Estaba cansado de ver matar gente. Desde hacía cuatro años no veía más que matar gente. Ver morir gente es una cosa, verla matar es otra. Se tiene la impresión de estar de parte de los que matan, de ser uno de ellos. Estaba, cansado, no podía más. Ahora, la vista de un cadáver me hacía vomitar; vomitar no solamente de asco, sino de horror, de rabia, de odio. Empezaba a detestar los cadáveres. La piedad había desaparecido, comenzaba el odio. ¡Odiar los cadáveres! Para comprender en qué abismo de desesperación puede caer un hombre, hay que comprender lo que significa odiar los cadáveres.

Durante estos cuatro años de guerra no había disparado nunca contra un hombre; ni contra un hombre vivo ni contra un muerto. Había permanecido cristiano. Permanecer cristiano, durante aquellos años, quiere decir traicionar. Ser cristiano quería decir ser un traidor puesto que esta cochina guerra no era contra los hombres sino contra Dios. Desde hacía cuatro años veía hordas de hombres ir en busca de Cristo, como un cazador va en busca de la caza. En Polonia, en Servia, en Ucrania, en Rumania, en Italia, por toda Europa, desde hacía cuatro años, veía hordas de hombres pálidos saquear las casas, buscar por los matorrales, los bosques, las montañas, los valles, para hacer salir a Cristo de su guarida y matarlo como un perro rabioso. Pero yo había permanecido cristiano.

Y ahora, después de dos meses y medio, desde que, después de la liberación de Roma, a principios de junio, nos habíamos lanzado a la persecución de los alemanes a lo largo de la Vía Cassia y la Vía Aurelia (Jack y yo estábamos encargados de mantener el enlace entre los franceses del general Juin y los americanos del general Clark, a través de los montes y los bosques de Viterbo, de Toscana, a través de las maremme de Crosseto, de Siena, de Volterra), ahora comenzaba a sentir yo también en mí el deseo de matar.

Casi cada noche soñaba que disparaba, que mataba. Me despertaba húmedo de sudor, estrechando la culata de mi ametralladora. Jamás había tenido sueños como aquellos. Jamás hasta entonces soñé que mataba un hombre. Disparaba y veía al hombre caer, lentamente, paulatinamente, en medio de un silencio cálido y blando. Una noche, Jack me oyó gritar soñando. Dormía en el suelo, al abrigo de un «Sherman», bajo la tibia lluvia de julio, en un bosque cercano a Volterra donde nos habíamos reunido con la división japonesa, una división americana formada por japoneses de California y de Hawai que tenía la misión de atacar Liorna. Jack me oyó gritar en mi sueño y llorar y rechinar los dientes. Era como si un lobo se hubiese despertado lentamente en el fondo de mí mismo, liberándose de los lazos de mi subconsciente.

Esta especie de rabia homicida, esta sed de sangre había comenzado a devorarme entre Siena y Florencia, cuando habíamos empezado a darnos cuenta de que entre los alemanes que tiraban contra nosotros había también italianos. En aquella época, la guerra de liberación contra los alemanes iba cambiándose paulatinamente para nosotros, italianos, en una guerra fratricida contra los italianos.

-Don’t worry —me decía Jack—, es, desgraciadamente, lo que pasa en toda Europa.

