Si reflexiono sobre el acontecimiento que se produjo, debería decir que para mí casi se confunde con la calma que me permitió hacerle frente. Calma embargadora, muy próxima a aquella palabra que venía de tan lejos: no completamente a mi medida, e incluso extraordinariamente fuera de mí, pero eso no me incomodaba, yo tenía mi parte, ella me afectaba, incluso me repelía ligeramente como para mantenerme al borde de aquel instante en que me era preciso estar en calma.
Le apliqué mi pensamiento, y aunque no hubiera entre nosotros verdadera relación, tuve la impresión de un espacio al que me sentía ligado por una espera, precauciones, dudas, una intimidad, una soledad, que le habrían quizás convenido a un ser vivo: ¿humano? No, no todavía humano, más expuesto, menos protegido y, sin embargo, más importante y más real; pero como este espacio me resultaba extraño, lo que me ligaba me resultaba desconocido. Yo solamente sabía que le debía atenciones, e incluso yo eso no lo sabía, porque quizás también le debía una salvaje ausencia de atenciones.
Se añadía otra impresión. Este espacio, al tiempo que parecía infinitamente distante y ajeno, me ofrecía algo así como una vía de acceso inmediato. Me parecía que si yo conseguía estar en calma, estar a la altura de esta calma y ser en mí lo que él era fuera de mí, yo permanecería en equilibrio no sólo con todos mis pensamientos, sino con el pensamiento inmóvil, grave y solitario, a cuyo abrigo los míos continuaban expresándose con tanta ligereza.
Bastaba con esperar. Pero esperar… ¿Había yo dado los pasos decisivos? ¿No debía inclinarme de una manera más viva sobre este acontecimiento demasiado próximo, desde donde me sentía vigilado, por el que, sin duda, me vigilaba a mí mismo, velaba por la calma confiada a mi negligencia? Y, sin embargo, yo gozaba, y como a mi pesar, de este nuevo estado. Nunca había sido tan libre, y los pensamientos, excepto el grave pensamiento inmóvil, eran más libres, más ligeros, casi demasiado ligeros, entregándome a un espíritu de ligereza que amenazaba con no dejarme mucho tiempo en mí. Si yo lo hubiera querido, lo habría pensado todo. Pero precisamente de eso debía cuidarme, —cuidarme de la impresión aún más atrayente, la de que pensamos todo, que todo pensamiento era el nuestro.
Yo no afirmaré que este espacio estuviera ya netamente delimitado, pero podía estarlo, lo sentía, y que lo estaría desde el momento en que yo hubiera entrado en él, por lo menos lo estaría quizás, quedaría una duda. La duda tenía poder sobre cada uno de mis pasos, no sólo para rechazarme, sino para hacerme progresar. Si no hubiera habido entre él y yo una incertidumbre que nos protegiera a uno de otro, si no hubiera habido mi debilidad, y la suya, mi debilidad tan superior a mí, tan decidida y tan segura, yo ni siquiera hubiera podido presentir un pensamiento tan vasto como para contenernos a ambos.
Pero yo no dudaba de la especie de presencia que él constituía. Desde que yo estaba ahí, le observaba, le experimentaba, yo pesaba ligeramente sobre él, mi frente haciendo fuerza sobre mi frente, y lo que me retenía era algo demasiado fácil, dentro de aquella lejanía, que le dejaba a él sin defensa y a mí sin decisión. Era demasiado sencillo. Esta facilidad era quizás lo que me había desviado durante tanto tiempo: un gesto y siempre a mi alcance. Yo sólo podía sorprenderme de ello y hurtarme a ello.
Algo me advertía de que la duda debía ser siempre igual a la certeza, y la certeza de la misma naturaleza que la duda.
Había que esperar, dejarle tomar fuerzas a esta espera, afirmarse con mi contacto y extenuarme merced a esa calma. Le era preciso encontrar límites que no fuesen demasiado ajenos a los míos, ni tampoco demasiado estrictos: que se encierre, pero sobre mí. Su inestabilidad, de eso es de lo que de repente me espantaba, y, sin embargo, yo no temía menos una nitidez que le hubiese acercado demasiado a mí. Siendo familiar me hubiera dado más miedo que siendo extranjero.
Todo estaba tan sosegado que, de no haber sido por la presión suave, continua, que se ejercía sobre mí, presión extremadamente firme que yo no estaba seguro de no ejercer sobre él por mi resistencia y por la dirección de mi espera, yo hubiera podido creerme llegado a algún objetivo —último quizás, uno de los últimos. Sin embargo, la calma parecía también interponerse entre nosotros, no, es verdad, como un obstáculo, ni como una distancia, sino como un recuerdo.
Calma peligrosa, me daba cuenta de nuevo, que era algo así como un peligro para él mismo, amenazado, amenazante, inquebrantable no obstante, indestructible, eso era definitivo, palabra que aquí parecía opaca, pero ligera.
Estaba oscuro, hacía frío. La espera (la calma) me daba la sensación de que allá, en uno de los lados que yo sólo podía situar allá, había una abertura hacia una región diferente, aún más vana y más hostil, que uno y otro temíamos por igual.
El espacio era huidizo, astuto, lleno de espanto. Quizás no tenía centro, por eso es por lo que me desorientaba, por la fuga, la astucia, la tentación. Él se hurtaba; se hurtaba sin cesar, sin embargo, no siempre. Bruscamente, tenía delante de mí una evidencia hambrienta, una avidez última de la que me era preciso escapar, como si él hubiera sido atraído, en mí, por el presentimiento de ese centro que él no tenía o por aquella calma que me esperaba. Impresión terrible que al punto me hacía retroceder. Pero también yo me volvía astuto, aprendía a no contentarme con él, a no regresar a mí. Yo no desesperaba nunca, rodaba incansablemente. Yo había perdido toda costumbre, toda pista. Lo único firme que tenía era el pensamiento inmóvil que nos envolvía y quizás nos protegía.
Y, sin embargo, yo había entrevisto posibilidades, reconocido los sitios donde todo se convertía en más denso y más real. Era como una pendiente que bastaba con seguir, una pendiente que partía de la calma y conducía a la calma. A cada lado había imágenes brillantes y un rumor que no cesaba. Aquel rumor me embriagaba, quizás me enloquecía. Me parecía inmóvil, alto y liso, altura que me rechazaba hacia abajo, habla que no tocaba el silencio. Eso era potente y vacío, autoritario y dócil. Se pronunciaba muy lejos de aquí, muy lejos incluso del espacio, y como en el afuera, allá en la región vana, y no obstante también en mí.
