—This bastard people! —decía entre dientes el coronel Hamilton, abriéndose paso entre la muchedumbre.
—¿Por qué dices eso, Jack?
Llegados a la altura del Augusteo nos metíamos de repente, cada día, por la Vía Santa Brígida, donde la multitud era menos espesa, y nos deteníamos un instante para tomar aliento.
—This bastard people —repetía Jack, componiéndose el uniforme arrugado por los apretujones de la muchedumbre.
—No digas eso, Jack, don’t say that.
—Why not? This bastard, dirty people.
—¡Oh, Jack! También yo soy un bastardo, también yo soy un puerco italiano. Pero me siento orgulloso de ser un cerdo italiano. No es culpa nuestra no haber nacido en América. Estoy seguro de que seríamos un bastard dirty people aunque hubiésemos nacido en América. Don’t you think so, Jack?
—Don’t worry, Malaparte —me decía Jack—; no te lo tomes a mal. Life is wonderful.
—Sí, la vida es una cosa magnífica, Jack, ya lo sé. Pero no digas eso, don’t say that.
—Perdóname —decía Jack, dándome golpecitos en la espalda—, no quería ofenderte. Es una manera de hablar. Me gusta el pueblo italiano. I like this bastard, dirty wonderful people.
—Lo sé, Jack; sé que quieres a este pueblo infeliz, pobre y maravilloso. Ningún pueblo sobre la Tierra ha sufrido tanto como el pueblo napolitano. Sufre el hambre y la esclavitud desde hace veinte siglos, y no se queja. No maldice a nadie, no odia a nadie; ni aun su miseria. Cristo era napolitano.
—No digas tonterías —decía Jack.
—No es una tontería. Cristo era napolitano.
—¿Qué tienes hoy, Malaparte? —decía Jack, mirándome con sus bondadosos ojos.
—Nada. ¿Qué quieres que tenga?
—Estás de un humor negro —decía Jack.
—¿Por qué quieres que esté de mal humor?
—I know you, Malaparte. Hoy estás de un humor negro.
—Estoy disgustado por lo de Cassino, Jack.
—¡Al diablo Montecassino; The hell with Cassino!
—Estoy disgustado, verdaderamente disgustado por lo que le pasa a Montecassino.
—The hell with you —decía Jack.
—Es verdaderamente un pecado lo que estáis haciendo en Cassino.
—Shut up, Malaparte.
—Perdón, no quería ofenderte, Jack. Me gustan los americanos. I like the pure, the clean, the wonderful American people.
—Lo sé, Malaparte. Sé que quieres a los americanos. But, take it easy, Malaparte. Life is wonderful.
—¡Al diablo Montecassino, Jack!
—Oh, yes! ¡Al diablo Nápoles, Malaparte, the hell with Naples!
Un extraño olor flotaba en el aire. No era el olor que, hacia el crepúsculo, baja por las callejuelas de Toledo, Piazza delle Carrette, de Santa Teresella degli Spagnoli, No era el olor de las freidurías, de las hospederías, de los urinarios, anidados en los fétidos y oscuros callejones del barrio, que desde la Vía Toledo trepan hacia San Martino. No era ese hedor amarillo, opaco, viscoso, hecho de mil efluvios, de mil turbias exhalaciones, de mille délicates puanteurs, como decía Jack, que las flores marchitas, amontonadas a los pies de la Virgen en los tabernáculos de las esquinas de los callejones trascendían a ciertas horas del día por toda la ciudad. No era el olor del sirocco, que sabe a queso de oveja y pescado podrido. No era ni siquiera olor de carne cocida que, hacia el caer de la tarde, se difunde por Nápoles saliendo de los burdeles, ese olor en el cual Jean Paul Sartre, caminando un día por Vía Toledo, sombre comme una aisselle, pleine d’une ombre chande vaguement obscene, husmeaba la parenté inmonde de l’amour et de la nourriture. No, no era ese olor de carne cocida, que se esparcía por Nápoles durante el crepúsculo, cuando la chair des femmes à l’air bouillie sous la crasse. Era un olor de una pureza y de ingravidez extraordinarias; un olor ligero, leve, transparente, un olor de mar polvoriento, de noche salada, el olor de una antigua floresta de árboles de papel.