No solamente en Italia, sino en Europa, una atroz guerra civil se estaba desarrollando, como un tumor purulento en el interior de la guerra que los aliados sostenían contra la Alemania de Hitler. Para liberar a Europa del yugo alemán, los polacos asesinaban a los polacos, los griegos a los griegos, los franceses a los franceses y los rumanos a los rumanos. En Italia, los italianos que habían tomado el partido de los alemanes no tiraban contra los soldados aliados, sino contra los italianos que habían tomado el partido de los aliados; y, recíprocamente, los italianos que habían tomado el partido de los aliados no tiraban contra los soldados alemanes. Mientras los aliados se hacían matar para liberar a Italia de los alemanes, nosotros nos matábamos entre nosotros. Era el viejo italiano que se despertaba en cada uno de nosotros. Era la cochina guerra habitual entre italianos, bajo el habitual pretexto de liberar a Italia del extranjero. Pero lo que más me horrorizaba y me espeluznaba de este viejo mal era sentirme yo también alcanzado por el contagio. También yo me sentía sediento de sangre fraterna. Durante aquellos cuatro años, había conseguido mantenerme cristiano; y ahora, ¡oh, Dios!, he aquí que mi corazón estaba tan podrido de odio, que avanzaba yo también, con el fusil ametrallador, pálido como un asesino, he aquí que yo también me sentía abrasado hasta lo más profundo de mis entrañas por un horrible furor homicida.

Cuando atacábamos Florencia y por Porta Romana, por Bellosguardo, por Poggio Imperiale, penetramos en las calles de Oltrarno, retiré el cargador de mi ametralladora, y tendiéndoselo a Jack le dije:

—¡Ayúdame, Jack, no quiero ser asesino! Jack me miró sonriendo; estaba pálido y sus labios temblaban. Tomó el cargador que yo le tendía y se lo metió en el bolsillo. Después retiré el cargador de mi «Mauser» y se lo di. Jack avanzó la mano y siempre con aquella misma sonrisa triste y afectuosa me desembarazó de los cargadores que emergían de los bolsillos de mi guerrera.

—Te van a matar como a un perro —dijo.

—Es una bella muerte, Jack. Siempre he soñado morir un día como un perro.

Al extremo de la Vía di Porta Romana, allá donde esta calle penetra oblicuamente en la Vía Maggio, los francotiradores nos acogieron desde los tejados y las ventanas con una furiosa descarga de fusilería. Tuvimos necesidad de saltar de los jeeps y avanzar agachados, a lo largo de las casas, bajo las balas que rebotaban silbando en el pavimento. Jack y los canadienses que estaban con nosotros respondían al fuego, y el comandante Bradley, que mandaba los soldados americanos, se volvía de vez en cuando para mirarme asombrado y me gritaba:

—¿Por qué no dispara usted? ¿Es acaso por una objeción de conciencia?

—No —respondió Jack—, no es un objetor de conciencia, es un italiano, un florentino. No quiere matar italianos, florentinos.

Y me miraba sonriendo con tristeza.

—¡Se arrepentirá usted! —me gritaba el comandante Bradley—. No encontrará usted jamás una ocasión parecida.

Y los soldados canadienses me miraban también sorprendidos, y se reían y me gritaban en su viejo francés normando: «¡Perdóneme usted, mi capitán, pero nosotros no somos de Florencia!» Y tiraban contra las ventanas, siempre riendo. Pero yo sentía en sus palabras y en sus risas una simpatía afectuosa un poco triste.

Tuvimos que combatir durante quince días en calles de Oltrarno antes de conseguir cruzar el río y penetrar en el corazón de la villa. Estábalos acantonados en la «Pensión Bartolini», en el último piso del viejo palacio Serristori, y teníamos que caminar a gatas por las habitaciones para no ser acribillados a balazos por los alemanes agazapados detrás de las ventanas del palazzo Ferroni, justo frente a nosotros, al otro lado del Arno, en la entrada del puente de la Santa Trinità, por la noche, tendido al lado de los soldados canadienses y de los partigiani de la división comunista «Potente», apretaba mi rostro contra el pavimento de ladrillos, haciendo un esfuerzo para no levantarme, para no bajar a la calle, para no ir a las casas a tirar al vientre de todos los que, ocultos en los sótanos, esperaban temblando el momento de poder, una vez pasado el peligro, precipitarse fuera, con una escarapela tricolor en el pecho y un pañuelo rojo en el cuello, gritando: «¡Viva la Libertad!» Yo sentía vergüenza de este odio que me devoraba el corazón, pero tenía que agarrarme al suelo con las uñas para no ir a matar en sus casas a todos los falsos héroes que, un día cercano, cuando los alemanes hubiesen abandonado la villa, saldrán de sus escondrijos para gritar «¡Viva la Libertad!», mirando con desprecio con piedad, con odio, nuestros rostros barbudos y nuestros harapientos uniformes.

