Amenazado por la retaguardia por la cólera del Vesubio, el Ejército americano, detenido desde hacía varios meses delante de Cassino, avanzó por fin; se lanzó hacia delante, rompió el frente de Cassino y, extendiéndose por el Lacio, se acercó a Roma.
Echados sobre la hierba en el borde del antiguo cráter apagado del lago de Albano, parecido a una cubeta de cobre llena de agua negra, contemplábamos Roma a lo lejos, en el fondo de la llanura, donde dormía perezosamente al sol el flavus Tiber, el Tíber rubio. Algunos disparos resonaban a lo lejos, en el viento tibio. La cúpula de San Pedro oscilaba en el horizonte bajo un inmenso castillo de nubes blancas que el sol hería con sus flechas. Yo, sonrojándome, pensaba en Apolo y sus flechas de oro. A lo lejos, el Soracte nevado emergía de una espesa neblina azul. El verso de Horacio acudió a mis labios y me sonrojé. En voz baja, dije:
«Roma, Roma querida…»
Jack me miró y esbozó una sonrisa.
Desde los bosques de Castelgandolfo, donde Jack y yo, después de habernos separado por la mañana de la columna del general Cork nos habíamos reunido con la división marroquí del general Guillaume, Roma, azotada por el reflejo cegador del sol sobre las nubes blancas, aparecía con una blancura lívida de yeso, parecida a esas villas de piedra blanca que surgen en el fondo de los paisajes de la Ilíada.
Las cúpulas, las torres, los campanarios, la geometría rigurosa de los nuevos barrios que desde San Juan de Letrán descienden por el verde valle de la Ninfa Egeria hacia las tumbas de los Barberini, parecían hechos de una materia dura y blanca, veteada de sombras azules. Negros cuervos se elevaban sobre las tumbas rojas de la Vía Apia. Pensé en las águilas de los Césares y me sonrojé. Hice un esfuerzo por no pensar en la diosa Roma sentada en el Capitolio, ni en las columnas del Foro, ni en la púrpura de los Césares. The glory that was Rome, pensé, sonrojándome. Aquel día, en aquel momento, en aquel sitio, no quería pensar en la eternidad de Roma, me gustaba pensar en Roma como villa mortal.
Bajo aquella luz inerte y cegadora todo parecía inmóvil, sin aliento. El sol estaba ya alto en el cielo; comenzaba a hacer calor; una bruma blanca y transparente velaba la inmensa llanura roja y amarilla del Lacio en la que el Tíber y el Aniene se enlazaban como dos serpientes haciéndose el amor. En los prados que surca la Vía Apia se veían galopar los caballos como en una tela de Poussin o Claude Lorrain, y allá lejos, en el fondo del horizonte, movíanse por momentos los párpados verdes del mar.
Los goumiers del general Guillaume acampaban en los cenicientos bosques de olivos y de encinas sombrías que descendían lentamente por los flancos de las montañas para morir en el verde claro de los viñedos y en el oro rutilante del trigo. La villa papal de Castelgandolfo se erguía encima de nosotros sobre la tierra abrupta del lago Albano. Sentados a la sombra de las encinas y los olivos, con las piernas cruzadas y el fusil sobre las rodillas, los goumiers miraban con ojos ávidos las numerosas mujeres que se paseaban por entre los árboles por el parque de la villa papal. Eran las religiosas y las campesinas de los pueblecillos destruidos por la guerra que el Santo Padre había tomado bajo su protección. Un mundo de pájaros cantaba entre las ramas de las encinas y los olivos. El aire era dulce a los labios, como este nombre que no cesaba de repetir en voz baja: Roma, Roma, Roma querida…
Una sonrisa inmensa y ligera corría como un escalofrío del viento a través de la llanura del Lacio; era la sonrisa del Apolo de Veies, la sonrisa cruel, irónica, misteriosa del Apolo etrusco. Hubiera querido regresar a Roma, a mi casa, no con la boca llena de palabras sonoras, sino con esta sonrisa en los labios. Temía que la liberación de Roma no fuese una fiesta de familia, una fiesta íntima, sino uno de los habituales pretextos para triunfos, arengas e himnos. Hacía un esfuerzo por pensar en Roma, no como una inmensa fosa común en la que los huesos de los hombres y de los dioses yacen entremezclados entre las ruinas de los templos y de los foros, sino como una villa humana, una villa de hombres simples y mortales donde todo es humano, donde la miseria y la humillación de los dioses no envilecen la grandeza de los hombres, no dan a la libertad humana el valor de una herencia traicionada, de una gloria usurpada y corrompida.
El último recuerdo que tenía de Roma era el de una celda pestilente de la cárcel Regina Coeli. Y ahora, al retornar a mi casa un día de victoria (victoria extranjera, con armas extranjeras, en un Lacio desolado por ejércitos extranjeros), me dejaba llevar por pensamientos puros y simples. Pero ya me parecía oír resonar en mis oídos el estruendo de las trompetas y de los címbalos, los discursos de Cicerón y los cantos de triunfo, y me estremecía.
Tendido sobre la hierba, contemplaba a Roma a lo lejos y lloraba. Jack, tendido cerca de mí, apretaba una hoja verde entre sus labios imitando el canto de los pájaros que cantaban entre las ramas de los árboles. Una dulce paz respiraba en el aire, en la hierba, en el follaje.
—No llores —dijo Jack con tono de afectuoso reproche—. ¿Los pájaros cantan y tú lloras?
Los pájaros cantaban y yo lloraba. Las palabras tan simples, tan humanas de Jack me hicieron sonrojarme. Este extranjero venido del otro lado del mar, este americano, este hombre cordial, generoso, sensible, había encontrado en el fondo de su corazón las palabras justas, las palabras verdaderas que yo buscaba en vano dentro y fuera de mí, las únicas que podían convenir a ese día, a ese momento, a ese lugar. ¡Los pájaros cantaban y yo lloraba!
Contemplaba a Roma temblar en el fondo del espejo transparente de la luz. Lloraba sonriendo; era feliz.