Por otra parte, no era culpa mía que la carne de negro aumentase de valor cada día. Un negro muerto no costaba nada: mucho menos que un blanco muerto. ¡Incluso menos que un italiano vivo! Costaba aproximadamente lo mismo que veinte chiquillos italianos muertos de hambre. Era verdaderamente extraño que un negro muerto costase tan poco. Un negro muerto es un muerto bellísimo; es lúcido, macizo, inmenso, y cuando está tendido en el suelo ocupa casi dos veces el sitio de un blanco muerto. Aunque el negro vivo, en América, no hubiese sido más que un pobre limpiabotas de Harlem, o un descargador de carbón del puerto, o un maquinista de ferrocarriles, una vez muerto ocupa el terreno que ocupaban los grandes y espléndidos cadáveres de los héroes de Homero. Me causaba placer, en el fondo, pensar que el cadáver de un negro ocupaba tanto terreno como Aquiles muerto, Héctor muerto, Ajax muerto. Y no sabía resignarme a la idea de que un negro muerto costase tan poco.

Pero un negro vivo costaba muchísimo. El precio de un negro vivo, en Nápoles, había subido en pocos días de doscientos dólares a mil dólares, y tendía a aumentar todavía. Bastaba observar con qué ojos golosos la gente pobre contemplaba a un negro vivo, para comprender que el precio de los negros vivos fuese muy alto y continuase aumentando. El sueño de todos los napolitanos pobres, especialmente de los «scugnizzi», los chiquillos, era poder comprarse un black, aunque fuese por pocas horas. La caza al soldado negro era un juego favorito de los chiquillos. Nápoles, para los chiquillos, era una inmensa selva ecuatorial saturada de un denso olor de buñuelos dulces, donde unos negros estáticos caminaban cimbreándose sobre la cintura con los ojos fijos en el cielo. Cuando un «scugnizzo» conseguía agarrar un negro por la manga de la guerrera y arrastrarlo tras él de bar en bar, de hostería en hostería, de burdel en burdel, por el dédalo de las callejuelas de Toledo y de Forcella, desde todas las ventanas, todos los umbrales y todas las esquinas, cien bocas, cien ojos, cien manos, gritaban: «¡Véndeme tu black! ¡Te doy veinte dólares! ¡Treinta dólares! ¡Cincuenta dólares!» Era lo que se llamaba el flymg market, el mercado libre. Cincuenta dólares era el precio máximo que se pagaba por comprarse un negro para la jornada, es decir, por pocas horas; el tiempo necesario para embriagarlo, despojarlo de todo lo que llevaba encima, desde el gorro a los zapatos, y después, cerrada la noche, abandonarlo desnudo sobre el pavimento de un callejón.

El negro no sospechaba nada. No se daba cuenta de que era comprado y vendido cada cuarto de hora y caminaba inocente y feliz, orgulloso de sus zapatos relucientes, de su pulcro uniforme, de sus guantes amarillos, de sus sortijas y sus dientes de oro, de sus grandes ojos blancos, viscosos y transparentes como ojos de pulpo. Caminaba sonriendo con la cabeza inclinada sobre el hombro y la mirada perdida en el vagar remoto de una nube verde sobre el cielo de color de mar, cortando, con la cándida tijera de sus dientes, agudos, la franja azul que festoneaba los tejados, las piernas desnudas de las muchachas apoyadas en las barandas de las azoteas, los claveles rojos que desbordaban de las macetas de barro cocido en los antepechos de las ventanas. Caminaba como un sonámbulo, saboreando con delicia todos los olores, los colores, los sabores, los sonidos, las imágenes que embellecen la vida; el olor de los buñuelos, del vino, del pescado frito, una mujer encinta sentada a la puerta de su casa, una chiquilla que se rasca las nalgas, otra que se busca una pulga en el seno, el llanto de un chiquillo en la cuna, la risa de un «scugnizzo», el rayo del sol sobre el cristal de una ventana, el canto de un gramófono, las llamas del Purgatorio de cartón piedra en las que arden los condenados al pie de la Virgen en las hornacinas de las esquinas de las callejuelas, un rapaz que, con el cuchillo deslumbrante de sus dientes de nieve, arranca de la raja curva de una sandía como de una armónica, una media luna de sonidos verdes y rosa, centelleando sobre el cielo gris de un muro; una muchacha que se peina asomada a la ventana, cantando el «¡Oh, Mari…!», y mirándose en el cielo como en un espejo.