—¿Por qué no duermes? —me preguntaba Jack—. ¿Piensas en los héroes de mañana?

—Sí, Jack; pienso en los héroes de mañana.

Don’t worry —decía Jack—, ocurrirá lo mismo en toda Europa. Serán los héroes de mañana que habrán salvado la libertad de Europa.

—¿Porqué habéis venido a liberarnos, Jack? Hubierais debido dejarnos morir en la esclavitud.

—Yo daría la libertad de Europa por un doble de cerveza bien helada —decía Jack.

—¿Un doble de cerveza helada? —exclamó el comandante Bradley, despertándose sobresaltado.

Una noche, cuando estábamos a punto de salir de patrulla por los tejados, un partigiano de la «Potente» vino a avisarme que un oficial de artillería italiano preguntaba por mí. Era Giacomo Lombroso. Nos abrazamos en silencio, pero yo temblaba, mirando su rostro pálido, sus grandes ojos llenos de aquella extraña luz que tienen los ojos de un judío cuando la muerte se posa sobre sus hombros, como una invisible lechuza. Hicimos un largo reconocimiento de los tejados para descubrir a los francotiradores ocultos detrás de las techumbres y las lumbreras y al regreso fuimos a tendernos sobre el tejado de la «Pensión Bartolini», al abrigo de una chimenea.

Tendidos sobre las tejas calientes, en aquella noche de verano que sólo turbaban de vez en cuando los relámpagos de una tormenta lejana, hablábamos en voz baja, mirando la luna pálida elevarse lentamente en el cielo por encima de los olivos de Settigano y Fiesole, de los bosques de cipreses de Monte Morello, encima del espinazo desnudo de la Calvana. Allá lejos, en el fondo del llano, me parecía ver relucir a la luz de la luna los tejados de mi villa natal. Y le dije a Jack:

—Aquello, Jack, es Prato, mi pueblo. Allí está la casa de mi madre. Nací cerca de la casa donde nació Filippino Lippi. ¿Te acuerdas, Jack, de la noche que pasamos ocultos en el bosque de cipreses de las colmas de Prato? ¿Te acuerdas? Veíamos brillar en los cipreses los ojos de las madonnas y de los ángeles de Filippino Lippi.

—Eran luciérnagas —decía Jack.

—No, no eran luciérnagas; eran los ojos de las madonnas y de los ángeles de Filippino Lippi.

—¿Por qué quieres engañarme? Eran luciérnagas —decía Jack.

Eran quizá luciérnagas, pero los olivos y los cipreses bajo la luna parecían verdaderamente pintados por Filippino Lippi.

Algunos días antes, Jack y yo, acompañados por un oficial canadiense, habíamos ido en patrulla más allá de las líneas alemanas para saber si era verdad, como lo afirmaban los partigiani, que los alemanes renunciaban a defender Prato, la desembocadura del valle de Bisenzio y la carretera que va de Prato a Bolonia y habían abandonado la villa. Conociendo el lugar, servía de guía; en cuanto a Jack y el oficial canadiense, debían hacer conocer por radio al mando de la aviación americana si estimaban necesario un nuevo y más terrible bombardeo de Prato. La suerte de mi villa dependía de Jack, del oficial canadiense y de mí mismo. Caminábamos hacia Prato como los ángeles hacia Sodoma. Íbamos a salvar a Lot, y la familia de Lot, de la lluvia de fuego.

