Desde que me fue dado usar esa palabra, expresé lo que yo siempre había debido pensar de él: que él era el último hombre. La verdad sea dicha, casi nada lo distinguía de los demás. Él permanecía en la sombra, pero no era modesto, sino imperioso cuando él no hablaba; había entonces que prestarle silenciosamente pensamientos que él rechazaba suavemente; eso se leía en sus ojos que nos interrogaban con sorpresa, con desamparo: ¿por qué sólo piensa usted en eso?, ¿por qué no puede ayudarme? Sus ojos eran claros, con una claridad de plata, hacían pensar en ojos de niño. Había, además, algo infantil en su rostro, expresión que nos invitaba a tener atenciones, pero también a un vago sentimiento de protección.
Ciertamente él hablaba poco, pero su silencio solía pasar inadvertido. Me parecía una especie de discreción, a veces un poco de desprecio, a veces una regresión demasiado grande dentro de sí o fuera de nosotros. Actualmente pienso que quizás él no existía siempre o bien que no existía aún. Pero pienso algo más extraordinario: que él poseía una sencillez que no nos sorprendía.
Sin embargo, incomodaba. Él me ha incomodado más que otros. Quizás ha cambiado la condición de todos, quizás sólo la mía. Quizás fue el más inútil, el más superfluo de todos los seres.
¿Y si un día él no me hubiera dicho: «No puedo pensar en mí: hay algo terrible, una dificultad que se escapa, un obstáculo que no se encuentra»? E inmediatamente después: «Él dice que no puede pensar en sí mismo: en los demás todavía, en tal otro, pero todo ello es como una flecha, lanzada desde demasiado lejos, que no alcanzaría su objetivo, y no obstante cuando se detiene y cae, el objetivo, en la lejanía, se estremece y viene a su encuentro». En esos instantes, habla muy rápido y como en voz baja; con grandes frases que parecen infinitas, que ruedan con un ruido de olas, un murmullo universal, un imperceptible canto planetario. Eso dura, eso se impone terriblemente por la suavidad y el alejamiento. ¿Cómo responder? ¿Quién no tendría, al escuchar eso, la impresión de ser ese objetivo?
Él no se dirigía a nadie. No quiero decir que no me haya hablado a mí mismo, sino que le escuchaba alguien distinto de mí, un ser quizás más rico, más vasto y sin embargo más singular, casi demasiado general, como si, frente a él, lo que había sido yo se hubiera extrañamente despertado como «nosotros», presencia y fuerza unida del espíritu común. Yo era un poco más y un poco menos que yo: más, en cualquier caso, que todos los hombres. En ese «nosotros» están la tierra, la potencia de los elementos, un cielo que no es este cielo; hay una impresión de altura y de calma, hay también la amargura de una oscura coerción. Todo eso soy yo ante él, y él no parece casi nada.
He tenido razones para temerle, para soñar interminablemente con su ruina, he querido persuadirle de que desapareciera, hubiera querido obligarle a confesar que él no dudaba de sí, confesión que sin duda a mí me hubiera aniquilado; le he rodeado de atención, de cálculos, de esperanza, de sospecha, de olvido y finalmente de piedad, pero siempre le he protegido contra la curiosidad de los demás. No he atraído la atención sobre él. Él era a este respecto extrañamente débil y vulnerable. Una mirada superficial, dirigida a su persona, parecía exponerle a una amenaza incomprensible. La mirada profunda, capaz de buscarle ahí donde estaba, no le perturbaba, le perturbaba menos. Allá era demasiado ligero, demasiado indiferente, demasiado disperso. Allá no sé lo que le hubiera podido alcanzar ni qué se hubiera alcanzado en él.
Hay momentos en que le encuentro tal como él ha debido de ser: tales palabras que leo, que escribo, se apartan para hacer sitio a las suyas. Adivino que se ha callado en tal momento, que me ha prestado atención en tal otro. Paso por delante de su habitación; le oigo toser —como un lobo, decía él—, y era en efecto un gemido frío, un ruido singular, austero, ligeramente salvaje. Su paso no me ha engañado nunca: más bien lento, silencioso e igual, más acentuado que lo que hubiera hecho creer su gran ligereza, sin embargo, no pesado, sino un paso que permitía imaginar, incluso cuando avanzaba por el largo pasillo, que subía siempre una escalera, que venía de muy abajo, de muy lejos y que estaba aún muy lejos. Es verdad que no le oigo solamente cuando se detiene en mi puerta, sino también cuando no se detiene. Eso es difícil de apreciar: ¿viene aún?, ¿se va ya? El oído no lo sabe; sólo el latido de corazón le delata.
Su casi tartamudeo. Unas palabras, con una prontitud desconcertante, se hurtan detrás de otras. Titubea imperceptiblemente; titubea casi constantemente; sólo su titubeo me permite estar un poco seguro de mí, y escucharle, responderle. Había sin embargo otra cosa: se abría una esclusa, cambiábamos de nivel con nosotros mismos.
Dócil, casi obediente, casi sumiso, y negando muy pocas veces, sin discutir, dándonos casi siempre la razón y, en todo lo que había que hacer, dispuesto a un asentimiento ingenuo. Creo que había días en que el más simple le hubiera encontrado demasiado simple y en que charlar sobre las cosas más indiferentes le ocupaba por completo y le causaba un placer que los hombres no comprenden: sin embargo, ¿no con todos, o bien solamente con todos? Felicidad de decir sí, de afirmar sin fin.
Estoy persuadido de que le había conocido en primer lugar muerto y después moribundo. Al pasar por delante de su puerta, se me ofreció esta imagen de él: «He aquí una habitación que usted podría tener». Cuando, más tarde, me vi, en algún momento, como forzado a hablar de él en pasado, volvía a ver la puerta de esa habitación ocupada por alguien que, se decía, acababa de morir, y me parecía regresar al instante en que él sólo era un muerto dejando sitio a un vivo. ¿Por qué ese pasado? ¿Me acercaba a él? ¿Le hacía más comprensible porque me daba la fuerza para mirarle de frente y presente, aunque en un espejo? ¿O bien soy yo quien soy en el pasado? Esta impresión: «Le veo», y en seguida «Le veo, luego no me ve», ha puesto en nuestras relaciones el tormento de un desamparo inexpresado. Yo hubiera querido no dejarle nunca solo, la soledad me espantaba por él, y, por las noches, la idea de que dormía, de que no dormía. Creo que no ha soñado nunca. Eso también es espantoso, un dormir nunca cerrado del todo, abierto a una de sus caras: un dormir que yo evocaba pensando en ese negro de debajo de los párpados, que se descolora y que blanquea un poco cuando uno muere, de modo que morir sería ver claro durante un instante.
Si me pregunto: ¿pensaba él más que lo que piensas tú?, tan sólo veo su espíritu de ligereza que le hacía inocente de lo peor. Un ser tan irresponsable, tan terriblemente poco culpable, como un loco, y sin una pizca de locura u ocultando esta locura en el interior, siempre infalible: era una quemadura en los ojos. Era preciso atraerle a una falta, era preciso reinventar sólo para él el sentimiento perdido de la falta. Decía de los pensamientos: como son ligeros, como en seguida se elevan, nada los turba, nada los impone. «Pero ¿no es eso lo que los hace amargos?» — «¿Amargos? Ligeramente amargos».
Me ha dado la impresión de la eternidad, de un ser que no tendría necesidad de justificación. Yo volvía a suponer a un Dios para ver mejor que uno para otro eran invisibles. Él me ha enriquecido con mi ignorancia, quiero decir que me ha añadido algo que yo no sé. Desde el instante en que nos hubimos encontrado, he estado perdido para mí mismo, pero perdí mucho más, y lo sorprendente es que yo luche, que pueda luchar aún para recobrarlo. ¿De dónde viene eso? ¿De dónde viene que en el espacio en que estoy, al que él me ha arrastrado, yo vuelva a pasar constantemente cerca del punto en que todo podría volver a empezar como con un comienzo distinto? Para eso bastaría con… Él dice que bastaría con que yo cese precisamente de luchar.
Si él era tan fuerte, no es porque fuera invulnerable. Su debilidad, por el contrario, no se adaptaba a nuestra medida. Sí, eso sobrepasaba lo que podíamos soportar: eso era exactamente terrible, él inspiraba terror, mucho más que lo hubiera hecho alguien absolutamente poderoso, pero un terror harto dulce y, para una mujer, tierno y violento. Ofenderle no estaba quizás a mi alcance, pero la idea de ofenderle me angustiaba: era tirar una piedra que nunca me sería devuelta, un dardo que no me alcanzaba. Yo no sabía que yo hería, ni en qué consistía esa herida: ella no podía ser compartida por nadie, ni cicatrizar en alguien distinto, sería llaga hasta el fin. Y sobre todo su debilidad sin medida: a eso es a lo que no tenía el coraje de acercarme, aunque fuere tropezándomelo.
Lo que contaba de su historia solía ser tan manifiestamente sacado de libros que, advertido en seguida a través de una especie de sufrimiento, uno hacía grandes esfuerzos para evitar escucharle. Ahí es donde más insólitamente fracasaba su deseo de hablar. Él no tenía una idea precisa de lo que llamamos la seriedad de los hechos. La verdad, la exactitud de lo que hay que decir le asombraba. Esta sorpresa estaba cada vez marcada y disimulada por un rápido parpadeo. «¿Qué entienden ellos entonces por acontecimiento?», yo leía la pregunta en su movimiento de retirada. Creo que su debilidad no podía soportar esta dureza que hay en nuestras vidas cuando se cuentan, y él ni siquiera podía imaginarla, ¿o es que no le había ocurrido nunca nada real, vacío que él hurtaba e iluminaba mediante relatos de azar? No obstante, aquí y allá, transparecía una nota justa, como un grito que revela detrás de la máscara a alguien que pidiera eternamente auxilio sin acertar a indicar dónde se encontraba.
Para algunos, él era extrañamente accesible, para otros, estaba rodeado por fuera de una inocencia maravillosamente lisa, pero hecha por dentro de mil aristas de cristal durísimo, de manera que a la menor tentativa de aproximación él corría el riesgo de ser desgarrado por las largas y finas agujas de su inocencia. Él permanecía ahí ligeramente retirado, hablando muy poco, con palabras muy pobres y muy corrientes; casi hundido en el sillón, con una inmovilidad molesta, caídas sus grandes manos, fatigadas, al final de los brazos. Sin embargo, apenas se le miraba; se dejaba el mirarle para más tarde. Cuando me le represento así: ¿era él un hombre roto?, ¿desde siempre en su ocaso? ¿Qué aguardaba? ¿Qué esperaba salvar? ¿Qué podíamos hacer por él? ¿Por qué aspirar tan ávidamente cada una de nuestras palabras? ¿Estás completamente abandonado? ¿No puedes hablar por ti mismo? ¿Debemos pensar en tu defecto, morir en tu lugar?
Él necesitaba algo firme que le sostuviera. Pero todo lo que parecía que le encerraba me hacía sufrir. Eso me ponía ansioso, agitado. Esta agitación es lo que me sacaba de mí, introduciendo en su lugar un ser más general, a veces «nosotros», a veces lo más vago y lo más indeciso que había. Sufríamos entonces por ser tan numerosos ante él que estaba tan solo, por estar ligados unos a otros por tantos vínculos mediocres, pero fuertes, pero necesarios, a los que él era ajeno. Más tarde he lamentado aquellos primeros instantes. No he dejado de estar incómodo, viéndole, por él mismo y por lo que yo aún quería reconocer de mí en él.
No me ha hecho fácil la vida; tal era su importancia y hasta tal punto él era insignificante. Podíamos convencernos de que ocultaba algo, de que se ocultaba. Siempre es más tranquilizador suponer un secreto detrás de lo que te atormenta, pero donde se disimulaba ese secreto era en nosotros. Sin duda le sorprendimos, pero, para sentir curiosidad por nosotros, le faltaba preocuparse por sí mismo. Y la curiosidad era la falta que no podíamos cometer contra él; reclamaba con tanta suavidad la discreción, la reserva de los ojos cerrados; pedía eso, que no se le viera, que no se viera hasta qué punto habíamos ya desaparecido ante sus ojos, así como tenía dificultades para no mirarnos como a los habitantes de la otra orilla. Más tarde comprendí que se había vuelto hacia mí únicamente para comunicar más suavemente con este pensamiento; éste había llegado a ser demasiado fuerte y era preciso exponerlo a esa prueba. Pienso que la necesidad de acabar le hablaba de una manera aún más imperiosa.
¿Es posible vivir junto a alguien que escucha apasionadamente cualquier cosa? Eso te gasta, te quema. Uno desea un poco de indiferencia; uno reclama el olvido; el olvido, es verdad, no ha dejado de estar ahí: ante la profundidad apasionada del olvido era preciso hablar sin cesar, sin parar.
Él no nos era ajeno, al contrario, próximo, con una proximidad que semejaba un error. Seguramente luchaba, de una manera que no imagino, por mantener con nosotros la soltura de relaciones cotidianas. Y qué dificultoso, sin embargo, me resultaba pensar hasta él: yo solo no lo lograba, necesitaba recurrir, en mí, a otros. Él parecía por encima de todo temer no tratarnos con suficientes atenciones, hablándonos, callándose como a tientas, por presentimiento. Debía de saber que representaba para nosotros una prueba, y se esforzaba por hacérnosla tan ligera como fuera posible. Estaba ahí, eso bastaba, estaba ahí como uno de nosotros, eso era efectivamente el límite del tacto, a menos que esta precaución no fuera ya aquello a lo que nos sentíamos expuestos. Lo más extraño es que nos daba la impresión, a todos nosotros, de bastar exactamente para su presencia y de que uno solo no le hubiera retenido, no porque él fuera demasiado imponente, sino al contrario, porque tenía necesidad de ser abandonado. Le era preciso estar de sobra: uno de más, solamente uno de más.
Sin embargo, también nos resistíamos a él, nos resistíamos a él casi constantemente. De tanto prestarle atención, he llegado a creer que a nuestro alrededor había un círculo que él no podía franquear. Había puntos nuestros en que no nos tocaba, certezas a las que él no tenía acceso, pensamientos que no le dejábamos pensar. No era preciso que nos viera tal como éramos, ni que sintiéramos deseos de saber lo que él no veía de nosotros. Pero no es fácil hurtarse a la atención que se vuelve lo suficientemente distraída como para dejarte desde el momento en que ella te capta. Y quizás cada uno, preservando lo más central que tenía, no buscaba sino designarle: por no sé qué necesidad de ponerle bajo su custodia, como en depósito. ¿Qué hubiera yo deseado quitarle? ¿Qué cosa cierta me hubiera sido necesario convertírsela en completamente incierta? Yo me respondía inmediatamente: a él, sólo a él. Pero, al mismo tiempo, me parece que yo me daba una respuesta muy distinta.
