Así fui con Jimmy a ver la «virgen». Era en un basso, en el fondo de un callejón cerca de Piazza Olivella. Delante de la puerta del tugurio había un grupo de soldados aliados, la mayoría negros. Había también tres o cuatro soldados americanos y algunos polacos y marineros ingleses. Nos pusimos en fila y esperamos nuestro turno.
Al cabo de media hora de cola, avanzando un paso cada dos minutos nos encontramos en el umbral del tugurio. El interior de la habitación estaba velado a nuestra vista por una cortina roja, llena de remendados y manchas de grasa. En el umbral había un hombre de media edad vestido de negro, demacradísimo, con el rostro pálido lleno de pelos; sobre sus escasos cabellos grises llevaba un sombrero mugriento de fieltro negro, cuidadosamente planchado. Tenía las manos juntas sobre el pecho y entre los dedos estrujaba un puñado de billetes.
—One dollar each —decía—, cien liras por persona.
Entramos y miramos alrededor. Era el usual interno napolitano; una habitación sin ventanas, con una portezuela al fondo, un inmenso lecho apoyado en la pared de enfrente y junto a las demás paredes un espejo, un tosco lavabo de hierro barnizado de blanco, una cómoda y, entre la cómoda y la cama, una mesa. Sobre la cómoda había una ancha campana de cristal que cubría las figurillas de cera de colores de una Sagrada Familia. De los muros pendían oleografías populares representando escenas de Tosca y Cavalleria Rusticana, un Vesubio empenachado de humo como un caballo para la fiesta de Piedigrotta y fotografías de mujeres, de chiquillos, de viejos, no ya retratos de vivos, sino de muertos, tendidos sobre los lechos fúnebres y con guirnaldas de flores. En el rincón, entre el techo y el espejo, había un altarcito con la imagen de la Virgen iluminada por una mariposa de aceite. Sobre el lecho se veía extendido un inmenso cubrecama de seda celeste cuya franja dorada lamía el pavimento de mayólica verde y roja. En el borde de la cama estaba sentada una muchacha, fumando.
Estaba con las piernas pendiendo del lecho y fumando, absorta, en silencio, con los codos apoyados sobre las rodillas y el rostro sujeto entre las manos. Parecía muy joven, pero tenía unos ojos antiguos, cansados. Iba peinada con ese arte barroco de las capere de los barrios populares, inspirado en el atavío de las Madonnas napolitanas del siglo XVII; los negros cabellos, encrespados y relucientes, rellenos de crin, de lazos y embutidos de estopa, se alzaban a guisa de castillo como si fuesen una alta mitra negra puesta sobre la frente. Su rostro tenía algo de bizantino, estrecho y largo, cuya palidez transparentaba bajo la espesa capa de afeites; bizantino era el corte de los grandes ojos oblicuos y negrísimos en la frente alta y lisa. Pero los labios carnosos, agrandados por un violento empleo de rojo, daban un algo de sensual y de insolente a la delicada tristeza de icono de su rostro. Iba vestida de seda roja, sobriamente escotada. Llevaba medias de seda de color carne y sus pies oscilaban embutidos en un par de zapatillas de fieltro negro, descosidas y deformadas. El traje tenía las mangas largas, estrechas en las muñecas, y del cuello pendía uno de esos collares de coral pálido antiguo que en Nápoles son el orgullo de toda muchacha pobre.
La muchacha fumaba en silencio, mirando fijamente hacia la puerta, con una indiferencia orgullosa. A pesar de la insolencia de su vestido de seda roja, el peinado barroco del cabello, los gruesos labios carnosos y las zapatillas descosidas, su vulgaridad no tenía nada de personal. Parecía más bien un reflejo de la vulgaridad del ambiente, de esa vulgaridad que la envolvía por todas partes, desflorándose apenas. Tenía orejas pequeñísimas y delicadas, tan blancas y transparentes que parecían postizas, de cera. Cuando entré, la muchacha fijó sus ojos en mis tres estrellas de capitán, y sonrió con desprecio, volviendo ligeramente el rostro hacia el muro.
Éramos diez en la habitación. El único italiano era yo. Nadie hablaba.
—That’s all. The next in five minutes —dijo la voz del hombre de la puerta, desde detrás de la cortina roja; luego asomó la cabeza al interior del cuarto a través de una rendija de la cortina y añadió—: Ready? ¿Lista?
La muchacha tiró el cigarrillo al suelo, recogió los bordes del vestido con la punta de los dedos y se lo levantó despacio. Primero aparecieron las rodillas, suavemente enfundadas en la vaina de seda de las medias, luego la piel desnuda de los muslos y por último la sombra del pubis. Permaneció un instante en esa actitud, cual triste Verónica, con el gesto severo y la boca entreabierto con desdén. Después se dejó caer poco a poco de espaldas hasta quedar tendida sobre la cama y abrió las piernas despacio. Como la terrible langosta cuando entra en celo, que abre lentamente la tenaza de las pinzas mirando con fijeza al macho con sus ojitos redondos, negros y relucientes, y permanece inmóvil en ademán amenazante, así hizo la muchacha, que abrió lentamente la tenaza rosada y negra de sus carnes y se mantuvo en esa posición, mirando con fijeza a los espectadores. En el cuarto reinaba un profundo silencio.