Después de haber atravesado el Arno a nado, cerca de Lastre a Signa, tomamos el camino a lo largo de la ribera de Bisenzio, el río que me vio nacer, el benedetto Bisenzio, de Marsile Ficino y de Angelo Firenzuola. Debajo de Campi abandonamos el río para huir de los sitios habitados, y después de haber hecho un largo rodeo, avanzamos hasta la vista de los muros de Prato; después de haber remontado, en la Querce, la cuesta de la Retaia, cortando por la montaña, a media altura, por encima de los Capuchinos, descendimos hacia Filettole, y allá, escondidos en un bosque de cipreses, pasamos la noche contemplando el pálido resplandor de las luciérnagas en las ramas.

—Son los ojos de las madonnas y de los ángeles de Filippino Lippi —le decía yo a Jack.

—¿Por qué quieres asustarme? —me decía Jack—. Son luciérnagas.

Y yo, riéndome, le decía:

—Y aquella débil claridad de allá abajo, cerca de la fuente que canta en la noche es la de los velos de la Salomé de Filippino.

Te hell with your Salomé! ¿Por qué quieres engañarme? Son luciérnagas.

—Hay que haber nacido en Prato —le decía yo—, hay que ser un paisano de Filippino Lippi para comprender que no son luciérnagas, sino los ojos de las madonnas y de los ángeles de Filippino Lippi.

Y Jack decía, suspirando:

—¡Yo, pobre de mí, no soy más que un desgraciado americano!

Callábamos largo rato y yo me sentía lleno de afecto y gratitud por Jack y todos los que, ¡los pobres!, no eran más que desgraciados americanos y arriesgaban sus vidas por mí, por mi villa natal, por las madonnas y los ángeles de Filippino Lippi.

La luna se acostó y el alba blanqueó el cielo encima de la Retaia. Yo miraba las casas de Coiano y de Santa Lucía, allá lejos, al otro lado del río, más allá de los cipreses de Sacca y la cima venteada del Spazzavento, y le decía a Jack:

—Aquél es el país de mi infancia. Allí es donde vi mi primer pájaro muerto, mi primer lagarto muerto. Allí es donde vi mi primer árbol verde, mi primera brizna de hierba, mi primer perro.

Y Jack me preguntaba en voz baja:

—¿Aquel chiquillo que corre allá abajo, a lo largo del río, eres tú?

—Sí —respondí yo—, soy yo, y este perro blanco es mi pobre Belledo. Murió cuando yo tenía quince años. Pero sabe que estoy de regreso y me busca.

Por la carretera de Coiano a Santa Lucía pasaban columnas de camiones alemanes, subiendo hacia Vaiano, Vernio, Bolonia.

—Se van —dijo Jack.

En vano escudriñábamos con nuestros gemelos de campaña las lomas, los valles, los bosques; no descubríamos el menor rastro de alambradas, de trincheras, o emplazamientos de artillería, de depósitos de municiones, como tampoco blindados ni construcciones antitanque. La villa parecía abandonada, no solamente por los alemanes, sino también por sus habitantes; las de las chimeneas las fábricas, las de las casas, no dejaban escapar el menor hilo de humo; Prato parecía desierto.

Y, sin embargo, también en Prato, como en todas las poblaciones de Europa, los falsos «resistentes», los falsos defensores de la libertad, los héroes de mañana, estaban agazapados, pálidos y temblorosos, en los sótanos. Los imbéciles y los locos que se habían ido al «maquis», se juntaban a las bandas de los partigiani, combatían al lado de los aliados o se balanceaban colgados de los faroles de las ciudades; pero los cuerdos, los prudentes, todos los que un día, una vez pasado el peligro, tenían que reírse de nosotros y de nuestros uniformes sucios de sangre y barro, estaban allá bien agazapados en la seguridad de sus escondrijos, esperando poder lanzarse sin peligro a la calle para gritar: «¡Viva la Libertad!»