Sensación de que yo no debía a ningún precio servirme de la agitación de esta habla, ni adherirme a ella. Pero yo me mantenía sobre la cresta de la estricta embriaguez, estrujado contra un fantasma de ligereza, dominando una sensación de dolor, de alegría, sin dominarlo. Eso era ligero, gozoso, de una prodigiosa ligereza, eso se dejaba ver antes que escuchar, esfera brillante, esfera que se confundía con su superficie, que se incrementaba sin cesar y que estaba en calma su crecimiento. Agitación de habla de ningún modo confusa, —y cuando ella se calla, no se calla: yo podía distinguirme de ella, escucharla únicamente escuchándome en ella, habla inmensa que decía siempre «Nosotros».
La especie de embriaguez que brotaba de ella venía de ese «Nosotros» que brotaba de mí y que, mucho más allá de la habitación donde el espacio comenzaba a encerrarse, me obligaba a escucharme en ese coro cuyo cimiento yo situaba allá, en alguna parte hacia el mar.
Allá es donde todos nosotros estábamos, erigidos en la soledad de nuestra unidad, y lo que decíamos no cesaba de alabar lo que éramos:
«¿Qué hay ahora fuera de nosotros?». — «Nadie». — «¿Quién es el lejano y quién es el próximo?». — «Nosotros aquí y nosotros allá». — «¿Y quién el más viejo y el más joven?». — «Nosotros». — «¿Y quién debe ser glorificado, quién viene hacia nosotros, quién nos espera?». — «Nosotros». — «Y ese sol, ¿de dónde recibe su luz?». — «Únicamente de nosotros». — «Y el cielo, ¿cuál es?». — «La soledad que hay en nosotros». — «¿Y quién por tanto debe ser amado?».
«Yo».
Respuesta misteriosa, extraño murmullo que nos perturba: la voz es débil, aguda como un rechinar de lagarto. La nuestra tiene la amplitud y la fuerza de mundos agregados a los mundos, pero es también silenciosa. La otra tiene algo de animal, algo demasiado físico. Imperceptible, nos quebranta.
Aunque sea algo así como ritual, escucharla es una inquietante, una sublime sorpresa.
Sensación de inmensa felicidad, eso es lo que no puedo apartar, que es la eterna irradiación de aquellos días, que ha comenzado desde el primer instante, que lo hace durar aún y siempre. Nosotros permanecemos juntos. Vivimos, vueltos hacia nosotros mismos como hacia una montaña que vertiginosamente se eleva de universo en universo. Sin nunca parar, sin límite, una embriaguez más ebria y cada vez más sosegada. «Nosotros»: esta palabra se glorifica eternamente, asciende sin fin, pasa entre nosotros como una sombra, está debajo de los párpados como la mirada que lo ha visto siempre todo. Es el abrigo bajo el que nos apiñamos, sin saber nada, cerrados los ojos, y la boca también está cerrada. Cómo no obstante vemos las cosas, aquel extraño sol, aquel cielo terrible, esto es lo que no nos preocupa. La despreocupación es el don que se nos ha hecho y, desde el primer instante, es ya algo muy antiguo: la sensación de aquella altitud, inmensa columna cuyos alto y bajo, confundidos, ponen a nuestro alcance un crecimiento infinito. Sí, eso va siempre más lejos. Es cada vez más indestructible, siempre más inmóvil: la eternidad se acaba, pero se acrecienta sin cesar. Semejante descubrimiento se acepta al instante. En absoluto comienzo y no obstante el arranque de un perpetuo despertar. En absoluto final, sino una aspiración siempre colmada y siempre deseante. Este pensamiento apenas pesa sobre nuestros hombros, no tiene nada de solemne, ni de grave, es la ligereza misma, nos hace reír, ésta es nuestra manera de recorrerlo. La frivolidad es lo mejor que tenemos. Alabarnos a nosotros mismos el ser frívolos nos trastorna: es como si se tocara en nosotros un centro desconocido.
A veces el cielo cambia de color. Siendo negro, se convierte en más negro. Se eleva en un tono como para indicar que lo impenetrable ha retrocedido más aún. Yo podría temer estar solo al darme cuenta de ello. Todo, pretende él, nos sería común, excepto el cielo: por ese punto pasa nuestra parte de soledad. Pero él dice también que esta parte es la misma para todos y que en ese punto estamos todos unidos hasta en nuestra separación, unidos solamente ahí y no en otra parte: ése sería el objetivo último. La prueba está en que cada vez que el negro se convierte en más negro merced a un matiz que sólo puede ser comunicado en nuestro propio corazón, eso que cada cual dice entonces secretamente para dar realidad a ese signo se eleva desde todas partes dentro de un mismo grito común que sólo nos revela lo que nos hemos hecho escuchar únicamente a nosotros. Grito terrible, aparentemente siempre el mismo. Lo que es terrible en el mayor grado no cambia, y, sin embargo, sabemos que varía imperceptiblemente para responder a la variación insensible del cielo. En eso es donde es terrible.
No soportaríamos que el cielo sólo fuera un punto. De ahí vendría este pensamiento que se extiende sobre mí, que me envuelve y me protege como un velo: «Pero si sólo fuera un punto, si no fuera tan ínfimo como la más aguda punta de una aguja, ¿cómo podría yo soportarlo? ¿Quieres decir que el cielo se hunde en nosotros como un punta de aguja?». — «Es eso, es efectivamente eso».
Luego sería esta punta la que se abre paso en el más lejano de mis recuerdos. Él reina en la mayor calma. Es un momento único. Ciertamente llegamos aquí a algo que no se esperaba, que sucede de improviso, que sobreviene en el momento en que se esperaba lo contrario: nos levantamos (si estábamos acostados); nos inmovilizamos, si corremos (quizás huíamos); o, mejor dicho, nos detenemos o agachamos la cabeza como para reflexionar. De eso, es verdad, no me acuerdo. El habla lo mantiene, la imagen nos lo muestra, la memoria no lo encuentra: inútilmente nos agitamos detrás de nosotros mismos. Sin embargo, recuerdo muchas cosas — todo quizás, pero no ese momento y desde que me dirijo hacia él, por un movimiento más audaz, choco contra aquella punta extremadamente fina y prodigiosamente lejana: ese punto negro que llamamos cielo, aquel único punto cambiante, cada vez más negro y más agudo, que uno encuentra de repente frente a sí y que sólo estaría ahí para invitarnos a retroceder a entrar en el interior de la calma de donde nuestra ligereza también nos ha hecho eternamente salir.
