CAPÍTULO XV

Que cuenta cómo vivía Alraune en el parque

Braun no escribió a su madre ni aquel día ni al siguiente. Lo aplazó durante semanas, durante meses. Vivía en el gran jardín de los Brinken, como antaño, de muchacho, cuando pasaba en él sus vacaciones, sentado en los tibios invernaderos o bajo el enorme cedro cuyo tallo trajo del Líbano algún piadoso antepasado. O paseaba bajo las moreras, ante el pequeño estanque encerrado en la sombra profunda de los sauces. El jardín les pertenecía exclusivamente aquel verano a ellos solos, a él y a Alraune. Alraune había dado orden severa de que no penetrara en él ningún criado, ni durante el día ni por la noche; ni siquiera los jardineros estaban exceptuados. Se les envió a la ciudad con el encargo de arreglar el jardín de la villa de la calle de Coblenza. Los inquilinos se alegraron, admirados de la atención de la señorita.

Sólo Frieda Gontram atravesaba los senderos. No hablaba una palabra sobre todo lo que no sabía y, sin embargo, sospechaba. Pero sus apretados labios y sus tímidas miradas hablaban bastante claro. Les evitaba dondequiera que los veía, pero cuando estaban juntos la encontraban siempre.

—¡El diablo se la lleve! —refunfuñaba él.

—¿Es que te molesta? —preguntaba Alraune.

—¿A ti no?

Ella respondió:

—No he reparado en ella. Apenas le hago caso.

Aquella tarde se encontró Frank Braun con Frieda Gontram junto a un endrino en flor. Ella se levantó del banco, y se levantó para marcharse. Sus ojos lanzaron sobre él una mirada llena de odio.

Braun se le acercó.

—¿Qué le pasa, Frieda?

—Nada. Ya puede usted estar contento: pronto se librarán ustedes de mí.

—¿Cómo? —preguntó él.

La voz de Frieda temblaba.

—Tengo que marcharme mañana. Alraune me ha dicho que usted no deseaba que estuviera aquí.

Un infinito dolor hablaba en sus miradas.

—Espéreme usted aquí, Frieda. Yo hablaré con ella.

Se apresuró hacia la casa y volvió al cabo de un rato.

—Hemos pensado que no es necesario que se vaya usted para siempre. Sólo que mi presencia la pone a usted nerviosa, y… perdóneme usted, la suya a mí. Por eso será mejor que se marche usted por una temporada. Márchese usted a Davos con su hermano y vuelva usted dentro de dos meses.

Ella se levantó con una mirada interrogante y todavía llena de miedo.

—¿De verdad? —murmuró—. ¿Sólo por dos meses?

—Claro que si. ¿Por qué había de mentir, Frieda?

Ella le tomó la mano y una gran alegría brillaba en su rostro.

—Le quedo a usted muy agradecida. Todo está bien si puedo regresar luego.

Saludó y se encaminó hacia la casa. De pronto se detuvo y volvió hacia Braun.

—Todavía una cosa, señor doctor. Alraune me dio esta mañana un cheque y yo lo rompí, porque… porque…, en fin, que lo rompí. Ahora necesito dinero. No puedo dirigirme a ella: preguntaría y no quiero que pregunte. Por eso… ¿quiere usted darme el dinero?

Braun asintió.

—Naturalmente. ¿Pero puedo preguntarle por qué rompió el cheque?

Frieda se le quedó mirando y se encogió de hombros. No hubiera necesitado el dinero si hubiera abandonado la casa para siempre.

—¿A dónde hubiera ido usted, Frieda? —instó él.

—¿A dónde?

Una amarga risa salió de sus delgados labios.

—¿A dónde? Por el mismo camino que siguió Olga. Pero créame usted que yo lo hubiera seguido hasta el fin.

Y con una ligera inclinación de cabeza se marchó, desapareciendo entre los abedules.

* * *

Temprano, al despertar el sol, salía en kimono de su cuarto. Iba al jardín, por el sendero que cruzaba frente a las espalderas, hacia el macizo de los rosales, cortaba Boule de Neige, Emperatriz Augusta Victoria, señora Drusky y Merveille de Lyon. Torcía a la izquierda, donde estaban los alerces y los abedules.