Una turbamulta de mujeres despeinadas y rostros compuestos, seguidas de multitudes de soldados negros de manos pálidas, subían y bajaban por Vía Toledo, hendiendo el gentío con agudos gritos de «¡Eh, Joe! ¡Eh, Joe!» A la entrada de los callejones había una larga hilera de mujeres, cada una de pie detrás del respaldo de una silla; eran las peinadoras públicas, las capere. Sobre las sillas, con la cabeza apoyada sobre el respaldo y los ojos cerrados, o reclinada sobre el pecho, estaban sentados atletas negros de cabeza pequeña y zapatos amarillos y relucientes como los pies de las estatuas doradas de los ángeles de la iglesia de Santa Chiara. Las capere, aullando, llamándose unas a otras con extraños gritos guturales, o cantando o peleando hasta enloquecerse con las comadres asomadas a las ventanas y balcones como al palco de un teatro, hundían sus peines en el lanudo cabello de los negros, tirando del pelo con ambas manos, escupiendo entre los dientes del peine para hacerlo más escurridizo, vertiéndose ríos de brillantina en la palma de la mano, restregando y alisando como masajistas las selváticas cabelleras de los pacientes.
Bandadas de chiquillos andrajosos, arrodillados delante de sus cajas de madera incrustadas de trozos de madreperla y de conchas marinas, de fragmentos de espejo, golpeaban con el dorso de sus cepillos la superficie de la caja gritando: «¡Limpio, limpio! shoe shine! shoe shine!», mientras con sus manos ávidas agarraban al vuelo por el borde de los pantalones a los soldados negros que pasaban contoneándose. Grupos de soldados marroquíes estaban agazapados a lo largo de los muros, envueltos en sus oscuras capas, el rostro picado por la viruela, los ojos amarillos reluciendo en el fondo de sus órbitas rodeadas de arrugas, aspirando con las narices encendidas el olor graso y vagabundo en el aire polvoriento.
Mujeres lívidas, deshechas, con los labios pintados, los rostros desencajados y cubiertos de afeites, horribles y lamentables, estaban paradas en las esquinas de los callejones ofreciendo a los pasantes su miserable mercancía; chiquillas y muchachos de ocho, de diez años, que los soldados marroquíes, hindúes, argelinos, malgaches, palpaban levantándoles las faldas o metiendo las manos por entre los botones de los calzones. Las mujeres gritaban: «Two dollars the boys, three dollars the girls!»
—¿Te gustaría, di la verdad, una chiquilla de tres dólares? —le pregunté a Jack.
-Shut up, Malaparte.
—No es cara una chiquilla por tres dólares; cuesta mucho más un kilo de carne de cordero. Estoy seguro de que en Londres o en Nueva York una chiquilla cuesta más que aquí, ¿no es verdad, Jack?
—Tu me dégoutes —decía Jack.
—Tres dólares son apenas trescientas liras. ¿Cuánto puede pesar una chiquilla de ocho o diez años? ¿Veinte kilos? Piensa que un kilo de cordero, en el mercado negro, cuesta quinientas liras; es decir, cinco dólares y cincuenta centavos.
—Shut up —gritaba Jack.
Desde hacía algunos días los precios de las chiquillas y los muchachos estaban en baja y continuaban bajando. Mientras el precio del azúcar, del aceite, de la harina, de la carne y del pan subían y continuaban aumentando, el precio de la carne humana bajaba de día en día. Una muchacha de veinte o veinticinco años que una semana antes costaba hasta diez dólares, ahora apenas valía cuatro, huesos comprendidos. La razón de tal baja de la carne humana en el mercado de Nápoles era quizá debida a que acudían a la ciudad las mujeres de toda la Italia meridional. Durante las últimas semanas, los mayoristas habían lanzado al mercado una fuerte partida de mujeres sicilianas. No todo era carne fresca, pero los especuladores sabían que los soldados negros tienen gustos refinados y prefieren la carne no demasiado fresca. Sin embargo, la carne siciliana no tenía mucha demanda y por fin los negros acabaron rechazándola; a los negros no les gustaban las mujeres blancas demasiado negras. De la Calabria, de las Apulias, de la Basilicata, del Molise llegan todos los días a Nápoles en carretas tiradas por pobres borriquillos, en autocares aliados, y la mayor parte a pie, chiquillas fuertes y robustas, casi todas ellas campesinas, atraídas por el espejuelo del oro. Y así el precio de la carne humana en el mercado napolitano iba descendiendo precipitadamente, y se temía que esto pudiese traer consecuencias graves para toda la economía de la ciudad. No se había visto jamás una cosa semejante en Nápoles. Era una vergüenza de la cual la mayor parte del buen pueblo napolitano se sonrojaba. Pero ¿por qué las autoridades aliadas, que eran los dueños de Nápoles, no se sonrojaban? Como compensación, la carne de negro subía de precio y este hecho contribuía, por fortuna, a restablecer un cierto equilibrio en el mercado.
