Algunos disparos conmovían el aire polvoriento. El viento me traía un olor de menta y romero; como un olor de incienso, el olor de las mil iglesias de Roma. Y el sol se ponía, y en el cielo purpúreo lleno de nubes que se arropaban a la manera de los cielos de los pintores barrocos, el rugido de mil aviones excavaba inmensas cavernas donde se sumergía el río rojo del poniente.

Delante de nosotros los «Sherman» avanzaban con un rumor de chatarra, disparando de vez en cuando un cañonazo. De repente, en un recodo de la ruta, en el fondo del llano, detrás de los arcos rojos de los acueductos, detrás de las tumbas de ladrillos de un rojo de sangre, bajo aquel cielo barroco apareció Roma, blanca en un torbellino de llamas y de humo, como si un inmenso incendio la devorase.

Un grito se elevó y corrió de un extremo a otro de la columna: «¡Roma, Roma!» De los jeeps, de los carros, de los camiones, miles y miles de rostros recubiertos por una máscara blanca se tendían hacia la ciudad lejana, abrasada por el fuego del sol poniente. Yo sentí desvanecerse en mi voz ronca todo el odio, la cólera, la angustia y toda la tristeza, toda la felicidad de aquel momento tan esperado y ahora tan dolorosamente temido. En aquel instante Roma me pareció dura, cruel, cerrada como una ciudad enemiga. Y me sentí invadido por un oscuro sentimiento de temor y de vergüenza, como si fuésemos a cometer un sacrilegio.

Delante de las ruinas humeantes del campo de aviación de Ciampino, la columna se detuvo. Dos «Tigres» alemanes tumbados sobre sus flancos, cerraban el paso.

Algunas balas perdidas pasaban silbando por encima de nuestras cabezas. Los soldados americanos, desde lo alto de los carros, de los camiones, de los jeeps, se reían y bromeaban, alegres y despreocupados, mascando su chewing-gum.

—Esta ruta —le dije a Jack— está sembrada de obstáculos. ¿Por qué no sugieres al general Cork tomar otra ruta?

En aquel momento el general Cork se volvió y agitando una carta topográfica hizo a Jack un signo con la cabeza. Jack saltó del jeep y acercándose al general comenzó a hablar con él, indicándole con el dedo un punto de la carta.

—El general Cork —dijo regresando hacia mí— desearía saber si no existe otra ruta más corta y más segura para ir a Roma.

—Si yo fuera el general Cork —respondí—, oblicuaría a la izquierda y por esta travesía llegaría a la Vía Apia antigua, a unos dos kilómetros aproximadamente de las tumbas de los Horacios y los Curiacios y, pasando por Capo di Bove, entraría en Roma por la Vía dei Triunfi y la Vía dei Imperio. Es más largo, pero más seguro.

Jack corrió hacia el general Cork y regresó un instante después.

—El general —dijo— pregunta si serías capaz de servir de guía a la columna.

—¿Por qué no?

—¿Puedes asegurarnos que no caeremos en una celada?

—No puedo asegurar nada. Estamos en guerra.

Jack volvió a discutir con el general Cork, y a los pocos instantes regresó diciéndome que el general quería saber si la Vía Apia antigua era, en general, más segura.

—¿Qué quiere decir, en general? —pregunté a Jack— Quizá quiere decir de costumbre. En tiempo de paz es un camino muy seguro; ahora no lo sé.

En general —respondió Jack—, significa probablemente, en particular.

—No sé si es la más segura en particular, pero sé que es la más bella. Es la ruta más bella del mundo, la que lleva a las Termas de Caracalla, al Coliseo y al Capitolio.

Jack corrió a hablar con el general Cork y regresó a decirme que éste quería saber cuál era la ruta por la cual los Césares entraban en Roma.

—Cuando regresaban de Oriente, de Grecia, de Egipto, de África, los cesares entraban en Roma por la Vía Apia —respondí.

Jack se marchó y regresó para decirme que el general Cork venía de América y que, por consiguiente, había decidido entrar en Roma por la Vía Apia.

—Me hubiera realmente asombrado —le dije a Jack— que hubiese elegido otra.

