Un hombre muerto es un hombre muerto. No es más que un hombre muerto. Es más, o quizá menos, que un perro o un gato muertos. Varias veces ya, por las rutas de Servia, de Besarabia, de Ucrania, he visto impreso en el barro del camino un perro muerto, aplastado por un tanque. El perfil de un perro dibujado sobre la pizarra del camino con un lápiz rojo. Una alfombrilla en forma de piel de perro.

En Jampol, sobre el Dniéster, en Ucrania, en el mes de julio de 1941, vi en el polvo del camino, en el centro mismo de un pueblo, una alfombrilla de piel humana. Era un hombre aplastado por un carro de asalto. El rostro había adquirido una forma cuadrada, el pecho y el vientre se habían ensanchado y puesto de través, en forma de rombo; las piernas abiertas, y un brazo un poco separado del hombro, parecían los pantalones y las mangas de un traje recién planchado. Era un hombre muerto, algo poco más o menos que un perro o un gato muerto. No podría decir, ahora, lo que había en aquel hombre muerto de más o menos semejante a lo que hay en un perro o en un gato muertos. Pero entonces, aquella tarde, en el momento en que vi impresa su silueta en el polvo de la ruta en medio mismo del pueblo de Jampol, quizás hubiera podido decir lo que había de más o menos con respecto a un perro o un gato muertos.

Bandas de judíos de caftán negro, armados de palas y picos, recogían aquí y allá los muertos abandonados por los rusos. Sentado en el umbral de una casa en ruinas, yo contemplaba la niebla elevarse ligera y transparente de las riberas pantanosas del Dniéster, y a lo lejos, en la otra ribera, más allá del codo que forma el río, se elevaban en el aire las nubes de humo negro sobre las casas de Soroca. Como una rueda de fuego, el sol rodaba por un torbellino de polvo, allá en el fondo de las llanuras, donde los perfiles de los camiones, los hombres, los caballos y los carros de asalto se destacaban netamente sobre el resplandor polvoriento del poniente.

En medio de la ruta, allá, delante de mí, yacía el hombre aplastado por un carro blindado. Algunos judíos llegaron y comenzaron a despegar del polvo aquel perfil de hombre muerto. Levantaron suavemente con el borde de la pala los contornos de aquel dibujo, como se levantan los bordes de una alfombra. Era una alfombra de piel humana y la trama era una delgada armazón ósea, una verdadera telaraña hecha de huesos machacados. Parecía un vestido almidonado, una piel de hombre almidonada. La escena era atroz, ligera, delicada, lejana. Los judíos hablaron entre ellos y sus voces llegaban a mí dulces y apagadas. Cuando la alfombra de piel humana estuvo completamente despegada del suelo, uno de los judíos clavó la punta del pico en el lado de la cabeza y echó a andar con aquella bandera.

El abanderado era un judío joven de largos cabellos que le caían sobre los hombros; tenía un rostro pálido y demacrado en el que los ojos brillaban con una fijeza dolorosa. Caminaba con la cabeza alta, llevando como una bandera, en la punta de su pico, aquella piel humana que pendía y balanceaba al viento como un verdadero estandarte y yo le dije a Lino Pellegrini, que estaba a mi lado:

—He aquí la bandera de Europa, nuestra bandera.

—No es mi bandera —dijo Lino Pellegrini—; un hombre muerto no es la bandera de un hombre vivo.

—¿Qué hay escrito —dije yo— sobre esta bandera?

—Hay escrito que un hombre muerto es un hombre muerto.

—No —dije yo—; hay escrito que un hombre muerto no es un hombre muerto.

—No —dijo Pellegrini—; un hombre muerto no es más que un hombre muerto. ¿Qué quieres que sea un hombre muerto.

—Si supieses lo que es un hombre muerto no dormirías nunca más.

—Ahora veo —dijo Pellegrini— lo que hay escrito sobre esta bandera. Hay escrito: «Es necesario que los muertos entierren a los muertos».

—No; hay escrito que esta bandera es la de nuestra verdadera patria. Una bandera de piel humana. Nuestra verdadera patria es nuestra piel.

Detrás del abanderado venía, con el pico al hombro, todo el cortejo de enterradores envueltos en su caftán negro. Y el viento hacía flotar la bandera, agitaba sus cabellos pegajosos de sangre y polvo, erizados sobre su ancha frente cuadrada como la rica cabellera de un santo en un icono.

—Vamos a ver enterrar nuestra bandera —le dije a Pellegrini.

Fueron a enterrarlo en la fosa común cavada a la entrada del pueblo, hacia las riberas del Dniéster. Iban a arrojarla a las inmundicias de la fosa común, llena ya de cadáveres quemados, de carroñas de caballos, sucios de sangre y de barro.

—No es mi bandera —dijo Pellegrini—; sobre mi bandera hay escrito: «Dios, Libertad, Justicia».

Me eché a reír y levanté la vista hacia la ribera del Dniéster. Yo miraba más allá del río y pensaba en Taras Bulba. Gogol era ucraniano; había pasado por allá, había dormido en Jampol, en aquella casa, allá abajo, en el fondo del pueblo. Y desde lo alto de esta ribera abrupta los fíeles cosacos de Taras Bulba se precipitaban a caballo en el Dniéster. Atado al piquete de suplicio Taras Bulba exhortaba a sus cosacos a que huyesen, a que se arrojasen al río. Desde allí arriba, delante de Jampol, un poco más arriba de Soroca siguiendo el río, Taras Bulba veía a sus fieles cosacos huir sobre sus finos caballos perseguidos por los polacos y arrojarse de cabeza al precipicio desde lo alto de la ribera de Dniéster, y los polacos arrojarse también al río y estrellarse contra la ribera, allí mismo, delante de mí. Sobre la ribera abrupta aparecían y desaparecían en dos bosques de acacias los caballos de una batería italiana de campaña, y allá, bajo los hangares de planchas onduladas del koljós de Jampol, centenares de carroñas de caballos, medio calcinadas, yacían humeantes.

El abanderado pasó con la cabeza alta y la mirada fija, con una tensión de lejanía, con la mirada fija y brillante de Dulle Griet. Caminaba como Dulle Griet, como Margot la Loca, de Breughel, que regresaba del mercado, la cesta al brazo, con la mirada fija ante sí y parece no ver, no oír el tumulto demoníaco a través del cual pasa, violenta y obstinada, guiada por su locura como un invisible arcángel. Caminaba erguido, envuelto en su caftán negro, y parecía no darse cuenta de la multitud de vehículos, hombres, caballos, carretelas y trenes de artillería que circulaban furiosamente a través del pueblo.

—Vamos a enterrar la bandera de nuestra patria —dije.

Y juntándonos al cortejo de enterradores, caminamos detrás de la bandera. Era un bandera de piel humana, la bandera de nuestra patria. Era nuestra patria misma. Y así vimos arrojar la bandera de nuestra patria, la bandera de la patria de todos los pueblos, de todos los hombres, a la fosa de las inmundicias.