—Me siento verdaderamente feliz de ver que el rubio se ha casado con la morena —le dije a Jack sonriendo.

—Yo también me siento feliz.

Y, sonriendo, comenzó a transmitir por radio el mensaje convencional: El rubio se ha casado con la morena. Lo cual quiere decir: «Los alemanes han abandonado Prato».

Sobre la ribera verde del Bisenzio pastaba un caballo y sobre la arena un perro corría ladrando; una muchacha vestida de rojo bajaba hacia la fuente de Filettole llevando sobre su cabeza, con los dos brazos levantados, un ánfora de cobre reluciente. Y yo sonreía feliz.

Las bombas de los liberadores no cegarían a las madonnas y los ángeles de Lippi no quebrarían las piernas de los «amores» de Donatello que danzaban alrededor del púlpito de la Catedral, no matarían ni a la Madonna de Mercatale ni a la del Olivo, ni al Pequeño Baco de Tacca, ni a las Vírgenes de Luca della Robbia, ni la Salomé de Filippi. No, ni el San Justo de la iglesia de las Carceri. No asesinarían a mi madre.

Aquella noche también, tendido al lado de Jack en el tejado de la «Pensión Bartolini», mirando la luna pálida elevarse lentamente en el cielo, era feliz, pero me dolía el corazón. Un olor de muerto subía del abismo azulado de las callejuelas de Oltrarno, de la profunda herida plateada que el río marcaba en la verde palidez de la noche, y cuando me inclinaba fuera del tejado, veía debajo de mí, entre el puente Santa Trinitá y la entrada de la Vía Maggio, el alemán muerto fusil en mano, la mujer muerta con el rostro apoyado sobre un capazo lleno de tomates y calabacines, el muchacho muerto entre las varas de su vehículo y el cochero muerto en su asiento, con las manos en el vientre y la cabeza sobre sus rodillas.

Detestaba aquellos muertos. Aquellos muertos y todos los muertos. Eran los extranjeros, los únicos, los verdaderos extranjeros en la patria común de todos los hombres vivos, en nuestra patria común, la vida. Los americanos vivos, los franceses, los polacos, los negros vivos, pertenecían a la misma raza que yo, la de los hombres vivos, a la misma patria que yo, la vida; hablaban como yo un lenguaje cálido, vivo, sonoro, se movían, caminaban, sus ojos brillaban, sus labios se abrían para hablar, para respirar, para sonreír. Pero los muertos eran extranjeros, pertenecían a otra raza, la de los hombres muertos; a otra patria, la muerte. Eran nuestros enemigos, los enemigos de mi patria, de nuestra patria común, los enemigos de la vida. Habían invadido Italia, Francia, Europa entera, eran los únicos, los verdaderos extranjeros en esta Europa vencida y humillada, pero viva, los únicos, los verdaderos enemigos de nuestra libertad. La vida, nuestra verdadera patria, era contra ellos contra quienes debíamos defenderla; contra los muertos.

Ahora comprendía la razón de aquel odio, de aquel furor homicida que me roía, que abrasaba las entrañas de todos los pueblos de Europa. Era la necesidad de odiar algo vivo, caliente, humano, algo que fuese nuestro, que fuese parecido a nosotros, que fuese de la misma raza que nosotros, que perteneciese a la misma raza que nosotros, a la vida; no aquellos extranjeros que habían invadido Europa y que, inmóviles, fríos, lívidos, con las órbitas vacías, oprimían desde hacía cinco años nuestro amor, nuestra libertad, la esperanza, la juventud, bajo el peso de su carne helada. Lo que nos lanzaba como lobos contra nuestros hermanos, lo que, en nombre de la libertad, arrojaba a los franceses contra los franceses, a los italianos contra los italianos, a los polacos contra los polacos, a los rumanos contra los rumanos, era la necesidad de odiar algo parecido a nosotros, algo que fuese nuestro, algo en que pudiésemos reconocernos y odiarnos.

