Entonces oímos resonar en el bosque unas voces joviales y nos volvimos. Era el general Guillaume acompañado de un grupo de oficiales franceses. Tenía el cabello gris de polvo, el rostro curtido por el sol, marcado por la fatiga, pero los ojos brillantes, la voz joven.

—He aquí Roma —dijo, descubriéndose.

Yo había visto ya este gesto, había ya visto a un general francés descubrirse delante de Roma en los bosques de Castelgandolfo. La había visto en los daguerrotipos borrosos de la colección Primoli que el viejo conde Primoli me mostró un día en su biblioteca, en los cuales el general Oudinot, rodeado de un grupo de oficiales franceses de pantalón rojo, saludaba a Roma desde aquel mismo bosque de encinas y olivos donde nos encontrábamos en aquel momento.

—Hubiera preferido ver la Torre Eiffel en lugar de la cúpula de San Pedro —contestó el teniente Pierre Lyautey.

El general Guillaume se volvió riendo.

—No la ve usted porque se oculta detrás de la cúpula de San Pedro —dijo.

—Es curioso; estoy emocionado como si viese París —dijo el comandante Marchetti.

—¿No encuentran ustedes —preguntó el teniente Lyautey— que en este paisaje hay algo francés?

—¡Oh, sí, sin duda! —dijo Jack—. Es el aire francés que le han dado Poussin y Claude Lorrain.

—Y Corot —dijo el general Guillaume.

—También Stendhal ha puesto algo francés en este paisaje —dijo el comandante Marchetti.

—Hoy comprendo por primera vez por qué Corot, al pintar el puente de Narmi, ha hecho las sombras azules —dijo Pierre Lyautey.

—Tengo en el bolsillo las Promenades dans Rome —dijo el general Guillaume, sacando un libro del bolsillo de su guerrera—. El general Juin se pasea con Chateaubriand. Para comprender Roma, señores, les aconsejo que no se fíen demasiado de Chateaubriand. Fíense ustedes de Stendhal. Si algún reproche puedo hacerle es no ver los colores del paisaje. No dice ni una sola palabra de sus sombras azules.

—Si algún reproche tengo que hacerle —añadió Pierre Lyautey—, es querer más a Roma que a París.

—Stendhal no ha dicho jamás cosa parecida —replicó el general Guillaume, frunciendo el ceño.

—En todo caso prefiere Milán a París.

—No es más que despecho de amante —contestó el comandante Marchetti—. París era para Stendhal una querida que lo ha traicionado muchas veces.

—No me gusta oírles hablar de esta manera de Stendhal, señores —dijo el general Guillaume—. Es uno de mis mejores amigos.

—Si Stendhal fuese todavía cónsul de Francia en Civitavecchia —replicó el comandante Marchetti—, estaría seguramente en este momento entre nosotros.

—Stendhal hubiera sido un excelente oficial de goumiers —dijo el general Guillaume. Y volviéndose con una sonrisa hacia Pierre Lyautey, añadió—: Le quitaría a usted todas las bellas damas que le esperan a usted esta noche en Roma.

—Las bellas damas que me esperan esta noche en Roma son las nietas de las que esperaban a Stendhal —contestó Pierre Lyautey, que tenía muchas relaciones en la sociedad femenina de Roma y contaba cenar aquella noche en el Palacio Colonna.

Yo escuchaba, emocionado, aquellas voces francesas, aquellas palabras que volaban ligeramente en el aire, aquel acento rápido y ligero, aquella risa suave, afectuosa, tan propia de los franceses. Y me sentí lleno de vergüenza y confusión, como si fuese culpa mía que la cúpula de San Pedro no fuese la Torre Eiffel. Hubiera querido excusarme con ellos, tratar de persuadirlos de ello. También yo hubiera preferido en aquel momento (porque sabía que aquello los hubiera hecho felices), que aquella villa de allá abajo, en el fondo del horizonte, no fuese Roma, sino París. Y me callaba, escuchando las palabras francesas, oyéndolas volar dulcemente por entre las ramas de los árboles; fingiendo no darme cuenta de que aquellos rudos soldados, aquellos valientes franceses estaban emocionados, que tenían los ojos brillantes de lágrimas y que trataban de velar su emoción bajo un lenguaje ligero y sonriente.

