un polvo gris, parecido a la ceniza que cae lentamente sobre Nápoles durante las erupciones del Vesubio. El sol era una mancha sobre una inmensa tela de color gris sucio. Algunos centenares de Liberators pasaban altísimos sobre nuestras cabezas; las bombas caían acá y allá sobre la ciudad con un ruido sordo, las casas se derrumbaban con un fragor horrendo. Echamos a correr por medio de la calle hacia el Chiatamone, cuando cayeron dos bombas, una después de otra, detrás de nosotros, justamente a la entrada de la gruta de donde acabábamos de salir momentos antes; la fuerza expansiva de la explosión nos derribó en tierra. Me volví sobre la espalda siguiendo con la vista a los Liberators que se alejaban hacia Capri. Miré el reloj; eran las doce y cuarto. La ciudad era como una boñiga de vaca aplastada por el pie de un transeúnte.

Nos sentamos en el bordillo de la acera y permanecimos silenciosos durante unos instantes. Se oía un grito terrible salir de la gruta, pero sordo, lejano.

—Pobre hombre —dijo Marino Canale—; volvía a casa con licencia. Cien veces en tres años ha atravesado el mar y ha muerto ahogado bajo la tierra.

Nos levantamos, acercándonos a la boca de la caverna. La bóveda de la gruta se había hundido, un aullido confuso salía de bajo tierra.

—Allá dentro se matan —dijo Marino Canale.

Nos tendimos en el suelo, acercando el oído a las ruinas. No gritos de ayuda, sino el clamor de una feroz batalla salía de aquel inmenso sepulcro.

—¡Se matan, se matan! —gritaba Marino Canale, y lloraba, golpeando con el puño el montón de tierra y escombros. Yo me senté en el bordillo de la acera y encendí un cigarrillo. No había otra cosa que hacer.

Entretanto, por la callejuela del Pallonetto llegaban grupos de gente aterrorizada que se arrojaban sobre los escombros excavando con las uñas. Parecían una manada de perros que buscasen un hueso. Finalmente llegaron los socorros. Una compañía de soldados sin herramientas, pero, en cambio, armados con fusiles y ametralladoras. Los soldados estaban muertos de fatiga; se arrojaron al suelo blasfemando y se quedaron dormidos.

—¿Qué han venido ustedes a hacer? —pregunté al oficial que mandaba la compañía.

—Estamos en servicio de orden público.

—Ah, bien. Supongo que cuando hayáis sacado de aquí a estos imbéciles que se han dejado enterrar ahí dentro los fusilaréis a todos.

—Tenemos orden de mantener alejada la muchedumbre —respondió el oficial, mirándome fijamente.

—No; tenéis orden de fusilar a los muertos en cuanto los hayáis sacado de la tumba.

—¿Qué quiere usted de mí? —dijo el oficial, llevándose la mano a la frente—. Hace tres días que mis soldados no duermen y dos que no comen.

Hacia las cinco llegó un auto ambulancia de la Cruz Roja con algunos enfermeros y una compañía de zapadores con palas y picos. Hacia las siete aparecieron los primeros cadáveres. Estaban hinchados, amoratados, irreconocibles. Todos mostraban extrañas heridas; tenían el rostro, las manos, el pecho llenos de mordiscos y arañazos muchos mostraban heridas de cuchillo. Un comisario de policía, seguido de algunos agentes, se acercó a los muertos y comenzó a contarlos en voz alta: «Treinta y siete… cincuenta y dos… sesenta y uno…» mientras los agentes registraban los bolsillos de los cadáveres en busca de documentos. Creía que querían detenerlos. No me hubiera ciertamente extrañado que los detuviesen. Su tono era el de un comisario de policía que se enfrenta con un malhechor para ajustarle las esposas. Gritaba: «¡Documentos!, ¡documentos!» Yo pensaba en el mal rato que hubieran pasado aquellos pobres si no hubiesen tenido sus papeles en regla.

A medianoche habían desenterrado más de cuatrocientos cadáveres y un centenar de heridos, Sobre la una llegaron algunos soldados con reflectores. Un haz de luz blanca, cegadora, iluminó el fondo de la caverna. En un momento dado me dirigí a un hombre que parecía dirigir los trabajos de socorro.

—¿Por qué no manda usted venir otra ambulancia? Una sola no sirve de nada —le dije.

Era un ingeniero del Ayuntamiento, una buena persona.

—En todo Nápoles no han quedado más que doce ambulancias. Las demás han sido mandadas a Roma, donde no las necesitan para nada. ¡Pobre Nápoles! Dos bombardeos diarios y una ambulancia. Hoy hay millares de muertos y los más castigados son, como siempre, los barrios bajos. Y con doce ambulancias, ¿qué quiere usted que haga? Necesitaría mil.

—Requise algunos millares de bicicletas —le dije yo—. Los heridos podrían ir al hospital en bicicleta, ¿no cree usted?

—Ya, pero ¿y los muertos? —dijo el ingeniero.

—Los muertos pueden ir a pie —dije—, y si no tienen ganas de andar se les da una patada en las posaderas. ¿No le parece?

