Capítulo tercero

Las «pelucas»

La primera vez que tuve miedo de haberme contagiado, de haber sido también yo atacado de la peste, fue cuando fui con Jimmy a casa del vendedor de «pelucas». Me sentí humillado del repugnante morbo precisamente en el punto en que un italiano es más sensible, en el sexo. Los órganos genitales han tenido siempre una gran importancia en la vida de los pueblos latinos, y especialmente en la vida del pueblo italiano, en la vida de Italia. La verdadera bandera italiana no es la tricolor, sino el sexo masculino. El patriotismo del pueblo italiano está todo allí, en el pubis. El honor, la moral, la religión católica, el culto de la familia, está todo allí, entre las piernas, allí, en el sexo; que en Italia es bellísimo, digno de nuestras antiguas y gloriosas tradiciones de civismo. Apenas franqueé el umbral del almacén de «peluquería» sentí que la peste me humillaba en lo que, para todo italiano, es la sola, la verdadera Italia.

El vendedor de «pelucas» tenía su tugurio en un miserable y sórdido barrio de Nápoles.

—Sois todos amigos en Europa —me decía Jimmy, mientras caminábamos por el laberinto de callejuelas que se desenvuelven como un ovillo de intestinos alrededor de la Piazza Olivella.

—Europa es la patria del hombre —decía yo—; no hay en el mundo hombre más hombre que los que nacen en Europa.

—¿Hombres? ¿Os llamáis hombres vosotros? —decía Jimmy, riéndose y golpeándose el muslo.

—Sí, Jimmy, no hay hombres más nobles en el mundo que los que nacen en Europa.

—Un montón de bastardos corrompidos, eso es lo que sois —decía él.

—Somos un maravilloso pueblo de vencidos, Jimmy —decía yo.

A lot of dirty bastard —decía Jimmy—. En el fondo estáis contentos de haber perdido la guerra, ¿no es verdad?

—Tienes razón, Jimmy, es una verdadera suerte para nosotros haber perdido la guerra. Lo único que nos fastidia un poco es que nos tocará gobernar el mundo. Son los vencidos los que gobiernan el mundo, Jimmy. Siempre ocurre así después de una guerra. Son siempre los vencidos quienes aportan la civilización al país de los vencedores.

What? ¿Pretenderíais acaso llevar la civilización a América? —dijo Jimmy, maravillado y furioso.

—Así es, Jimmy. Incluso Atenas, cuando tuvo la suerte de ser vencida por los romanos, se vio obligada a llevar la civilización a Roma.

The hell with your Athens, the hell with your Rome! —decía Jimmy, mirándome de través.

Jimmy caminaba por aquellas sucias callejuelas, por medio de aquella miserable plebe, con una elegancia y una desenvoltura propias solamente de los americanos. No hay en esta tierra nadie como los americanos capaz de moverse con tan libre y sonriente gracia en medio de la gente sucia hambrienta e infeliz. No es un signo de insensibilidad; es un signo de optimismo y a la vez de inocencia. Los americanos no son cínicos, son optimistas. Y el optimismo es, de por sí, un signo de inocencia. Quien no hace ni piensa mal es llevado, no ya a negar la existencia del mal, sino a negarse a creer en la fatalidad del mal, a negarse a admitir que el mal sea inevitable e incurable. Los americanos creen que la miseria, el dolor, todo puede combatirse, que se puede curar de la miseria, del hambre, del dolor, que hay remedio para todos los males. No saben que el mal es incurable. No saben, pese a que sean, bajo muchos aspectos, la nación más cristiana del mundo, que sin el mal no puede existir Cristo. No love no nothin’. No hay mal, no hay Cristo. A menos cantidad de mal en el mundo, menos cantidad de Cristo en el mundo, los americanos son buenos. Frente a la miseria, al hambre y al dolor, su primer movimiento instintivo es ayudar a los que sufren miseria, hambre o dolor. No hay pueblo en el mundo que tenga tan fuerte, tan puro, tan sincero, el sentido de la solidaridad humana. Pero Cristo exige de los hombres la piedad, no la solidaridad. La solidaridad no es un sentimiento cristiano.

Jimmy Wren, de Cleveland, Ohio, teniente del Signal Corps, era, como la inmensa mayoría de los oficiales americanos, un buen muchacho. Cuando un americano es bueno, es el mejor hombre del mundo. No era culpa de Jimmy que el pueblo napolitano sufriese. Aquel terrible espectáculo de dolor y de miseria no ensuciaba ni sus ojos ni su corazón. Jimmy tenía la conciencia tranquila. Como todos los americanos, él era idealista. Al mal, a la miseria, al hambre, a los sufrimientos físicos, él les atribuía una naturaleza moral. No veía las remotas causas históricas y económicas, sino sólo las razones de apariencia moral. ¿Qué hubiera podido hacer para aliviar los atroces sufrimientos físicos del pueblo napolitano, de los pueblos europeos? Todo lo que Jimmy podía hacer era tomar para sí una parte de la responsabilidad moral de aquellos sufrimientos; no como americano, sino como cristiano. Acaso sería mejor decir no solamente como cristiano, sino también como americano. Y ésta es la verdadera razón por la cual yo amo a los americanos, estoy profundamete agradecido a los americanos, y los considero el más generoso, el más puro, el mejor y el más desinteresado pueblo de la Tierra; un pueblo marávilloso.

Jimmy no conseguía ciertamente, comprender las profundas razones morales y religiosas que lo inducían a sentirse, en parte, responsable de los sufrimientos de los demás. Acaso no tuviese siquiera conciencia de que el sacrificio de Cristo alcanza también la responsabilidad de todos los hombres, de cada uno de nosotros, en los sufrimientos de la Humanidad; que ser cristiano obliga a cada uno de nosotros a sentirse un Cristo de todos nuestros semejantes. ¿Por qué hubiera debido saber todas estas cosas? Sa chair n’était pas triste, hélas! et il n’avait pas lu tous les livres. Jimmy era un muchacho honrado, de media consideración social, de media cultura. En la vida civil era empleado de una compañía de seguros. Su cultura era de un nivel muy por debajo de la de cualquier europeo de su categoría. No se podía ciertamente pretender que un empleado americano desembarcado en Italia para combatir contra los italianos y hacerles pagar sus pecados y sus delitos, se hiciese el Cristo del pueblo italiano. No se podía siquiera pretender que conociese algunas cosas esenciales de la civilización moderna; que la sociedad capitalista, por ejemplo (si no se tiene en cuenta la piedad cristiana, ni el cansancio y la desazón de la piedad cristiana, que son sentimientos propios del mundo moderno), es la forma más posible del cristianismo. Que sin la existencia del mal no se puede gozar enteramente de los propios bienes y de la propia felicidad. Que el capitalismo, sin la coartada del cristianismo, no podría subsistir.

Pero a cualquier europeo de su misma condición, e incluso, aun de mi condición, Jimmy le era superior en esto: que respetaba la dignidad y la libertad del hombre, que no hacía ni pensaba el mal, y que se sentía moralmente responsable de los sufrimientos de los demás.

Él sonreía y yo me sentía frío y grave.