Permanecimos largo rato silenciosos, contemplando la cúpula de San Pedro oscilar levemente allá abajo, en el fondo del llano.

—¡Qué suerte tienen ustedes! —me dijo el general Guillaume dándome un golpe en la espalda.

Y yo me di cuenta de que pensaba en París.

—Siento tener que dejarles a ustedes —dijo Jack—. Pero se hace tarde y el general Cork nos espera.

—El V Cuerpo de Ejército americano tomará Roma incluso sin ustedes… y sin nosotros —dijo el general Guillaume con una sombra de ironía en su voz. Y cambiando de tono, con una sonrisa a la vez triste y burlona, añadió—: Almorzarán ustedes con nosotros y después les dejaré marchar. La columna del general Cork no se pondrá en marcha, con la venia del Padre Santo, antes de dos o tres horas. Vamos, señores, el kuskus nos espera.

En un pequeño claro, bajo la sombra de los verdes robles poblados de pájaros, los goumiers habían instalado de punta a punta unas mesas que seguramente habrían traído de alguna casa de campo abandonada.

Nos sentamos a la mesa, y el general Guillaume señalando a dos frailes negros y flacos como lagartijas, que daban vueltas entre los marroquíes, contó que al desparramarse por los alrededores la voz de la llegada de los goumiers, todos los campesinos huyeron santiguándose como si ya sintiesen el olor a azufre, y que un grupo de frailes de los conventos vecinos había acudido a convertir a los goumiers a la religión católica. El general Guillaume había ordenado que un oficial rogara a los frailes que no molestasen a los goumiers, pero éstos le respondieron que tenían la orden de bautizar a todos los marroquíes porque el Papa no quería turcos en Roma. En efecto, el Santo Padre había lanzado por radio un mensaje al Comando Aliado, expresando su deseo de que la División marroquí se detuviese a las puertas de la Ciudad Eterna.

—El Papa se equivoca —agregó riendo el general Guillaume—. Si acepta ser liberado por un ejército de protestantes, no veo por qué motivo no puede consentir que entre sus liberadores haya también musulmanes.

—Quizá el Santo Padre se mostraría menos severo con los musulmanes si supiera el alto concepto que tienen los goumiers respecto a su poderío —dijo Pierre Lyautey. Y contó que las treinta mil mujeres que se habían refugiado en la villa papal habían causado una gran impresión sobre los marroquíes. «¡Treinta mil esposas!» Sin duda, el Papa era el monarca más poderoso del mundo.

—Tuve que ocuparme —dijo el general Guillaume— de rodear con centinelas el muro que circunda la villa papal, para impedir que los goumiers fueran a hacerle la corte a las mujeres del Papa.

—Ahora comprendo —dijo Jack— por qué el Papa no quiere turcos en Roma.

Todos nos echamos a reír. Le dije a Pierre Lyautey que le esperaba una gran sorpresa a los Aliados en la Ciudad Eterna. En efecto, parecía que Mussolini se había quedado en Roma, que preparaba una acogida triunfal a los Aliados, y que esperaba a sus liberadores en el balcón del Palazzo Venecia, para darles la bienvenida con uno de sus habituales y magníficos discursos.

—Me sorprendería mucho que Mussolini dejase escapar una ocasión semejante —dijo el general Guillaume.

—Estoy seguro de que los americanos le aplaudirían con entusiasmo —dijo Pierre Lyautey.

—Le han aplaudido durante veinte años —dije yo— y no existe ninguna razón para que no lo sigan haciendo.

—La verdad —dijo el mayor Marchetti— es que, si los americanos se hubiesen abstenido de aplaudirle durante veinte años, no se hubieran encontrado un buen día con la necesidad de desembarcar en Italia.

