La larga escalinata estaba atestada de mujeres sentadas una al lado de la otra como en las gradas de un anfiteatro, y parecía que estuviesen allí para gozar de algún maravilloso espectáculo. Se reían, hablaban en voz alta una con otra, comiendo fruta, fumando o chupando caramelos o masticando chewing-gum; algunas inclinadas hacia delante, con los codos sobre las rodillas; el rostro apoyado sobre las manos juntas; otras echadas hacia atrás, con los brazos apoyados sobre el peldaño superior; otras aun levemente inclinadas, y todas gritaban y se llamaban por el nombre, cambiando voces y sonidos informes con la boca, más que palabras, con las compañeras sentadas más arriba o más abajo, o con el público de viejas asomadas a los balcones y ventanas de las casas que daban al callejón que, desmelenadas, asquerosas, con las desdentadas bocas abiertas en una risa obscena, agitaban los brazos haciendo muecas y vociferando insultos. Las mujeres sentadas sobre los peldaños se arreglaban unas a otras el pelo que llevaban todas recogido formando grandes castillos de cabello y estopa, reforzados con horquillas y peinetas de concha, engalanadas con guirnaldas de flores o de falsas trenzas, de la manera como van peinadas las Madonnas de cera en las hornacinas de las esquinas.
Aquella multitud de mujeres, sentadas en la escalinata como los ángeles en el sueño de Jacob, parecían reunidas para alguna fiesta, o para algún espectáculo del cual fuesen actrices y espectadoras a la vez. Por momentos alguna de ellas entonaba un canto, uno de esos cantos melódicos de la plebe napolitana, súbitamente intercalado de risas, de voces roncas, de quejas guturales que parecían invocaciones de ayuda o gritos de dolor. Pero había una cierta dignidad en aquellas mujeres, en aquel estrafalario accionar ahora obsceno, ahora cómico, ahora solemne, en aquella misma desordenada disposición escénica. Una cierta nobleza, no obstante, que aparecía en ciertos ademanes, en el modo de alzar los brazos para tocarse las sienes con la punta de los dedos, para arreglarse el cabello con las dos manos regordetas y ágiles, en la manera de volver la cara, de doblar la cabeza sobre el hombro, como si fuese para escuchar mejor las voces obscenas que caían de los balcones y ventanas, e incluso en su mismo modo de hablar, de sonreír. De repente, en cuanto puse el pie sobre el primer peldaño, todas enmudecieron y un extraño silencio se posó levemente, palpitando, como una inmensa mariposa policromada, sobre la escalinata atestada de mujeres.
Delante de mí subían algunos soldados negros, enfundados en uniformes color caqui, bamboleándose sobre sus pies planos, calzados con ligeros zapatos de piel amarilla, brillantes como zapatos de oro. Subían lentamente, en medio de ese improvisado silencio, con la dignidad solitaria del negro; y a medida que iban subiendo los escalones, a través del estrecho pasillo que había dejado libre la muda multitud de mujeres sentadas, veía las piernas de esas desgraciadas abrirse lentamente, separarse de forma horrible, mostrando el negro pubis entre el rosado esplendor de la carne desnuda. «Five dollars! Five dollars!», empezaron a gritar de repente, todas a la vez, con un vocerío ronco, pero sin hacer gestos, y esa ausencia de gestos agregaba obscenidad a las voces y las palabras. «Five dollars! Five dollars!» A medida que los negros subían, crecía el clamor, las voces se hacían más agudas, más ronco resonaba el grito de las brujas que, asomadas a balcones y ventanas, azuzaban a los negros voceando también ellas: «Five dollars!, five dollars!, go, Joe!, go Joe!, go, Joe!, go Joe!»
Pero en cuanto los negros habían pasado, apenas sus pies de oro se habían alzado del escalón, las piernas de las muchachas sentadas en ese mismo escalón se cerraban lentamente como tenazas de oscuros cangrejos de mar, como las valvas de una rosada concha, y las muchachas agitando los brazos, se daban vuelta mostrando los puños, gritando insultos obscenos a los soldados negros, con una furia alegre y feroz. Hasta que, primero un negro, después otro, y después otro más, se detuvieron, cogidos al vuelo por diez, por veinte manos.
Y yo continuaba subiendo por la angélica escala triunfal que trepaba directa al cielo, a aquel cielo purulento del cual el sirocco arrancaba jirones de piel verdosa y bramaba ronco sobre el mar.