—¿Has visto qué pálido estaba el pobre Tani? —preguntó súbitamente Lombroso, rompiendo nuestro largo silencio.

También él pensaba en la muerte. Quizá sabía ya que algunos días después la mañana de la liberación de Florencia en el instante en que al regresar a su casa después de años tan dolorosos llamaría a la puerta, un hombre escondido en el sótano de la casa vecina dispararía contra él desde abajo hiriéndole mortalmente en la ingle. Quizá sabía que moriría solo, sobre la acera, como un perro enfermo, mientras volarían sobre él las primeras golondrinas del alba y que la palidez de la muerte le velaba ya la frente, que su rostro estaba ya pálido y reluciente como el de Tani Masier.

Aquella misma noche, al regreso de nuestra patrulla a los tejados de Oltrarno, cuando atravesábamos la callejuela que está detrás del Lungarno Serristori, tuvimos que buscar en el corredor de una casa abrigo contra el tiro súbito de un mortero. Y vimos venir hacia nosotros, saliendo de la oscuridad, una sombra blanca, una dulce sombra de mujer que sonreía en medio de sus lágrimas. Era Tity Masier que, sin reconocerme, me invitó a entrar en una habitación de la planta baja, una especie de sótano donde estaban extendidas algunas formas humanas. Eran sombras humanas y yo noté en seguida el olor de la muerte. Una de estas sombras se levantó sobre el codo y me llamó por mi nombre. Era un espectro muy bello, parecido a aquellos jóvenes espectros que los antiguos encontraban en los caminos de la Fócida y la Argólida, bajo el sol de mediodía, o que veían sentados en el borde de la fuente Castalia en Delfos, a la sombra de una inmensa selva de olivos que de Delfos descendía hasta Itea, como un río de hojas argentinas hasta el mar. Lo reconocí, era Tani Masier; pero no sabía si estaba ya muerto o si, todavía vivo, se incorporaba para llamarme por mi nombre desde el umbral de la noche. Y sentía el olor de la muerte, este olor que se parece a una voz que canta, una voz que llama.

—Pobre Tani, no sabe que va a morir —dijo Giacomo Lombroso en voz baja.

Sabía ya que la muerte le esperaba apoyada en su puerta, de pie en el umbral de su casa. La cúpula de Brunelleschi oscilaba por encima de los tejados de Florencia, los pálidos relámpagos de luna iluminaban el blanco campanario de Giotto y yo pensaba en mi sobrino el pequeño Giorgio, aquel muchachito de trece años dormido en un charco de sangre detrás del seto de laureles del jardín de mi hermana, allá arriba, en Arcetri. ¿Qué querían de mí todos aquellos muertos tendidos al claro de luna sobre el adoquinado de las calles, sobre las tejas de los tejados, en los jardines que seguían el curso del Arno, qué querían de nosotros? Un olor de muerte subía del profundo laberinto de las callejuelas de Oltrarno, parecido a una voz que canta, una voz que llama. ¿Y por qué, después de todo? ¿Encontrarían bello morir? ¿Pretendían acaso hacernos creer que era mejor morir?

Una mañana cruzamos el río y ocupamos Florencia. Emergiendo de las cloacas, de las bodegas, los graneros, de los armarios, debajo las camas, de las grietas de los muros, donde vivían clandestinamente desde hacía un mes, salieron como los héroes de última hora, los tiranos de mañana; aquellas heroicas ratas de la libertad que un día, tenían que invadir toda Europa para edificar sobre las ruinas de la opresión extranjera el reino de la opresión nacional. Atravesamos Florencia en silencio, con los ojos bajos, como intrusos o inoportunos en una fiesta, bajo las miradas despreciativas de los clowns de la libertad cubiertos de escarapelas, de brazaletes de galones, de plumas de avestruz, clowns de rostros tricolores y así penetramos en los valles de los Apeninos, trepamos las montañas en persecución de los alemanes. La lluvia fría del otoño cayó sobre las cenizas aún tibias del verano, y durante largos meses delante de la Línea Gótica, escuchamos su murmullo sobre los bosques y castaños de Montepiano, sobre los pinos del Abetone, sobre los blancos acantilados de mármol de los Alpes Apuanos.