Quizás él estaba entre nosotros: ante todo entre todos nosotros. No nos separaba, mantenía cierto vacío que uno no deseaba colmar, era algo que había que respetar, que amar quizás. Cuando alguien se interrumpe, es difícil no ir a la búsqueda del pensamiento que falta, pero, aunque su pensamiento soliera requerirnos, no se le podía hacer semejante violencia, tan grande era la inocencia con que se callaba, tan manifiesta su irresponsabilidad, él se callaba absolutamente y por completo. Eso no requería auxilio, no engendraba incomodidad, eso mataba suavemente el tiempo. Él estaba entre nosotros y, sin embargo, tenía preferencias ocultas, movimientos que no se podían prever, que le arrojaban de repente lejos, no sólo era indiferente con respecto a los que estaban ahí, sino que nos volvía indiferentes a nosotros mismos y nos retiraba de los seres más próximos a nosotros. Tempestad que nos convertía en desierto, tempestad silenciosa. Pero ¿quiénes somos a continuación?, ¿cómo encontrarse junto a sí?, ¿cómo amar a quien no lo fue durante ese terrible instante?
Creo que de él procede una ensoñación que nos agita, nos engaña, que nos abre a la sospecha de un pensamiento que no se dejaría pensar. Yo solía preguntarme si no nos comunicaba, sin saberlo y contra nuestro consentimiento, algo de este pensamiento. Yo escuchaba esas palabras tan sencillas, escucho su silencio, me instruyo con su debilidad, le sigo mansamente a donde quiera, pero él ya ha matado, borrado la curiosidad, no sé quién soy, yo, quien lo pregunta, él me deja más ignorante y peligrosamente colmado por la ignorancia. No tenemos quizás para con él los sentimientos justos que hubieran dejado que se aproximara lo que él nos descubría. ¿Qué sentimientos? ¿Qué podía nacer de mí para él? Hay algo terrible en imaginar que he tenido que sentir lo que ignoro, que he estado trabado por movimientos de los que no tengo ninguna idea. Por lo menos esto es verdad: no he buscado nunca sorprender en mí esos sentimientos nuevos. Y, desde que él estaba ahí, su sencillez no daba consentimiento a nada extraño, a nada que yo no hubiera podido decir también de otro. Era como una regla secreta que yo estaba obligado a observar.
El pensamiento que se me ha ahorrado en todo instante: él, el último, no sería sin embargo el último.
Sólo insensiblemente me daba cuenta de que él me desviase de mí. No me pedía ninguna atención, sino algo menos que un pensamiento. Lo más fuerte era ese menos. Yo le debía una distracción ilimitada, y aún menos, lo contrario de una espera, el reverso de una fe que no era la duda: la ignorancia y la negligencia. Pero eso todavía no era bastante: era preciso que esta ignorancia me ignorase a mí mismo y me dejara de lado, suavemente, sin exclusión y sin aversión, mediante un movimiento incierto. ¿Quién entonces se cruzaría con él? ¿Quién le hablaba? ¿Quién no pensaba en él? Yo no lo sabía, solamente presentía que ése no era nunca yo.
Un mismo Dios tiene necesidad de un testigo. Es preciso que el incógnito divino sea despejado aquí abajo. Yo había evocado ampliamente al que sería su testigo. Y yo me ponía como enfermo con el pensamiento de que era preciso que yo fuera ese testigo, el ser que no solamente debía excluirse de sí mismo en favor del objetivo, sino excluirse del objetivo sin ninguna clase de favor y permanecer tan cerrado, tan inmóvil como el mojón en el camino. Yo empleaba mucho tiempo, un tiempo duro y lleno de sufrimiento, en convertirme en casi un mojón. Pero lentamente —bruscamente— nació el pensamiento de que esta historia carecía de testigo: yo estaba ahí —el «yo» ya no era sino un ¿Quién?, una infinidad de ¿Quiénes?— para que no hubiera nadie entre él y su destino, para que su rostro permaneciera desnudo y su mirada indivisa. Yo no estaba ahí para verle, sino para que él no se viera a sí mismo, para que, en el espejo, fuera a mí a quien viera, otro distinto de él —otro, ajeno, próximo, desaparecido, la sombra de la otra orilla, nadie— y que de ese modo él siguiera siendo hombre hasta el final. No tenía que desdoblarse. Es la gran tentación de los que acaban: se miran y se hablan; se procuran a partir de ellos mismos una soledad poblada de ellos mismos, la más vacía, la más falsa. Pero, presente yo, él sería el más solo de los hombres, sin ni siquiera sí mismo, sin el último que él era, siendo así el completamente último. Esto, deberes tan grandes, sentimientos tan desnudos, preocupaciones tan desmesuradas, podía efectivamente espantarme. Sólo podía responder a ello mediante la despreocupación, el paso de los días, el rechazo a descubrirlo, a mí y a él mismo.
Si ahora, en mi recuerdo, es un hombre que miro como si sólo le viera a él, esta importancia no da la medida de él. Ella no dice sino la coacción que ejerzo para captarle, la falsificación de nuestras relaciones, mi debilidad que sólo puede concebirle y recordarle como algo importante. Sé que así lo traiciono todo. ¿Cómo habría podido él desviar la menor parcela de mi vida? Quizás está ahí, en una habitación cuya ventana veo iluminada. Es un hombre solo, un extranjero, un hombre gravemente enfermo. Desde hace mucho tiempo no abandona su lecho, está inmóvil, no habla. No interrogo a nadie a este respecto, no estoy seguro de que lo que se diga se relacione con aquel que me figuro. Me parece olvidado por entero. Este olvido es el elemento que respiro cuando paso por el pasillo. Adivino por qué, cuando él venía a comer con nosotros, nos sorprendía con su dulce rostro borrado, que no era apagado, sino al contrario, radiante, con una casi invisibilidad radiante. Hemos visto el rostro del olvido. Eso puede de hecho ser olvidado, eso en efecto pide el olvido y, sin embargo, eso nos concierne a todos.
He hablado de sus preferencias ocultas. Eso era un elemento de misterio. Por sus preferencias, cada uno, creo, sentía que era a otro a quien apuntaba, pero no a otro cualquiera, sino al más próximo, como si él sólo hubiera podido mirar con una mirada un poco ausente, escogiendo al que se tocaba, al que se rozaba, aquél a quien a decir verdad hasta ese momento se le había persuadido de serlo. Quizás escogía en ti siempre a otro. Quizás, por esa elección, convertía a alguien en otro. Era la mirada con la que uno por encima de todo hubiera deseado ser mirado, pero que no te miraba quizás nunca, que no miraba nada más que un poco de vacío junto a ti. Ese vacío, un día, fue una mujer joven a la que yo estaba unido. No dudé de esa mirada que se había detenido sobre ella con la fuerza de lo lejano, que la había fijado y escogido. Pero, en lo que a ella concierne, todo me lleva a creer que quien había sido preferido fui yo. Tuve a menudo la impresión de que, estando muy próximos, nos acercábamos aún más por el malentendido.
Ella había llegado aquí varios años antes de que viniera yo. Así, pues, yo había sido una novedad ante ella, un ser ignorante que atravesaba el umbral con la confusión del no ser de allí. Eso hacía sonreír, pero era también atractivo. Cuando él llegó, yo era a mi vez antiguo. Ella le llamó el profesor. Quizás tenía más edad que nosotros que estábamos entre los más jóvenes; él le dijo una vez que tenía treinta y ocho años. Un poco más tarde pasé una temporada en un lugar de alta montaña. Cuando regresé, él estaba, se decía, casi muerto; no se le veía desde hacía mucho tiempo. A ella la encontré poco cambiada. Me pareció incluso más joven que en mi recuerdo, más próxima también, aunque más separada. Estaba como encerrada en este lugar, tenía con él complicidades que le permitían extraer de él una verdad movediza, secreta, mientras que los demás seguían volcados hacia la añoranza, la esperanza o la desesperanza de una vida distinta. Yo ni era verdaderamente de acá, ni de allá, pero me chocó a mi regreso la maravilla de encontrármela de nuevo y, no obstante, como por azar, felicidad que parecía haber durado en mi ausencia y sin saberlo, conservando la ligereza de un capricho. ¿Un capricho?, pero libre, un encuentro azaroso que se lo debía nada más que al azar. De dos seres unidos por pocas cosas nos gusta decir: no hay nada entre ellos. Sí, entonces, no había nada entre nosotros, nadie y menos aún nosotros mismos.
Luego vino el invierno. A unos la nieve les daba algo así como una segunda enfermedad, pero a otros una especie de apaciguamiento y de distracción en el mal. No digo que él se restableciera. Me pareció mucho más débil que a su llegada. Andaba con una ligera vacilación; su paso muy extraño daba la impresión de que sólo se detenía por momentos a nuestra altura, pero que venía de muy abajo y que siempre venía de ahí merced a un mansa terquedad. Sin embargo, no eran tampoco los andares de un hombre que va a caer: era una inseguridad distinta, a través de la cual uno venía a estar inseguro de sí, inseguridad a veces dolorosa, a veces ligera y un poco ebria. Noté también lo que debía de haber cambiado su voz. Creo que ella solamente era más débil, pero lo que ella decía me trastornaba por una dificultad que yo no lograba dominar. Él era por cierto muy cortés, prestaba maravillosamente atención a todo y a todos; cuando se acercaba, entrábamos en un espacio en donde lo que te interesaba íntimamente era recibido, protegido y juzgado silenciosamente de una manera que no daba la razón, pero que hacía que esperases una especie de justicia. Sin embargo, él no era fácil, ni indulgente, ni bueno. Era incluso, a mi parecer, lo más duro que un hombre podía encontrar. ¿Se debía eso a lo que él tenía de lejano, a no sé qué desgracia con la que él tenía que identificarse? A su pesar, en él se veía a un enemigo. Esto era lo más amargo. ¿Cómo considerar semejante debilidad un adversario? ¿Cómo combatir una impotencia tan desnuda? Eso producía una angustia infinita.
A alguien le dijo pidiendo excusas y con tristeza: «Sí, sé que ejerzo una gran atracción». Él parecía a veces muy próximo, no próximo: las murallas habían caído; a veces, estando siempre muy próximo, pero sin relación, las murallas habían caído, las que separan, aquellas también que sirven para transmitir las señales, el lenguaje de las prisiones. Había entonces que elevar de nuevo un muro, pedirle un poco de indiferencia, esta sosegada distancia con la que las vidas se equilibran. Creo que ella tuvo siempre la fuerza de dejarle aparte de sí mismo. Ella tuvo una sencillez que los protegía a ambos. Incluso aquello que llegó a ser terrible, ella lo recibió con naturalidad, no se sorprendió; y si tuvo que hacer alusión a ello, fue para hacer que pasara a la familiaridad de las palabras. Cuando él estaba ahí y desde que él acudió ahí de nuevo, me sorprendió la manera en que ella se puso a hablar de sí misma: muy ligeramente, sin decir nada importante; ella no se comprometía. Pero cómo vibraba la palabra yo entre sus dientes, pasando como un soplo, sosegada violencia, a través de la boca apretada. Es como si un instinto le hubiera advertido de que, delante de él, ella debía decir yo, solamente yo, que él estaba fascinado por esa palabra ligera sobre la que ella misma tenía pocos derechos y que pronunciaba de tal manera que casi designaba a alguien distinto. Quizás todos los «yo» le hacían señas; quizás, gracias a esa única palabra, cada cual tenía el poder de decirle algo importante. Pero ella se la hacía más próxima, más íntima. Ella fue yo para él, y no obstante tal cosa era como un yo abandonado, un yo abierto y que no se acordaba de nadie.
Ese yo —eso es lo que yo no puedo decir— era terrible: terriblemente dulce y débil, terriblemente desnudo e indecente, un escalofrío ajeno a cualquier fingimiento, del todo puro de mí, pero con una pureza que iba hasta el final de todo, que lo exigía todo, que descubría y entregaba lo completamente oscuro, quizás el último yo, aquel que asombrará a la muerte, que ésta atrae hacia ella como si fuera el secreto que le está prohibido, una brasa, una huella siempre viva de pasos, una boca abierta en la arena.
No diré que él nos separaba: al contrario; pero, a este respecto, nos separaba y nos unía de una manera que pasaba peligrosamente fuera de nosotros. Él comía en una mesa pequeña, un poco aparte, porque sólo absorbía alimentos casi líquidos, muy lentamente, con una paciencia extrema. Lo soportaba todo. Volvía invisible aquello que necesitaba esfuerzos para alcanzarle, y quizás no había que hacer esfuerzos, quizás él se soportaba tan completamente, con un desgaste tan leal y una igualdad tan justa que ya no tenía nada que soportar, excepto un vacío del que no deseaba hacerme una idea. Sin duda es por eso por lo que nos invitaba a pensar que su vida había carecido de acontecimientos, excepto uno solo, algo monumental y abyecto que le había empujado adonde estaba, o bien ni grandioso ni desmesurado, quizás algo que nos hubiese parecido de lo más insignificante y que, sin embargo, ejercía sobre él tal presión que todos los demás acontecimientos se habían volatilizado. Cuando comía aún más lentamente —y era casi como si él hubiera dejado, en su sitio, al aire y al viento que vinieran al final de las cosas—, ella iba junto a él. Ella se sentaba un poco a su lado, no del todo en su mesa; ella sentía, decía, desde que se aproximaba, una oscura agitación, no en su persona, él no tenía suficiente fuerza para ello y permanecía siempre en calma y dueño de sí, sino en el espacio que confinaba con él: una rectificación, una transformación silenciosa; él modificaba rápidamente su manera de ver y de verla, la ajustaba secretamente: ¿para tratarla con prudencia?, pero no solamente a ella, tratar prudentemente de todo o quizás para tratar prudentemente el azar. «¿Se había quizás, por su venida, precipitado él en un mundo demasiado diferente?». Pero él no tenía verdaderamente mundo, por eso es por lo que ella venía a intentar darle el suyo, y era preciso efectivamente que ella estuviera dispuesta a soportar sus consecuencias. Que ella debió de incomodarle: sí, y sencillamente porque él necesitaba toda su atención para comer sin tragar; pero ella no se paraba ahí, salvaba ligeramente este estorbo, ella ni siquiera deseaba ayudarle, y, sin embargo, con eso le ayudaba, hacía que pasara a un sitio relativamente sólido, le unía a un punto fijo, y sentía cuánto tiraba él de la amarra, pero ella aguantaba bien, le hablaba rápidamente, uniformemente, casi sin descanso, con los ojos como fijos en sí misma, y entonces es cuando algo se modificaba en su habla y venía a la superficie y regresaba la respiración de ese yo fascinante hacia el que poco a poco él se giraba y que aguardaba en actitud de espera.