El negro no se daba cuenta de que el chiquillo que lo llevaba de la mano, que le acariciaba el pulso, hablándole dulcemente y mirándolo a la cara con ojos cariñosos cambiaba de vez en cuando. (Cuando el chiquillo vendía su black a otro «scugnizzo» confiaba la mano del negro a la mano del comprador y se perdía entre la muchedumbre). El precio de un negro en el «mercado libre» era calculado según la largueza y generosidad en el gastar, según su gula en el beber y comer, según su manera de sonreír, de encender un cigarrillo, de mirar a una mujer. Cien ojos expertos y ávidos seguían los ademanes del negro, contaban el dinero que llevaba en el bolsillo, espiaban sus dedos negros y rosa, sus uñas pálidas. Había chiquillos habilísimos en este rápido cálculo. (Un muchacho de diez años, Pasquale Mele, comprando y revendiendo negros en el «mercado libre», se había ganado en el espacio de dos meses cerca de seis mil dólares, con los cuales había comprado una casa cerca de la Piazza Olivella). Mientras vagabundeaba de bar en bar, de hostería en hostería, de burdel en burdel, mientras sonreía, bebía, comía y acariciaba los brazos de una muchacha, el negro no se daba cuenta de que se había convertido en mercancía de cambio, en un esclavo.

Ciertamente no era muy digno para los pobres soldados negros del ejército americano, so kind, so black, so respectable, haber ganado la guerra, ser desembarcados en Nápoles como vencedores y ser comprados y vendidos como pobres esclavos. Pero en Nápoles estas cosas ocurren cada mil años; les ocurrió a los normandos, a los angevinos, a los aragoneses, a Carlos VIII de Francia, al propio Garibaldi y al mismo Mussolini. El pueblo napolitano se hubiera muerto de hambre hace ya muchos siglos si de vez en cuando no le cayese la fortuna de poder comprar y revender todos aquellos, italianos o extranjeros, que pretenden desembarcar en Nápoles como dueños y vencedores.

Si comprar por algunas horas un negro en el «mercado libre» costaba sólo algunas docenas de libras, comprarlo por un mes, dos meses, costaba caro: de los trescientos a los mil dólares, y aún más. Un negro americano era una mina de oro. Ser propietario de un esclavo negro representaba tener una renta segura, una fácil fuente de ingresos; resolver el problema de la vida, a menudo llegar a ser rico. El riesgo, es cierto, era grave, porque los M.P., que no comprendían nada de Europa, sentían una inexplicable aversión contra la trata de negros. Pero, a pesar de los M.P., el comercio de negros gozaba de gran predicamento en Nápoles. No había familia napolitana, por pobre que fuese, que no poseyera su esclavo negro.

El dueño de un negro trataba a su esclavo como un huésped querido. Le ofrecía comida y bebida, lo hinchaba de buñuelos y de vino, lo hacía bailar, incluso lo hacía dormir en su propio lecho, junto con toda la familia, varones y hembras, en aquel inmenso lecho que ocupa la mayor parte de todo «basso» napolitano. Y el negro, cada noche, regresaba trayendo a cambio azúcar, cigarrillos, span, tocino ahumado, pan, harina, camisetas, medias, zapatos, uniformes, mantas, capotes y montañas de caramelos. Al black le gustaba aquella vida tranquila y familiar, aquella afectuosa y honesta acogida, la sonrisa de las mujeres y los chiquillos, la mesa puesta bajo la lámpara, el vino, el queso y los buñuelos dulces. Al cabo de unos cuantos días, el afortunado negro convertido en esclavo de aquella pobre y cordial familia napolitana, se prometía con una de las hijas de su dueño y cada noche regresaba trayendo a la prometida latas de carne, sacos de azúcar y harina, cartones de cigarrillos, toda clase de tesoros de toda especie que robaba en los almacenes militares y que el padre y los hermanos de su prometida vendían a los traficantes del mercado negro. En la selva de Nápoles podían comprarse incluso esclavos blancos; pero rendían poco y por esto costaban menos. Sin embargo, un blanco de P. X. costaba tanto como un driver de color.