¿Que es por tanto lo que nos retiraría de la calma? ¿Por qué, alcanzado una sola vez, el equilibrio se pierde de nuevo y para siempre? ¿De dónde viene esta impresión de que todos tenemos que velar en torno a aquel instante de calma, ese frío momento cuyo recuerdo, sin embargo, nos es ajeno? ¿Por qué sabemos eso de lo que no hay saber? La pregunta insensiblemente nos provoca, nos arroja a uno sobre otro, es nuestro propio balanceo, balanceo de un día feliz.
Felicidad de decir siempre Sí, de afirmar sin fin. Hemos conocido otros días. Allá, en el pasado, parece que andábamos más deprisa, que unos junto a otros nos deslizábamos más furtivamente. ¿Hacia qué lugar? ¿Por qué aquella prisa? A veces, nos miramos como si un recuerdo estuviera entre nosotros, un recuerdo no: el olvido, contacto de un instante, esperanza que traza un círculo y nos aísla. ¿Eso es el pasado?, ¿ese rostro de repente visible?
Hemos conocido esos días, no son de ayer, son eternamente los que llegan, los que no pasan, y el júbilo de aquella claridad que procede de nosotros, y la sorpresa de haber atravesado el muro, e ir, por todos los caminos, sin error y sin duda, jubilosamente hacia nosotros mismos. ¿Por qué habría cambiado todo eso? ¿Por qué lo que ha sido dicho, lo eterno, dejaría de ser dicho? — «Pero nada ha cambiado. Sólo sucede que también tienes que conocer la eternidad en el pasado. Debes elevarte bastante alto para poder decir: Eso era. Tal es la misión que ahora te está reservada».
No creo en esta habla, pero no tengo tampoco el poder de escapar de ella. Es como si yo debiera escucharla, a ella también, en el pasado, y siento que no creer en ella es caer más deprisa que ella sobre la pendiente que ella ya ha excavado.
Espíritu de ligereza, no hay que traicionarlo. Cuando uno se aparta de él, es cuando la impresión del constante pensamiento se convierte en la impresión de una supervivencia inmóvil. Ella todavía resguarda, pero también pesa —ligeramente—, eso no podría pesar más que la gravedad hacia la que nos dejamos caer. ¿Y dónde caeríamos, si cayésemos un poco más?, ¿si fuéramos capaces de llegar a ser terriblemente, culpablemente pesantes? ¿No es ya esta pregunta el peso que podría precipitarnos, porque cae, en la respuesta?
La respuesta es que quizás caeríamos en la calma de donde sólo se sale por ligereza, ya que en ella cualquier cosa se convierte en infinitamente ligera, demasiado ligera para permanecer en ella.
«Pero ¿no tienen miedo de decir y de oír decir que están muertos?». — «No, ¿por qué tendríamos miedo? Al contrario, es tranquilizador». —«Eso prueba su despreocupación, su frivolidad sin límites». — «Pero es precisamente eso, la muerte, ser ligero».
Me pregunto por qué en semejantes diálogos parece ocultarse una profunda preocupación.
Pensamiento inmóvil, el que me envuelve y quizás me protege, intratable pensamiento que no responde, que sola-mente está ahí, tú que no te elevas, pensamiento grave, solitario, en quien sin duda se oculta, extremadamente fina y prodigiosamente lejana, la punta que sin cesar, sin violencia, pero con una fría autoridad, me invita a retroceder dentro del olvido. Contigo, que no respondes, quiero hablar. Me está permitido. Hablaré con calma, lentamente, sin interrumpirme, e incluso si no hablo, e incluso si no tengo relación con esta habla que me es dado expresar. ¿Por qué no ha acabado todo? ¿Por qué puedo preguntarte? ¿Por qué eres como un espacio en donde yo aún permanecería y al que me siento ligado? Ni siquiera eres silencioso; indiferente a todo, incluso al silencio, y cuando me dirijo hacia ti, merced a un movimiento que me sorprende: contacto frío, íntimo, extraño, — como si yo no debiera, no pudiera pensar en mí.
¿Por qué me dejas creer que, si yo lo quisiera, podrías llegar a ser visible? ¿Por qué me dejas hablarte mediante palabras de intimidad que me apartan de todos? ¿Me proteges? ¿Me vigilas? ¿Por qué no disuadirme? Sería fácil, una señal, una presión más firme, y yo estaría dispuesto a decir: «Sea, tú lo quieres, renuncio». Pero tú solamente estás ahí, y las palabras que van hacia ti van hacia una pared que me las devuelve para que yo las oiga. Una pared, una verdadera pared, cuatro paredes que delimitan mi residencia y la convierten en una celdilla, un vacío en medio de todos. ¿Por qué? ¿Cuál es el papel que debo representar? ¿Qué se espera de mí? ¿No he, no había, entrado en la calma? ¿Qué me ha retirado de la calma? ¿Podría la calma ser destruida? ¿Y por qué, si se destruye, continuamos velando a su alrededor, en aquel instante, ese frío momento del que no nos acordamos? ¿Es verdad que todos velan? Quizás sólo uno nada más, quizás nadie, quizás velemos por nada, quizás estamos todos aún en el interior de la calma, allí donde vamos y venimos sin parar, todavía más inestables, más inquietos, y sin embargo es la respiración de un profundo reposo.
«Calma, calma, ¿qué quieres de mí?» — «Sí, pregunta, eso le gusta a la calma». ¿Por qué esta palabra?