¿Quién era él? ¿Qué potencia le había empujado hasta ahí? ¿Hacia qué lado se inclinaba? ¿Qué se podía hacer por él? Era algo singular que hubiéramos intentado atribuirle los pensamientos más fuertes, las intenciones más ricas, conocimientos que no imaginábamos, toda una experiencia extraordinaria, mientras que sólo entrábamos en contacto con la extrañeza de su debilidad. Él era seguramente capaz de pensarlo todo, de saberlo todo, pero, por añadidura, él no era nada. Tenía la debilidad de un hombre absolutamente infeliz, y esta debilidad sin medida luchaba contra la fuerza de aquel pensamiento sin medida, esta debilidad parecía encontrar siempre insuficiente aquel gran pensamiento, y exigía que lo que había sido pensado de una manera tan fuerte fuera pensado de nuevo y vuelto a pensar a la altura de la extrema debilidad. ¿Qué significaba eso? Ella me interrogaba acerca de él, como si yo hubiera sido él mismo, y al mismo tiempo ella decía que yo la empujaba hacia él, también decía que él la atraía, que se sentía más próxima a él que a cualquier otro, decía además que él la horrorizaba, pero casi inmediatamente que no la horrorizaba del todo, que ella tenía una especie de confianza en él, de amistad hacia él, que no tenía hacia mí.
Es efectivamente verdad que, sin ella, yo no habría tenido quizás nunca la fuerza de pensar hasta él. Es verdad además que ella no solamente me hacía pensar, me permitía a mí mismo no pensar en él. Lo que yo decía, soñaba a petición suya, era en ella más bien un dormir, descansaba dentro de su vida, dentro de mi inclinación hacia ella, era solamente su rostro, esa mirada que ella me concedía. Decir que ella nos sirvió de intermediario no sería justo. Ella no me servía en nada, y yo no habría consentido servirme de ella, aunque fuere para tal objetivo. Pero, gracias a su talante y a su viva intimidad, ella debía ayudarme, en mis relaciones con él, a liberarme de mí, y yo experimentaba una especie de felicidad en limitar a ella mis pensamientos dirigidos, no obstante, a él. Se trataba de algo terrible, pero también era algo feliz, dicho para ese cuerpo y para esa boca que me hablaban de una manera sensible. Quizás, por mi parte, era un movimiento peligrosamente irreflexivo. Quizás era yo muy capaz de no inquietarme lo suficiente por la suerte de mis pensamientos en ella, por el peso con el que ellos le obligaban a cargar y, todavía más, por el vacío que acumulaban y que se alimentaba de sus fuerzas y de su intrepidez. Es verdad. Pero ella también me daba sus pensamientos sin reflexionar, sin cálculo, sin preocuparse ni de ella ni de mí, ella decía que ella sólo los pensaba en mí y junto a mí, a veces sin decir nada, dentro de un silencio que me pesaba hasta la asfixia, pero que yo dejaba intacto.
Con seguridad ella tenía algo así como un poder de aproximarle que yo no tenía. Ella fue la primera que encontró un nombre para lo que le ocurría, a ella, a él, a todos nosotros, pero en mí fue en quien ella creyó experimentarlo en primer lugar, ella dijo: «Es extraño, no estoy tan segura de usted». — «¿Estaba usted segura de mí?» — «Sí, usted estaba tan inmóvil, miraba hacia un único punto, yo le encontraba siempre ante ese punto». Ella miraba, al decir eso, no hacia mi parte, sino en dirección a la mesa sobre la que había algunas páginas escritas, más lejos estaba la pared, más lejos otras habitaciones, todas semejantes, más o menos grandes, la suya también. ¿No estaba yo inmóvil en el presente? «Oh sí; quizás demasiado inmóvil en comparación con los demás que se agitan. Es terrible imaginar que no pueda usted dejar ese punto, que le consagre todas sus fuerzas, y ese punto quizás no es fijo». Procuré evocar ese punto. Habría podido decirle sin mentir que ese punto era ella también. El deseo de estar con ella pasaba por ese punto, era mi horizonte. Pero cuando ella añadió, con una especie de arrogancia que alumbraba la mirada brillante, casi ávida, que a veces tenía: «Tampoco estoy segura de mí», yo protesté con fuerza: «Pues bien, yo sí, yo estoy seguro de usted, sólo estoy seguro de usted»; lo que ella escuchó con aire interesado, mirándome como para averiguar si verdaderamente hablaba de ella. Se lo confirmé añadiendo: «Usted no desea hacerse ilusiones, ve las cosas como son». Ella me preguntó inmediatamente: «¿Y usted?» — «Yo sólo veo lo que ve usted, me fío de usted». Ella pasó, con violencia, a otro extremo: «¿No ve usted nada más? Sin embargo, piensa de otro modo que yo, tiene otra visión de las cosas, siento constantemente que este pensamiento es diferente». ¿Era un desencuentro? ¿Me hacía ella un reproche? «No, no, dijo; yo también, yo también me fío de usted». Le dije entonces lo que parecía una grosería: «Sé que usted no mentirá nunca». Pero era un salvavidas que no podía durante mucho tiempo mantenernos a flote.
Yo, sin embargo, no esperaba, nada. Ella vivía ahora casi constantemente en mi habitación: ¿junto a mí, junto al pensamiento que había en mí? A veces, me parecía que me vigilaba, no con mala intención o para descubrir lo que hubiera podido ocultarle; ella era incapaz de esas dobleces. Más bien ella velaba por mi pensamiento, por su integridad, dándole el silencio que necesitaba, disimulándolo finalmente, esperando de este pensamiento la intimidad febril hacia la que deseaba inclinarse. Transcurría entonces la peor parte del invierno. Como mi habitación estaba entre la suya y la del profesor, escuchábamos, por la noche, entre todas las demás, su tos, aquel ruido salvaje que evocaba unas veces un gemido, otras veces un grito de triunfo, un aullido que no parecía que perteneciera a un ser tan débil, sino a toda una horda que permanecía cerca de él y pasaba a través suyo: «Como un lobo», decía él. Sí, era un ruido terrorífico del que tenía que preservarla, que ella no obstante acechaba, que ella decía que escuchaba salir de mí, atravesarme, pasar desde mí hacia ella para alcanzarla, con una fuerza que la estremecía, a la que no se resistía. Después llegaba el silencio, un momento de calma feliz donde todo estaba olvidado.
Más o menos en esta época él dejó de poder hablar. Continuaba, aunque irregularmente, descendiendo a las salas de abajo, menos al salón, puesto que no se trataba de que comiera con los demás. No parecía mucho más enfermo, más amenazado quizás, pero de una manera que a él mismo no le concernía. Yo no podía decir que se convirtiera en extraño, pero la palabra que ella había utilizado con respecto a mí, que yo estaba menos seguro, le convenía. Él tenía sin embargo otra cosa, un sentimiento de desamparo acrecentado, aliado a más potencia, una repulsión ante nuestra cercanía que nos mantenía a distancia y nos impedía mirarle, pero también parecer apurados por mirarle. No era nuevo que toda su persona fuera una máscara, yo ya lo había pensado. Tampoco me detenía en el pensamiento de que esa máscara comenzaba a desplazarse ligeramente, dejando ver lo que él era. Pero, detrás de aquel cuerpo y de aquella vida, yo sentía mediante qué presión lo que me parecía que era su extrema debilidad procuraba romper el dique que nos protegía de él. A veces yo había observado, cuando él hablaba, un rápido cambio de nivel. Lo que decía cambiaba de sentido, ya no se dirigía a nosotros, sino hacia él, hacia otro distinto de él, otro espacio, la intimidad de su debilidad, el muro, como yo le decía a la mujer, «él ha tocado el muro», y lo más chocante era entonces la amenaza que sus palabras, tan corrientes, parecían representar para él, como si hubieran corrido el riesgo de ponerle al desnudo delante del muro, lo que se traducía por una borradura que blanqueaba lo que decía a medida que se preparaba para decirlo. Eso no se producía siempre, pero es quizás lo que nos permitía creer, cuando él hablaba, que escuchaba, que nos escuchaba incluso maravillosamente, a nosotros y todas las cosas, y además eso que era más que nosotros, la movediza e infinita agitación del vacío a nuestro alrededor, al que él continuaba haciendo justicia.
A ella no le dejaba de hablar, y ella no dejaba de hablarle, de ir resueltamente cerca de él, desde que le veía. Ambos se mantenían un poco aparte, en un rincón, cerca del piano. Nadie les prestaba mucha atención. Que ella fuera tan joven, con una juventud tan viva y tan feliz, y él, un hombre no demasiado viejo, pero tan extrañamente arruinado, ese desacuerdo no invitaba a observación. Imaginábamos que ella cumplía un papel oficioso del que, a causa de su antigüedad, se encargaba gustosamente y que consistía en mantener un aire de vida en torno a las personas más desamparadas. Todo el mundo sabía también que estábamos unidos. Este vínculo hacía poco visibles sus otras relaciones amistosas. Y realmente, incluso ante mis ojos, ambos desaparecían. Yo no quería curiosear sus relaciones. No me sentía excluido de ellas, al contrario, sentía que esas relaciones eran para ella cruelmente impersonales. Le era preciso adelantarse siempre, con toda la libertad de la que ella era capaz, hacia el punto que ella se imaginaba que me había visto mirar, pero, para ella, ese punto era un hombre como los demás, extraviado entre gente de la que le separaban su demasiado maciza certeza y los cuerpos de firmes límites que él arrojaba, a su pesar, a un pasado infinito. Ella me decía: «Me siento tan fuerte junto a él. Es terrible esta fuerza que tengo, es algo monstruoso. Él sólo puede sufrir por ello. Me siento con tan buena salud, es repugnante, ¿verdad?». Es verdad que, quizás solamente por contraste con su escasa vida, nos sentíamos como dotados de una existencia acrecentada, incrementados a partir de nosotros mismos, incrementados a partir de lo que podíamos ser, sí, más fuertes, más peligrosos, más malos y en los aledaños de un sueño de extrema potencia. Yo experimentaba eso. Experimentaba también el peligro de ese aumento de fuerzas que sólo estaba en nosotros merced a la proximidad de aquella inmensa debilidad, que no estaba realmente en nosotros, sino que quedaba fuera de nosotros como un ensueño perverso, una voluntad de dominar, una superioridad que venía a nosotros dentro de un sueño y nos elevaba a la cima de la vida, en el momento en que todo parecía ir a peor para el porvenir. Y, sin embargo, yo les dejaba a ambos. Yo jugaba, mientras ella se hundía en su rincón. Me disimulaba a mí mismo detrás del juego, olvidando voluntariamente a qué prueba la exponía el cara a cara en la soledad. No estoy seguro de que ella no me lo haya interiormente reprochado, y estas palabras que sin causa me dijo de repente: «Tengo la impresión de que moriré en un movimiento de cólera loca contra usted», quizás estaban destinadas a mostrarme la herida que se le había hecho. También me decía: «He soñado que estaba en una especie de sabana, atada a una estaca. Por debajo de mí, debajo de una débil capa de hierba, había una fosa que percibía vagamente al inclinarme hacia ella, probablemente a través de una fisura. Es una trampa, me decía yo, una fosa para atrapar a las bestias. Mirando con más atención aquella fosa, tuve la impresión de que alguien se encontraba ya en ella, inmóvil, con una inmovilidad y con un silencio particulares que me han hecho pensar en usted. ¿Había caído usted ya en la trampa? ¿Qué hacía usted ahí? Yo estaba a la vez contenta e inquieta. Le llamé a usted en voz baja, porque debía de ser peligroso hacer ruido, después, como usted no oía, llamé un poco más alto, con un poco más de frecuencia, aunque de una manera que me parecía aún muy silenciosa, pero era probablemente demasiado fuerte, eso debió de atraer algo amenazante cuyos movimientos, no lejos de ahí, sino detrás de mí, comencé a percibir, y la imposibilidad en que me encontraba, a causa de la atadura, de volverme para ver lo que llegaba, me causaba tanto cólera como angustia, pero pese a todo una angustia loca». Cólera y miedo. Y, sin embargo, cuando me contó el sueño, lo hizo alegremente, con el placer de haberlo soñado, ella que hasta entonces casi no soñaba y solamente imágenes desdibujadas y sin historia que dejaban vacío su despertar. «Quizás he aprendido a soñar ahora». Así ella entraba en la fase adulta del peligro.
No puedo negar que el interés que ella mostraba por él me afectaba, me perturbaba, me exaltaba, además de herirme. Cuando ella decía que yo la había empujado hacia él, eso era probablemente verdad, pero tampoco era verdad; él mismo la había atraído a través mío, él le había hecho señas, no sin saberlo yo, pero no obstante sin mi consentimiento. Desde mis primeros días con ella, me habían asolado sentimientos despiadados de los que ella era capaz. Alguien que difícilmente moría, ella le rechazaba con asco. Había incluso un límite en la enfermedad donde su amistad cesaba; ella decía que, cuando para ella las cosas empezasen a ir mal, cerraría su puerta a todo el mundo. «¿A mi también?» — «A usted, a usted ante todo». Luego no era la piedad lo que la ligaba a él, ni el deseo de ayudarle, de serle útil en esta especie de alejamiento en donde podía parecer que él pedía auxilio, sencillamente porque él no pedía ni daba nada. Yo le decía: «Él está completamente en las últimas, es abominablemente bajo, ¿no le resulta a usted desagradable?» — «Sí». La franqueza de aquel sí hubiera debido disuadirme de ir más lejos. Así, pues, le producía horror, ¿por qué no dejaba de verle?, ¿por qué se ocupaba tanto de él? «Le veo muy poco». Pero ella sabía muy bien que con él tenía una relación que los demás no tenían, él sólo descendía por ella, sólo le hablaba a ella, ¿es que ella no se daba cuenta? «No sé. Cuando usted me interroga así, no puedo responder». — «Se lo ruego, le dije. Usted ha sido siempre lúcida, siempre ha acertado a ver claro en usted misma. No quiere empezar a intentar engañarse». Ella estaba delante de mí, de pie, y yo también de pie. Una especie de frialdad ascendía en ella semejante a aquella cólera silenciosa cuyos movimientos yo ya había sorprendido cuando se me ocurría mostrarle un poco de indiferencia; ella se daba cuenta inmediatamente de eso: el menor desgaste de mi deseo de verla la convertía en una presencia cerrada sobre la cual había poco donde agarrarse. Pero, esta vez, era la frialdad del pensamiento lo que yo sentía elevarse hasta aquellas palabras que dijo muy rápido, con un escalofrío de intimidad: «No tengo con él ninguna relación de ninguna clase. Eso es lo que me debe tener completamente ocupada». — «Pues bien, le dije, ¿cómo vamos a salir de ello ahora?».
