—¿No has visto nunca una virgen? —me preguntó un día Jimmy, mientras salíamos de la panadería del Pendino di Santa Barbara, mordisqueando los sabrosos taralli calientes.
—Sí, pero de lejos.
—No, I mean, de cerca. ¿No has visto nunca una virgen de cerca?
—No, de cerca nunca.
—Come on, Malaparte —dijo Jimmy.
Al principio no quise seguirlo; sabía que me mostraría algo doloroso, humillante, algún atroz testimonio de la humillación física y moral a la que puede llegar el hombre en su desesperación. No me gusta asistir al espectáculo de la bajeza humana; me repugna estar sentado como un juez o como un espectador, contemplando a los hombres descender los últimos peldaños de la abyección; temo siempre que se vuelvan y me sonrían.
—Come on, come on, don’t be silly —decía Jimmy caminando delante de mí por el dédalo de callejuelas de Forcella.
No me gusta ver hasta qué punto puede el hombre envilecerse para vivir. Prefería la guerra a la peste que después de la liberación nos había ensuciado, corrompido, humillado a todos, hombres y mujeres y chiquillos. Antes de la liberación habíamos luchado y sufrido para no morir. Ahora luchábamos y sufríamos para vivir. Hay una profunda diferencia entre la lucha para no morir y la lucha para vivir. Los hombres que luchan para no morir conservan toda su dignidad, la defienden celosamente, todos, hombres, mujeres y chiquillos, con una obstinación feroz. Los hombres no humillaban la frente. Huían a las montañas, a los bosques, vivían en las cavernas, luchaban como lobos contra el invasor. Luchaban para no morir. Era una lucha noble, digna. Las mujeres no arrojaban su cuerpo al mercado negro para comprarse colorete para los labios, medias de seda, cigarrillos o pan. Sufrían hambre, pero no se vendían. No vendían a su hombre al enemigo. Preferían ver a sus hijos morir de hambre antes de venderse o vender a su hombre. Sólo las prostitutas se vendían al enemigo. Los pueblos de Europa, antes de la liberación sufrían con maravillosa dignidad. Luchaban con la frente alta. Luchaban para no morir. Y los hombres, cuando luchan para no morir, se agarran con la fuerza de la desesperación a todo aquello que constituye la parte viva, eterna, de la vida humana, la esencia, el elemento más noble y más puro de la vida: la dignidad, el orgullo, la libertad de la propia conciencia. Luchan para salvar su alma.
Pero después de la liberación los hombres habían tenido que luchar para vivir. Es una cosa humillante, horrible, es una necesidad vergonzosa, luchar para vivir. Sólo para vivir. Sólo para salvar el pellejo. No es ya la lucha contra la esclavitud, la lucha contra el hombre. Es la lucha por un mendrugo de pan, por un poco de fuego, por un harapo con el cual cubrir a sus hijos, por un poco de paja sobre la que tenderse. Cuando los hombres luchan para vivir, todo, un tarro vacío, una colilla, una mondadura de naranja, una corteza de pan duro recogida en la inmundicia, un hueso descarnado, tiene un valor inmenso, decisivo. Los hombres son capaces de cualquier villanía, de todas las infamias, de todos los delitos, para vivir. Por un mendrugo de pan cualquiera de nosotros está dispuesto a vender la propia mujer, la propia hija, a mancillar a su propia madre, a vender a los hermanos y a los amigos, a prostituirse a otro hombre. Y dispuesto a arrodillarse, a doblar la espalda bajo la fusta, a secarse sonriendo la mejilla sucia de un salivazo; y tiene una sonrisa humilde, dulce, una mirada llena de una esperanza famélica, bestial, una esperanza maravillosa.
Yo prefería la guerra a la peste. De un día a otro, todos, hombres, mujeres, chiquillos, habían quedado contaminados por el horrible y misterioso morbo. Lo que maravillaba y aterraba al pueblo era el carácter imprevisto, violento y fatal, de aquella espantosa epidemia. La peste había podido, en pocos días, más de lo que hubiera conseguido la tiranía de veinte años de humillación universal y la guerra en tres años de hambre, de luchas y de atroces sufrimientos. Aquel pueblo que en las calles hacía comercio de sí mismo, del propio honor, del propio cuerpo y de la carne de sus propios hijos, ¿podría acaso ser el mismo pueblo que pocos días antes, en aquellas mismas calles, había dado tan grandes y tan horribles pruebas de valor y odio contra los alemanes?