—Además del discurso de Mussolini —dijo Jack— también tendremos la bendición del Santo Padre en la plaza de San Pedro.

—El Papa es una persona cortés —dije yo— y seguramente no os devolverá a América sin su Santa bendición.

Un goumier se acercó a nuestra mesa trayendo una fuente florida por un enorme rosetón de tajadas de jamón. De pronto oímos una detonación sorda por entre los árboles, y vimos algunos goumiers correr a través del bosque, detrás de las cocinas.

—Otra mina —dijo el general Guillaume levantándose—; les ruego me excusen, señores; voy a ver qué pasa.

Y seguido de algunos oficiales se dirigió hacia el sitio donde había tenido efecto la explosión.

El bosque estaba infestado de minas alemanas de las que los americanos llamaban booby traps; los marroquíes, paseándose por entre los árboles, ponían sobre ellas un pie imprudente y saltaban.

—Estos goumiers — dijo Pierre Lyautey— son incorregibles. No saben acostumbrarse a la civilización moderna. Los booby traps son también un elemento de civilización moderna.

—En toda el África del Norte —añadió Jack—, los indígenas se han acostumbrado inmediatamente a la civilización americana. Desde que desembarcamos en África, es innegable que las poblaciones de Marruecos, Argelia y Túnez han hecho grandes progresos.

—¿Qué progresos? —preguntó Pierre Lyautey.

—Antes del desembarco americano —respondió Jack— el árabe iba a caballo y su mujer lo seguía a pie, detrás de la cola del caballo, con su hijo en la espalda y un gran fardo en equilibrio sobre la cabeza. Desde que los americanos han desembarcado en África del Norte se ha producido un gran cambio. Cierto es que el árabe sigue yendo a caballo y la mujer a pie, como antes, con su hijo a cuestas y un fardo sobre la cabeza, pero no ya detrás de la cola del caballo; ahora camina delante. A causa de las minas.

Una explosión de risa acogió las palabras de Jack, y al oír las risas de los oficiales los marroquías diseminados por el bosque levantaron la cabeza, contentos de ver a los oficiales de buen humor. En aquel momento surgió el general Guillaume; tenía la frente perlada de gotitas de sudor y parecía menos emocionado que irritado.

—Afortunadamente —dijo, recuperando su sitio en la mesa—, esta vez no hay ningún muerto y un solo herido. Pero ¿qué puedo hacer? ¿Es acaso culpa mía? ¡Tendría que atarlos a los árboles para impedirles ir a darles a las minas con el pie! ¡No voy a fusilar a este pobre herido para enseñarle a no saltar!

Esta vez, afortunadamente, el imprudente goumier había salido con bien del accidente; la mina se le había llevado una mano, arrancada de cuajo.

—Todavía no han conseguido encontrar la mano —dijo el general Guillaume—; Dios sabe dónde habrá ido a parar.

Después del jamón se sirvieron las truchas del Liri, unas truchas de plata azul con un ligero reflejo rosa. Después le tocó el turno al kuskus, el famoso plato árabe, honor de la Mauritania y la Sicilia sarracena, hecho de cordero asado bajo una corteza de sémola, reluciente como las corazas doradas de las heroínas de Tasso. Y el vino dorado de los castillos romanos, un vino rico de Frascati, noble y tierno como una oda de Horacio, iluminaba el rostro y las palabras de los comensales.

—¿Le gusta a usted el kuskus? —preguntó Pierre Lyautey, dirigiéndose a Jack.

—¡Lo encuentro excelente! —respondió Jack.

—A Malaparte —dijo Pierre Lyautey con una sonrisa irónica— seguramente no le gusta.

—¿Y por qué no tiene que gustarle? —preguntó Jack, sorprendido.

Sin levantar los ojos de mi plato yo me callaba sonriendo.

—Leyendo Kaputt —respondió Pierre Lyautey—, cualquiera creería que Malaparte no se alimenta más que de corazones de ruiseñor, servidos en platos de vieja porcelana de Meissen o de Nynphenburg, en la mesa de altezas reales, duquesas y embajadores.