Alraune estaba sentada en la balaustrada del estanque, con una capa de seda negra, y arrojaba a los peces migas de pan. Cuando él venía, trenzaba hábil y ligera una guirnalda de rosas pálidas, con la que coronaba sus cabellos. Luego arrojaba la capa y se quedaba en su camisa de encajes chapuzando con los pies desnudos en el agua fría.

Apenas hablaban. Pero ella se estremecía cuando los dedos de él rozaban débilmente su nuca, cuando su hálito le rozaba las mejillas. Lentamente dejaba resbalar la camisa, que dejaba a un lado, sobre la sirena de bronce. Seis náyades que posaban sobre la balaustrada en torno al estanque, vertían el agua de sus urnas y sus ánforas o la derramaban del seno en delgados chorros. A su alrededor se arrastraba toda la fauna acuática: grandes langostas, tortugas, peces, serpientes y otros reptiles. En medio, un tritón soplaba su cuerno y a su alrededor una muchedumbre de mofletudos seres marinos escupía al azul gruesos surtidores.

—Ven, amigo mío —decía Alraune.

Luego entraban en el agua glacial. Él sentía un escalofrío. Sus labios se tornaban azules y la piel de gallina cubría sus brazos; tenía que nadar activamente, agitarse para calentar su sangre, adaptarse a aquella temperatura insólita. Ella no notaba nada de esto; en seguida se encontraba en su elemento y se burlaba de él nadando en torno suyo como una ranita.

—Abre los grifos gritaba.

Él lo hacía y a la orilla del estanque, junto a la estatua de Galatea, se levantaban ligeras olas que se henchían un momento, se alcanzaban, crecían más y más altas. Luego se agitaban, fuertes y poderosas, cayendo y levantándose, más altas que los surtidores, cuatro lucientes cascadas, despidiendo una lluvia de chispas.

Allí estaba ella, en medio de las cuatro, en medio de la lluvia tornasolada, como un lindo mancebo esbelto y delicado. La mirada de él la besaba largo rato. Ni una falta había en la proporción de aquellos miembros, ni el menor defecto en aquella hermosa estatua. Uniforme era su color, blanco mármol de Paros, con una tenue pigmentación amarilla. Sólo en la cara interna, brillante y rosada de los muslos se marcaba una extraña línea.

«Esto hizo sucumbir al doctor Petersen» —pensaba él. E inclinándose de rodillas, besaba las partes más rosadas.

—¿En qué piensas? —preguntaba Alraune. Y Braun decía:

—Me imagino que eres una Melusina. Mira a tu alrededor las sirenas, no tienen piernas; sólo una larga y escamosa cola de pez. No tienen alma, pero se dice que a veces aman a un hombre: un pescador o un caballero andante. Lo aman tanto, que salen a tierra desde las frías ondas y buscan a una vieja bruja o a un curandero milagroso, y éstos les cuecen repugnantes venenos y se los hacen beber. Y toman un agudo cuchillo y comienzan a cortar la cola. Duele mucho, mucho; pero Melusina traga sus dolores movida de su gran amor. Y no se queja ni llora, hasta que el dolor le roba los sentidos. Pero cuando despierta, la cola ha desaparecido y ella anda en dos hermosos pies como un ser humano. Sólo se conocen las cicatrices de los cortes del curandero.

—¿Pero ella sigue siendo una sirena? —preguntaba Alraune—. ¿Aún teniendo piernas? ¿No crea el hechicero un alma para ella?

—No. Eso no puede hacerlo. Pero todavía se cuentan más cosas de las sirenas.

—¿Qué se dice?

Y él siguió contando.

—Mientras permanecen vírgenes, poseen una fuerza siniestra; pero cuando se sumergen en los besos del amado, cuando pierden su virginidad bajo el abrazo del caballero, el encanto desaparece. Ya no pueden traer tesoro alguno, ni oro del Rin; pero el negro dolor que en otro tiempo las seguía, evita también sus umbrales. Y en adelante son lo mismo que las otras mujeres.