Y añadí que por la Vía Apia antigua habían pasado Mario, Sila, Augusto, Tiberio y todos los demás emperadores y que, por consiguiente, el general Cork podía pasar también.

Jack corrió al lado del general Cork y le habló al oído y el general, volviendo su rostro hacia mí, me gritó: «O. K!».

—¡Vamos! —me dijo Jack, saltando al jeep.

Doblamos el jeep del general Cork, nos pusimos a la cabeza de la columna, detrás de los «Sherman», tomamos el camino transversal que de la Vía Apia nueva, desde delante del aeropuerto de Ciampino, lleva a la Vía Apia antigua, y poco después desembocamos en esta noble ruta, la más noble del mundo, pavimentada con losas de piedra sobre las cuales son todavía visibles las rodadas dejadas por las ruedas de los carros romanos.

What’s that? —me preguntó el general Cork, señalándome las tumbas que, a la sombra de los cipreses y de los pinos, flanquean la Vía Apia.

—Son las tumbas de las más nobles familias de la antigua Roma —le dije.

What? —gritó el general Cork en medio del estruendo de los «Sherman».

The tombs of the noblest roman families —gritó Jack.

The noblest what? —gritó el general Cork.

The tombs of the 400 of the roman Mayflower —gritó Jack.

La voz corrió de un vehículo a otro a lo largo de la columna, y los soldados americanos, de pie en los carros, en los camiones, en los jeeps, gritaban: «Gee…» y apoyaban el dedo en el disparador de las «Kodak».

De pie yo también sobre el jeep, señalaba con el dedo las tumbas y al azar gritaba:

—He aquí la tumba de Lúculo, el más famoso borracho de la antigua Roma; he aquí la tumba de Julio César, he aquí la de Sila, la de Cicerón, he aquí la tumba de Cleopatra…

El nombre de Cleopatra corrió de boca en boca, de vehículo en vehículo, y el general Cork me gritó:

A famous signorina, wasn’t she?

Cuando llegamos delante de la tumba del Actor, le dije a Jack que parase un momento, y, mostrando las máscaras de mármol empotradas en la alta muralla de ladrillo rojo que, como un decorado, un telón de fondo, se levantó cerca del mausoleo, grité:

—¡He aquí la tumba del más célebre actor romano!

Who’s who? —gritó el general Cork.

A most famous roman actor! —gritó Jack.

I want an autograph! —gritó un G. I. y una multitud de soldados americanos saltó de los coches y se lanzó al asalto del muro, que en algunos instantes quedó cubierto de firmas.

Go on! —gritó el general Cork.

En aquel momento levanté los ojos y vi, sentado sobre los peldaños de la escalera de piedra que sube al mausoleo, a un soldado alemán. Era casi un chiquillo, rubio, los cabellos en desorden, el rostro cubierto por una máscara de polvo en el que los ojos claros relucían como los ojos muertos de un ciego. Estaba sentado con aire cansado, ausente, el rostro levantado, las dos manos apoyadas en la escalera de piedra, como indiferente a todo, a la guerra, al paisaje, a la hora. Respiraba profundamente, jadeante, como un náufrago que acaba de alcanzar la orilla. Nadie lo había visto.

Go on! Go on! —gritó el general Cork.

La columna se puso en marcha y poco después, delante de los dos grandes túmulos cubiertos de césped, parecidos a dos pirámides de tierra, coronadas de cipreses y de pinos, bajo las cuales duermen los Horacios y los Curiacios, le dije a Jack que se detuviese.

—¡He aquí las tumbas de los Horacios y los Curiados! —grité.

Y brevemente conté la historia de los tres Horacios y los tres Curiacios; el reto, el combate, el ardid del último Horacio, la hermana que el vencedor atraviesa con su espada en el umbral de su casa para castigarla por amar a uno de los Curiacios.

What? What the hell with the sister? —gritó el general Cork.

Where’s the sister? —gritaron algunas voces.

Todos los G. I. de la columna saltaron de los jeeps y comenzaron a trepar sobre las dos altas pirámides a las cuales los inmensos parasoles de los pinos y cipreses daban el color romántico de una tela de Poussin o de Boeklin. El general Cork quiso trepar también a la cúspide de una de aquellas tumbas y Jack y yo lo seguimos.