Pero ella estaba persuadida de que era conmigo con quien él había querido entablar relaciones de amistad. Ella no se servía de la palabra amistad y me la devolvía si le decía con ligereza: «Él es su amigo». «Él quisiera ser el suyo. Él piensa en usted». Había habido un breve periodo en que yo hubiera podido compartir esta impresión. Sin duda, cuando me vio de nuevo, después de mi regreso y después de que él hubiera vuelto a salir de su habitación (para sorpresa general: se le había dado por perdido), yo sólo podía atribuir a su gran cortesía la preocupación por reconocerme que había mostrado. Como a un convaleciente, y visiblemente él todavía no era uno de ellos, todo no podía parecerle sino borroso, y la gente sombras y las palabras un rumor que se precipitaba en sus oídos. ¿Qué habríamos podido decirnos? Y para mí, ¿quién era él? «El profesor». De él yo había conservado este sobrenombre que ella le había dado, al que él parecía efectivamente ajeno, él tan alejado de cualquier decir erudito, y, con todo, eso también parecía justo: él estaba gastado —¿por el tiempo?, ¿por la prueba de una felicidad, de un tormento desconocidos?— como quien sabe puede estarlo por el saber. Yo sospechaba que carecía de memoria de sí, casi de pensamiento, como si, para evitar el sufrimiento, que estaba reservado para él en cualquier reflexión, hubiera logrado mantenerse un poco retirado, sin recibir nada más que las raras imágenes que le dábamos por azar y que suavemente él elevaba en nosotros, con precaución y, no obstante, gracias a un movimiento inflexible, a una dura verdad acerca de nosotros mismos. Pero eso no establecía ningún vínculo entre él y nosotros, y menos aún entre él y yo. La impresión de que no miraba a nadie en particular, de que sus ojos tan claros, tan pálidos, de un gris plateado, sólo nos distinguían a nosotros en nosotros y, en nosotros, lo más lejano de nosotros mismos; no me vino sino más tarde como una imagen tranquilizadora, y es posible que fuera todo lo contrario. Tengo razones para creer que no veía más que a uno solo de nosotros, no a todos nosotros como uno solo, sino a un ser único del que quizás esperaba, en efecto, un poco de amistad, quizás un auxilio más inmediato, quizás nada más que la confesión, la confesión sin reservas que pondría fin a todo.
Un amigo: yo no había nacido para ese papel, pienso que me estaba reservado otro que todavía no puedo reconocer. ¿El de nombrarlo?, ¿mantenerlo y mantenerme en la cercanía de ese nombre? Yo no lo creería; eso es solamente el reflejo que por un momento colorea el vidrio sobre el que se produce. El nombre mismo nos separa. Tal cosa sería como una piedra arrojada eternamente hacia él para alcanzarle ahí donde está, que quizás él sentía ya aproximarse a través de los tiempos y los tiempos. ¿Es éste el gesto de un amigo? ¿Es esto la amistad? ¿Es esto lo que él me ha pedido ser: una piedra para él, obligándole a reconocerse debajo de tal nombre, atrayéndole ahí como dentro de una trampa? ¿Para atraparle vivo en ella quizás? Pero ¿quién soy yo entonces? ¿Quién vela conmigo, junto a mí, como bajo otro cielo? Y si es esto lo que sé de él, ¿no me he abandonado completamente por mí?
Luego, ¿qué es lo que le extravía?, ¿qué busca de mi lado? ¿Qué es lo que le ha atraído? ¿Lo que ella es para mí? ¿Este «nosotros» que nos mantiene juntos y donde no estamos ni uno ni otro? ¿Algo demasiado fuerte para el hombre, una felicidad demasiado grande de la que no sabemos nada? ¿Le está quizás dado respirar junto a cualquier hombre muy feliz, es él quizás el aliento que se mezcla con el deseo, pasa él quizás por el instante que rompe las relaciones y confunde el tiempo? ¿Está quizás detrás de cada uno de nosotros? ¿Es aquel que vemos cuando viene el final y que se nutre de ese momento de paz y de perfecto reposo que nos alcanza entonces, que él nos hurta: no, que le concedemos libremente, porque está demasiado solo, porque es el más desafortunado y el más pobre de los hombres? Pero quizás no es sino yo mismo, desde siempre yo sin yo, relación que no quiero abrir, que rechazo y que me rechaza.
Busco también convencerme de que haya habido un breve periodo, poco después de mi regreso, poco después del suyo, donde lo vi tal como era, so capa de mi inatención, y como en presente, semejante a los demás, solamente un poco separado de ellos por el deseo de ser olvidado, por el asombro de verse ahí y de saberlo. Me hablaba entonces más directamente. Parecía poner indicadores en mí: frases a las que yo no prestaba atención, que permanecían separadas, aisladas, extrañamente estériles, frías e inmóviles a causa de ello, como si hubiera buscado sembrar en mí gérmenes de su propia memoria, capaces de hacerle acordarse de sí mismo en el momento en que tuviera necesidad de reunirse en sí.
Palabras inmóviles que siento en el presente, ¿a causa de esta inmovilidad que me advierte de algo, y las hace pesadas, ligeras?, demasiado ligeras para aquel que, en lugar de dejarlas venir a ellas mismas, sólo puede fijarlas, sin el espacio vivo en que ellas se animarían. Él no me pide nada, no sabe si estoy ahí, si le escucho, lo sabe todo, con la excepción de este yo que soy, que él no ve y no distingue sino a través de la sorpresa de su constante venida: un dios ciego quizás. Él me ignora, yo le ignoro, por eso es por lo que me habla, adelanta sus palabras en medio de muchas otras que sólo dicen lo que decimos, por debajo de esta doble ignorancia que nos preserva, con un muy ligero titubeo que devuelve su presencia, tan segura, tan dudosa. No hace quizás sino repetirme a mí mismo. Quizás soy yo quien, de antemano, le confirma. Quizás ese diálogo es el regreso periódico de palabras que se buscan, se llaman sin fin y no se encuentran más que una vez. Quizás no estamos ahí ni uno ni otro y, de esta ausencia, ella misma es la única en llevar el secreto, que ella nos hurta.
Palabras desnudas a las que estoy entregado por la ignorancia. Sería ingenuo creer que ellas me convierten en su amo. Él las ha depositado en cierto momento, en mí, sin duda en muchos otros, se trata de esta memoria monstruosa que tenemos que llevar en común hasta la transformación, de la que sólo nos liberará un final que no puedo confundir con la muerte fácil. Es como si él hubiera ocultado su vida —la esperanza que continúa misteriosamente acompañando su vida— en una de esas palabras: una sola cuenta, una sola está viva, es seguramente una palabra en la que no pensamos.
Cuando pienso en él, sé que todavía no pienso en él. Espera, proximidad y lejanía de la espera, crecimiento que nos hace más pequeños, evidencia que se abriga en nosotros y abriga ahí la ilusión.
No ausente: rodeado de ausencia, rodeándonos con la impresión de su ausencia.
Es difícil saber si no ahorramos en él algo de nosotros mismos. ¿Y si fuera él nuestra esperanza?, ¿nuestro resto? Qué sensación extraña que él tenga todavía necesidad de nosotros. Qué obligación misteriosa el deber de ayudarle sin saberlo nosotros y mediante movimientos que ignoramos, ayudarle quizás a mantener su sitio manteniendo firmemente el nuestro y sin dejar de ser lo que seríamos sin él. No interrogarse demasiado, escapar de esta pregunta que él nos plantea sobre él, escapar de esta curiosidad, peligrosa, ansiosa, simuladora, que él también nos proporciona de nosotros. Sería demasiado fácil excluirle, o bien excluirnos. Necesidad de luchar contra la impresión que él me proporciona de cambiarme. ¡Él no me cambia! ¡Él no me cambia aún!
No obstante mi incomodidad ante él, Si, con toda su discreción, él me pesaba hasta ese punto, es porque faltaba quizás en su presencia cualquier porvenir y todo ese gran porvenir que yo me había imaginado que él hubiera debido representarnos. Él estaba presente de una manera tan extraña: tan completamente y tan incompletamente. Cuando se encontraba ahí, yo sólo podía tropezarme con su borradura que volvía su cercanía aún más pesada, cruelmente desproporcionada: quizás insignificante, quizás dominadora. Como si sólo hubiera habido de él su presencia y ella no le hubiera dejado estar presente: inmensa presencia, él mismo no parecía poder llenarla, como si él hubiera desaparecido en ella y ella le hubiera absorbido lentamente, eternamente, —¿una presencia sin nadie quizás? Él estaba ahí, todo me obligaba a no dudar de ello: él es verdadero, más solo que como yo pudiera concebirlo, apisonado por su repliegue contra esta línea invisible hacia la que mis miradas y mis pensamientos eran incapaces de dirigirse, no pudiendo superarla.
Su presencia y no la idea de su presencia. Me parecía que esta presencia destruía cualquier idea de ella misma, que yo ni siquiera podía tener de ella una falsa idea. Por eso es por lo que era tan segura, dotada de una certeza lisa y llana, superficie a la que le faltaban la aspereza y la rudeza con las que hubiera preferido tropezarme.
Quizás le veía sin imaginarme verle. De ahí la certeza, pero casi privada del sentimiento y de la ilusión de la certeza.
Crecimiento en él de algo que se incrementa en todas las direcciones. Yo sentía esto: un crecimiento silencioso, empujón inmediato y desmedido hacia el interior y hacia el exterior. Pero cuando más lo sentía era cuando estaba ahí, y no estaba más que ahí, entero y por lo demás en ninguna parte, como en un sitio que, a causa de esta afirmación exclusiva, formaba cuerpo con él. Creo que nunca había podido pensarle ausente, y si yo experimentaba, al imaginar que ella hubiera podido ir a verle a su habitación, tal sentimiento de rechazo, es que aquél quizás era el único sitio donde me era preciso atribuirle un poco de ausencia. Yo no podía ir al encuentro de la idea de que estuviera ahí solo, doliente, quizás moribundo, y aún menos suponer que ella pudiese franquear este límite de la repulsión y hacer realmente lo que no podía imaginarme que podía ser hecho. Ahí no había nada fantástico: al contrario, no sé qué dura sencillez, una indigencia sin fantasía, el rechazo de todo lo que podía halagar a la imaginación e incluso a la angustia; una angustia sin angustia, una decisión demasiado sencilla y demasiado pobre como para poder acercársela, cercanía de lo que carece de cercanía. Un ser que ya no fuese imaginario en nada, inimaginable, eso es lo que, ante todo, yo temía ver surgir junto a mí, en el límite de mí.
La idea más angustiosa: carente de porvenir, él no puede morir.
Idea de la que en seguida percibí que me concernía directamente, que yo era responsable de ella y a la que me sería preciso, en cierto momento, darle un destino, pero que también me pareció prematura. Sin embargo, yo no la olvidaba. Ella permanecía ahí, sin uso, con la punta siempre girada hacia mí.
Su soledad, la de alguien que no tiene ocasión de engañarse acerca de sí mismo. Él no puede más que sufrirse, sufrimiento que sin embargo él no puede sufrir. Y ésta era quizás la razón por la que intentaba soportarla en nosotros, en el pensamiento de nosotros mismos, hacia el que él se esforzaba en darse la vuelta y regresar, mediante un movimiento aterrado, incierto, aterrado, que yo sentía que realmente no se realizaría. Él estaba ahí, entero, y sin embargo no había nadie que fuera menos él mismo, que diera menos la certeza de ser él mismo, alguien absolutamente insuficiente, sin apoyo sobre sí, ni sobre nada distinto, sin ni siquiera aquella plenitud de sufrimiento que se percibe en algunos rostros cuando por un momento, merced a no se sabe qué gracia de serlo, el mayor sufrimiento es contenido y soportado. ¿Por qué entonces él se hacía notar hasta ese punto? ¿Cómo estaba presente, con aquella presencia sencilla, evidente, junto a nosotros, pero como sin nosotros, sin nuestro mundo, quizás sin ningún mundo? Y esta certeza de que en él crecía algo espantoso en todas las direcciones, sobre todo detrás de él, mediante un crecimiento que no disminuía su debilidad, que era creciente a partir de la debilidad sin límite. ¿Por qué no me había sido ahorrado tal encuentro?
Extraño dolor, desde el momento en que yo intentaba figurármelo en aquella habitación de la que sabía que si mi pensamiento me desviaba es porque en ella él no hacía nada más que morir. Dolor, quizás éste sólo está en mi pensamiento, pensamiento doloroso que me hace pensar merced a la presión de un sufrimiento desconocido, siempre el mismo peso, siempre el mismo límite no franqueado. ¿Es esto lo que él espera? ¿Sabe que muere y que quien muere está en contacto con un porvenir infinito? Suave y blando peso, paciencia donde él se estrecha contra sí mismo, atravesado por sí mismo, silenciosa inmovilidad, en la que yo también participo, —y de repente la impresión de que él se da media vuelta, de que la inmovilidad en él se da media vuelta, visión tan perentoria y tan acuciante que yo no podía dudar de que ella no respondiera a un movimiento verdadero, como si, en ese momento, él estuviera tentado por la ilusión del círculo, regresando hacia nosotros como hacia su verdadero porvenir para que de nuevo él pudiera esperar a morir antes de él mismo. ¿Y por qué me era preciso resistir con todas mis fuerzas a ese movimiento? ¿Por qué experimentarlo como una amenaza vuelta contra nosotros? ¿Sucede a causa de la gravedad de mi propia vida o bien por la aprensión de un peligro más vasto? Tambaleo de toda la inmovilidad, cambiadas por un instante todas mis relaciones, algo brusco, violento, insensible, que, incluso no acabado, se acaba, de manera que en lugar de estar en el interior —encerrado, protegido— de una esfera, yo formo su superficie, superficie finita y quizás sin límites. Visión que me coge de sorpresa: con terror y con delicia. ¿Le sería yo aún más exterior que lo que él es para mí? ¿Me estaría permitido abrazarle gracias al límite que yo tendría que formar a su alrededor y que le envolvería, le rodearía y, si aguanto bien, acabaría por encerrarle? La consecuencia es vertiginosa. Lo es demasiado. La media vuelta, una vez acabada, deja que se restablezca el equilibrio, me deja solamente con la peligrosa impresión de que, lejos de llevarme de nuevo a un centro, mi posibilidad de sentir y de ver está repartida en círculo, capa de luz asombrosamente tenue, rápida o inmóvil, que gira en torno al espacio, a no ser que éste no realice una especie de revolución.