El ingeniero me miró extrañamente y dijo:

—Usted quiere bromear, yo no. Pero acabará como usted dice. Mandaremos a los muertos al cementerio dándoles patadas en el culo.

—Se lo merecen. Ya nos están fastidiando los muertos. ¡Siempre los muertos, los muertos, los muertos! Por todas partes muertos. Hace tres años que por las calles de Nápoles no se ven más que muertos. ¡Y el aire que se dan! ¡Como si no hubiese nada más que ellos en el mundo! ¡Que acaben de una vez! Si no, ¡al cementerio a patadas en el culo, y a callar!

—¡Eso mismo! ¡A callar! —dijo el ingeniero mirándome de un modo extraño.

Encendimos un cigarrillo y empezamos a fumar observando los cadáveres alineados sobre la acera bajo la luz cegadora del reflector. De repente oímos un clamor terrible. La muchedumbre había asaltado la ambulancia arrojando piedras contra las enfermeras y soldados.

—Acaba siempre así —dijo el ingeniero—. La gente pretende que los muertos sean llevados al hospital. Creen que los médicos podrán resucitar los cadáveres con alguna inyección o la respiración artificial. Pero los muertos, muertos están. ¡Más muertos que eso…! ¿No ve a qué están reducidos? Tienen la cabeza aplastada, el cerebro fuera del cráneo saliéndole por los oídos; los intestinos en los calzones. Pero el pueblo es así; quiere que sus muertos sean llevados al hospital, no al cementerio. El dolor enloquece a la gente.

Me di cuenta de que hablaba y lloraba. Lloraba como si no fuese él, sino alguien que estuviese a su lado. Parecía que no se diese cuenta de que lloraba, y estuviese seguro de que alguien, a su lado, era quien lloraba por él.

Yo le dije:

—¿Por qué llora usted? Es inútil.

—Es mi única diversión, llorar.

—¿Diversión? Querrá usted decir consuelo.

—No, no, quiero decir diversión. También nosotros tenemos derecho a divertirnos de vez en cuando —dijo el ingeniero, echándose a reír—. ¿Por qué no prueba?

—No puedo. Cuando veo ciertas cosas me vienen ganas de vomitar. Mi diversión es el vómito.

—Es usted más afortunado que yo —dijo el ingeniero—. El vómito aligera el estómago; el llanto, no. ¡Si yo pudiese vomitar!

Y se alejó abriéndose paso con los codos entre la muchedumbre que aullaba y gritaba amenazadora.

Entretanto iba llegando gente de los más alejados barrios, de Forcella, del Vomero, de Mergellina, reclamadas por la feroz fama del inmenso sepulcro de Santa Lucia, bandadas de mujeres arrastrando carretones de toda especie, incluso carretillas de mano. Y sobre aquellas carretillas amontonaban, mezclados, los muertos y los heridos. El cortejo de carretillas avanzó por fin y yo eché a andar tras él.

Entre aquellos desgraciados estaba también el infeliz Cannavale y me dolía dejarlo entre aquel montón de muertos y heridos. Era un buen hombre, había sentido siempre mucha simpatía por mí y era de los pocos que acudieron a mi encuentro a estrecharme la mano públicamente cuando regresé de la isla de Lípari. Pero ahora estaba muerto y, ¿es acaso posible saber lo que piensa un muerto? Acaso me hubiese guardado rencor durante toda la eternidad si lo hubiese dejado solo, si no lo hubiese acompañado al hospital ahora que estaba muerto. Todo el mundo sabe lo egoísta que es la raza de los muertos. No hay más que ellos en el mundo, los demás no cuentan. Son celosos, están llenos de envidia y lo perdonan todo menos que se esté vivo. Querrían que todos fuésemos como ellos, llenos de gusanos y con los ojos vacíos. Son ciegos y no nos ven; si no fuesen ciegos verían que también nosotros estamos llenos de gusanos. ¡Ah, malditos! Nos tratan como esclavos, querrían que estuviésemos allí, a sus órdenes, siempre dispuestos a satisfacer sus caprichos, a inclinarnos, a quitarnos el sombrero, decirles «su humilde servidor…». Intentad decirle que no a un muerto, que no tenéis tiempo que perder con él, que tenéis otras cosas que hacer, que los vivos tienen sus quehaceres que solventar, que tienen deberes que cumplir acerca de los vivos también, y no solamente acerca de los muertos; intentad decirles que el muerto al hoyo y el vivo al bollo; intentad decirle esto a un muerto y veréis qué ocurre. Se volverá contra vosotros como un perro rabioso y tratará de morderos, de destrozaros la cara con las uñas. La policía tendría que esposar a los muertos en lugar de obstinarse en esposar a los vivos. Debería encerrarlos bien esposados en los ataúdes y hacer seguir el entierro con un buen vergajo en la mano para proteger a la gente decente de la rabia de aquellos malditos; porque los muertos tienen una fuerza terrible; serían capaces de romper las esposas, destrozar el ataúd, salir de él y empezar a morder y arañar la cara a todos, parientes y amigos. Deberían enterrarlos bien esposados, cavar profundísimas tumbas; llenar las fosas de gruesas piedras, meter el ataúd bien clavado y apretar bien la tierra sobre el túmulo para que esos malditos no salgan a morder a la gente. ¡Ah, dormir en paz, malditos! ¡Dormid en paz, si podéis, y dejad tranquilos a los vivos! Dormid, dormid en paz y dejadlos tranquilos…