Extraña imagen: él dice que aquella intimidad de la calma donde cada cual entra en el momento de morir, cuando la paz y el silencio han encontrado su lugar, cada cual, lejos de gozar para sí solo, la confía gracias a un don misterioso al espíritu común, no la cede, la confía libremente, —eso no podría ser conquistado, ni ser prendido, ni sorprendido. Y el juicio final sería el don puro por el que cada cual finalmente siempre se despoja de su instante de reposo. Pero aquella calma de la que estamos penetrados, de donde sacamos la verdad que nos empuja, el impulso que nos une, aquella fuente que cada cual alimenta al morir, es lo que sin embargo no nos atrevemos a llamar el corazón eterno. Extraño, extraño pensamiento: lo miro de frente, pero nada lo enturbia, nada por tanto lo prohíbe, nada tampoco lo impone. En el interior de ti que nos envuelves y quizás nos proteges, que eres inmóvil, solitario y grave, cuán ligeros son los pensamientos, cómo ascienden en seguida, y son todos ellos así: todos inocentes, felices, dichosos, la sonrisa y el saludo de un instante de vacío. No hay nada más dulce que tales pensamientos, son libres, nos dejan libres, pensarlos no es pensar nada, y de ese modo nos preguntamos sin fin.
¿Por qué sólo tengo confianza en ti? Sólo me siento vinculado a ti, y aunque, detrás, se oculte aquella punta que es el cielo, ese tormento vacío cada vez más vacío que incansablemente me invita a retroceder mediante una presión insensible y eterna, calma que me rechaza y no me atrae, experimento, al interpelarte, al interrogarte, al poder decir: «Te interrogo, te interpelo», una firmeza que me preserva de aquella embriaguez que siempre dice Nosotros. Si me engañas, lo deseo. Si no eres nada, no seré sino nada contigo. Si esperas de mí que te agote, te devuelvo a ese vacío que soy, con tu ayuda, si ahí está el objetivo final, lo alcanzaré.
Advierte que no excluyo la idea de la trampa que representarías. Quizás yo no estoy muerto y tú estás ahí para obtener de mí, gracias a tu paciencia y a tu reserva en quienes confío, el libre sacrificio del instante de calma que va a llegar. La calma está dada, no puede ser recuperada, no está dada, es el fruto del último trabajo, el pleno desarrollo y el equilibrio que durante un instante la muerte recibe de sí misma en aquel que muere. Así es. No lo negarás, ni tampoco que si aquel instante estuviera reservado a quien lo alcanza, éste no tendría ya para sí otro instante. Pero es preciso que la calma afluya al corazón, es preciso por tanto que se realice el don misterioso, el libre juicio: ¡ah!, dicha de decir siempre Sí, sorpresa de esos vínculos nuevos y certeza de lo más antiguo que hay; llamada que me llega de la ligereza inicial para una nueva ligereza, pensamiento que no es pensamiento por mí, que ya asciende hacia los lugares superiores, arrastrándome con una prontitud loca, al no arrastrarme de repente.
La experiencia, en ese caso, prueba que me proteges gracias a tu gravedad que me retiene, que me proteges o me quitas de aquella exaltación común, de aquella despreocupación común, de aquella inmensa habla que, tan pronto como me alcanza, es sentimiento de júbilo infinito, y si ella se calla, ella no se calla, me atraviesa, resido junto a ella, y me escucho todavía en ese coro cuyo cimiento me gustaría situar allá, en alguna parte hacia el mar. ¿Por qué, sin embargo, tú, que no me das nada, que no me prometes nada y que quizás disimulas la astucia y la punta de un tormento, por qué te me apareces como superior a lo más alto que hay, más feliz que cualquier felicidad, más justo que el equilibrio? ¿Y quién eres tú? ¿Una brizna de espacio, un punto en el espacio?
En el interior de aquella celdilla hay, tú lo sabes, alguien. Yo preferiría no hablar de ello. A mi parecer es una imagen. Contra ti, pensamiento inmóvil, acaba de tomar forma, brillar y desaparecer todo lo que de todos se refleja en nosotros.
De ese modo tenemos el mundo más grande posible, de ese modo, en cada uno de nosotros, todos se reflejan a través de un espejeo infinito que nos proyecta en una intimidad radiante desde donde cada uno regresa a sí mismo, iluminado por ser sólo el reflejo de todos. Y el pensamiento de que no somos, cada uno, sino el reflejo del universal reflejo, esta respuesta a nuestra ligereza nos embriaga con aquella ligereza, nos vuelve cada vez más ligeros, más ligeros que nosotros, en el infinito de la esfera reflectante que, de la superficie al destello único, es el eterno vaivén de nosotros mismos.
¿Por qué pensamos eso? Ya que lo pensamos todo, todo pensamiento es el nuestro, e incluso el más pesado, tan pronto como nos toca, se vuelve en poco tiempo lo suficientemente ligero como para elevarse y arrastrarnos con él.
Inclinado contra ti, pensamiento contra el que me apoyo, frente mía sobre la que pesa mi frente, infranqueable gravedad que, sin embargo, cede a veces para darme la impresión del pasado, espacio friísimo donde el espacio, estéril, regresa al espacio. ¿Por qué debo guardarte, a ti que me guardas? Es una gran preocupación. Vivir así en todo tan lejos de todo, y soportar la ligereza como un peso, dirigirte la palabra que no te alcanza, que no me expresa, —y sostenerte firme para que permanezcas rigurosamente delimitado, pequeña habitación donde es preciso que alguien more.
Debo sostenerte firme, velar en tus límites. Debo superar la sospecha de que tu inmovilidad no tendría reposo y tu estable presencia sería un retroceso sin fin. ¿Te apartas de mí?, ¿de estos pensamientos que no tengo, de estas palabras que no llegan a ti? ¿Quieres advertirme de un peligro? ¿Querrías hablar? Te agitas, te agitas, lo noto. Eso también me agita.