—¿Cuánto cuesta hoy la carne de negro? —le preguntaba a Jack.
—Shut up —me contestaba.
—¿Es verdad que la carne de un americano negro cuesta más que la de un americano blanco?
—Tu m’agaces —me respondía Jack.
No tenía ciertamente intención de ofenderlo, ni de burlarme de él, ni aún de faltar al respeto al ejército americano, the most lovely, the most kind, the most respetable Army of the world. ¿Qué me importaba a mí que la carne de un americano negro costase, o no, más que la de un americano blanco? Yo quiero a los americanos cualquiera que sea el color de su piel y lo he demostrado cien veces durante la guerra. Blancos o negros, tienen el alma clara, mucho más clara que la nuestra. Quiero a los americanos porque son buenos cristianos, sinceramente cristianos. Porque creen que Cristo está siempre de parte de los que tienen razón. Porque creen que es una culpa no tener razón, que es inmoral no tenerla. Porque creen que sólo ellos son honrados y que todos los pueblos de Europa son, más o menos, deshonestos. Porque creen que un pueblo vencido es un pueblo culpable, que la derrota es una condena moral, un acto de justicia divina.
Quiero a los americanos por estas razones y por muchas otras que no digo. Su sentido de humanidad, su generosidad, la honradez y pura simplicidad de sus ideas, durante aquel terrible otoño de 1943, tan lleno de humillaciones y de luchas para mi pueblo, me hicieron concebir la ilusión de que los hombres odian el mal, me hicieron creer en la esperanza de una Humanidad mejor y en la certeza de que tan sólo la bondad (la bondad y la inocencia de aquellos magníficos muchachos del otro lado del Atlántico, desembarcados en Europa para castigar a los malvados y premiar a los buenos) hubiera podido rescatar de sus pecados a los pueblos y a los individuos.
Pero, de entre todos mis amigos americanos, el coronel de Estado Mayor Jack Hamilton me era el más querido. Jack era un hombre de treinta y ocho años, alto, delgado, pálido, elegante, de aspecto señorial, casi europeo. A primera vista, quizá, parecía más europeo que americano, pero no lo quería por esta razón: lo quería como un hermano. Porque, poco a poco, conociéndolo íntimamente, su naturaleza americana se revelaba firme y decisiva. Era oriundo de Carolina del Sur («he tenido por nodriza —decía Jack— une négresse par un démor secouée»), pero no era en absoluto lo que en América se entiende por un hombre del Sur. Era un espíritu culto, refinado y, al propio tiempo, de una simplicidad y de una inocencia casi pueriles. Era, quiero decir, un americano en el sentido más noble de la palabra; uno de los hombres más dignos de respeto que jamás he encontrado en la vida. Era un christian gentleman. ¡Ah, cuán difícil es expresar lo que quiero precisar como christian gentleman! Todos aquéllos que conocen y aman a los americanos lo comprenderán cuando digo que el pueblo americano es un pueblo cristiano y que Jack era un christian gentleman.
Educado en la Woodberry Forest School, en la Universidad de Virginia, Jack se había dedicado con igual ardor al griego, al latín y al deporte, entregándose con igual fidelidad en manos de Horacio, Virgilio, Simónides y Jenofonte o en las de los masseur de las palestras universitarias Había sido en 1928 sprinter del American Olympic Track Team de Amsterdam, y se sentía más orgulloso de sus victorias olímpicas que de sus títulos académicos. Después de 1929 había pasado algunos años en París por cuenta de la United Press y estaba orgullosísimo de su francés casi perfecto.
—He aprendido el francés en los clásicos —solía decir—; mis profesores de francés han sido La Fontaine y Madame Bonnet, la portera de la casa que habitaba en la rue Vaugirard. Tu ne trouves pos que je parle comme les animaux de La Fontaine? Él me ha enseñado que en un chien peut bien regarder un évéque.