—Durante los siete meses que hemos pasado juntos delante de Cassino —dijo Jack— no he visto nunca a Malaparte comer corazones de ruiseñores en las mesas de altezas reales ni embajadores.

—Malaparte tiene sin duda alguna una imaginación muy fértil —dijo el general Guillaume riéndose—, y verán ustedes cómo en su próximo libro este almuerzo se convertirá en un banquete regio y yo en una especie de sultán de Marruecos.

Todo el mundo se reía, mirándome. Sin levantar los ojos de mi plato, yo me callaba.

—¿Quieren ustedes saber —dijo Pierre Lyautey— lo que dirá Malaparte en su próximo libro respecto a este almuerzo?

Y con una liviana facilidad comenzó a describir la mesa ricamente puesta, no en este bosque de la ribera abrupta del lago Albano, sino en una sala de la villa papal de Castelgandolfo. Describió, con graciosos anacronismos, la vajilla de oro de César Borgia, el servicio de plata de Sixto V, obra de Benvenuto Cellini, los cálices de oro de Julio II, los camareros solícitos alrededor de nuestra mesa, mientras un coro de voces blancas entonaban, en el fondo de la sala, en honor del general Guillaume de sus valientes oficiales, el Super flumina Babyloniae, de Palestrina.

Escuchando las palabras de Pierre Lyautey todo el mundo se reía amablemente. Sólo yo no me reía; sin levantar los ojos de mi plato, sonriendo, callaba.

—Me gustaría saber —dijo Pierre Lyautey, dirigiéndose a mí con una cierta ironía cortés— qué hay de verdad en todo lo que cuenta en Kaputt.

—¿Qué importa —dijo Jack— que lo que cuenta Malaparte sea verdad o mentira? Lo importante es la forma como lo cuenta.

—No quisiera mostrarme descortés con Malaparte, que es mi huésped —dijo el general Guillaume—, pero creo que en Kaputt les toma el pelo a los lectores.

—Tampoco yo quisiera mostrarme descortés con usted —respondió Jack—, pero creo que no tiene usted razón.

—No querrá usted en todo caso hacernos creer —dijo Pierre Lyautey— que todo lo que Malaparte cuenta en Kaputt le ocurrió realmente. ¿Es posible que estas cosas no le ocurran más que a él? ¡A mí no me ocurre nunca nada!

—¿Está usted bien seguro? —preguntó Jack, entornando los ojos.

—Le ruego me excuse —dije yo al fin, dirigiéndome al general Guillaume— si me veo obligado a revelar que hace un momento, en esta mesa, me ha ocurrido la aventura más extraordinaria de mi vida. Pero puesto que ponen ustedes en duda la veracidad de lo que cuento en mis libros, permítame que cuente lo que me ha ocurrido ahora mismo aquí, en esta mesa.

—Tengo curiosidad de saber qué cosa tan extraordinaria le ha ocurrido —respondió riendo el general Guillaume.

—¿Recuerda usted el delicioso jamón que hemos comido al principio del almuerzo? Era un jamón de las montañas de Fondi. Han combatido ustedes sobre estas montañas que se levantan detrás de Gaeta, entre Cassino y los castillos romanos, y ya sabe usted que las montañas de Fondi es donde se crían los mejores cerdos de todo el Lacio y de toda la Crociaria. Son los cerdos de los que habla, con tanto amor, santo Tomás de Aquino, que nació precisamente en las montañas de Fondi. Son unos cerdos sagrados que hozan por el suelo delante del atrio de las iglesias de los pueblecillos de las altas mesetas de Ciociaria; su carne tiene perfume de incienso, su grasa es dulce como la cera virgen.

—Era, no cabe duda, un excelente jamón —dijo el general Guillaume.