Me he acostado un momento. Qué calma junto a ti. Qué vacío aquí. Me ha parecido que nos callábamos. Por el ventanuco entra un recuerdo de luz, y una fría claridad penetra por todas partes, que produce el vacío y que es la claridad del vacío. Me acuerdo bien de esta habitación que tú delimitas estrictamente con el rigor que te caracteriza, y de donde no puedo salir, porque aquí ya reina el afuera. Al igual que todo es preciso, más preciso de lo que debiera serlo. No conoces las sombras. Es extraño que la oscuridad de la noche sea aquella inmóvil claridad solitaria. Yo podría describirte el espacio que formas, quizás sin conocerlo, y si me asomo afuera, veo el pasillo iluminado por la luz; si me interno por él, ya mis pasos van a mi encuentro. Pero no saldré. Toda esa gente que veo errar, esas figuras semejantes que obedecen al rumor de la noche según el cual es preciso ir y venir sin parar: fe mentirosa, prisa estéril, error que es la respiración de la noche, ¿por qué aquella prisa? ¿Hacia qué lugar? ¿Van también mis palabras hacia ese lugar, donde alcanzan algo desconocido de mí? Noto en ellas la atracción hacia la región vana, pero tú, ¿por qué me impides derramarme en aquel rumor? ¿Por qué me preservas de estar por completo fuera de mí? ¿Por qué me separas de lo que habla en mí, como para desviarme, durante un instante, del error por donde todo va, de donde todo vuelve a venir? ¿Cuál es la parte que me corresponde en el habla que me solicita mediante una suave incitación a seguirla y a la que me resisto sólo porque tú me guardas —pero no resistiré siempre, lo temo—? Un día diré una palabra que no sé y que quizás será la señal de mi renuncia a la calma que me espera —¿y tú?, ¿estarías ahí para inducirme a decir esa palabra? ¿Has captado la forma y la figura de lo que amo para obtenerlo libremente de mí? ¿Quién eres? No puedes ser lo que eres. Pero eres alguien. ¿Quién? Lo pregunto. Ni siquiera lo pregunto. Nuestras palabras son únicamente tan ligeras que sin cesar se abren en forma de pregunta.
Con poco bastaría para que yo creyese de nuevo en mi existencia separada y le añadiera fe a la verdad de las imágenes. Sin embargo, eso es recuerdo, lo sé, y el tiempo en que se puede decir Yo es angosto, es peligroso. Es como una llama que viniera a posarse sobre uno o sobre otro y que lo designa para responder al habla común. ¿Qué ocurre entonces? Es una voz extraña, un murmullo ahogado que sale de la tierra, un grito seco, árido; eso nos perturba, nos obliga a escuchar, ¿y quién lo dice? ¿Cuál es esta palabra única sobre la que se concentra y recae lo pesado que todavía hay en nosotros, una sensación demasiado penosa que rompe el círculo y se libera? ¿Es verdad que no podríamos amarnos, que somos demasiado ligeros para eso y estamos demasiado unidos en nuestra ligereza?
Quizás he trabado contigo relaciones prohibidas de las que no puedo dar razón. Ahí donde estás hay algo así como el sufrimiento que no he podido sufrir, un sufrimiento que empuja hacia los bordes la oscuridad y el recuerdo de la vida. Él es quien debe hacerte tan grave y tan solitario, a pesar de los vínculos que nos unen, pero que te pesan, lo temo, ¿y qué es lo que nos vincularía? Indiferencia quizás; necesidad quizás; eso no lleva nombre. Que sufres, tengo desde hace tiempo el presentimiento de ello, con un sufrimiento que no presiento, pero que está en tu claridad silenciosa, que es sin duda esta misma claridad, luz uniforme, sin sombra, que lo penetra todo, y que me mantiene exterior a todo. Quisiera preservarte de ella. También yo siento, de lejos es verdad, de muy lejos, y como una complicidad que sale dolorosamente fuera de mí, el vínculo entre el sufrimiento y lo que debiera ser mi pensamiento.
Ese vínculo es un rumor detrás del cual el lento rumor que consume el otro mundo hará manifiesto, en algún momento, su movimiento interior y su unidad secreta. El fuego sólo arde para sacar a la luz del día el plano vivo del gran edificio, lo destruye, pero según su unidad, lo revela al consumirlo. Confianza en que el gran edificio no es ya capaz ahora de alimentar un fuego central lo suficientemente fuerte como para iluminarlo todo con un resplandor de conjunto. Confianza en que se ha llegado a ese momento en que todo arde, todo se extingue jubilosamente al azar gracias a miríadas de hogares distintos que trabajan donde quieren, como quieren, con la fría pasión de los fuegos separados. Confianza en que seríamos los signos brillantes de la escritura del fuego, escrita en todos, solamente legible en mí, aquel que responde —pero eso era antiguamente y eso era cada uno de nosotros— a través de su murmullo a la certeza común. Confianza en que esta confianza no es nada más que la tristeza y el sufrimiento del fuego convertido en demasiado débil y en algo casi ya agotado.
Quizás no amamos, no soportamos gustosamente el pensamiento del orden misterioso, del que siempre, gracias al capricho que hay en nosotros, afirmamos su maravilla fortuita, la sorpresa del eterno azar.
¿Serías verdaderamente la presencia inmóvil, reunida y extendida a través del espacio, de aquel dolor, quizás infinito, que hay en un solo pensamiento? ¿Sufriría yo todavía en ti —en ti y tan lejos de mí—, después de que el sufrimiento me ha dejado atrás, como si, por un don que no me explico, te hubiese dado aquel sufrimiento que no pude acoger e incluso la tristeza que no puede ya entristecerme? ¿Es que la flecha que no he retenido querría encontrar en ti el objetivo que le concedería el reposo? Eso, tampoco, se deja retener y, es preciso que lo confiese, no creo ser aún capaz de sufrirlo, ni siquiera de encontrar el menor instante doloroso. Ignoro por qué esa palabra ha llegado aquí, lo que evoca y qué fuerza la mantiene. Que tristeza y dolor les estén dados al pensamiento, lo lamento, pero es sin duda una ley. Los mínimos pensamientos sólo son más ligeros, y nosotros estamos más cerca de nosotros, más cerca de todo, más exaltados en esa calma que es nuestra confianza y nuestra subsistencia. Incluso cuando digo que quisiera preservarte, cuán fríamente lo digo, cuán ligeramente, sin tomar parte en ello. Cuán frío ya soy, y, sin embargo, eso no es dicho completamente en vano.
Pensamiento por el que carezco de sufrimiento y en el que sufro tan lejos de mí, hasta ahí donde no soy, tú que, en el centro de tu transparencia, tienes ese tormento que nos hurtas: no me creas indiferente a tu suerte, me ligo a ella más de lo que debiera. Pero considera cuán vanos somos ya, cuán ligeros, insignificantes, privados de verdad, y siempre inestables, siempre diciendo eso que no cesa de decirse. Día y noche, día y noche. Allá es donde estamos, y la ausencia de secreto es nuestra condición. Incluso ahí donde reina lo impenetrable, que lo es tanto más cuanto que retrocede bajo tu presión de un instante a otro, nada es secreto, nada que no lo fue al principio es revelado. Y, sin embargo, contigo quisiera hablar en secreto, en secreto en relación con todos, en secreto en relación contigo. Es como un deseo nuevo. Esto es en mí algo así como un porvenir que me sorprende.