—¿Y has venido a Europa —le preguntaba yo— para aprender estas cosas? Incluso en América un chien peut bien regarder un évêque.
—¡Oh, no —me contestaba Jack—, en América son los obispos los que pueden mirar a los perros!
Jack conocía asimismo muy bien lo que él llamaba la baulieue de París; es decir, Europa. Había recorrido Suiza, Bélgica, Alemania y Suecia con ese espíritu humanista y esa avidez de saber con la cual los estudiantes de carrera inglesa, antes de la reforma del doctor Arnold, recorrían Europa durante su grand tour estival. De aquellos viajes Jack había regresado a América con el manuscrito de un ensayo sobre el espíritu de ciudadanía europeo y un estudio sobre Descartes, que le había valido el nombramiento de profesor de literatura de una gran universidad americana. Pero los laureles académicos no son tan verdes sobre la frente de un atleta como los laureles olímpicos; y Jack no sabía consolarse de que un esguince en la rodilla no le consintiese ya correr, por la bandera estrellada, en las competiciones internacionales. Para tratar de olvidar esta desventura suya, Jack se consagraba a leer su querido Virgilio o su dilecto Jenofonte en el vestuario del campo de deportes de su universidad, en medio de los olores de goma, de toallas mojadas, de jabón y de linóleo que es la mescolanza característica de la cultura clásica universitaria en los países anglosajones.
Una mañana, en Nápoles lo sorprendí en el vestuario, en aquella hora desierta, de la Peninsular Base Section, leyendo a Píndaro. Me miró y esbozó una sonrisa, sonrojándose ligeramente. Me preguntó si me gustaba la poesía de Píndaro. Y añadió que en las odas olímpicas de Píndaro no se siente la dura, la larga fatiga del jadear, que en aquellos versos divinos resuena el aullar de la muchedumbre y los aplausos triunfales, no el ronco silbido, el estertor que sale de los labios de los atletas en el esfuerzo supremo.
—Yo entiendo de eso —decía—; sé lo que son los últimos veinte metros. Píndaro no es un poeta moderno; es un poeta inglés de la época victoriana.
Pese a que de todos los poetas prefiriese a Horacio y Virgilio por su serenidad melancólica, sentía por la poesía griega y por la Grecia antigua una gratitud no de escolar, sino de hijo. Sabía de memoria rapsodias enteras de la Ilíada, y acudían las lágrimas a sus ojos cuando declamaba en griego los hexámetros de la rapsodia «Juegos Fúnebres en honor de Patroclo». Un día, sentados sobre las riberas del Volturno, en Capa, esperando que el sargento de guardia en el puente nos diese la señal de tránsito, discutíamos sobre Winckelmann y del concepto de belleza acerca de los antiguos helenos. Recuerdo que Jack vino a decirme que a las taciturnas, fúnebres y misteriosas imágenes de la Grecia arcaica, austera y bárbara, o, como decía él, gótica, prefería las alegres, claras y armónicas imágenes de la Grecia helenística, joven, espiritual y moderna, porque todo aquello definía a una Grecia del siglo XVIII. Y al preguntarle yo cuál sería, a su juicio, la Grecia americana, me respondió riendo: «La Grecia de Jenofonte»; y riendo se puso a dibujar un singular e ingenioso retrato de Jenofonte que era una disimulada sátira, dentro del gusto del doctor Johnson, de ciertos helenistas de la escuela de Boston.
Jack sentía por los helenistas de Boston un desprecio indulgente y malicioso. Una mañana lo encontré sentado bajo un árbol, con un libro sobre las rodillas, al lado de una batería pesada instalada frente a Montecassino. Eran los tristes días de la batalla de Cassino. Llovía; desde hacía dos semanas no hacía otra cosa que llover. Columnas de camiones cargados de soldados americanos cosidos en mortajas de blanca tela de grueso Uno, iban bajando hacia los pequeños cementerios militares diseminados a lo largo de la Vía Apia y la Vía Cassilina. Para resguardar de la lluvia las páginas de su libro (era una crestomatía del setecientos, de la poesía griega, encuadernada en cuero, con cantos dorados que el buen Gaspare Casella, el famoso librero anticuario napolitano amigo de Anatole France, le había regalado), Jack estaba sentado con el cuerpo doblado hacia delante, cubriendo el precioso libro con los faldones del impermeable.