Luego la impresión de ser su límite permanecería, pero un límite muy parcial, una porción ínfima que trabajaría oscuramente para acotarle por todas partes.
Necesidad de no dejarle separarse de nosotros. No es preciso que nos considere como si no estuviéramos verdaderamente ahí. En un momento así me parecía una obligación candente hacer que sintiera nuestra proximidad, la vida en nosotros, la fuerza inagotable de la vida. Y también, en cuanto a nosotros, la obligación de no dudar de su derecho a estar ahí, familiar, inadvertido, amistoso. Pero el pensamiento de que en él estábamos muertos desde hace mucho tiempo solía ser el más fuerte: no bajo esa forma precisa en la cuál hubiera sido fácil de acoger; sino bajo ese reflejo que yo leía con incertidumbre, con resentimiento, sobre nuestros rostros, en el que entonces, nosotros también, habíamos dejado que pereciera en nosotros lo que hubiera debido apoyarse en nosotros, no solamente nosotros mismos, sino nuestro propio porvenir, el de todos los hombres y también el del último. Pensamiento que todavía no se dejaba pensar.
Tentación de dejarnos, bajo su mirada, desaparecer y renacer en una potencia sin nombre y sin rostro. Yo presentía aquella potencia, vigilaba aquella fuerza de atracción, veía los signos de aquella extrañeza que se esforzaba por ocupar nuestro sitio, a la que sin embargo todavía prestábamos un aspecto humano. Se trataba quizás del espacio que había entre él y nosotros, que me parecía como si estuviera lleno de un ser sin destino y sin verdad, existencia vaga y cosa no obstante viva, siempre capaz de adquirir vida en nosotros y de transformarnos en seres totalmente distintos, solamente semejantes a nosotros mismos. Yo tenía el temor de ser sólo semejante a mí y, más aún, el de tener, para ella y para mí, esta fuerza y esta duda de la mirada lejana que él había dirigido a nuestro lado.
Distancia troceada, compacta: algo terrible sin terror, una fría y seca animación, una vida rarificada, embrollada y movediza que estaba quizás en todas partes, como si en aquel lugar la separación hubiera adquirido vida y fuerza, obligándonos a vernos sólo distantes y ya separados de nosotros. Esos gritos aquí, esa aridez del silencio y de las palabras, esas quejas despiadadas que escuchábamos sin resguardarnos de ellos y que no deseaban ser escuchadas. Eso crecía sin acrecentarse, ser cuya vida hubiera consistido en agrandar rarificándose, en desarrollarse extenuándose, en interrumpir invisiblemente las relaciones dejándolas tal como estaban. Y la impresión de que nos engañábamos dándonos inútilmente el pego, mediante una falsedad que no era falsedad real, como si no hubiéramos tenido más que el aspecto de lo que parecíamos ser. Movimiento de separación, pero de atracción, por el que los rostros parecían haberse vuelto atrayentes, atraídos unos por otros como para formar, juntos, el porvenir de una figura completamente distinta, necesaria e imposible de figurar. Sin embargo, su presencia. Yo no diré que me acordaba de ella. Uno no puede acordarse de un ser que es sólo presente. Pero, al contrario de lo que me había parecido a veces, no la olvidaba tampoco: el olvido no hace presa en la presencia.
Quizás no dejábamos de observarnos uno a otro. De pie allá, cerca de la ventana, y al mirar —pero ¿él mira?, ¿adónde, si mira, va su mirada?— puede sentir mi cercanía, vaga, intensa, mi impaciencia, mi secreta solicitud, al igual que yo siento su frialdad, su límite decidido. Antaño, yo había tenido el temor de no mostrarme a su medida o simplemente el de decepcionarle oponiéndole un hombre a través del espíritu, por encima del cual él pasaría sin darse cuenta y sin dejar huellas. Pero, ahora: resbaladizo, inmóvil, atrayéndome gracias a mi esfuerzo, provocándome dentro de mi certeza para impedirle darse la vuelta. Cuando le percibo de este modo, él es diferente de lo que había esperado reconocer de él: más joven, sobre todo con una expresión juvenil de interrogación que parecía enmascarar su verdadero rostro. Los sentimientos que le atribuyo están como desligados de su cara, exteriores a sus rasgos, únicamente jugando con ellos, y por eso es quizás por lo que el sufrimiento que capto a través de un contacto fugitivo es un segundo o un tercer rostro que le da aquella apariencia de no ser real más que a una distancia que no quiero franquear. Estoy detenido de una manera sensible por este sufrimiento, y cuando le hablo, no hago nada más que intentar mantenerme aparte. Al menos no me he engañado acerca de la extrema facilidad de su presencia. Manifiestamente, él está más cerca de mí que yo lo estoy de él. Podría decirse que yo todavía me interpongo entre él y yo por una falta de atención que no contribuye a crear la necesaria transparencia. Se trata de que yo llegue a estar atento, y siento que responderé más sensiblemente a su espera. Cuando le hable, y aunque fuere poco lo que algunas palabras mías participasen de esa clase de atención de la que yo mismo no soy capaz, veo efectivamente que algo podría pasar: que el sufrimiento, o lo que llamo de esa manera, en lugar de permanecer aparte de él, a lo sumo, en la superficie de su rostro, pudiese dar media vuelta y penetrar en él y llenar quizás el gran vacío, es una perspectiva a partir de la cual experimento un temor que en seguida lo detiene todo.
Fuera de esas crispaciones fugitivas, él es extremadamente tranquilo. Es un hombre quizás enteramente superficial. De ahí la semejanza que mantiene con lo que él es y también el aire de sencillez que de vez en cuando descubro en él. Lo que ella me había dicho un día: se le podría hacer daño, pero no se le podía dañar; — y ese daño inocente me había parecido más ligero, más inofensivo. Pero ¿no sería ese daño fuera del daño el peor? ¿No sería eso lo que le daba aquel aire de sencillez del que era necesario escapar? ¿No era de eso de lo que yo tenía necesidad de protegerme mediante la impresión de que me acordaba de él, que le tenía presente, pero en un recuerdo? Eso era presente, y sin embargo pasado, y no un presente cualquiera, eso era eterno y sin embargo pasado.
Yo solía escuchar esta advertencia: «Ahí donde estás debes comportarte con tanta verdad y con una preocupación tan pura por una conducta justa que creas, quizás sin ningún motivo, haber perdido cualquier relación con una afirmación verdadera. Quizás sólo estás en una zona intermedia donde llamas impostura a eso que no puedes mirar. Quizás sólo estás en la superficie y debes descender mucho más abajo, pero eso exige…, eso pide…» — «No, no exige de mí…, no me pide…».
Quizás ella procurase mitigar en mí un saber que ella ni compartía ni rechazaba, pero al que no se sentía ligada realmente. Yo mismo no me sentía ligado a mi punto de vista y menos aún estaba deseoso de someterla a él. Tampoco la seguía ciegamente en todo lo que ella parecía procurar hacer o encargarme hacer. Yo solía pensar que ella se extraviaba, que las relaciones que se contraían entre ellos la exponían a un movimiento engañoso cuya insinuación yo había experimentado y del que no podía esperar que ella estuviera preservada. Lo sentía incluso al principio, cuando él hablaba a la manera de los libros, contando de su vida acontecimientos artificiosos, precisos, demasiado precisos, como si hubiera querido dejar una prueba de sí mismo. Le gustaba hacer alusiones a su ciudad natal, una gran ciudad que situábamos en el éste, impresionante ciudad, con construcciones que describía minuciosamente, como si fuera a edificarlos delante de nosotros, con una pasión que yo esperaba que nos revelara algo extraordinario. Pero se trataba únicamente de casas semejantes a las nuestras, en las que se interesaba con la sorpresa de alguien que las hubiera descubierto en sus mismas palabras. Me chocaba, sin embargo, el carácter extraño de aquella ciudad atravesada por un gran río desecado, con calles que él recorría en medio de la multitud agitada de paseantes siempre en movimiento: había, decía, una intensa circulación, un ir y venir que no se mitigaba por la noche, como si todo el mundo hubiera estado siempre afuera, atraído por el placer de derramarse sin tregua, de ser una multitud y de perderse de nuevo en una multitud mayor. Se exaltaba con aquel recuerdo. «¿Aquello debía de ser muy ruidoso?» — «No ruidoso, sino un rumor profundo, bajo, como subterráneo, casi en calma. Sí, maravillosamente en calma». Procuraba atraernos a esta ciudad elevándola a nuestro alrededor con las imágenes que ya poseíamos de ella. Nos atraía a ella, pero suavemente, nos la mostraba de tal manera que la reconocíamos casi como nuestra, nosotros, que éramos habitantes de grandes ciudades y de grandes países: la más familiar que pudiésemos imaginar y, no obstante, al menos para mí, por completo imaginaria, terriblemente irreal, atrozmente dudosa, únicamente construida por él para disimular su propia irrealidad, para concederse entre nosotros una tierra natal, un noble horizonte de piedra y un bello cielo de vanidad. Algo más que extraña: familiar, engañosa y convirtiendo en falsas —no exactamente falsas, sin fundamento, sin fundación— las imágenes del mundo más próximo a nosotros. Eso ante todo no me causaba más que un poco de incomodidad, una ligera dentera, pero a pesar de todo algo más que un sufrimiento y un perjuicio grave, la conciencia, pegada a mis recuerdos, de una cercanía de debilidad y de pasmo que me superaba a mí mismo: sí, como si hubiera tenido, de vecino, pero siempre despierto, un profundo desvanecimiento que se hubiese acordado de mí para desarraigarme de mí mismo. Sufrimiento que se manifestaba tanto más contra mi persona cuanto que un fuerte sentimiento —¿era eso la amistad?— me impedía decir nada que pudiera ponerle en dificultades. Al contrario, yo no dejaba de ir en su auxilio desde el momento en que una pregunta amenazaba alcanzarle. Y quizás es este sufrimiento, la necesidad de cubrirlo, de no devolverlo al exilio expulsándolo de tal imagen de nosotros mismos, lo que me ha dado la impresión de que de todo aquello, la ciudad, la residencia, éramos nosotros quienes hablábamos y era él quien nos escuchaba hablar, de aquella manera apasionada en que él había hecho justicia a nuestros esfuerzos.
En el espacio en que, quizás debajo del velo de nuestras propias palabras, nos reuníamos frente a él, yo tenía la convicción de que ella penetraba con más seriedad que todos nosotros. Ella había dejado una gran ciudad hacía mucho tiempo y más joven que ninguno de nosotros. Sólo recordaba de antiguo el mundo ruidoso en que se vertía sobre la niña pequeña que ella era una potencia de fiesta maravillosa, los cines donde la oscuridad era más viva que las imágenes, y sobre todo la belleza de las multitudes, la fuerza erigida, inmensamente recta, de las superficies de piedra que formaban la esencia augusta de la calle por donde desbordaba una vida inasible e inhumana, tan atractiva como la de las sombras. Tenía entonces que ascender más lejos en ella misma para encontrar las imágenes que necesitaba, y aquellas imágenes, menos fijadas, más próximas a las fuentes que las nuestras, parecían conducirla más lejos aún: allá, en un pasado distinto donde íbamos más rápido, donde parecía que, unos junto a otros, nos deslizábamos más furtivamente; ¿hacia qué lugar?, ¿por qué esa prisa? Pero, si yo la interrogaba, veía efectivamente que, para ella, este espacio que no velaban los recuerdos, se mostraba lo más cerca posible de su verdad, sin cuento, sin disfraz y quizás sin que ni siquiera ella tuviera conciencia de él: no, ella no reflexionaba, no imaginaba, al contrario, se desviaba de todos los ensueños imaginarios, detestando con una especie de cólera la pobreza de los hombres que procuran engañarse inventando miserablemente maravillas.
¿Sucedía eso por el mismo instinto verídico? ¿Sucedía por angustia? Cuando intentaba interrogarla, yo no tenía por menos que notar cuánto se empeñaba ella en dejar fuera de alcance el sitio donde vivíamos. Él era, para ella, una base segura. Se fiaba de él. Sólo lo dejaba para descender al pueblo cercano. A veces, en los paseos, nos adelantábamos hacia la montaña desde donde podíamos ver, muy lejos, el mar, como un delgado horizonte que se elevaba al cielo y se confundía con él. Esta confianza no significaba que ella pusiera, dentro de nuestro modo de vida, aquella fe ciega que casi todos mantenían aquí. Ella estaba libre de semejantes ilusiones, no creía que iba a salir nunca de este lugar, quizás no lo deseaba, quizás deseaba reunir en este estrecho círculo, más allá del cual sólo estaban las caras pálidas de sus padres, de su hermana —que vivía en el mundo como en su lugar—, toda la creencia y la certeza que ella tenía. Por esa vía estaba unida a este lugar mediante un entendimiento casi espantoso. Toda clase de relación con el vasto mundo, y esta vida que un universo no logra contener, todo eso lo había ella concentrado en este único lugar, más firme para ella, más sólido que las ciudades y que las patrias, más variado también e incluso más extenso a causa de los vacíos que de vez en cuando uno u otro, al desaparecer, excavaba a mayor o menor profundidad. Se la podía efectivamente llamar la reina del lugar o concederle otros títulos de los que ella ingenuamente estaría orgullosa. Yo era el único al que no le agradaba ese papel que se le hacía desempeñar, el único que se lo decía, que ella me gustaba por su libertad, porque era joven y estaba viva, y que yo la llevaría al sitio en que ella no estuviera consagrada como en un lugar conventual. ¿No desearía ella salir? ¿No querría ver otras cosas, verdaderas calles, gentíos? «Sí, decía ella, mucha gente». Pero añadía: «Usted sólo me ha visto aquí. ¿Cómo sabe si yo le gustaría en otro sitio?». Y añadía más: «Está usted quizás equivocado al decirme esas cosas. Por estos sueños es por lo que la gente se pierde aquí». — «¿Y yo?» — «Usted, no sé. Creo que le impediría partir, le retendré tanto tiempo como sea preciso».