De lo alto de la tumba, ahora que el incendio del crepúsculo se había apagado, Roma aparecía a la vez sombría y tierna en la transparencia verde de la tarde. Una inmensa nube verde dominaba las cúpulas, las torres, los tejados poblados de estatuas. Aquella luz verde que llovía del cielo parecía una de estas lluvias que caen algunas veces sobre el mar a principios de primavera; parecía verdaderamente que del cielo cayese sobre la villa una lluvia de hierbas, y las casas, los techos, las cúpulas, los mármoles relucían como un prado en mayo.

Un grito de estupor brotó de los pechos de los soldados amontonados sobre los túmulos y, como despertada por este grito, una negra bandada de cuervos se elevó a lo lejos, sobre los rojos baluartes de Aureliano, entre la Puerta Latina y la tumba de Cayo Sexto. Las alas verdes lanzaban reflejos tan pronto verdes como sanguinolentos. Desde aquella cima se oteaban los prados y vergeles de la Vía Apia y de la Vía Ardeatina, el bosquecillo de la Ninfa Egeria, los macizos de cañaverales alrededor de la pequeña iglesia donde reposan los Barberini, los arcos rojos de los acueductos, y allá lejos, más allá de Capo de Bove, la gran torre almenada de la tumba de Cecilia Métela. En el fondo de la inmensa hondonada verde, sembrada de pinos, cipreses y tumbas que descendían lentamente hacia los links del golf de Acquasanta, aparecían las primeras casas de Roma, los altos muros blancos de cemento relucientes de cristal, contra los cuales el soplo verde y rojo de la campiña romana venía a morir como en el seno de una vela.

Algunos hombres corrían de una parte a otra del llano. A veces se detenían, inseguros, mirando a su alrededor, reemprendían la carrera, vacilando como bestias salvajes perseguidos por los perros; los hombres desembocaban de todas partes los circundaban, les cerraban el paso y la salvación. El tableteo seco de las ametralladoras llegaba hasta nosotros con el viento del mar, que traía a nuestros labios un dulce sabor de sal. Eran las últimas escaramuzas entre la retaguardia enemiga y las bandas de partigiani; la transparencia del acuárium de la tarde daba a aquella escena de caza un tono patético del que encontraba en mi memoria el sonido y el calor vago y lejano. Era una tarde dulce y verde, como aquella en que los troyanos, desde lo alto de los baluartes, siguieron ansiosamente los últimos combates de la sangrienta jornada y ya Aquiles, como un astro brillante, surgía del río para correr a través de la llanura de Escamandra hacia los muros de Ilion.

En aquel momento vi la luna elevarse por detrás de la espalda frondosa de Tívoli, una luna enorme, chorreando sangre, y le dije a Jack:

—Mira allá abajo; no es la luna, es Aquiles.

El general Cork me miró sorprendido.

—Es la luna —dijo.

—No, es Aquiles —dijo Jack.

Y comencé a recitar en voz baja y en griego los versos de la Ilíada en los cuales Aquiles surge de Escamandra parecido al astro fúnebre de otoño que se llama Orión. Cuando me callé, Jack prosiguió, mirando la luna elevarse sobre las montañas del Lacio y recitaba rítmicamente los hexámetros homéricos con el tono cantarino de su Virginia University.

I must remember you, gentleman… —dijo con voz severa el general Cork.

Pero se calló, descendió lentamente de la tumba de los Horacios, volvió a subir a su jeep y dio con rabia la orden de marcha.

Go on! Go on! —gritaba, pareciendo no solamente irritado, sino profundamente sorprendido.

La columna se puso en marcha, y cerca de Capo di Bove, en el sitio donde se alza la tumba del Atleta, tuvimos que moderar la marcha para permitir a los G. I. cubrir de firmas la estatua del luchador.

Go on! Go on! —gritaba el general Cork.