—Después del jamón de las montañas de Fondi nos han servido las truchas del Liri. El Liri es un río muy bello. Sobre sus verdes riberas muchos goumiers han caído de cara a la hierba bajo el fuego de las ametralladoras alemanas. ¿Se acuerda usted de las truchas del Liri? Finas, plateadas, con un ligero reflejo verde sobre las delicadas aletas de un plateado más oscuro, más antiguo. Las truchas del Liri se parecen a las truchas de la Selva Negra; a las blauforellen del Neckar, el río de los poetas, el río de Holderlin, y a las del Titisee, y a las blauforellen del Danubio, en Donaueschingen, donde nace el Danubio. Este regio río nace en el parque del castillo de los príncipes de Furstenberg, en un surtidor de mármol blanco parecido a una cuna, adornada de unas estatuas neoclásicas. Es una cuna de mármol en la que se mecen los cisnes negros cantados por Schiller y al que los ciervos y gacelas acuden a abrevarse a la puesta del sol. Pero las truchas del Liri son quizá más claras, más transparentes que las blauforellen de la Selva Negra; y el verde plateado de sus leves aletas, parecido al color de la plata de los candelabros antiguos de las iglesias de Ciociaria, no cede ante el azul plateado de las blauforellen del Neckar y del Danubio, que tienen los reflejos azules secretos de las blancas porcelanas Nynphenburg. La tierra regada por el Liri es una tierra antigua y noble, una de las más antiguas y nobles de Italia; y hace un momento me he sentido emocionado al ver las truchas del Liri; curvadas en corona, con la cola en su boca rosada, de la forma como los antiguos representaban la serpiente, símbolo de la eternidad, en forma de corona con la cola en la boca, sobre las columnas de Micenas, de Paestum, de Selinonte y de Delfos. Y, ¿recuerdan también ustedes el sabor de las truchas del Liri, delicado y fugaz como la voz de este noble río?

—Estaban deliciosas —dijo el general.

—Finalmente nos han servido, sobre una inmensa fuente de cobre, el kuskus de sabor bárbaro y delicado. Pero el cordero de este kuskus no es un cordero del Atlas, de los pastos quemados de Fez, de Tarudant, de Marrakesh. Es un cordero de las montañas de Itri, en Ciociaria, encima de Fondi, donde reinaba Fra Diávolo. Sobre las montañas de Itri, en Ciociaria, crece una hierba parecida a la menta silvestre, pero más grasa, de un sabor que recuerda el de la saliva a la que los habitantes de estas montañas dan el nombre griego de kallimeria; es una hierba con la cual las mujeres embarazadas preparan una bebida para los partos, una hierba querida de Venus de la que los corderos de Itri son muy voraces. Es precisamente esta hierba, la killimeria, la que da a estos corderos esta gordura de mujer embarazada, esa pereza femenina, esta voz grasa, esta mirada cansada y lánguida de las mujeres encinta y los hermafroditas. Hay que mirar al plato con los ojos bien abiertos, cuando se come el kuskus; el marfil blanco de la sémola en la cual es cocido el cordero no es tan delicado a los ojos como su sabor al paladar.

—Este kuskus, en realidad, era excelente —dijo el general Guillaume.

—¡Ah, si hubiese cerrado los ojos mientras comía el kuskus! Porque hace un momento, en el sabor cálido y vivo de la carne de cordero, he sentido de repente un gusto dulzón y bajo mis dientes una carne más fría, más blanda. Miré mi plato y me estremecí de horror. En la sémola vi asomar primero un dedo, después dos, después cinco y finalmente una mano de uñas pálidas. Una mano de hombre.

—¡Cállese usted, por favor! —gritó el general Guillaume con la voz angustiada.

—Era una mano de hombre. Era seguramente la mano del desgraciado goumier que la explosión de la mina había arrancado en seco y proyectado a la gran marmita de cobre donde se cocía nuestro kuskus. ¿Qué podía hacer? He sido criado en el Colegio Cicognini, que es el mejor colegio de Italia, y de niño aprendí que no hay que turbar jamás, bajo ningún pretexto, la alegría de los demás en un baile, en una fiesta o en una comida. Me esforcé en no palidecer y me puse tranquilamente a roer la mano. La carne estaba un poco cruda, no había tenido tiempo de cocer.