—¡Si así fuera!… —murmuraba Alraune.

Y arrancaba de su cabeza la blanca guirnalda y nadaba hacia los acuarios y tritones, las sirenas y las náyades, y les arrojaba en su regazo las rosas.

—¡Tomadlas, hermanas! ¡Tomadlas! —decía riendo—. Yo ya soy una mujer.

* * *

En el dormitorio de Alraune había un gran lecho de colgaduras sostenidas por cortas columnitas barrocas. A los pies se levantaban sobre dos fustes páteras con llamas doradas; los largueros estaban adornados con tallas: Onfalia tejiendo la túnica de Hércules, Perseo besando a Andrómeda y Hefaisto cazando en sus redes a Ares y a Afrodita. Por todo él, se entretejían muchos vástagos entre los que jugaban palomas y niños alados. El viejo y suntuoso lecho era dorado y lo había traído de Lyon la señorita Hortensia de Monthyon, cuando se casó con el bisabuelo de los Brinken. Braun vio a Alraune subida en una silla a la cabecera de la cama con unas pesadas tenazas en la mano.

—¿Qué haces ahí? —preguntó.

Ella se echó a reír.

—Espera que termine.

Y martilleó y tiró con precaución del cupido que colgaba cerca de su cabeza. Sacó un clavo y luego otro, asió al pequeño dios y le hizo girar hasta desprenderlo. Luego saltó, con él en la mano, y lo puso sobre un armario. Extrajo del mismo la raíz de mandrágora, trepó de nuevo sobre la silla y la sujetó a la cabecera de la cama con alambres y cintas. Se bajó y contempló críticamente su obra.

—¿Qué te parece? —preguntó.

—¿Qué significa ahí ese monigote?

—Ahí es donde debe estar. El cupido dorado no me gusta. Es para otra clase de gente. Yo quiero mi galeoto, mi hombrecillo de raíces.

—¿Cómo le has llamado?

—Galeoto —repuso ella—. ¿No fue él quien nos reunió? Ahora debe quedarse ahí colgado y mirar durante la noche.

* * *

A veces salían a caballo por la tarde o en las noches de luna. Y cabalgaban por los Sieben Berge o hacia Rolandseck, tierra adentro. Una vez encontraron una borriquilla blanca al pie del Drachenfels, que sus dueños alquilaban para subir al castillo. Braun la compró. Era un animal joven, de piel blanca y brillante como la nieve, bien cuidado: se llamaba Bianca. La llevaron consigo a la zaga de los caballos, atada con un largo ronzal; pero de pronto se paró, hincando las patas delanteras como un mulo terco, a pesar de los tirones que la estrangulaban.

Por fin encontraron un medio de hacerla obedecer. En Königswinter compró Braun un cartucho de azúcar, libró a Bianca de su ronzal dejándola correr suelta y de vez en cuando le lanzaba un terrón de azúcar desde su silla. Así les siguió el animal, manteniéndose junto al estribo, rozando con el hocico las polainas de Braun.

El viejo Froitsheim se quitó la pipa de la boca al verlos llegar, escupió cavilosamente e hizo una mueca de agrado.

—Un asno —masculló—. ¡Un asno nuevo! Pronto hará treinta años que no hay ninguno en la cuadra. ¿Se acuerda usted todavía, señorito, de cuando le montaba en el viejo y pardo Jonathan?

—¿Cómo se llama, señorito?

—Éste le comunicó el nombre.

—Ven, Bianca —dijo el anciano—. Conmigo estarás bien. Vamos a ser buenos amigos.

Y volviéndose a Frank Braun, dijo:

—¡Señorito! Tengo tres nietos en la aldea, dos niñas y un niño. Son hijos del zapatero que vive allá detrás, en el camino de Godesberg. Vienen a verme muchos domingos por la tarde. ¿Me dejará usted que los pasee en el burro aquí, por el patio?