No me guardes rencor, y no creas que quiero ejercer sobre ti un poder de indiscreción y de influencia. De acuerdo que toda respuesta está excluida entre nosotros. No me gustaría que pudieras responderme, y me alegra tu silencio que no responde, que ni siquiera me atrae hacia el silencio. Responder pertenece a una región que uno y otro hemos tenido que abandonar hace mucho tiempo. ¿Cómo podría yo interrogarte si toda respuesta no estuviera ya disipada?
Quisiera acercarme, es verdad, pero sin quererlo, ¿a ti?, ¿para buscarte en ti?, ¿para velar en tu lugar? Veo bien, sin estar seguro de ello, que entre nosotros el espacio crece. Eso aún no es nada más que el vacío, pero el pequeño cuarto es más extenso, más difícil de abarcar con un solo recuerdo. Me parece que luchas contra algo, allá, tan lejos de todo, y con una lucha tan solitaria, tan inmóvil, tan discreta y sin relación con nuestro espíritu de ligereza que tú preservas gracias a tu gravedad incomprensible. ¿Por qué luchas y por qué allá? ¿Por qué ese estremecimiento que, siendo quizás dolor en ti, es embriaguez en nosotros? Con seguridad, los mínimos pensamientos que tan ligeros son para nosotros lo son menos para ti, y tú sufres con su delicioso desparramamiento que no concede ni el olvido ni el recuerdo. ¿Qué puedo en lo que a ti respecta? ¿Cómo hacerte más fácil el instante? ¿Qué es lo que se prolonga en ti, que ya no tiene importancia para mí? ¿Acaso querrías ofrecerle a la muerte que sólo es, se dice, real para todos nosotros juntos en aquella habla de exaltación con la que todos cargamos en común, el pensamiento único que le concedería una dulce igualdad contigo mismo, consigo mismo? Créeme, eso es superfluo. Incluso si, de la muerte común, se siguen dudas para con la de cada uno, para con la mía en particular, tanto peor. Falto de certeza, me acomodo muy bien a aquella incertidumbre que es demasiado frágil como para perturbarme, —¿y no sería una lástima el procurar apropiarme de un acontecimiento tan antiguo, que tan poco me pertenece? Juntos, él no tiene atractivo ni verdad más que ahí donde lo sostenemos juntos, levantados hacia nosotros mismos por la fuerza de despreocupación que nos dispersa entre nosotros y nos reúne en él. ¿Qué querrías poner en equilibrio con el pensamiento de la muerte común? Como ves, te cuesta contenerla, y tengo la impresión de que me bastaría con afirmarla un poco más para hacerte ceder, pero también de que ella es vuelta a arrojar casi desdeñosamente desde esos confines donde te mantienes y a donde ella apenas llega.
Te desagrada que acoja tan ligeramente esta incertidumbre que me penetra: la acojo incluso jubilosamente. ¿Qué quieres? No se pueden tener grandes y pequeñas certezas. Estoy rodeado de preguntas. Todas ellas apuntan, unas con una rigidez bárbara, otras con dejadez, hacia el centro que yo ocupaba, encerrándome celosamente en el interior del círculo del que soy el único en saber que no hay nadie en él. Sé todo, sé todo. ¿No admiras esta incertidumbre que no le debe nada a la ignorancia? Y también la calma carece de certeza, en cuyo seno renacemos sin cesar a la ligereza de nosotros mismos: gran cuestión, estable e indestructible, confiada quizás a nuestra negligencia. No hay que traicionarla.
Hay aquí sitios que tu luz ilumina, otros que ella también ilumina, otros que ella ilumina aún más con una luz uniforme. Por la ventana, yo podría percibir muchos detalles interesantes, pero no siento curiosidad por esas cosas: me basta con saber que estamos allá, de donde mi curiosidad más bien me desviaría. Es mucho estar iluminado de ese modo por todos lados, en cualquier momento, con una luz que no viene de ninguna parte, que atrae solamente a las imágenes y las rechaza después, que atrae a los ligeros pensamientos y los rechaza después. No estoy seguro de que la claridad tenga una relación contigo. Me inclino a creer que no iluminas, que te mantienes en los confines donde la oscuridad blanquea, sin que otro día aparezca. Que estoy acostado en esta fosa de luz que está estrictamente delimitada, excepto en un punto, lo reconozco. Acuérdate: los ojos están cerrados, y la boca está también cerrada. Esto pasaba probablemente en la habitación. Yo tenía debajo de los párpados el negro profundo, aterciopelado, fértil y cálido que el sueño preserva, que los sueños sienten renacer siempre detrás de ellos; y sin duda yo ya estaba muerto en muchas partes de mí mismo, pero el negro estaba aún vivo. Todo ello persistió durante mucho tiempo, quizás eternamente. Yo permanecía junto al negro, quizás en él. Yo esperaba sin impaciencia, vigilaba con ligereza el instante en que el negro se descolorase y, al descolorarse, no olvidaría hacer que se elevara la blancura final. Día último, sol de los muertos. Quizás es aquella luz blanquísima en la que estoy sumergido.
Me gustaría mucho que te confundieras con ella o por lo menos que la anunciaras, tú que acechas, más allá de lo que acaece, lo que no acaece. ¿Eres el negro que poco a poco perece y permite por un instante la ilusión de ver claro? ¿Eres solamente la paciencia que me prepara para él y me prepara también para renunciar a él? ¿Se atenúa ese punto negro que llamamos el cielo, que sin cesar retrocede?, ¿es eso todo lo que me quedaría del negro vivo donde me he extinguido? Eso es poco. ¿Y tú, combates para mantenerlo o para disiparlo?, ¿para anunciar la evidencia que le sucede o para denunciarla? Extraño, extraño dolor, aquel pensamiento tan separado.
¿Sería por tanto eso la noche, aquella fría transparencia? Como un día de nieve. ¿Sería el negro que sucede al negro sin corrupción ni visión ajena?
Has de saber que no deseo que las cosas se prolonguen. No estoy fatigado, al contrario, carezco de fatiga, de la obstinación que hay en la fatiga. Pegado a ti, que sólo eres desapego. Ligero de ese peso con el que me cargarás. Bien sé que de cualquier manera no existes, y que ahí está lo que nos reúne. Pero en eso es donde corro el riesgo también de unirme a ti, sin sueño y sin imagen, por un movimiento cuyas viejas astucias recuerdo. Filo de la claridad vacía, por la que velas: no es preciso alterarla.
