También aquel día franqueamos el umbral del Foyer du Soldat, y Jack, acercándose al sargento, le preguntó tímidamente, casi en tono confidencial, si on avait vi par là, le Commandant Lyautey.

-Oui, mon Colonel, je l’ai vu tout à l’heure —respondió sonriendo el sargento—, atendez un instant, mon Colonel, je vais voir’il, est toujours là!

Voilà un sargent bien aimable —me dijo Jack, ruborizándose de placer—, les sargents français son les plus aimables du monde.

Je regrette, mon Colonel —dijo el sargento, regresando a los pocos instantes—, le Commandant Lyautey vient justament de partir.

Merci, vous êtes bien aimable —dijo Jack—, au revoir, mon ami.

Ah, qu’il fait bon d’etendre parler français! —dijo Jack mientras salíamos del «Café Caflish».

Tenía el rostro iluminado por un júbilo infantil y en aquel momento comprendí cuánto le quería. Me gustaba poder querer a un hombre mejor que yo; siempre había sentido rencor contra los hombres mejores que yo, y ahora, por primera vez, me causaba placer querer a un hombre mejor que yo.

—Vamos a ver el mar, Malaparte.

Atravesamos la plaza Real y nos apoyamos en el parapeto que hay en el fondo de la Scesa del Gigante.

C’est un des plus anciens parapets d’Europe —dijo Jack, que se sabía todo Rimbaud de memoria.

Era el crepúsculo y el mar iba tomando poco a poco color de vino, que es el color del mar, según Homero. Pero allá abajo, entre Sorrento y Capri, las aguas y las altas riberas acantiladas, y los montes y las sombras de los montes, se encendían lentamente con un color de coral, como si las selvas de coral que cubren el fondo del golfo emergiesen lentamente de los abismos marítimos, tiñendo el cielo con sus reflejos de sangre antigua. El acantilado de Sorrento, coronado de jardines de naranjos y limoneros, emergía, alejado del mar, como una dura encía de mármol verde que el sol poniente hería oblicuamente desde el horizonte opuesto con sus cansadas saetas, arrebatándole el cálido y dorado resplandor de las naranjas, y los fríos y lívidos rayos de los limones.

Como un viejo oso antiguo, encanecido y bruñido por el viento y la lluvia, estaba el Vesubio solitario y desnudo sobre el inmenso cielo sin nubes, iluminándose poco a poco de una rojiza luz secreta, como el íntimo fuego de su seno transparente a través de la dura costra de lava, pálida y reluciente como el marfil, hasta que la luna rompió el borde del cráter como un cascarón de huevo y se levantó, clara y estática, maravillosamente remota, en el abismo azulado de la noche. Se elevaban en el extremo horizonte, casi llevadas por el viento, las primeras sombras de la noche.

Y fuese por la mágica transparencia lunar o por la fría crueldad de aquel paisaje espectral y astrífico, la hora estaba saturada de una delicada y melancólica tristeza, casi de la sospecha de una muerte feliz.

Muchachos andrajosos, sentados sobre el parapeto de piedra cortado a pico sobre el mar, cantaban levantando los ojos en alto y con la cabeza ligeramente inclinada sobre el hombro. Tenían el rostro pálido y demacrado y los ojos turbios por el hambre. Cantaban como cantan los ciegos, los ojos en alto e inclinada la cabeza. El hambre humana tiene una voz maravillosamente dulce y pura. En la voz del hambre nada hay humano. Es una voz que nace en una zona misteriosa de la naturaleza del hombre, donde radica ese sentido profundo de la vida que es la vida misma, nuestra vida más secreta y más viva. El aire era terso y dulce a los labios. Una leve brisa profunda de algas y de sal brotaba del mar, el grito doliente de las gaviotas hacía temblar el dorado reflejo de la luna sobre las olas, y allá abajo, en el fondo, sobre el horizonte, el pálido espectro del Vesubio iba hundiéndose paulatinamente en la plateada calígine de la noche. El canto de los muchachos hacía más puro, más astral, aquel cruel paisaje inhumano, tan ajeno al hombre y a la desesperación de los hombres.

—No hay bondad —decía Jack—, no hay misericordia en esta maravillosa naturaleza.

—Es una naturaleza malvada —dije yo—, nos odia, es nuestra enemiga. Odia a los hombres.

Ella aime nous voir souffrir —dijo Jack en voz baja.

—Fija en nosotros sus ojos fríos, llenos de gélido odio y de desprecio.

—Frente a esta naturaleza —dijo Jack—, me siento culpable, lleno de vergüenza, miserable. No es una naturaleza cristiana. Odia a los hombres porque sufren.

—Está celosa de los sufrimientos de los hombres.