Quizás solamente a la larga reconozco de qué sólida realidad, junto a ella, estaban hechas las cosas, el círculo de las cosas, el gran edificio central donde residíamos, los anexos con sus disposiciones técnicas, el parquecito, el ruido de las fuentes, cada habitación, el pasillo siempre iluminado por una luz blanca, los pasos fuera aplastando la grava, las voces profesionales, las voces vagas y húmedas de la grey, e incluso el aire que respirábamos, el aire particular, vivo, ligero, pérfido también, como una fuerza que busca arder gozosamente en nosotros desde parcelas de vida ignoradas. Cuando ella estaba ahí, no diré que este mundo fuera más seguro: más natural, más firme, semejante a un círculo concentrándose cada vez más sobre su centro, sobre el punto oscuro que era su centro. Allí donde ella se quedaba todo era claro, con una claridad transparente y, con certeza, la claridad se propagaba efectivamente más allá de ella. Cuando salíamos de la habitación, todo ello era siempre tan tranquilamente claro; el pasillo no amenazaba desmoronarse bajo los pasos, las paredes permanecían blancas y firmes, los vivos no morían, los muertos no resucitaban, y más adelante era igual, todo ello era siempre tan claro, menos tranquilo quizás o al contrario, de una calma más profunda, más extensa, la diferencia era insensible. Insensible también, cuando nos adelantábamos, el velo de sombra que pasaba por la luz, pero ya había curiosas irregularidades, algunos sitios estaban replegados en la oscuridad, privados de calor humano, infrecuentables, mientras que muy cerca brillaban alegres superficies de sol. Por ejemplo, en el parque se alzaba una capilla en donde a nadie le gustaba entrar. Los fieles preferían dirigirse a la iglesia del pueblo. Un día, yo había penetrado con ella en aquella capilla que consideró con extrema sorpresa, aparentemente sin inquietud, pero el asombro que la invadió y que la envolvió la hubiese hecho caer, si yo no lo hubiera llevado de nuevo afuera. ¿Era el frío, la llamada de las cosas de la muerte que, no obstante, en otros casos, apenas la incomodaban? Ella encontró esta razón: aquello era como imaginario, ahí uno sólo podía encontrarse mal. Luego, incluso para ella, había puntos en que no estaba tan segura y donde se sentía peligrosamente alejada de sí misma. ¿Y aún más lejos? ¿Allí donde se extendía el campo libre, donde ya no había círculo, donde las calles y las casas estaban dispersas en una bruma de otoño, donde la oscuridad semejaba un día fatigado? ¿Más lejos que el pueblo, la montaña y el horizonte que era el mar?
Yo pensaba a veces que la atracción que él experimentaba con respecto a ella procedía de la seguridad que ella le podía garantizar. Allí donde se encontraba con ella, en el rincón del piano, no había solamente una morada de imágenes y una tierra de recuerdos, sino verdaderamente un islote sólido, una celdilla a su medida, lo bastante estrictamente cerrada como para escapar de la formidable presión del universo vacío y del tiempo desaparecido. Eso es lo que, para mí, hacía tan angustioso su encuentro, más secreto que ningún otro. Como si se hubieran encerrado en un instante inviolable, suyo propio solamente, especie de sarcófago preparado cuyo tabique superior era su propia vida, su cuerpo que yo veía esculpido con sus relieves vivos y que detenía el peligroso empuje de nuestras propias vidas. Ella estaba ahí como una sosegada guardiana, velando y sobrevelando el vacío, cerrando escrupulosamente las salidas, puerta, bella puerta de piedra que nos protegía de su debilidad y que le protegía de nuestra fuerza. ¿Qué guardas, guardiana?, ¿qué vigilas, tú que velas? Debo, sin embargo, confesarlo: cuando los miraba, lo que me chocaba es eso que es razonable llamar su gentileza, su doble verdad infantil. Quizás aquella ligereza los aislaba de nosotros, ligereza que ella no obtenía directamente de sí misma, que recibía de él, tal como yo lo observaba sin amargura, pero con la impresión de que por ese camino era por donde él la atraía y se ligaba a ella, con un vínculo tan ligero que ella sólo veía la ausencia de vínculo, sin darse cuenta de que él no le hablaba más que a ella y que no miraba a nadie más que a ella. Ella por el contrario decía que él no la solía mirar y nunca de frente, sino un poco de lado, «hacia usted, yo lo noto», y quizás, en efecto, una o dos veces, yo había creído sorprender, buscándome, una mirada fatigada, pero que te encontraba y ya no te soltaba, a causa quizás de su fatiga o sencillamente porque no te miraba. Si yo le preguntaba: «¿No le incomoda cuando la mira?» — «No, me gusta su mirada, es quizás lo más bello que tiene». Yo me admiraba: «¿Le encuentra bello?». Pregunta sobre la que, con la preocupación por la exactitud que raramente ella abandonaba, reflexionaba: «Yo podría encontrarle bello». — «Pero él es horroroso, tiene un rostro de niño viejo, ni siquiera viejo, sin edad, atrozmente desprovisto de expresión, ¡y sus ridículos anteojos!». Ella me escuchaba con una seriedad reprobadora: «No los lleva siempre. Casi no ve mejor con ellos, ya lo sabe usted. Cuando los limpia con un gesto de precaución él se da cuenta de cuánto tiembla, pero lo disimula, no quiere que se crea que está tan enfermo». — «Usted le compadece. En el fondo siente piedad de él. Por el aire tan infeliz que tiene es por lo que usted se interesa por él». Ella respondía con indignación: «Él no es infeliz de ninguna manera, ¿cómo puede decir eso? No tengo piedad de él, no necesita piedad». — «¿Luego es feliz?» — «No, quizás tampoco es feliz, ¿por qué plantea estas preguntas?». Yo le seguía preguntando: «¿Luego usted le encuentra bello?» — «Sí, le encuentro muy bello, a veces extraordinariamente bello». Y añadía: «Su sonrisa es maravillosa». — «¿Sonríe?». Sí, sonreía, pero había que estar muy cerca de él para darse cuenta de ello, «una sonrisa ligera, que seguramente no se dirige a mí: ésa es quizás su manera de mirar».
Cuando ella me hablaba de este modo —y al principio era raro, pero después con mucha más frecuencia, por mi obstinación y como por una necesidad que me forzaba a dirigir su pensamiento hacia él de una manera casi implacable que a ella le hacía sufrir y que le hacía decir: «No me interrogue más; por lo menos, no ahora; déjeme recuperarme»—, yo experimentaba la turbación que he dicho, una especie de exaltación, de misterioso reconocimiento, casi de embriaguez, pero también una herida: no de ser compartido en su interés —eso era justo, ella no me frustraba en absoluto—, sino de entrar con ella y por causa de él en una relación casi demasiado amplia donde yo temía perderla y perderme, de la que yo tenía conciencia como de una distancia infinita que no solamente me apartaba de ella, sino de mí, y que me daba la impresión de alejarnos a uno de otro a la vez que nos aproximaba y nos permitía estar juntos como si fuera a través de los tiempos más variados, más ricos, pero también más inciertos, un laberinto de tiempo donde, si yo hubiera podido darme la vuelta, habría presentido que otra ya me separaba de ella, y de mí otro, deslizamiento que quizás sólo me solicitaba que nos dispersáramos gozosamente en la esfera de la inmensidad feliz, pero que me esforzaba en retener mediante un sentimiento de duda. Así, pues, yo iba en aumento en pensamiento y en vigilancia. No quiero decir que la vigilara, más bien la seguía e intentaba comprender sus pasos, comprender dónde íbamos juntos de ese modo y si éramos dos sombras uno para otro, unidos en esta intimidad de la sombra que el olvido no puede ya dividir.
La verdad sea dicha, lo que más nos atormentaba es la expresión de que él estaba amenazado hasta un punto de gravedad que sólo dejaba sitio a la espera. Ya más de una vez él parecía haber franqueado el círculo de las previsiones. Él tendría que haber permanecido en su habitación, no dejar su cama, tendría, en su cama, que haber permanecido inmóvil. Si todavía se hurtaba a esas medidas, no se trataba de simple imprudencia, tampoco era prueba de fuerzas, en cualquier caso nada de fuerzas en él: se podría haber imaginado que utilizaba las fuerzas de la enfermedad, pero tal cosa no era sino un juego de palabras. Él estaba siempre ahí, pero de igual modo cada vez menos, con un grado de incertidumbre acrecentado. En varias ocasiones, permaneció varios días sin salir y una vez durante mucho tiempo. Me parecía que no le volveríamos a ver más. Ella no reveló más inquietud e incluso, cuando la ausencia fue más larga, volvió a estar casi perfectamente en calma. La agitación se expresaba en mí. Yo me decía: ¿sería posible que ella comience a olvidarle? Y sin duda se acordaba de él, miraba la puerta al pasar y respondía a mis preguntas, pero era como si sólo hubiera sido una relación de transición. Yo le preguntaba: «¿No está inquieta?» — «No, ¿por qué?», y nunca me atrevía a decírselo más claramente, también pensaba que ella tenía noticias por el personal de servicio. No sospechaba que ella fuera a su habitación, ni siquiera por el habito de hacer una visita a tal o cual persona, él estaba tan aislado que hubiera sido excepcional. Su habitación me parecía un enclave extranjero que no teníamos derecho a mirar, ¿y estábamos lo suficientemente vinculados a él como para entrar sin ser invitados? Yo me representaba, y me rehusaba a representarme, hasta qué grado de debilidad llegaba cuando estaba solo. Siempre había tenido la sensación de que no tendríamos que haberle abandonado a aquella soledad: ni un instante y sobre todo por la noche, Estaba seguro de que él no dormía y yo, que dormía poco, tenía de sus noches una conciencia minuciosa, un cuidado vigilante y la impresión de que era preciso, por lo menos desde lejos, más allá del espacio que nos separaba, velar con él, velar por él. Un día que hice alusión a esa soledad de la noche, ella me dirigió esta sorprendente observación: «Pero cuando está solo, es quizás muy alegre». Ella se atuvo obstinadamente a esta palabra y dijo —observación que por un momento sentí que era extraordinariamente justa— que era el ser más alegre que había encontrado, con una alegría que ella no siempre podía aguantar, y comprendo por qué parecía ella también a veces casi alegre, aunque no era una verdadera alegría y sólo llevaba su reflejo que se veía tanto mejor cuanto que ponía sobre ella el atractivo de un aderezo, el centelleo de un tejido precioso al que uno deseaba aproximarse, quizás para despojarla de él.
Como los días pasaban y la impresión de que, esta vez, él no se volvería a levantar más se convertía en una sospecha' que se alimentaba de cada instante, se apoderó de mí un terrible deseo: el de interrogarle. Él no podía desaparecer asir No era posible que esta ocasión se perdiera para siempre, que se cumpliera lo irreparable, quizás en este momento, precisamente en este momento. Con el pensamiento de llegar a faltarle, yo perdía toda sensación de los límites. No tenía verdaderamente curiosidad por él. Lo que yo quería no interesaba saberlo, era mucho más fugaz. Quizás sólo tenía el deseo humano de acercarme a él. ¿Podríamos dejarle a sí mismo? Y si fuera verdad que él se hubiera vuelto hacia mí, sólo podía asombrarme de no haber comprendido la verdad sencilla de ese movimiento. Pero sobre todo al verla tan tranquila, casi borrados de sí el espíritu y la vida, yo presentía de repente todo lo que yo me había remitido a ella mediante una confianza perezosa que me había hecho fácil la espera. Yo me había escabullido. Yo no la había admirado por su talante más que para tener una razón para permanecer aparte. Y, sin duda, era efectivamente verdad que ella había sido maravillosa, que había actuado como nadie habría podido hacerlo y que, también eso era verdad, él estaba a gusto con ella y sólo con ella. Pero no por eso yo me descargaba de mis relaciones con él. ¿Y por qué estaba ella tan tranquila? ¿De dónde venía esa calma con la que me topaba como con un espacio por donde yo avanzaba con fiebre y ansiedad? ¿Por qué no participaba yo en ello? ¿Por qué tenía que estar tanto más preocupado cuanto menos lo estaba ella? ¿Por qué ella parecía olvidarle? ¿Por qué eso que para ella estaba olvidado se apretaba dentro de mí como una punta fina que me forzaba a recordar?
Una noche, tuve la sensación, quizás porque me había dormido durante mucho tiempo y profundamente, de que él se encontraba peor. Me desperté con esa certeza. Debí de decírselo en la inconsciencia del sueño. Como ella no respondía, encendí la lámpara. Estaba casi sentada, agachando la cabeza por la luz y estrechando sus rodillas como le gustaba hacerlo. Estaba completamente en el borde, estrujada contra este límite por una presión de animosidad. Lo más extraño para mí es que estuviera despierta como una persona que manifiestamente lo está desde hace tiempo. Cuando no conseguía dormirse, me decía en seguida: «No me duermo», con una vocecilla desesperada, hasta tal punto la desaparición del sueño le parecía una desgracia incomprensible; además ella decía con sencillez que no había nada más triste en el mundo que dormir solo, y tenían que ser necesidades muy precisas las que le hicieran a ella pasar toda una noche en su habitación, allá lejos, en donde daba la vuelta el pasillo. Sólo pude decirle: «¿Qué tiene?». Ella todavía agachaba la cabeza. Yo estaba tan sorprendido y espantado al verla despierta de esa manera en plena noche como si, al despertarme, no la hubiera encontrado junto a mí. Quizás, al haber tenido miedo, me había llamado; yo que dormía profundamente no la había escuchado, y ella había contraído una de aquellas cóleras silenciosas que la encerraban en ella misma, de donde no se la podía sacar más que por azar: con un gesto, una palabra, una atención o incluso una distracción que la afectaban sin que pudiera saberse por qué y sin que pudiera preverse. En ese momento yo estaba demasiado agitado para descubrir cómo devolverla a mi lado. Sólo alcancé a decir estas palabras: «¿Qué tiene?, ¿qué tiene?», que ella detestaba: «¿Como podría decir lo que tengo, cuando me interroga con esas palabritas?». Pero esta vez no respondía, se contraía visiblemente como para escapar de un contacto horroroso. Le pregunté si había tenido un mal sueño, si había escuchado algún ruido insólito y, pensando de nuevo en mi presentimiento, intenté contarle la impresión que yo había tenido, de que él estaba muy mal, y que deberíamos informarnos: «¿No estaba ella inquieta? ¿Sabía ella algo?». Y terminé diciendo estas palabras que no tendría que haber dicho, pero que se habían formado en mí desde hacía mucho tiempo: «Quisiera hablarle, quisiera verle». Al decir esto, tendí la mano hacia ella y, finalmente, la toqué. Su cuerpo me pareció increíblemente duro, como no podría serlo ninguna cosa dura. Apenas la hube rozado, se levantó de un brinco gritando palabras indistintas donde con seguridad se expresaban una ignorancia y un rechazo atroces. No tuve tiempo de escrutarlas, sólo intentaba volver a agarrarla y, en efecto, ella se hundió en seguida en mis brazos, todo la dureza que había en ella se derritió, se convirtió en una suavidad, una fluidez de sueño, mientras que ella lloraba sin fin. Nunca supe verdaderamente lo que le había ocurrido aquella noche. No puedo interpretar esta escena, ni comprenderla, sólo recordarla: ella tenía un trastorno desconocido, que efectivamente trastornaba el tiempo, como si yo hubiera asistido a algo muy antiguo y todavía por venir. Me atreví a decirle: «Quizás usted me ha tomado por él». Lo que ella negó categóricamente. «¿Cómo puede decir eso?». Eso casi la hizo reír. «¿Por algún otro, no obstante?» — «Quizás por algún otro. Nadie que yo conozca». — «Pero ¿eso era tan espantoso?» — «No, no». — «Entonces, ¿estaba dormida?» — «No lo creo», y añadía, viendo que yo volvía a ello sin cesar: «No es nada. ¿Qué quiere comprender? No hay nada que comprender».