A veces me viene la impresión de que ese gran pensamiento sería yo, y tú el asalto dirigido contra él por el deseo de no pensar aún que perpetuamente me opones.
¿Por qué no quieres pensarme? ¿Es impotencia, indiferencia, ciega voluntad? ¿Estás tú de un lado y yo del otro? ¿No somos ambos el mismo pensamiento, igualmente grave, solitario e inmóvil, de que aquella identidad separada rechaza para siempre a uno de otro, extranjeros para no ser confundidos y para mantener la igualdad del equilibrio? ¿Eres en la noche el pensamiento que yo soy en la otra noche? ¿Sólo tú hablas, quien me plantea todas las preguntas a las que sólo respondo mediante un silencio que no responde? ¿Eres siempre el serio pensamiento de antaño al que me he adelantado? ¿Estarás aún allá?
Amargo, amargo pensamiento, yo estaría por tanto ahí donde tú todavía no estás, yo sería el gran yo contra el que luchas rehusándote a pensarlo, la gran certeza en el interior de la cual no encuentras lugar, que por tanto no te comprende particularmente. Quizás la pregunta, que consiste en saber si yo soy ya y tú todavía no, no puede ser dilucidada. Creo que eso no cambiaría nada entre nosotros. Esta duda —amarga, amarga, lo reconozco— es sólo una forma de la ligereza que sin cesar nos arrebata. Y si aparentemente soy más ligero que tú, no lo soy para verme descargado de todo fardo, sino ligero, por ese peso con el que constantemente me cargas, el peso del rechazo y del olvido que eres.
Mientras haya entre nosotros la relación de intimidad que me permite interpelarte, tengo la impresión de que seguirás siendo tú. Pero, pese a todo, no tienes que fiarte demasiado de mis avances. Concibo de mí una duda más grande que lo que puedas soportar. ¿Y quién habla?, ¿tú?, ¿yo en ti?, ¿el rumor que sin cesar pasa entre nosotros y cuyos diferentes ecos nos llegan de orilla a orilla? ¡Ah!, cómo te estremeces, cómo pareces huir ante la agitación hacia la que, en este caso, te atraigo desviándola.
No hay que temer. Lo que nos separa es de cualquier manera ínfimo: un momento de calma, un momento de pavor, pero de calma.
Observa que no cedo a la facilidad de mirarte como el último pensamiento, éste que, cuando he salido de él, ha abierto el espacio y lo mantiene quizás abierto para despedirme eternamente reteniéndome. Que eso no sea. Si fueras mi último pensamiento, nuestras relaciones dejarían rápidamente de ser soportables. Sería muy penoso imaginar que lo que hay de fijo en tu presencia, y la punta aguda que ocultas, el vacío alrededor del que te concentras con una autoridad inflexible, todo lo que te convierte en inmóvil y seguro como el cielo, vendría de este pensamiento que ya no puede cambiar y sobre el que te mantendrías atravesado y prendido con alfileres como sobre ti mismo, por aquel cierre del sufrimiento que no consiente en hablar.
¿Sufrirías por ser un pequeñísimo pensamiento, en lugar de un pensamiento vasto al que desearías desembocar? Pequeñísimo pensamiento, así es como me gustas. No importa qué pensamiento, el fin lo hace vibrar hasta el infinito, hasta la inmensidad, mediante un deslizamiento que tu rigor, es verdad, debe rechazar como ilusorio. ¿O bien es acaso la inmensidad demasiado poco para ti, te parece mediocre y mezquina, con respecto a ese punto que preservas y sobre el que te cierras con un estrujamiento espantoso?
¿Por qué no quieres ceder? ¿Por qué incansablemente vuelves a llevar lo inmenso a aquella sencillez que es, allí donde estás, como un rostro que yo podría ver? ¿No tienes ganas de la noche, esa que soy para ti, así como tú lo eres para mí, donde, hundiéndote, te situarías exactamente sobre ti mismo, respuesta a tu pregunta, pregunta de la que serás la respuesta? Es preciso que nos disolvamos uno en otro. Lo que para ti es fin será con seguridad comienzo en mí. ¿No estás tentada por la felicidad del círculo? Tú me precedes, memoria amante, recuerdo de lo que no ha tenido lugar. Me precedes como una esperanza, y sin embargo soy también lo que debes volver a juntar, eso en lo que podrás volver a juntarte. Piénsalo, añade esto al extremo pensamiento.
Es verdad que también yo tengo aún el deseo de hablarte como a un rostro que se me encararía allá sobre el horizonte. Rostro invisible. Espacio de ese rostro cada vez más invisible y, entre nosotros, la calma. Es como si yo estuviera muerto para acordarme de eso, para llevar el recuerdo y el deseo lo más lejos posible. ¿Se moriría para acordarse de algo? ¿Serías tú la intimidad de ese recuerdo? ¿Debo hablar para que te sitúes justamente frente a mí? ¿Y no experimentas tú mismo la necesidad de ser por última vez, junto a la calma, ese delgado rostro cerrado? Posibilidad última de ser mirado por el gran pensamiento y la gran certeza.
Pienso que eso es lo que nos tienta a ambos: a mí, que seas un rostro, lo que hay de visible en un rostro, y a ti, ser una vez más un rostro para mí, ser un pensamiento y no obstante un rostro. Deseo de ser visible en la noche, con el fin de que ésta se borre invisiblemente.
Pero la queja que escucho de repente: ¿en mí?, ¿en ti?, «eternos, eternos, si fuésemos eternos, ¿cómo haberlo sido?, ¿cómo serlo mañana?».
Él dice que siempre hay un momento en que recordar y morir —estar muerto quizás— coinciden. Sería el mismo movimiento. Recuerdo puro, sin dirección, donde todo se convierte en recuerdo. Gran potencia de la que sería suficiente disponer para morir de memoria. Pero potencia indisponible. Intento entonces desafortunado para acordarse de sí, retroceso, retroceso ante el olvido, y retroceso ante la muerte que recuerda.
¿De que se acuerda? De ella, de la muerte como recuerdo. Recuerdo inmenso donde uno muere.