Yo quería a Jack porque era el único de mis amigos americanos que se sentía culpable, avergonzado y miserable frente a aquella cruel e inhumana belleza del cielo, de aquel mar, de aquellas islas remotas del horizonte. Era el único capaz de comprender que aquella naturaleza no era cristiana y estaba fuera de las fronteras del cristianismo, que aquel paisaje no era el rostro de Cristo, sino la imagen de un mundo sin Dios en el que los hombres son abandonados para sufrir sin esperanzas; el único capaz de comprender cuánto hay de misterioso en la historia del pueblo napolitano y cuán poco depende esto de la voluntad del hombre. Había, entre mis amigos americanos, muchos jóvenes inteligentes, cultos, sensibles; pero despreciaban Nápoles, Italia, Europa; nos despreciaban porque creían que sólo nosotros éramos responsables de nuestras traiciones, de nuestras vergüenzas. No comprendían lo que hay de misterioso, de inhumano, en nuestras vergüenzas y en nuestras desventuras. Algunos decían: «Vosotros no sois cristianos, sois paganos». Y ponían una punta de desprecio en la palabra «pagano». Yo quería a Jack porque era el único que comprendía que la palabra «pagano» no bastaba para explicar las profundas, antiguas y misteriosas razones de nuestro sufrimiento; que nuestras miserias, nuestras desventuras, nuestras vergüenzas, nuestra manera de ser miserable o feliz, los mismos motivos de nuestra abyección y de nuestra grandeza, son ajenos a la moral cristiana.

Pese a que se dijese cartesiano y afectase fiar tan sólo y por siempre de la razón, creer que la razón puede penetrarlo y esclarecerlo todo, su actitud frente a Nápoles, Italia, y Europa entera era de un efecto sospechoso y respetuoso a la vez. Como para todos los americanos, Nápoles había sido para él una inesperada y dolorosa revelación. Había creído poner la proa hacia unas riberas de un mundo dominado por la razón, regido por la conciencia humana; se había encontrado de improviso en un país misterioso, en el que ni la razón, ni la conciencia, sino unas oscuras fuerzas subterráneas parecían gobernar a los hombres y el sino de sus vidas.

Jack había viajado por toda Europa, pero no había estado nunca en Italia. Había desembarcado en Palermo el 19 de setiembre de 1943 de la cubierta de un LST, de un pontón de desembarco, en medio del fragor y el humo de las explosiones, entre los gritos roncos de los soldados, precipitándose sobre las orillas arenosas de Pesto bajo el fuego de las ametralladoras alemanas. En su ideal Europa cartesiana, en el alte Kontinent goethiano, gobernado por el espíritu y la razón, Italia era siempre, sin embargo, la patria de su Virgilio, de su Horacio, y ofrecía a su imaginación el mismo sereno paisaje verde turquesa de su Virginia donde había realizado sus estudios, donde había transcurrido la mejor parte de su vida, donde tenía su casa, su familia, sus libros. En aquella Italia de su corazón, los peristilos de las casas georgianas de Virginia y las columnas marmóreas del Foro, Vermont Hill y el Palatino, formaban a sus ojos un paisaje familiar en el que el verde resplandor de los prados y los bosques desposaba al cándido resplandor de los mármoles bajo un límpido cielo azul parecido al que se curva sobre el Capitolio.

Cuando el alba del 9 de setiembre de 1943, Jack saltó de la cubierta de un LST a la playa de Pesto, cerca de Salerno; vio aparecer ante sus ojos —maravillosa aparición en medio de la nube roja de polvo levantada por la columna de carros armados, de las granadas alemanas, del tumulto de los hombres y de los automóviles saliendo del mar— las columnas del Templo de Neptuno en el borde de una llanura cubierta de mirtos y de cipreses, sobre el fondo de los desnudos montes del Cuento parecidos a los montes del Lacio. ¡Ah, aquélla era Italia, la Italia de Virgilio, la Italia de Eneas! Y había llorado de júbilo, había llorado de religiosa emoción, cayendo de rodillas sobre la arena de la playa, como Eneas cuando desembarcó de la trirreme troyana sobre la de una arenosa de las bocas del Tíber, frente a los montes del Lacio sembrados de castillos y de templos blancos sobre el verde profundo, de las antiguas selvas latinas.

Pero el clásico panorama de las columnas dóricas del templo de Pesto ocultaba a sus ojos una Italia secreta, misteriosa; ocultaba Nápoles, aquella primera imagen terrible y maravillosa de una Europa desconocida, situada más allá de la razón cartesiana, de aquella otra Europa de la cual no había tenido, hasta aquel día más que una vaga sospecha y cuyos misterios, cuyos secretos, ahora que comenzaba a penetrarlos lentamente, maravillosamente, lo aterraban.