Y después vino el invierno, y de Liorna, donde estaba el Alto Mando Aliado, subimos cada tres días en primera línea, por el sector Versilia-Carfagnana. Algunas veces, sorprendidos por la noche, íbamos a refugiarnos en la 92 División americana negra, en mi casa de Forte dei Marmi, aquella casa que el escultor alemán Hildebrand se había construido, a fines del siglo pasado, ayudado por el pintor Boeklin, sobre la playa desierta, entre los pinos y el mar. Pasábamos la noche delante de la chimenea, en el gran vestíbulo decorado de frescos de Hildebrand y de Boeklin. Las balas de las ametralladoras alemanas del Cinquale azotaban los muros de la casa, el viento sacudía furiosamente los pinos, el mar aullaba bajo un cielo sereno por el que corría Orion con sus bellas sandalias, con su arco y su espada centelleante.

Una noche, Jack me dijo en voz baja:

—Mira a Campbell.

Miré a Campbell; estaba sentado delante de la chimenea, en medio de los oficiales de la 92 División negra y sonreía. Al principio no lo entendí. Pero en la mirada de Jack, fija sobre el rostro de Campbell, leí un saludo tímido, un adiós afectuoso, y también Campbell, cuando levantó la vista para mirar a Jack, tenía en ella un saludo tímido, un adiós afectuoso. Los vi sonreírse uno a otro y experimenté un dulce sentimiento de envidia, una tierna sensación de celos. En aquel momento comprendí que entre Jack y Campbell había un secreto, que entre Tani Masier, Giacomo Lombroso y mi pequeño Giorgio, el hijo de mi hermana, había un secreto que me ocultaban celosamente en una sonrisa.

Una mañana, un partigiano de Camaiore vino a preguntarme si quería ver a Magi. Cuando, algunos meses antes, llegamos a Forte dei Marmi en persecución de los alemanes, fui en el acto a llamar a casa de Magi sin que Jack lo supiese. La casa estaba abandonada. Los partigiani me dijeron que Magi había huido el mismo día en que nuestras avanzadas entraron en Viaregio. Si lo hubiesen encontrado en su casa, si cuando llamé a su puerta se hubiese asomado a la ventana, quizá yo hubiese disparado. No por el mal que me había hecho, no por la persecución que había sufrido por culpa de sus delaciones, sino por el mal que había hecho a los demás. Era una especie de Fouché del pueblo. Alto, pálido, delgado, con los ojos velados. Su casa era la misma donde había habitado Boeklin durante largos años, cuando pintaba sus centauros, sus ninfas y su Isla de los Muertos. Llamé a la puerta y levanté los ojos, esperando verle aparecer a la ventana bajo la cual está enclavada la piedra que recuerda los años pasados por Boeklin en Forte dei Marmi. Yo leía las palabras grabadas en la piedra y esperaba, ametralladora en ristre, a que la ventana se abriese. En aquel momento, si hubiese aparecido, quizás hubiera disparado.

Fui con el partigiano de Camaiore a ver a Magi. En un prado cercano al pueblo, el partigiano me mostró algo que emergía del suelo. «Helo aquí, a Magi» me dijo. Y sentí el olor de la muerte y Jack me dijo: «¡Vámonos!» Pero quise ver de cerca qué era aquello que emergía del suelo y habiéndome acercado vi que era un pie calzado todavía con la bota. Un corto calcetín de lana cubría un poco de carne negra y el zapato enmohecido parecía estar puesto en la punta de un palo.

—¿Por qué no enterráis este pie? —pregunté al partigiano.