Cuando los liberadores, el 1 de octubre de 1943, llegaron a las primeras casas de los suburbios, hacia Torre del Greco, el pueblo napolitano, con una lucha feroz que duró cuatro días, había echado ya a los alemanes de la ciudad. Los italianos se rebelaron contra los alemanes a principio de setiembre, durante los días que siguieron al armisticio; pero aquella primera revuelta fue sofocada en sangre con implacable ferocidad. Los liberadores, que el pueblo esperaba con ansia, habían sido en algunos puntos rechazados al mar; en otros, cerca de Salerno, resistían aferrados al litoral, y los alemanes habían recuperado ánimo y furor. Hacia finales de setiembre, cuando los alemanes comenzaron a hacer «razzias» de hombres por las calles y cargarlos en sus camiones para llevárselos a Alemania como manadas de esclavos, el pueblo napolitano, inducido y capitaneado por bandas de mujeres enfurecidas que gritaban li ommene no!, se habían arrojado, sin armas, contra los alemanes, los habían acorralado y destrozado por las callejuelas, arrojándolos desde lo alto de los tejados, de las terrazas y de las ventanas bajo una avalancha de tejas, de piedra, de muebles, de agua hirviente.
Grupos de animosos muchachos se arrojaban contra los panzers sosteniendo en los brazos cestos de paja encendida y morían prendiendo fuego a aquellas tortugas de acero.
Muchachitas con aire inocente mostraban sonriendo racimos de uvas a los alemanes sedientos encerrados en los carros blindados candentes por el sol; y apenas éstos levantaban la cubierta de la torrecilla y se inclinaban para recibir el dulce donativo del racimo, bandadas de chiquillos al acecho los exterminaban con una lluvia de granadas de mano quitadas a los enemigos muertos. Muchos fueron los muchachos y las chiquillas que perdieron la vida en aquella cruel y generosa estratagema.
Carros y tranvías volcados por las calles impedían el paso de las columnas alemanas que acudían a prestar ayuda a las tropas que resistían en Eboli y en Cava del Tirreni. El pueblo napolitano no agredió por la espalda a los alemanes en retirada; pero los afrontó, sin armas, mientras duraba todavía la batalla de Salerno, y en un pueblo inerme, extenuado por tres años de hambre y de bombardeos feroces e ininterrumpidos, era locura oponerse al paso de las columnas germánicas que atravesaban Nápoles para avanzar contra los aliados desembarcados en Salerno. Durante aquellas cuatro jornadas de lucha sin cuartel, las mujeres y los chiquillos fueron los más feroces. Muchos cadáveres alemanes que yo mismo vi aún insepultos dos días después de la liberación de Nápoles, aparecían con los rostros destrozados, la garganta abierta a mordiscos y eran todavía visibles las marcas de los dientes en la carne. Muchos estaban desfigurados a tijeretazos. Muchos yacían en un charco de sangre con largos clavos clavados en el cráneo. A falta de otras armas, los chiquillos clavaban aquellos clavos con gruesas piedras en la cabeza de los alemanes sujetados sobre el suelo por diez o veinte chiquillos enfurecidos.
—Come on, come on, don’t be silly —decía Jimmy caminando delante por el dédalo de callejones de Forcella.
Prefería la guerra a la peste. En pocos días Nápoles se había convertido en un abismo de vergüenza y de dolor, en un infierno de abyecciones. Y, sin embargo, el horrendo morbo no conseguía apagar en el corazón de los napolitanos aquel sentimiento maravilloso, sobrevivido en ellos a tantos siglos de hambre y esclavitud. Nadie conseguirá jamás apagar la antigua, la maravillosa piedad del pueblo napolitano. No sentía tan sólo piedad de los demás, sino de sí mismo. No puede existir en un pueblo el sentimiento de la libertad si no experimenta el sentimiento de la piedad. Porque incluso aquéllos que vendían a la propia esposa, las propias hijas, incluso las mujeres que se prostituían por un paquete de cigarrillos, los chiquillos que se entregaban por una caja de caramelos, sentían piedad de sí mismos. Era un sentimiento extraordinario, una maravillosa piedad. Por ese sentimiento, sólo por esta antigua e inmortal piedad, los hombres serán un día libres.
—Oh, Jimmy, they love freedom —decía yo—, aman la libertad, they love freedom so much! They love American boys, too. They love freedom, American boys and cigarettes, too. También los chiquillos, aman la libertad y los caramelos. Es una cosa magnífica, Jimmy, comer caramelos en lugar de morir de hambre. Don’t you think so too, Jimmy?
—Come on —decía Jimmy escupiendo a tierra.