—Nápoles —le decía yo— es la ciudad más misteriosa de Europa, es la única ciudad del mundo antiguo que no ha perecido como Ilion, como Nínive, como Babilonia. Es la única ciudad del mundo que no se ha sumergido en el cruel naufragio de la civilización antigua. Nápoles es una Pompeya que no ha sido nunca sepultada. No es una ciudad, es un mundo. El mundo antiguo, precristiano, conservado intacto en la superficie de un mundo moderno. No podíais escoger un sitio más peligroso que Nápoles para desembarcar en Europa. Vuestros carros blindados corren el peligro de hundirse en el cieno negro de la antigüedad como en unas arenas movedizas. Si hubieseis desembarcado en Bélgica, en Holanda, en Dinamarca o en la misma Francia, vuestro espíritu científico, vuestra técnica, vuestra inmensa riqueza de medios materiales, os habría dado la victoria, no sólo sobre el Ejército alemán, sino sobre el mismo espíritu europeo, sobre esa otra Europa de la cual Nápoles es la misteriosa imagen, el desnudo espectro.

Pero aquí, en Nápoles, vuestros carros blindados vuestros cañones, vuestros automóviles, hacen sonreír. Chatarra. ¿Recuerdas, Jack, las palabras de aquel napolitano que el día de vuestra entrada en Nápoles vio pasar por Vía Toledo vuestra interminable columna de carros blindados? Che bella ruggine!, exclamó. ¡Cuánta chatarra! Vuestra humanidad americana particular, aquí se revela descubierta, indefensa, peligrosamente vulnerable. No sois más que unos grandes chiquillos, Jack. No podéis comprender a Nápoles, no lo comprenderéis nunca.

Je crois —decía Jack— que Naples n’est pas impénetrable a la raison. Je suis cartesien, hélas!

—¿Crees acaso que la razón cartesiana puede ayudar a comprender, por ejemplo, a Hitler?

—¿Por qué al propio Hitler?

—Porque Hitler es también un elemento del misterio de Europa, porque también Hitler pertenece a la otra Europa que la razón cartesiana no puede penetrar. ¿Crees acaso poder explicar a Hitler con la sola ayuda de Descartes?

Je l’explique parfaitement —respondía Jack.

Entonces yo le narraba aquel witz de Heidelberg que todos los estudiantes de las universidades alemanas se transmitían riendo. En un congreso de hombres de ciencia alemanes celebrado en Heidelberg, después de largas discusiones, se pusieron de acuerdo en afirmar que el mundo se puede explicar con la sola ayuda de la razón. Al final de la discusión, un viejo profesor que hasta entonces había permanecido en silencio, con un sombrero de copa hundido hasta la frente, se levantó y dijo: «Vosotros que lo explicáis todo, ¿podríais decirme cómo me ha salido esta noche esto de la cabeza?»

Y quitándose lentamente el sombrero, mostró un cigarro, un auténtico cigarro de La Habana, que le salía del cráneo calvo.

Ah, ah, c’est merveilleux! —exclamó Jack, riéndose—. ¿Querrás decir entonces que Hitler es un cigarro de La Habana?

—No, quiero decir que Hitler es como un cigarro de La Habana.

-C’est merveilleux! Un cigare! —decía Jack. Y añadía, como presa de imprevista inspiración—: Have a drink, Malaparte. —Pero se corregía y decía, en francés—: Allons boire quelque chose.

El bar de la P. B. S. estaba atestado de oficiales que llevaban ya muchas copas de ventaja sobre nosotros. Nos sentamos en un rincón y comenzamos a beber.

Jack se reía mirando el fondo de su vaso, golpeándose la rodilla con el puño, y de cuando en cuando exclamaba:

C’est merveilleux! Un cigare!

Hasta que sus ojos se pusieron opacos, y riendo me dijo:

Tu crois vraiment que Hitler…?

Mais oui, naturellement.

Después fuimos a cenar, y nos sentamos en la gran mesa de los seniors officiers de la P. B. S. Los oficiales estaban alegres y me sonreían porque yo era el bastard italian liason officer, this bastard son of a gun. Al llegar un cierto momento, Jack comenzó a contar la historia del congreso de hombres de ciencia de la Universidad de Heidelberg y todos los seniors officiers de la P. B. S. me miraban maravillados, exclamando:

What, a cigar? Do you mean that Hitler is a cigar?

He means that Hitler is a cigar Havana —decía Jack riendo.

Y el coronel Brand, ofreciéndome un cigarro a través de la mesa, me decía con una sonrisa de simpatía:

—¿Le gustan a usted los cigarros? Aquí tiene usted un auténtico habano.