—No —dijo—, tiene que estar así. Vino su mujer y después su hija. Querían el cadáver, pero es nuestro. Después volvieron con una pala y querían enterrar el pie. No, este pie es nuestro. Debe permanecer como está.

—Es horrible —dije.

—¿Horrible? El otro día se posaron dos gorriones sobre este pie y se hacían el amor. Era muy cómico ver dos gorriones haciéndose el amor sobre el pie de Magi.

—Ve a buscar una pala —le dije.

—No —respondió el otro—, debe quedar así.

Pensé en Magi clavado en tierra con el pie en alto. Para que no pudiese arroparse en la tumba y dormir. Era como si estuviese suspendido por aquel pie sobre un abismo. Para que no pudiese precipitarse de cabeza al infierno.

Un pie suspendido entre el cielo y el infierno, sumergido en el aire, en el sol, en la lluvia, en el viento, y los pájaros venían a posarse sobre este pie, arrullándose.

—Ve a buscar una pala. Me hizo tanto daño cuando vivía que ahora que está muerto quisiera hacerle un poco de bien. También era cristiano.

—No —dijo el partigiano— no era cristiano. Si Magi era cristiano, ¿qué soy yo, entonces? No podemos ser cristianos los dos, Magi y yo.

—Hay muchas maneras de ser cristiano —dije yo—. Incluso un canalla puede ser cristiano.

—No —dijo él—, no hay más que una manera de ser cristiano. Y, además, ¡por lo que querrá decir, en adelante, ser cristiano…!

—Si quieres complacerme, ve a buscar una pala.

—¿Una pala? —dijo el partigiano— si quiere le iré a buscar una sierra. Antes de enterrarlo, le sierro una pierna y se la doy a los cerdos.

Aquella tarde, delante de la chimenea de mi casa de Forte dei Marmi, escuchábamos en silencio el golpeteo de las balas alemanas contra las paredes de la casa y los troncos de los pinos. Yo pensaba en Magi clavado en tierra con la pierna al aire y empezaba a comprender qué querían de nosotros estos muertos, todos aquellos muertos tendidos en los campos, en los caminos, en los bosques. Ahora comenzaba a comprender por qué el olor de la muerte se parecía a una voz que canta, una voz que llama. A comprender por qué todos aquellos muertos nos llamaban. Querían algo de nosotros, algo que sólo nosotros podíamos darles. No, no era piedad, era algo más. Algo más profundo, más misterioso. No era la paz de la tumba, del perdón, del recuerdo. Era algo que venía de más lejos que el hombre, de más lejos que la vida.

Y después vino la primavera, y cuando nos dispusimos para el último ataque me enviaron a servir de guía a la división japonesa que atacaba Massa. De Massa avanzamos hasta Carrara y de allí, a través de los Apeninos, descendimos sobre Módena. Cuando vi a Campbell tendido en el polvo del camino, en medio de un charco de sangre, fue cuando comprendí lo que los muertos querían nosotros. Algo ajeno al hombre, ajeno a la misma vida. Dos días más tarde cruzamos el Po y, rechazando las retaguardias alemanas, nos acercamos a Milán. Ahora la guerra se moría y comenzaba la carnicería, aquella terrible matanza entre italianos, en las casas, en las calles, en los campos, en los bosques. Pero sólo el día en que vi morir a Jack comprendí finalmente lo que moría a mi alrededor y dentro de mí. Jack moría en silencio y me sonreía. Cuando sus ojos se apagaron había muerto para mí.

El día que entramos en Milán chocamos con un alud humano que se agitaba y gritaba en una plaza. De pie sobre mi jeep vi a Mussolini suspendido por los pies en un gancho. Estaba hinchado, blanco, enorme. Vomité sobre el asiento del jeep; la guerra estaba terminada, y no podía hacer nada ya por lo demás, nada por mi país, sólo vomitar.