Pero llegados a Capo di Bove, delante del célebre merendero «Qui non si moure mai», es decir «Aquí no se muere nunca», me volví hacia el general Cork y, mostrándole el rótulo, le grité:

—Aquí no se muere nunca…

What? —gritó el general Cork, tratando de dominar con su voz el estruendo de chatarra de los carros «Sherman» y los clamores de júbilo de los G. I.

Here we never dine —gritó Jack.

What? We never dine? —gritó el general Cork.

Never dine! —replicó Jack.

Why not? —gritó el general Cork—. I will dine, I’m hungry! Go on! Go on!

Pero delante de la tumba de Cecilia Metela pedí a Jack que se detuviese un momento y, volviéndome, le grité al general Cork que aquella tumba era la de una de las más nobles matronas de la Roma antigua, la tumba de aquella Cecilia Metela que fue pariente de Sila.

Sylla? Who was this guy? —gritó el general Cork.

—Sila, el Mussolini de la antigua Roma —gritó Jack.

Y perdí lo menos diez minutos para hacer entender al general Cork que Cecilia Metela was’at Mussolini’s wife (no era la mujer de Mussolini).

El rumor corrió de un jeep a otro y una multitud de G. I. se lanzó al asalto de la tumba de Cecilia Metela, the Mussolini’s wife. Por fin nos pusimos nuevamente en camino, bajamos hacia las Catacumbas de San Calixto, volvimos a subir hacia San Sebastián y, llegados frente a la pequeña iglesia del Quo Vadis?, le grité al general Cork que era indispensable detenerse allí aun a costa de conquistar Roma los últimos porque aquella iglesia era la del Quo Vadis?

—«Quo» what? —gritó el general Cork.

The «Quo Vadis» church! —le gritó Jack.

What? What means «Quo Vadis»? —gritó el general Cork.

Where are you going? ¿Dónde vas? —respondí.

To Rome, of coursel —gritó el general Cork—. ¿Dónde quiere usted que vaya? Voy a Roma. I am going to Rome.

De pie en el jeep expliqué entonces que en aquel punto del camino delante de aquella pequeña iglesia, san Pedro había encontrado a Jesús.

El rumor se extendió por todo lo largo de la columna y un G. I. gritó:

Which Jesús?

The Christ, of course —gritó el general Cork con voz de trueno.

La columna se calló y los G. I. se agruparon llenos de respeto y de silencio delante de la pequeña iglesia. Querían entrar, pero estaba cerrada. Algunos intentaron entonces derribar la puerta empujando con los hombros, otros empezaron a dar puñetazos y patadas contra ella y el mecánico de un «Sherman» intentó hacerla saltar de sus goznes con una barra de hierro a guisa de palanca. De repente, una de las ventanas de las casuchas que se encuentran delante de la pequeña iglesia se abrió y apareció una mujer que arrojó una piedra sobre los G. I., escupiendo en su dirección y gritando:

—¡Crápulas! ¡Cochinos alemanes! ¡Hijos de puta!

—Diga a esa buena mujer que no somos alemanes, que somos americanos —me gritó el general Cork desde su jeep.

A estas palabras se abrieron todas las ventanas de las casas, cien cabezas aparecieron, y un coro de júbilo se elevó en todas partes. «¡Vivan los americanos! ¡Viva la Libertad!» Una multitud de hombres, mujeres y niños armados de bastones y de piedras salió por las puertas y cercados y, arrojando las armas, se precipitaron sobre los G. I. gritando: «¡Los americanos, los americanos!»

Mientras los G. I. y la multitud se abrazaban en un clamor de fiesta, en una confusión indescriptible, el general Cork, en medio de este alboroto, se acercó a mí para preguntarme si era verdad que san Pedro había encontrado a Jesús en aquel sitio.

—¿Por qué no ha de ser verdad? —respondí—. En Roma los milagros son la cosa más natural del mundo.

Nuts! —gritó el general Cork.

Y después de unos minutos de silencio me pidió que le contase de una manera precisa cómo se había producido el hecho. Yo le hablé de san Pedro, de su encuentro con Jesús, de la pregunta de san Pedro: Quo Vadis, Domine? «¿Dónde vas, Señor?»

El general Cork me pareció muy impresionado por mi relato, especialmente por las palabras de san Pedro.