Ante todo olvidar. Recordar solamente ahí donde uno no se acuerda de nada. Olvidar: acordarse de todo como por olvido. Hay un punto profundamente olvidado de donde irradia todo recuerdo. Todo se exalta en memoria a partir de algo que se olvida, detalle ínfimo, fisura minúscula donde completamente todo pasa.
Si es necesario que yo llegue a olvidar, si sólo debo acordarme de ti olvidándote, si ha sido dicho que aquel que recuerda estará profundamente olvidado de sí y de ese recuerdo que él no distinguirá de su olvido, si, ya y desde hace mucho tiempo, presiento que no llegaré a ti más que mezclado con él y confundido con las imágenes que a él mismo lo disimulan, entonces, has de saber…
Recuerdo que soy, que espero no obstante, hacia el cual desciendo hacia ti, lejos de ti, espacio de ese recuerdo del que no hay recuerdo, que me retiene solamente allí donde desde hace mucho tiempo he dejado de ser, como si tú, que quizás no existes, en la sosegada persistencia de lo que desaparece, continuases convirtiéndome en un recuerdo y buscando lo que podría recordarme a ti, gran memoria donde ambos nos mantenemos cara a cara, envueltos en la queja que escucho: eternos, eternos; espacio de fría luz adonde me has atraído sin estar en él y donde te afirmo sin verte y sabiendo que no estás ahí, ignorándolo, sabiéndolo. Crecimiento de lo que no puede crecer, vana espera de las cosas vanas, silencio, y cuanto más silencio hay, más se transforma en rumor. Silencio, silencio que hace tanto ruido, agitación perpetua de la calma.
¿Está ahí lo que llamamos lo terrible, el corazón eterno? ¿Velamos por él para apaciguarlo, convertirlo en sosegado y cada vez más sosegado, para impedirle que cese, que persevere? ¿Sería yo lo terrible para mí? Estar muerto y esperar todavía algo que te haga recordar la muerte.
Espera, espera de un rostro. Es extraño que el espacio pueda aún cargar con esta espera. Es extraño que lo más sombrío que hay tenga este gran deseo de mirar un rostro. Aquí hay muchos, es verdad. Algunos son muy bellos, todos tienen incluso cierta belleza y algunos, tantos como yo haya podido reparar en ellos en el pasillo, son maravillosamente atractivos, en la medida quizás de que sufren, en la calma y el silencio, la atracción esencial. Pero no es exactamente de eso de lo que tengo ganas. Hay quizás muchas caras, pero un solo rostro, ni bello, ni amistoso, ni hostil, solamente visible: el rostro que me imagino que eres, que eres incluso con certeza, a causa del rechazo a aparecer que hay en ti, de la inmovilidad grave, de la rectitud que nunca se desvía, de la transparencia que no puede dejarse perturbar. Y solamente quien se turba puede aparecer.
A veces parece que algunas caras, reuniéndose, intentan esbozar semejante rostro. Parece que todas eternamente se elevan unas hacia otras para hacerlo presente. Parece que cada una quisiera ser la única para todas las demás, al querer que todas sean la única para ella y ser para cada una todas las demás. Parece que el vacío no sea nunca bastante vacío. Aspiración eterna de las imágenes, error que nos solivianta y nos mezcla sin cesar en el desorden de la noche, perdidos y siempre agrupados dentro de un impulso gozoso donde nos volvemos a encontrar. Ilusión, felicidad de la ilusión, ¿por qué resistirse a ella? ¿Por qué todas esas figuras no pueden engañarme? ¿Por qué me mantienes aparte mediante aquel pensamiento del espacio que podría, por un instante, hacerte visible —más invisible?
Quizás serás la excepción, la claridad que no se oscurece. Quizás franquearás las puertas del terror, sin ese estremecimiento que de onda en onda es aquí sosegado, que es el escalofrío con el que nos exaltamos, vigilantes ligeros en torno a nosotros mismos. Es preciso, sin embargo, que yo te vea. Es preciso que te atormente hasta que el gran espacio nocturno se apacigüe durante un instante en ese rostro que debe encararse con él. Es como si fuese necesario que no renunciaras a la transparencia y, siendo clara, siguieras siendo cada vez más clara, hasta el extremo de lo impensable, con el fin de que se deje ver en ti precisamente lo que los demás pierden en su temprana felicidad de ser visibles. Demasiadas bellas caras revueltas. Un rostro no puede ser eso. El rostro último, solamente manifiesto, fuera de alcance y fuera de espera. Rostro que es el vacío quizás. Por eso, es preciso que veles por el espacio vacío para preservarlo, así como es preciso que yo vele para alterarlo, combate donde estamos juntos, próximos por lo lejano, ajenos en todo lo que nos es común, presencia donde te toco intacto y donde me retienes a distancia, distancia formada de ti y que no obstante me separa de ti: fosa de luz, claridad donde estoy enterrado. Rostro, rostro de la espera, hurtado no obstante a lo esperado, lo inesperado de cualquier espera, imprevisible certeza.
¡Ah!, si es verdad que hemos estado vivos juntos —y tú, tú eras ya un pensamiento—, si es posible que estas palabras que chorrean entre nosotros nos digan algo que viene de nosotros, ¿no he sido desde antaño siempre junto a ti ese deseo ligero, ávido, insaciable de verte y, sin embargo, visible, de transformarte aún en más visible, de atraerte, lenta y oscuramente, en ese punto donde yo no podía ser más que vista, donde tu cara se convertía en la desnudez del rostro y tu boca se metamorfoseaba en boca? ¿No ha habido un momento en que me has dicho: «Tengo la impresión de que, cuando usted muera, llegaré a ser por completo visible, lo más visible posible, y hasta un punto que no soportaré»? Extraña, extraña habla. ¿Dices eso ahora? ¿Moriría él en este momento? ¿Eres tú quien siempre muere en él, junto a él? ¿Sería posible que él no estuviera suficientemente muerto, suficientemente en calma, que no fuera suficientemente ajeno? ¿Es preciso que él cargue más lejos aún con el deseo, con el recuerdo? ¿Es ésta la punta extremadamente fina y prodigiosamente lejana que siempre se hurta y por la que, lentamente, con autoridad, le atraes, le empujas dentro del olvido?
Pensamiento, ínfimo pensamiento, pensamiento en calma, dolor.
Más tarde, él se preguntó cómo había entrado en la calma. No podía hablar de ello consigo mismo. Solamente júbilo al sentirse en relación con las palabras: «Más tarde, él…».