En esto pensaba mientras iba siguiendo el cortejo de carretones por Santa Lucia, San Ferdinando, Toledo y Piazza de la Carita, muchedumbre andrajosa y agotada seguía el cortejo llorando y lanzando imprecaciones; y las mujeres se arrancaban el cabello, se laceraban el rostro con las uñas y, desnudando su pecho, alzaban los ojos al cielo aullando como perras. Aquellas a quienes el gran rumor arrancaba de improviso al sueño se asomaban a las ventanas agitando los brazos y gritando, y por todas partes había llanto, maldiciones, invocaciones a la Virgen y a san Jenaro. Todo el mundo lloraba, porque un duelo, en Nápoles, no es un duelo de uno solo, ni de pocos ni de muchos, sino de todos, y el dolor de cada uno es el dolor de toda la ciudad, el hambre de uno es el hambre de todos. En Nápoles no hay dolor privado ni miseria privada; todos sufren y lloran unos por los otros y no hay angustia, no hay hambre, no hay cólera ni estrago que este pueblo bueno, infeliz y generoso no considere un tesoro común, un común patrimonio de lágrimas. Tears are the chewing-gum of Naples, «las lágrimas son el chewing-gum del pueblo napolitano», me había dicho un día Jimmy. Y Jimmy no sabía que si las lágrimas fuesen no solamente el chewing-gum del pueblo napolitano sino del americano, América sería verdaderamente un país grande y feliz, un gran país humano.

Cuando el fúnebre cortejo llegó finalmente al Hospital dei Pellegrini, los muertos y los heridos fueron descargados en montón en el patio, ya atestado de gente llorando (los parientes y los amigos de los muertos y los heridos de los demás barrios de la ciudad), y, del patio, transportados a brazos al depósito.

Era ya el alba y una leve coloración verde nacía en los rostros, sobre el estucado de los muros, sobre el cielo frío, lacerado aquí y allá por el viento acerbo de la mañana, y por los desgarrones aparecía un algo rosado parecido a la carne nueva en el fondo de las heridas. La sangre permanecía en el patio, esperando, orando en alta voz e interrumpiendo de vez en cuando la plegaria para dar rienda suelta a las lágrimas.

Sobre las diez de la mañana se produjo el alboroto. Cansada de tan larga espera, impaciente por tener noticias de los suyos y saber si estaban realmente muertos o había esperanza de salvación, sospechando ser traicionada por los médicos y las enfermeras, la muchedumbre comenzó a gritar, a lanzar imprecaciones, a arrojar piedras contra los cristales de las ventanas; y con la violencia de su propio peso atacó las puertas. Apenas las pesadas puertas cedieron, aquel clamor altísimo y feroz cesó; y en silencio, como una manada de lobos, corriendo con la cabeza baja por los vericuetos de aquel edificio, sucio y fétido por obra del tiempo y del abandono, la multitud invadió el hospital.

Pero al alcanzar el umbral de un claustro, del cual partía una hilera de corredores oscuros, lanzó un grito terrible y se detuvo, petrificada de horror. Arrojados sobre el pavimento, hacinados sobre montones de inmundicias, de ropas ensangrentadas de paja podrida, yacían centenares y centenares de cadáveres desfigurados, con las cabezas enormemente hinchadas por la asfixia, verdes, azulados, amoratados, con los rostros lacerados, los miembros mutilados y desarticulados por la violencia de la explosión. En un rincón del claustro se alzaba una pirámide de cabezas con los ojos arrancados, las bocas destrozadas. Y entonces, con fuertes gritos y furiosos llantos y feroces gemidos, la muchedumbre se arrojó sobre aquellos muertos llamándolos por sus nombres con terribles voces, disputándose uno a otro aquel tronco sin cabeza, aquellos miembros desprendidos, aquellas cabezas arrancadas al busto, aquellos míseros restos que la piedad y el afecto se ilusionaban en reconocer.

Jamás el hombre vio una lucha más feroz, más lamentable. Cada fragmento de cadáver era disputado por diez, veinte de aquellos exaltados, enloquecidos por el dolor, y más aún por el temor de ver a su muerto llevado por otra persona, verse robado por un rival. Y lo que no había podido el bombardeo lo consiguió aquel macabro furo aquella alocada piedad. Porque descuartizado lacerados, hechos pedazos por cien ávidas manos cada cadáver fue presa de diez, de veinte forajidos que, seguidos de la multitud aullante, huían estrechando contra su pecho los míseros restos que habían conseguido arrancar a la ferocidad de los demás. La furibunda turbamulta, saliendo de los claustros y los corredores del Hospital dei Pellegrini, se dispersó por las calles y los callejones hasta que se perdió en el fondo de los tugurios donde la piedad y el afecto pudieron por fin saciarse de lágrimas y de ritos fúnebres en torno a aquellos mutilados cadáveres.