Lo más raro eran los conductores. Un driver negro costaba hasta dos mil dólares. Había driver que llevaba a su prometida camiones enteros de harina, azúcar, neumáticos y bidones de bencina. Un driver negro le regaló un día a su prometida, Concetta Espósito, del Vicolo della Torretta, al fondo de la Rivera di Chiaia, un carro blindado pesado, un «Sherman». En dos horas el carro blindado, oculto dentro de un patio, fue desmontado y descuartizado. En dos horas escasas no quedó rastro de él; tan sólo una mancha de aceite sobre las losas del patio. En el puerto de Nápoles, una noche, fue robado un Liberty ship, llegado pocas horas antes de América en convoy con diez embarcaciones más; fue robado no sólo el cargamento, sino la nave. Desapareció, y no se ha sabido nunca nada de ella. Todo Nápoles, desde Capodimonte a Posillipo, al saber la noticia, fue presa de una formidable explosión de risa como un terremoto. Se vieron las Musas, las Gracias, Juno, Minerva, Diana y todas las diosas del Olimpo que cada noche se ocultaban tras las nubes sobre el Vesubio para contemplar Nápoles y tomar el fresco, reírse a carcajadas agarrándose la barriga. Y Venus hizo temblar el cielo con el relámpago de sus dientes.

—Jack, ¿cuánto cuesta un Liberty ship en el mercado negro?

Oh, ça ne coute pas cher, you damned fool! —respondía Jack, sonrojándose.

—Habéis hecho bien en poner centinela en el puente de vuestro acorazado. Si no vigiláis os robarán la flota.

The hell with you, Malaparte.

Cuando, como cada tarde, llegábamos al final de la Vía Toledo, frente al famoso «Café Caflish» que los franceses habían requisado para convertirlo en el Foyer du Soldat, moderábamos el paso para escuchar a los soldados del general Juin hablar francés entre ellos. Nos gustaba oír hablar francés en labios franceses.

Jack hablaba siempre francés conmigo. Cuando, inmediatamente después del desembarco aliado en Salerno, fui nombrado oficial de enlace entre el Corpo Italiano di Liberazione y el Gran Cuartel General de la Peninsular Base Section, Jack, el coronel de Estado Mayor Jack Hamilton, me había preguntado si hablaba francés, y a mi «oui, mon Colonel», se sonrojó de júbilo.

Vous savez —me dijo— il fait bon de parler français. Le français est une langue très, très respectable. C’est très bon pour la santé.

A todas las horas del día, en la terraza del «Café Caflish», se reunía un grupo de soldados y marineros argelinos, malgaches, marroquíes, senegaleses, tahitianos y siameses, pero su francés no era el de La Fontaine y no conseguíamos entender una sola palabra. Algunas veces, sin embargo, aguzando el oído, pescábamos al vuelo palabras pronunciadas con acento parisiense o marsellés. Jack se sonrojaba de júbilo y agarrándome por el brazo me decía:

—Escucha, Malaparte, écoute, voilà du véritable français.

Nos deteníamos los dos, conmovidos al escuchar aquellas voces francesas, aquel acento de Ménilmontant o de la Canebière, y Jack decía:

Ah, que c’est bon! Ah, que ça fait du bien!

A menudo nos dábamos ánimos mutuamente y franqueábamos el umbral del «Café Caflish». Jack se acercaba tímidamente al sargento francés que dirigía el Foyer du Soldat y le preguntaba sonrojándose:

Est-ce que par hasard… est-ce qu’on a vu par ici le commandant Syantey.

-Non, mon Colonel —respondía el sargento—, on ne l’a pas vu depuis quelques jours.

Merci —decía Jack—, merci, mon ami.

Au, revoir, mon Colonel —decía el sargento.

Ah, que ça fait du bien d’entendre parler français —decía Jack, rojo de satisfacción saliendo del «Café Caflish».