—¡Cállese usted, por el amor de Dios! —gritó el general Guillaume con voz ronca, rechazando el plato que tenía delante de sí.

Los comensales estaban lívidos y me miraban con la mirada extraviada.

—Soy un huésped bien educado —dije—, y no es culpa mía que mientras roía la mano en silencio pensando en el pobre goumier, sonriendo como si no ocurriese nada, para no turbar tan agradable almuerzo, hubiesen ustedes cometido la imprudencia de burlarse de mí. No hay que poner nunca en ridículo a un invitado, sobre todo cuando éste está comiendo la mano de un hombre.

—¡Pero no es posible! No puedo creer que… —balbució Pierre Lyautey, con el rostro verde y apretándose con la mano el estómago.

—Si no me creen ustedes —dije—, miren mi plato. ¿Ven ustedes todos estos huesecillos? Son las falanges, Y aquí, alineadas en el borde del plato, vean ustedes las cinco uñas. Perdónenme si, a pesar de mi buena educación, no he sido capaz de tragarme las uñas.

—¡Dios mío! —exclamó el general Guillaume, vaciando su vaso de un trago.

—Así aprenderán ustedes a no poner en duda lo que Malaparte cuenta en sus libros.

En aquel momento sonó un disparo a lo lejos en el llano, después otro, y otro todavía. El cañón de un «Sherman» sonó claro y breve al lado de las Frattocchie.

—Ya estamos —gritó el general Guillaume, levantándose de un salto.

Nos levantamos todos y derribando los bancos corrimos hacia el lindero del bosque desde donde la vista podía explorar toda la campiña romana, desde la desembocadura del Tíber hasta el Aniene.

De la Vía Appia, más allá de la encrucijada de las Frattocchie, vimos elevarse una nube azul y oímos subir hasta nosotros el rugido lejano de cien, de mil morteros; Jack y yo lanzamos un grito de júbilo al ver la interminable columna del V Cuerpo de Ejército americano que avanzaba en dirección a Roma.

—Hasta la vista, mi general —dijo Jack, cogiendo la mano del general Guillaume.

Los oficiales franceses, en torno nuestro, guardaban silencio.

—Hasta la vista —dijo el general Guillaume. Y en voz baja añadió—: No podemos seguirlos; nosotros tenemos que quedarnos aquí.

Tenía los ojos empañados en lágrimas. Yo le estreché la mano sin decir palabra.

—Vengan a verme cuando quieran —me dijo el general Guillaume con una triste sonrisa—; encontrarán ustedes siempre un sitio en mi mesa y una mano amiga.

—¿Su mano también?

—¡Váyase usted al diablo! —gritó el general Guillaume.

Jack y yo bajamos corriendo por la cuesta a través del bosque, dirigiéndonos hacia el lugar donde habíamos dejado nuestro jeep.

—¡Bien jugado, bien jugado, Malaparte! ¡Un truco admirable! —gritó Jack mientra corría—. Así aprenderán a no poner en duda lo que cuentas en Kaputt.

—¿Has visto la cara que ponían? Creí que iban a vomitar.

—¡Muy buena broma, Malaparte! ¡Ja, ja, ja! gritaba Jack.

—¿Has visto con qué arte he dispuesto en el plato los huesecitos del cordero? ¡Parecían verdaderamente los huesos de una mano!

—¡Ja, ja! ¡Maravilloso! —gritaba Jack, corriendo—. Se hubiera dicho que era verdaderamente una mano, el esqueleto de una mano.

Nos reíamos mientras corríamos por entre los árboles. Llegamos a nuestro jeep, saltamos sobre el asiento, bajamos a toda marcha la carretera de Castelgandolfo y al llegar a la Vía Apia subimos por la columna en medio de un torbellino de polvo. Por fin conseguimos meternos con nuestro jeep detrás del general Cork que, precedido por algunos «Sherman», guiaba la columna del V Ejército a la conquista de Roma.