Él hizo un gesto de asentimiento. Pero antes que pudiera contestar intervino la señorita.

—¿Por qué no me lo pides a mí? —dijo—. Ese animal es mío. Él me lo ha regalado. Y ahora te digo que puedes pasearlos también por el jardín, cuando no estemos en casa.

La mirada de su amigo expresaba agradecimiento. No así la del viejo cochero, que la miraba entre suspicaz y admirado y que refunfuñó algo incomprensible.

Con un puñado de zanahorias atrajo a Bianca hacia el establo; llamó al mozo de cuadra, se lo presentó a Bianca y luego a los caballos, uno por uno. Luego la condujo a la granja; la enseñó el establo donde estaban las pesadas vacas holandesas y el ternero de la pinta Liese; la enseñó los perros, los dos inteligentes perros de lanas, el viejo mastín y el descarado fox que dormía en el establo. La llevó a ver los cerdos, donde una gran marrana de Yorkshire amamantaba sus nueve lechoncillos. Y a ver las cabras y el corral de las gallinas.

Bianca comía sus zanahorias y le seguía; parecía encontrarse a gusto en la mansión de los Brinken.

A menudo, a mediodía, la voz de la señorita resonaba en el jardín llamando: «¡Bianca, Bianca!»

Entonces el viejo cochero abría la puerta de la cuadra y la borriquilla salía al jardín con un trote ligero. Algunas veces se quedaba parada entre los altos tréboles, mordiendo las verdes y jugosas hojas, y se volvía y seguía corriendo cuando resonaba de nuevo la voz de su ama: «¡Bianca!»

Alraune estaba tendida en la pradera, bajo los fresnos. Una gran tabla, tendida sobre la yerba, cubierta con un gran mantel de damasco, hacía de mesa, y sobre ella había frutas, toda clase de golosinas y confituras entre las rosas; al lado estaban los vinos.

Bianca husmeaba. Despreciaba el caviar, y las ostras. Y se apartaba con despego de los pasteles de carne. Pero tomaba dulces y un pedacito de hielo de la nevera y se comía unas cuantas rosas entremedias.

—Desnúdame —decía Alraune.

Y Braun deshacía corchetes y presillas y desabrochaba los botones.

Y cuando estaba desnuda la subía sobre el asno, y ella cabalgaba sobre los blancos lomos del animal, sosteniéndose apenas en las lanosas crines. Cabalgaba al paso por la pradera y él iba a su lado con la mano derecha sobre la cabeza de Bianca, que era un animal inteligente y se enorgullecía de llevar sobre sí aquel esbelto cuerpo de efebo y no se detenía y caminaba con suavidad, como si sus cascos fueran de terciopelo.

Allí donde terminaban los macizos de dalias, el sendero pasaba junto a un arroyo que alimentaba el estanque de mármol. No lo pasaban por el puente de madera; Bianca vadeaba las claras aguas sentando los pies cuidadosamente y mirando curiosa a los lados cuando una rana verde saltaba al agua desde la orilla. Frank conducía al animal por delante de los arriates de frambuesas, de las que arrancaba sus rojos frutos, que repartía con Alraune. Y luego seguían hasta más allá de los espesos bosquecillos de laureles rosas.

Allí, rodeado de espesos olmos, se extendía el gran campo de claveles. El abuelo de Braun lo había hecho plantar para su amigo Gottfried Kinkel, un buen amigo, que amaba mucho esas flores. Mientras el poeta vivió, le enviaba todas las semanas un gran ramo.

La vista no descubría sino pequeños claveles blancos, muchos millares; las blancas flores brillaban como plata entre las finas hojas de un verde asimismo plateado. Al sol de la tarde, aquella alfombra de plata se extendía lejos, muy lejos…

Bianca se sumergía en aquel argentino mar que besaba sus pies ondulando suavemente al viento, mientras Braun se quedaba a la orilla contemplando al blanco jinete y a su blanca cabalgadura, bebiendo hasta saciarse aquella dulzura de color.

Y Alraune cabalgaba hacia él:

—¿No es esto hermoso, querido mío?