Pero no podía abstenerme de acercarme a un instante tan grave donde la había visto tan lejos de mí, incapaz de reconocerme, de amarme, como al borde del mundo que nos era común. ¿Y qué había dicho ella? Me persuadí de una manera infantil de que aquellas palabras, si las hubiera escuchado mejor, me habrían dado claridad sobre ella, sobre mí, sobre el resto. La interrogaba desesperadamente. Ella respondía: «Pero si no he dicho nada, era un grito que no significaba nada. Quizás ni siquiera he gritado». Al final le pregunté si no habría revelado a través de esta escena un movimiento desconocido de profundos celos. Estaba quizás celosa por el interés que yo ponía en él, celosa por el interés que ella decía que él ponía en mí. Ella insistía demasiado en esta preferencia, volvía a ella como a un sitio doloroso, sin tener conciencia de ello, y yo tampoco, yo no había tenido conciencia de ello hasta ese momento. Este pensamiento, tan humano, en el que sin embargo yo no creía verdaderamente, me afectó, me devolvió también su calma. Así, pues, era preciso esperar sosegadamente, e incluso si esperar significaba una responsabilidad que reclamaba de nosotros una adhesión activa, yo sentía, ahora, después de aquella noche y a través de aquella noche, que todo era más sencillo y más rico que lo que yo podía concebir. Me habían chocado las palabras que le había dicho: «Quisiera hablarle, quisiera verle», palabras de las que había sentido casi vergüenza por el deseo tan personal que habían sacado a la superficie y que perfectamente podía haberla puesto celosa revelándole la profundidad de un deseo que sólo me concernía a mí. Sin embargo, aquellas palabras no me parecían fuera de lugar. Me afectaban por algo desconocido, tímido e irresistible: un deseo de adolescente que hubiera necesitado toda la inmensidad de la duración universal para conducir hasta aquí. Y todo ello quizás sólo hablaba de mí, sólo decía lo que yo quería, pero me dirigía a ella para decirle, a esta mujer allí sentada, como al borde de mí, que yo tocaba ahora, precisamente ahora, ¿y por qué había estado tan trastornada? ¿Por una tristeza de la que yo no me daba cuenta, atormentándola con preguntas y una búsqueda infatigable que ella rechazaba quejosamente, no queriendo un recuerdo que ella no resistiría?
Cuando le dije, poco después de aquella noche: «La encuentro, desde hace algún tiempo, muy sosegada», se limitó a observar: «Quizás no estoy sosegada», y añadió, tras haber reflexionado, preocupada por ser exacta: «Suele haber algo así como una punta, una punta extremadamente fina que intenta hacerme retroceder, empujarme a la calma. No siento más que la punta y en absoluto la calma». Esta respuesta fue para mí como aquella punta de la que me hablaba, cuya presencia yo también experimentaba: un sufrimiento tan agudo y tan fino que no se podía saber si era aún lejano o ya absolutamente presente, aunque aproximándose sin cesar, y demasiado vivo como para poder dominarlo. Lo que aquella punta evocaba, aquel sufrimiento que me clavaba en el sitio y no obstante me impulsaba de aquí para allá con una inquietud que tenía los signos de la alegría, yo no lo sabía. Había ahí algo oscuro de lo que yo me desviaba, que no podía acoger, que sin duda se relacionaba con él, con el grave estado que le amenazaba. Sin embargo, no quedé aliviado cuando salió de nuevo del mal paso al que discretamente se le daba el nombre de gripe: apenas más fatigado, aunque yo quedase cada vez desconcertado al comprobar cuánto más débil era en la realidad que en mi recuerdo, —y, sin embargo, no solamente más débil. Era como si una potencia desmesurada, al abatirse sobre él, le hubiese comunicado, gracias a ese aplastamiento desmesurado, una potencia, por darle ese nombre, superior a todo, una impotencia en la que ahora ninguna superioridad tenía asidero. (¿Qué le ocurriría a un hombre que tuviera tratos con una muerte demasiado fuerte para él? Todo hombre que escapa de la muerte violenta carga por un momento con el reflejo de esta nueva dimensión). Se encontró entonces en el mismo rincón, esperándola, esperándonos, y esta prueba no me convenció de ninguna manera de que no estuviera peor. Al contrario, la punta tan aguda y tan fina sólo fue más aguda y más fina. Yo estaba en la mesa de juego y él en el sillón, un poco hundido su gran cuerpo, pero con una actitud en la que había cierta elegancia. A veces le había visto en ese mismo sillón, inclinado hacia delante, con la cabeza inclinada sobre el pecho que respiraba apresuradamente, con su sombrero de fieltro haciéndole sobre el rostro una sombra movediza. Actualmente, la impresión era mejor, el aspecto también era mejor. Debió de notar que le examinaba. Por un momento, miró hacia mi lado, con una mirada en primer lugar muy breve que pareció recaer sobre él mismo, después, cuando se elevó en mi dirección, se estiró, pero lejos de ser la mirada penetrante que yo esperaba, permaneció vaga, aunque bien fijada hacia mí, pero demasiado amplia, observándome lentamente como si, en mi lugar, él hubiese tenido que abrazar toda la extensión de una gran multitud.
Mientras me miraba de esta manera engañosa, creí discernir un comienzo de sonrisa, una mínima sonrisa sufriente, quizás irónica, quizás ausente. El efecto fue inmediato y dio contra mí con la prontitud de una punzada que me atravesó en lo más lejano de mis recuerdos: dolor que no era nada más que el suyo. Así, pues, eso era lo que evocaba la punta, su dolor, la idea de que él sufría de una manera que no estaba a nuestra medida y tampoco a su medida. No diré que solamente ahora lo descubría. Más que pensarlo demasiado, yo lo había evocado, lo había negado, sufrimiento más terrible que el de un niño, que le penetraba tan profundamente que sólo era visible su debilidad sin límites y aquella suavidad que era su fruto. Al principio, cuando le preguntaba: «¿Sufre usted?», siempre respondía: «No». Aquel «No» en vano se esforzaba por ser muy dulce, muy paciente, tan tenue como transparente; él podía efectivamente rechazar suavemente nuestro dolor: estaba lleno de un dolor desconocido, sin gemidos, que no podíamos interrogar, ni lamentar, un dolor más claro que el día más claro. Aquel «No», en un hombre que casi siempre decía Sí, era terrible. Representaba el punto secreto de ruptura, indicaba la zona a partir de la cual él nos consideraba, incluido nuestro sufrimiento, como desaparecidos. «¿Por qué con su gentileza él no acepta decir: Sí, sufro un poco, palabras que serían un signo de alianza? No puede quizás comunicar lo que experimenta; quizás no hay nadie ahí para acoger lo que él sufre». Yo pensaba, por esta razón, que se moría, pero que no sufría. Ocurre que teníamos miedo de aquel sufrimiento que amenazaba sobrevivirle si él no lo sufría hasta el final. Yo no me atrevía a decirme lo que sin embargo leía en su rostro y que ella me hizo tocar, respondiéndome con una especie de horror: «¿Cómo puede usted decir que no sufre? Cuando piensa, sufre, y cuando no piensa, siente el sufrimiento desnudo». Y ella añadió con sencillez: «Habría que concederle un mínimo pensamiento que no fuera doloroso, durante un mínimo instante, creo que con eso bastaría». ¿Intentaba ella entonces procurarle esa brizna de tiempo, ese único momento que le habría permitido recobrar el dolor, sufrirlo? ¿Durante un solo instante, pero un instante verdadero? Cuál era la espantosa complicidad, cuál el instinto, y cuál el abismo hacia el que él la atraía, nos atraía.
Ya, cuando hacía un momento ella le había acompañado —él se había retirado después de una breve estancia de pie detrás de la mesa de juegos, manifiestamente no podía soportar mucho tiempo, pese a su buena voluntad, tanto ruido—, al verlos pasar juntos, y ella no le tocaba, permanecía ligeramente aparte para no incomodarle en su andar, yo había experimentado que se me encogía el corazón. «He ahí lo que debía ocurrir». Y que fuesen tan poco juntos, andando ella junto a él, pero a pesar de todo sola y como si se hubiera encontrado ahí por azar, yendo por su propia cuenta, eso no disminuía, aumentaba más si cabe la separación a la que me sentía expuesto. Sin embargo, ella no fue lejos. Le abrió el ascensor y le sostuvo la puerta mientras se sentaba en la banqueta. Creí que subían juntos, pero el silbido de polea no se había interrumpido aún cuando ella estaba ya de vuelta. Quise cederle el sitio. Jugar había sido durante mucho tiempo un placer que ella había procurado inspirarme, y no solamente a mí, a muchos otros. Ella dispensaba ahí su alegría, su ligereza, su suerte también, a ella le gustaba esta suerte y gustar por la suerte. Pero esta vez no jugó. Permaneció aparte, con el rostro cerrado e inmóvil, no visiblemente preocupada, pero distante, bajo la impresión de una queja que no habría conseguido formular. Yo pensaba con malestar: ¿Y si ella permaneciera así? Recordé la noche en que la había sorprendido despierta y no obstante tan espantosamente apartada: era quizás maravilloso que al tocarla hubiese logrado en efecto tocarla, aunque fuere al precio del terror, maravilla que corría el riesgo de no reproducirse siempre —¿o bien sí, siempre?, ¿siempre? Fue entonces cuando le expresé atrevidamente aquel pensamiento de que quizás él no sufría y cuando ella me dio, con qué acerada prontitud, la respuesta ante la cual ambos nos manteníamos ahora. No podía tenerle rencor. Sólo podía arrepentirme por no haber hecho nada hasta aquí para impedirle aproximarse a aquel espacio de sufrimiento adonde seguramente ella acudía y volvía a acudir sin cesar, apartándose de él, regresando a él o bien conservando la inmovilidad y la calma que ahora yo comprendía que quizás tenía un sentido completamente distinto del que yo había creído ver: una calma semejante a la que se impone junto a gente muy enferma y muy doliente para ahorrarles cualquier vibración dolorosa, una calma en la que era preciso que no penetrara ninguna pregunta sobre ella, ninguna inquietud, ni apenas ningún pensamiento. Pero de ello no resultaba ninguna calma, solamente un silencio más rudo, y un ruido áspero y duro, silencio y ruido privados hasta un grado terrible de toda cualidad musical que hacían muy penoso el trato con los lugares y la gente de aquí. Incluso, por la noche, las quejas y las llamadas conservaban algo seco que no atraía la piedad, eso no llamaba a nadie, no alcanzaba a nadie, lento tormento, insensible deterioro que había que poner en relación con su sufrimiento, aquel sufrimiento que él se esforzaba en vano en usar silenciosamente con un paciencia infinita: el sufrimiento estaba a nuestro alrededor, tanto más pesado cuanto más ligero era, repeliéndonos, apartándonos, atrayéndonos, dispersándonos.
¿Qué ocurriría si él desapareciese demasiado pronto? ¿Si le sobreviviese el sufrimiento? E inmediatamente este pensamiento: ¿y si él hubiese ya desaparecido? ¿Y si lo que yo tomaba por él no fuera sino la presencia superviviente, silenciosa, del sufrimiento, el espectro de un dolor infinito que de ahí en adelante permanecería con nosotros y bajo cuyo peso habría que vivir, trabajar y morir sin fin? Pensamiento abyecto, nacido ya de este sufrimiento, de la fatiga de este sufrimiento, del deseo de aligerarme de él y de aligerarle de él a ella también. Me parecía que ella había hecho alusión de una forma velada a él, hacía ya mucho tiempo y sin que yo reparase en él, sin que yo hiciese nada para cambiar su curso, pues no recordaba de aquella confidencia más que las circunstancias que me complacían. Ella una noche había deseado salir, pasear por el césped y, al pasar por las cocinas cuyo acceso por razones de higiene nos estaba prohibido, me había arrastrado al patio de las dependencias comunes. Había ya un poco de nieve, pero el cielo no era un cielo de nieve, ahí fue donde vi qué cantidad de espacio podía ser sombrío, angosto, como si huyera hacia un lejano infinito y no obstante se aproximara también infinitamente a nosotros. «Mire lo negro que está el cielo». El frío, y sin duda el sobrecogimiento del miedo —ella me había dicho que tenía miedo de salir por la noche—, la especie de coacción que yo ejercía sobre ella para hacer que mirara al cielo negro, le habían producido un vértigo momentáneo y yo la había conducido hasta el brocal del estanque que servía de vivero para las necesidades de la cocina. Ambos permanecimos allí. Todo estaba tranquilo y sólo escuchábamos el ruido del agua, un ruido misterioso y vivo en donde se presentía la agitación confusa de los peces turbados por nuestra presencia. Rápidamente ella se sintió mejor y quiso levantarse, pero de nuevo tuvo vértigos, y se quejó de violentos dolores de cabeza. Allí donde estábamos, había una capa de nieve más espesa. Me dijo: «Creo que si pusiera los pies desnudos en la nieve, sería mejor. Ayúdeme». Le quité los zapatos, le desaté las medias y las hice resbalar, después hundió sus pies en la nieve que junté un poco en un montón para ella. Ella permaneció así, mientras yo rodeaba sus piernas. Dijo: «No deberíamos volver a la casa». — «¿Lo desea?». «Sí, en este momento». — «¿Pero adonde iríamos?» — «Adonde quiera usted». La fachada se alzaba a algunos pasos de allí, no era visible en toda su extensión, formaba una poderosa masa sombría, un poco iluminada en los pisos inferiores, pero en lo alto se perdía completamente en la oscuridad. Adquirí conciencia del cambio que sus palabras parecían anunciar en ella. ¿Estaba lista para abandonarlo todo sin lamentarlo? «Sí». — «Sin embargo, toda su vida la ha pasado aquí». — «Toda mi vida, pero apenas una vida». Le indiqué que quizás no lo soportaría, que se había adaptado a vivir en unas condiciones tan particulares que eso sería muy peligroso. «¿Quiere usted decir que tendría una recaída?» — «Si, quizás». Reflexionó durante un momento: «Morir, creo que podría hacerlo, pero sufrir, no, no lo puedo». — «¿Tiene miedo de sufrir?». La atravesó un escalofrío: «No tengo miedo, no lo puedo, no lo puedo». Respuesta en la que entonces sólo había visto una aprensión razonable, aunque quizás ella había querido decir otra cosa muy distinta, quizás había expresado la realidad de aquel sufrimiento que no se podía sufrir, y quizás había traicionado uno de sus pensamientos más secretos: que, ella también, estaría muerta, desde hace mucho tiempo —tanta gente había pasado a su alrededor—, si, para morir, no hubiera habido que atravesar tal espesor de sufrimientos no mortales y si ella no hubiera sentido el horror de extraviarse en un espacio de dolor tan oscuro que ella nunca le encontraría la salida. Yo no les había prestado a estas palabras verdadera atención, o yo había procurado no enfrentarme a ellas, pero ahora las recuperaba tal como no había sido capaz de escucharlas, en su presencia fría, atravesada por un escalofrío, en aquel paisaje silencioso de nieve, bajo aquel cielo reducido a un punto, mientras yo rodeaba sus piernas y sus muslos desnudos, atrayéndola poco a poco, de tal modo que al final, como atrapada por el mismo vértigo que la había trastornado antes, ella cayó junto a mí.