Recuerdo que me dijo que, en Boston, Simónides no era considerado un gran poeta. Y añadió que Emerson, en su elogio fúnebre de Thoreau, afirma que his classic poem in Smoke suggest Simonides, but is better than any poem of Simonides. Se reía de todo corazón, diciendo: «Ah, ces gens de Boston! Tu vois ça?» Thoreau, en Boston, es más grande que Simónides, y la lluvia le entraba en la boca mezclándose con sus palabras y su risa.
Su poeta americano preferido era Edgar Allan Poe. Pero a veces, cuando había bebido un whisky más de la cuenta, confundía los versos de Horacio con los de Edgar Poe y se maravillaba al encontrar a Annabel Lee y a Lydia en el mismo verso arcaico. O le ocurría confundir la «Feuille parlante» de Madame de Sevigné con algún animal parlante de La Fontaine.
—No era un animal —le decía yo—, era una hoja, una hoja de árbol.
Y le citaba el fragmento de aquella carta en la cual Madame de Sevigné escribía que hubiera deseado que en su parque no hubiese más que una hoja parlante.
—Mais ce-la est absurde —decía Jack—, une feuille qui parle! Un animal ça se comprend, mais une feuille!
—Para comprender a Europa —le decía yo— la razón cartesiana no sirve para nada. Europa es un país misterioso, lleno de secretos inviolables.
—¡Ah, Europa! ¡Qué país tan extraordinario! —exclamaba—. Necesito Europa para sentirme americano.
Pero Jack no era de esos américains de París que se encuentran en cada página de The sun also rises, de Hemingway, que alrededor del 1925 frecuentaba el Select de Montparnasse y desdeñaban el té de Ford Madox Ford y la librería de Sylvia Beach; y de quienes Sinclair Lewis, a propósito de ciertos personajes de Eleonor Green, dice que eran «como los prófugos intelectuales de la Rive Gauche hacia el 1925, o como T. E. Eliot, Ezra Pound o Isadora Duncan, iridiscent flies caught in the black web an ancient and amoral European culture». Jack no era siquiera uno de esos jóvenes decadentes de la otra parte del Atlántico, reunidos en torno de la revista americana Transición, que se imprimía en París hacia el 1925. No, no era ni un déraciné ni un decadente. Era un americano enamorado de Europa.
Sentía por Europa un respeto mezcla de amor y admiración. Pero, a pesar de su cultura y su afectuosa experiencia de nuestras virtudes y nuestros pecados, cuando se enfrentaba con Europa había también en él, como en casi todos los verdaderos americanos, una delicada especie de complejo de inferioridad que se revelaba no ya en la incapacidad de comprender y de perdonar las miserias de las vergüenzas nuestras, sino en el miedo de comprender, en el pudor de admitir. Este complejo de inferioridad, este candor, este maravilloso pudor, quedaban quizá más al descubierto en Jack que en muchos otros americanos. Cada vez que en una calle de Nápoles o en un pueblecito cercano a Capua, o Caserta o en la carretera de Cassino asistía a algún doloroso episodio de nuestra miseria, de nuestra humillación física y moral, de nuestra desesperación (de la miseria, de la humillación, de la desesperación, no de Nápoles y de Italia tan sólo, sino de toda Europa), Jack se ruborizaba.
Por esta manera de ruborizarse yo quería a Jack como a un hermano. Por este maravilloso pudor tan profundamente, tan auténticamente americano, yo le estaba agradecido a Jack, a todos los G. I. del general Clark, a todos los chiquillos, a todas las mujeres y a todos los hombres de América. (¡Oh, América, luminoso y remoto horizonte, inalcanzable ribera, feliz y vedado país!) Acaso para intentar ocultar su pudor decía, sonrojándose: «This bastard, dirty people». Y se me ocurría entonces reaccionar ante su maravilloso rubor con sarcasmos, con palabras amargas, llenas de una risa dolorosa y malvada, de la cual me arrepentía en seguida y guardaba en mi corazón el remordimiento durante toda la noche. Él hubiera acaso preferido que me echase a llorar; mis lágrimas le hubieran parecido seguramente más naturales que mis sarcasmos, menos crueles que mi amargura. Pero también yo tenía que ocultar algo. También nosotros, en esta miserable Europa nuestra, tenemos miedo y vergüenza de nuestro pudor.