Y él, con seriedad:

—Muy hermoso. Sigue cabalgando.

Y ella contestaba:

—Estoy tan alegre…

Y posaba con suavidad sus manos tras las orejas del inteligente animal, que caminaba despacio, despacio, entre la plata luminosa.

* * *

—¿De qué te ríes? —preguntó Alraune.

Estaban sentados en la terraza, ante la mesa del desayuno, y él leía su correo. Era una carta del abogado Manasse, que le escribía sobre las acciones de las minas de Burberg.

"Habrá usted leído en los periódicos los hallazgos de oro en Hocheifel —decía el abogado—. Los hallazgos se han hecho en gran parte en los terrenos demarcados por la empresa de Burberg. Me parece muy dudoso que las pequeñas venas auríferas compensen los considerables gastos de una explotación racional. Sin embargo, los papeles, que hace cuatro semanas carecían completamente de valor, han subido rápidamente, y hace una semana se cotizaban ya a la par, lo que se debe, en parte, a una hábil campaña periodística de los directores de la empresa. Hoy me entero por el director Baller que ya se cotizan a 214. Yo le he entregado a este señor, que es amigo mío, sus acciones, rogándole que las venda en seguida, lo que tendrá lugar mañana. De modo que quizá consiga usted una cotización aún más alta."

Braun tendió a Alraune la carta:

—El tío Jakob no se hubiera podido figurar esto ni en sueños; de otro modo no hubieran sido esas acciones las que nos hubiera legado a mi madre y a mí.

Alraune tomó la carta y la leyó con atención hasta el final. Luego la dejó caer y se quedó mirando con la vista perdida, pálida como la cera.

—¿Qué te pasa? —preguntó él.

—Sí. Se lo imaginó. Se lo imaginó exactamente —dijo con lentitud.

Y volviéndose hacia Braun:

—Si quieres ganar dinero, no las vendas.

El timbre de su voz era de una gran seriedad.

—Se encontrará más oro y subirán mucho, mucho más tus acciones.

—Es demasiado tarde. A estas horas ese papel se habrá vendido ya. Por otra parte, ¿estás tú tan segura?…

—¿Segura? —repitió Alraune—. ¿Quién puede estar más segura que yo?

Y dejó caer la cabeza sobre la mesa y prorrumpió en sonoros sollozos.

—¡Así comienza!… ¡Así! —dijo.

Braun se había levantado y rodeado con su brazo los hombros de ella.

—¡Tonterías! Es preciso que se te quite de la cabeza esa manía. Ven, Alraune. Vamos a bañarnos. El agua fría te arrancará esas telas de araña. Ven a hablar con tus hermanas, las sirenas, que te confirmarán que Melusina no puede ocasionar ningún maleficio desde que besó a su amado.

Alraune se levantó de un salto y se soltó de él.

—¡Te quiero! —gritó—. ¡Sí; te quiero! Pero no es verdad… El encanto no desaparece. No soy una Melusina, hija de las aguas. He nacido de la Tierra y me creó la Noche.

De sus labios salían sonidos estridentes que él no supo si significaban un sollozo o una carcajada.

La tomó en sus recios brazos, sin cuidarse de su resistencia y de sus golpes. La cogió como a un niño arisco y la sacó fuera, al jardín, y sin hacer caso de sus gritos, la arrojó al estanque, haciéndola describir un amplio arco, con vestidos y todo.

Ella se levantó y permaneció un momento aturdida y confusa. Braun hizo correr las fuentes, que la rodearon de una sonora lluvia.

Entonces ella le llamó riendo:

—¡Ven! ¡Ven tú también!

Y se desnudó, tirándole a la cabeza traviesamente sus húmedas ropas.

—¿No has acabado todavía? ¡Date prisa!

Cuando él estuvo junto a ella Alraune notó que Braun sangraba. Gotas de sangre caían de las mejillas, del cuello y de la oreja izquierda.

—¡Te he mordido! —murmuró.

Él hizo un signo de asentimiento. Y entonces rodeó su cuello y bebió con ávidos labios la sangre caliente.