—¿Está usted bien seguro —me dijo— de que san Pedro le preguntó al Señor dónde iba?

—¿Qué quería que le preguntase? Usted mismo, si lo hubiese encontrado, ¿qué le habría preguntado?

—Naturalmente —dijo el general Cork—, le hubiera preguntado dónde iba. —Se calló. Después, bajando la cabeza, añadió—: Roma es esto.

Y no dijo nada más.

Antes de dar a la columna la orden de volver a ponerse en marcha, el general Cork, que no carecía de una cierta prudencia, me rogó que preguntase a la pequeña multitud llena de júbilo que nos rodeaba quién se encontraba en aquellos momentos en Roma.

Me volví hacia un muchacho joven que me pareció más listo que los otros y le repetí la pregunta del general Cork.

—¿Y quién quiere usted que haya en Roma? —respondió el muchacho—. Los romanos.

Traduje la respuesta al general Cork y éste sonrió ligeramente.

Of course —exclamó—. Los romanos.

Y levantando un brazo dio orden de ponerse en marcha.

La columna avanzó y poco tiempo después entrábamos en Roma por el arco de triunfo de la puerta de San Sebastiano, metiéndonos en la estrecha callejuela encajada entre los altos muros rojos, cubiertos de viejos musgos verdes. Cuando pasamos delante de las tumbas de los Escipiones, el general Cork se volvió para contemplar largamente el sepulcro del vencedor de Aníbal.

That’s Rome —me gritó, aparentemente emocionado.

Después llegamos delante de las Termas de Caracalla y la masa enorme de aquellas ruinas imperiales que la luna bañaba con una maravillosa delicadeza, suscitó en la columna un coro de silbidos entusiastas. Los pinos, los cipreses, los laureles daban sus manchas relucientes de sombras verdes, casi negras, a aquel paisaje de ruinas purpúreas y de hierbas claras.

En medio de un terrible estruendo de orugas desembocamos delante del Palatino; subimos por la Vía del Triunfo y, de repente, inmensa bajo la claridad de la luna, surgió delante de nosotros la masa del Coliseo.

What’s that? —gritó el general Cork, tratando de dominar el coro de silbidos que llegaban de la columna.

—El Coliseo —respondí.

What?

The Coliseum! —gritó Jack.

El general Cork se levantó y de pie en su jeep miró largamente, en silencio, el esqueleto gigantesco del Coliseo, y después, volviéndose hacia mí con una punta de orgullo en su voz, exclamó:

Look at that! ¡Nuestros bombarderos han trabajado bien! —Y como para excusarse añadió—: Don’t worry, Malaparte; that’s war! ¡Es la guerra!

En aquel momento la columna avanzaba hacia la Vía del Imperio y mientras de cara al general Cork tendía la mano hacia el Foro y el Capitolio gritando: «¡He aquí el Capitolio!», un clamor terrible me cortó la palabra. Una inmensa muchedumbre de mujeres se lanzaba, aullando, a nuestro encuentro por la Vía del Imperio, dispuestas, al parecer, a lanzarse al asalto de nuestra columna. Corrían desmelenadas, delirantes, agitando los brazos, riendo, llorando, gritando; en un instante nos vimos rodeados, asaltados, desbordados, y la columna desapareció bajo un maremágnum inextricable de piernas y brazos, bajo una selva de cabellos negros, bajo una tierna montaña de senos, caderas carnosas, espaldas blancas. («Como de costumbre —dijo al día siguiente el joven cura de la iglesia de Santa Catalina en el Corso de Italia, en su sermón—, como de costumbre la propaganda fascista mentía al anunciar que el ejército americano, si entraba en Roma, atacaría a nuestras mujeres; han sido nuestras mujeres las que han atacado y vencido al ejército americano»). Y el ruido de los motores y tanques orugas se perdía en aquel aullar de la muchedumbre en delirio.

Pero cuando estuvimos a la altura de Tor di Noma, un hombre que corría al encuentro de la columna agitando los brazos y gritando: «¡Viva América!», se cayó y fue cogido por las orugas de un «Sherman». Un grito de horror brotó de la muchedumbre.