Estábamos todavía en la biblioteca. Yo pensaba que había que subir a la habitación. Eso era subir hacia él, seguir el pasillo por donde yo había escuchado su paso vacilante, aunque seguro, acercarse, subir desde muy lejos y como si estuviera siempre muy lejos, pasar no obstante e ir más lejos. Nunca se me había ocurrido seriamente el pensamiento de que él entrase. Yo sabía que no se detendría, y ahora sé que soy yo el que, un día u otro, iría a su habitación. ¿Estaría yo solo? Sí, yo estaría solo. ¿Y qué resultaría de ese instante? ¿Qué podría yo? ¿Intentar llegar hasta él para aligerarle de sí mismo, para darle a este sufrimiento un rostro, para sacarle de su mutismo y forzarle a expresarse, aunque fuere con un grito en el que yo sucumbiría? ¿Y por qué ir a perturbarle? ¿Por qué obligarle a reconocer en mí, por mi cercanía, el espantoso sufrimiento que de otro modo él soportaría silenciosamente? ¿Por qué hablarle, hacer que este sufrimiento hable? Había ahí algo necesario, pero indignante, a lo que me resistía a través de una parte desconocida de mí mismo. De él todo era turbio. Había a su alrededor una zona turbia, una realidad disuelta que provocaba el asco: a su alrededor y quizás en él. Eso era bajo, había que descender muy abajo para alcanzarlo, y el único movimiento que respondía a esta llamada era el de abominación, necesidad de rebajarle aún más, de aplastarle o incluso solamente de tocarle, no mediante una violencia directa, sino mediante una acometida lenta y solapada, a la medida de su disimulo, y llegarle sin embargo al rostro, ese rostro que él protegería con sus grandes manos espantadas, detrás de las cuales irradiaban su miedo, su desamparo, su irrisión: sí, aplastarle, volverle aún más él mismo, tras lo cual seríamos libres, momento prodigioso de libertad y de vacío gracias al cual volarían a nuestro encuentro la fuerza y el impulso de una felicidad desconocida.
Sueños horrorosos, pensamientos para los que yo no era suficiente y donde yo no me reconocía. Si debo emprender algo contra él, que sea con espíritu amistoso, y que sólo la mano le golpee, la mano y no el pensamiento, el pensamiento y no la segunda intención, el pensamiento detrás del pensamiento, —y todo ello sin asco, sin saberlo y sin quererlo. Si debo ser su destino, que ese destino le alcance, no le degrade. Pero yo en seguida pensaba: esto es aún más vil, eso me deja, a mí, la dignidad de un alma quieta y protegida. Una cosa así no puede ser, y si ella es, sólo puede ser horrible, una repugnante miseria, una herida fea de la que nadie sanará, algo malvado, repelente, sórdido, una invasión de vergüenzas vulgares y de rencores banales. Y eso no será una vez, sino cada vez, y él cada vez estará aún más degradado, más débil y más doliente, y yo más potente, más fanático y más feliz. He aquí dónde estamos, ésta es la verdad de aquel encuentro, la vertiente de esta verdad. ¿Sabe ella esto? Y si lo sabe, ¿cuál es su pensamiento, cuál su espera? Yo podía interrogarme, pero sin seguramente poder responder. Ella me parecía a veces cruel, y ella era cruel, exclusiva, implacable para con todo lo que no soportaba. Lo que ella rechazaba lo rechazaba con violencia, amando, no amando. Pero, a veces, tenía infinitos recursos y una paciencia maravillosa: con los animales, por ejemplo. Me vino a la mente que ella tenía hacia él un poco de la comprensión, de la amistad que se tiene con un animal. Quizás él le producía horror, pero ella le aceptaba, tal como me había respondido un día que yo le había dicho: «Usted no sabe quién es él». — «No, no lo sé, pero le he aceptado». Sí, ella le aceptaba, esa palabra decía mucho.
A la luz de estas palabras yo había querido, una vez más todavía, abrir el espacio entre nosotros. Toda la velada, después de las palabras que habían brotado de ella y que habían debido de liberarla, ella había estado tan distante, con el rostro liso, casi sin contorno, casi feo, ese rostro que no obstante yo deseaba apasionadamente acariciar, pero en el instante en que, por rápida y suavemente que fuera, yo le acercaba la mano, ella volvía la cabeza o bien obstinadamente la bajaba. Peligrosa reserva que conservaba la apariencia de la vivacidad que parecía modelarse sobre ella sin alterar sus maneras de actuar, pero donde ella sólo reconocía, si me quejaba de ello, el reflejo de mi frialdad. Es verdad que yo no había respondido a sus palabras. Yo no podía recusarlas, ni tampoco acogerlas. Yo no dudaba de que, en el punto en que estábamos —y sintiendo aún vibrar en mí su dardo acerado—, no se hubiera necesitado más que una ligera incitación para que ella llegara a esta conclusión: «Es preciso que usted vaya a verle», que yo esperaba desde hacía mucho tiempo. Palabras que corrían el riesgo, desde el momento en que ellas se hubiesen establecido entre nosotros, de separarnos definitivamente. ¿No me era preciso concluir —a mi vez— que ella misma había estado allá, quizás de paso, quizás familiarmente? Si yo a veces hubiese creído y a veces deseado que ella se hubiese rendido en su habitación, eso es solamente porque yo nunca lo había imaginado. ¿Y cómo hubiese podido ella silenciar una cosa así? ¿Cómo cargar con ella y ocultarla debajo de su delgado rostro? Sin duda, yo no se lo había preguntado y yo no había deseado preguntárselo, pero es que esa cuestión no habría podido encontrar un sitio entre nosotros.
Me era preciso entonces pensar que quizás ella había dado aquel paso, no dándolo, sino porque ella se había rehusado a darlo. Así es como ella había aprendido cosas que no hubiera aprendido yendo hasta el final, tal como su propio movimiento natural debería haberla llevado a él. Igualmente, ella rechazaría siempre hablarme de ello y, al no preguntarle, yo también pertenecía al mismo rechazo. Y, sin embargo, yo notaba que si lograba encontrar la ocasión de interrogarla, ella me respondería inmediatamente de la manera más franca. Luego todo dependía de mí, de la pregunta.
Qué difícil, no obstante, me sería llegar ahí, no necesitaba, para darme cuenta de ello, más que evocar aquella noche en que ella se había mantenido una distancia tan grande de mí y que parecía de hecho haber depositado en ella la reserva que ya no bastaba ahora con dejar aparte, que yo tenía, por el contrario, que dejar intacta, presintiendo que solamente ahí es donde en adelante podríamos alcanzarnos sin reservas y hablarnos sin engaños. En esta especie de intervalo, yo estaba seguro de que ella no me disimularía nada, pero en la medida en que, merced a un difícil consentimiento, yo también penetraba en él. ¿Consentiría yo alguna vez en renunciar a acuciarla y a escrutarla? Yo podía efectivamente reprocharme a menudo la manera en que no había cesado de acosarla, incluso a través de su sueño y hasta en la calma con que se protegía. Yo podía sentir lo desesperante que había sido el súbito horror que la había hecho brincar fuera de aquel instante de la noche en que la había tocado. Cada vez que yo volvía sobre él, lo que yo encontraba siempre en mí era el carácter maravilloso de aquel movimiento, la impresión de júbilo cuando yo había tenido que recobrarla, de luz al aplacar su desorden, al sentir sus lágrimas, y que su cuerpo de sueño no fuera una imagen, sino una intimidad trastornada de sollozos. Momento de una realidad que consolaba de todo y que superaba cualquier esperanza, cualquier tristeza y cualquier pensamiento. De aquello me acordaba todo el tiempo, como si yo recordara todos los instantes que habíamos pasado juntos en mi habitación. Ella permanecía, tumbada, durante; horas en el balcón, dibujando paisajes un poco infantiles o figuras todas ellas femeninas con las que la unía una vaga semejanza: su hermana, decía ella, o en otros momentos: «Lo que soy para usted». No se sorprendía de verme mirarla sin cesar, sin otra preocupación, sin insistencia tampoco, ella decía que mi mirada tenía poco peso, que aligeraba la cosas a su alrededor. «¿Es como si usted estuviese sola?» — «No». — «¿Es como si yo estuviese solo?». —«Tampoco: quizás es la mirada de usted la que está sola». Raramente ella levantaba la cabeza, mientras que, al otro lado del cristal, envuelta en las mantas, ella trazaba las líneas con una mano que no solía detenerse. Ella me parecía poseer una esencia que yo no podía llamar infantil, pero tan desligada de pensamientos del porvenir, tan presente y no obstante tan poco cargada de presente, con una despreocupación que era tan grave, tan instruida, que yo sólo podía mirarla con cierta embriaguez, y sin duda eso era lo que le daba, a ella, esa sensación de ligereza que casi la embriagaba también, sí, a la larga, como si estuviese entregada a un espíritu de ligereza del que no siempre ella sabía si podría dominarlo. «Usted, sin embargo, está en calma». — «Sí, estoy en calma, porque eso es ya casi como un recuerdo, el más lejano de los recuerdos». — «¿Eso es ya pasado?» — «Sí, quizás es pasado». Pero a ella le faltaba añadir con aquel cuidado por la exactitud al que no renunciaba: «Siempre está esa punta, algo así como una punta extremadamente fina que nos forzaría a retroceder, a volver al seno de la calma». — «¿A nosotros? ¿A mí también?» — «Sí, a nosotros, solamente a nosotros». Le sucedía en efecto, que no podía seguir donde estaba: apresuradamente, arroja las mantas, penetra en la habitación, y su prisa, su fiebre la mantienen ahí como inmóvil hasta que encuentre una salida que la conduzca hacia mí, pero también hacia otros días, como si hubiera habido otros días: allá, en el pasado, en un espacio donde parece que los seres andan más deprisa y que uno junto a otro se deslizan más furtivamente. ¿Hacia qué lugar? ¿Por qué aquella prisa? A veces, ellos se apartan y se miran, como si un recuerdo distinto estuviese entre ellos, no un recuerdo: el olvido, tormento que traza un círculo y los aísla. Ella había tenido siempre el temor de morir fuera de sí; ella decía: «Usted me sostiene firmemente. Es preciso que yo haya alcanzado el punto en que usted me sostenga». En cierto momento, ella había comenzado a querer acordarse de algo: lo buscaba suavemente, con cierta inquietud, pero también con gran tacto y una firme paciencia. Si ella hubiera podido levantarse, sin duda se habría levantado para buscarlo, como por juego, a través de la habitación y en toda la casa. «¿Aquí?» — «¿O aquí?» — «No, lejos de aquí». En todo lo que ella hacía había una alusión a eso olvidado, una alusión tan discreta y tan velada que nadie se permitía prestar atención para protegerse de ello: esto pasaba un poco retrasado, detrás de ella y detrás de él; esto quizás les concernía a ambos. Cuando ella murió, dio la impresión consoladora, desesperante, de que moría para recordarlo. Más tarde —ya en medio de la noche—, sin salir de la inmovilidad, ella preguntó de repente: «¿Soy yo quien está muriendo? ¿Es usted?». Palabras que él escuchó con nitidez. Él se inclinó sobre ella y ella abrió los ojos, mirándole con esa mirada grave, inmóvil, solitaria, que ella parecía tener ahora. Era como la evocación de una promesa que ella le estaría pidiendo mantener.
Después de abandonar los salones en donde ya no había nadie, mientras subíamos tranquilamente sin otro ruido entre nosotros que el silbido de la polea del ascensor, escuchando ese ruido al que ya había prestado atención, pensé que ella acababa conmigo el viaje que ella había comenzado hacía poco. Ella abriría la puerta del ascensor, andaría cerca de mí, pero un poco detrás, no completamente a la misma altura, dejando entre nosotros una distancia de algunos pasos, según como ella no podía impedírselo, cuando estaba «en malos términos» conmigo. Así sería a todo lo largo del famoso pasillo al que se abrían puertas y puertas, pasillo estrecho, chorreando día y noche la misma luz blanca, sin sombra, sin perspectiva, donde como en los pasillos de hospital, se apiñaban rumores ininterrumpidos. Todas las puertas se parecían, blancas todas, del mismo color blanco que la pared, de la que no se distinguían, distinguiéndose entre sí sólo por una cifra y, cuando pasábamos, todo parecía, como en un túnel, igualmente sonoro, igualmente silencioso, los pasos, las voces, los murmullos detrás de las puertas, los suspiros, los sueños felices o infelices, las crisis de tos, los silbidos de los que respiraban mal y a veces el silencio de los que no parecían ya respirar. Me gustaba ese pasillo. Yo pasaba por él con la impresión de su vida sosegada, profunda, indiferente, sabiendo que para mí ahí estaba el porvenir, y que yo no tendría ya otro paisaje que esta soledad propia y blanca, que ahí se elevarían mis árboles, ahí se extendería el inmenso susurro de los campos, el mar, el cielo cambiante con sus nubes, ahí, en ese túnel, la eternidad de mis encuentros y de mis deseos.
Cuando estuvimos delante de la puerta, habiéndome parado sin abrirla, ¿cuál fue el pensamiento que me atrapó? Una tristeza sin pensamiento, que no pedía nada, no imponía nada, no podía decir nada, ni ser consolada, todo ello era solamente vacío, nos separaba secamente, como si ella hubiera estado en un cabo del tiempo y yo en el otro cabo, —y todo ello dentro del mismo instante y dentro del lado a lado de una común presencia. ¿Comprendió ella esta necesidad? Ella miró la puerta con una mirada rápida, me miró también con una mirada rápida y se fue hacia su habitación que se abría más lejos por donde daba la vuelta el pasillo.