—She’s a virgin. You can touch. Put your fingers inside. Only one finger. Try a bit. Don’t be afraid. She doesn’t bite. She’s a virgin. A real virgin —dijo el hombre asomando la cabeza en el cuarto a través de la rendija de la cortina.
Uno de los negros alargó la mano y tocó con el dedo. Alguien rió, pero sonó como un quejido. La «virgen» ni se movió, pero clavó en el negro una mirada llena de miedo y odio. Miré a mi alrededor: todos estaban pálidos, todos estaban pálidos de miedo y odio.
—Yes, she is like a child —dijo el negro con voz ronca, mientras hacía girar el dedo despacio.
—Get out the finger —dijo la cabeza del hombre que apareció a través de la rendija de la cortina roja.
—Really, she is a virgin —dijo el negro mientras sacaba el dedo.
Entonces la muchacha cerró las piernas con un golpe sordo de las rodillas, se incorporó dando un respingo, se bajó el vestido y con un veloz gesto de la mano le arrancó el cigarrillo de la boca a un marinero inglés que estaba cerca del borde de la cama.
—Get out, please —dijo la cabeza del hombre, y salimos todos despacio, uno tras otro, por la portezuela que había al fondo del cuarto, arrastrando los pies por el suelo, cohibidos y avergonzados.
—Estaréis satisfechos de ver en qué se ha convertido Nápoles —le dije a Jimmy, ya de vuelta en la calle.
—Ni que fuera culpa mía —replicó él.
—Oh, no —dije—, claro que no es culpa tuya. Pero para vosotros debe ser una gran satisfacción sentirse vencedores en un país como éste. ¿Cómo ibais a sentiros vencedores sin espectáculos como éste? Di la verdad, Jimmy: sin estos espectáculos, no os sentiríais vencedores.
—Nápoles siempre ha sido así —argumentó Jimmy.
—No, nunca ha sido así —respondí yo—. En Nápoles nunca se habían visto cosas como ésta. Si estas cosas no fuesen de vuestro agrado, si no os divirtierais con estos espectáculos, estas cosas no ocurrirían en Nápoles. Sería imposible ver espectáculos como éste en Nápoles.
—Nosotros no nos hemos inventado Nápoles —dijo Jimmy—. Nos la hemos encontrado ya hecha.
—Nos os la habéis inventado vosotros —dije—, pero Nápoles no ha sido nunca así. Piensa cuántas vírgenes americanas se abrirían de piernas por un dólar en Nueva York o en Chicago si América hubiese perdido la guerra. Si hubieseis perdido la guerra, sería una virgen americana la que estaría en esa cama en vez de esa pobre chiquilla napolitana.
—No digas sandeces —dijo Jimmy—. Aunque hubiésemos perdido la guerra, en América no se verían estas cosas.
—Si hubieseis perdido la guerra, en América se verían cosas peores —dije—. Todos los vencedores necesitan ver estas cosas para sentirse héroes. Necesitan meterle el dedo a una pobre chiquilla vencida.
—No digas tonterías —dijo Jimmy.
—Prefiero haber perdido la guerra y estar sentado en esa cama como esa pobre chica a meter el dedo entre las piernas de una virgen para tener el placer y el orgullo de sentirme vencedor.
—Tú también has venido a verla —dijo Jimmy—. ¿Por qué has venido?
—Porque soy un cobarde, Jimmy, porque también yo necesito ver estas cosas para sentir que me han vencido, que soy un desgraciado.
—Si tanto te gusta sentirte parte de los vencidos —dijo Jimmy—, ¿por qué no te sientas tú también en esa cama?
—Di la verdad, Jimmy, ¿pagarías un dólar por venir a ver cómo me abro de piernas?
—No pagaría ni un centavo por venir a verte —dijo Jimmy, y escupió al suelo.
—¿Por qué no? Si América hubiese perdido la guerra, yo iría enseguida a ver cómo los descendientes de Washington se abren de piernas ante los vencedores.
—Shut up —gritó Jimmy aferrándome con fuerza por el brazo.
—¿Por qué no vendrías a verme, Jimmy? Todos los soldados del Quinto Ejército vendrían a verme. Hasta el general Clark. Tú también vendrías, Jimmy. Y no pagarías un dólar, sino dos, tres dólares por ver a un hombre desabrocharse los pantalones y abrirse de piernas. Todos los vencedores necesitan ver estas cosas para asegurarse de que han ganado la guerra.
—En Europa sois todos un hatajo de locos y de cerdos —dijo Jimmy—. Eso es lo que sois.
—Dime la verdad, Jimmy. Cuando regreses a América, ¿te gustará contar que vuestro dedo de vencedor ha pasado bajo el arco de triunfo de las piernas de las pobres muchachas italianas?
—No digas esto —dijo Jimmy en voz baja.
—Perdóname, Jimmy, lo siento por ti y por mí. No es culpa vuestra, ni nuestra, lo sé. Pero me hace daño pensar en ciertas cosas. Me siento miserable y villano. Vosotros, los americanos, sois buenos muchachos y ciertas cosas las comprendéis mejor que muchos otros. ¿No es cierto, Jimmy, que algunas cosas hasta tú las comprendes?
—Yes, I understand —dijo Jimmy en voz baja estrujándome con fuerza el brazo.