—Ya está bien —dijo.

Y nadaron. Y él fue a la casa y le trajo un abrigo. Y cuando regresaron, cogidos de la mano, bajo las hayas rojas, ella decía:

—¡Muchas gracias, amado!

* * *

Yacían desnudos bajo el rojo Pyrhus. Separaron sus cuerpos que habían estado unidos en las ardientes horas del mediodía.

Ajadas y pisoteadas yacían todas sus ternuras, sus caricias y sus dulces palabras, como las florecillas, como las tiernas hierbas sobre las que se había desencadenado la tempestad de su amor. Apagado estaba el incendio, que se devoraba a sí mismo con ávidos dientes, y sobre las cenizas se levantó un odio cruel, duro como el acero.

Se miraron y supieron que eran mortales enemigos.

Asquerosa y repulsiva le parecía a él ahora la larga línea roja de sus muslos, y la saliva corría por su boca como si sus labios hubieran sorbido un veneno amargo. Y las pequeñas heridas, abiertas por sus uñas, le dolían y le escocían, y se hinchaban.

—Me envenenará —pensaba Braun— como envenenó al doctor Petersen.

Las verdes miradas de ella reían frente a él incitadoras, burlonas, descaradas.

Braun cerró los ojos, se mordió los labios y sus dedos se cerraron convulsivamente. Pero Alraune se levantó, se volvió hacia él y le pisó descuidada y despreciativa.

Entonces se levantó también, se irguió frente a ella y sus miradas se cruzaron. Ni una palabra salió de su boca; pero levantando el brazo, afiló sus labios, le escupió y le dio una bofetada en la cara.

Braun se lanzó hacia ella, sacudiendo su cuerpo, haciéndola girar en torno a sus rizos, y la arrojó al suelo, la pisoteó, la golpeó, la apretó el cuello.

Alraune se defendía bien. Sus uñas desgarraban el rostro de Braun; le mordió repetidamente en los brazos y el pecho. Y entre espumarajos y sangre, sus labios se buscaron y se encontraron, y se poseyeron entre lascivos dolores.

Luego él la levantó y la arrojó a un metro de distancia, haciéndola caer desvanecida sobre la hierba.

Anduvo algunos pasos, tambaleándose, y se dejó caer, con la mirada perdida en el cielo azul, sin deseos, sin voluntad, escuchando el latido de sus sienes.

Hasta que sus párpados se cerraron.

Cuando despertó, ella estaba arrodillada a sus pies, secándole con sus cabellos la sangre de las heridas. Rasgó su camisa y las vendó cuidadosamente.

—¡Vámonos, amado mío —dijo—; está ya anocheciendo!

* * *

Sobre el camino yacían pequeños cascarones azules. Braun rebuscó entre los arbustos y encontró el nido destruido de un picocruzado.

—¡Esas desvergonzadas ardillas! —exclamó—. Hay demasiadas en el parque y nos van a espantar todos los pájaros.

—¿Qué podríamos hacer? —preguntó Alraune.

—Matar unas cuantas.

Ella palmoteo:

—Sí, sí —dijo riendo—. ¡Vamos de caza!

—¿Tienes alguna escopeta? —preguntó Braun.

Ella pensó un momento.

—No. Creo que no hay ninguna por ahí. Por lo menos ninguna utilizable. Podríamos comprarla.

Y se interrumpió:

—Pero aguarda. El cochero tiene una. Algunas veces tira a los gatos que se nos meten por aquí.

Braun fue al establo.

—¡Hola, Froitsheim! —gritó—. ¿Tienes una escopeta?

—Sí —repuso el viejo—. ¿Voy a cogerla?

Y Braun asintió. Luego dijo:

—Dime, viejo. Tú querías pasear a tus bisnietos en la Bianca. Pero el último domingo estuvieron aquí y no vi que los montaras en la borrica.

El viejo murmuró algo, fue a su cuarto y descolgó de la pared su escopeta. Volvió donde estaba Braun, se sentó y comenzó a limpiarla.

—¿Y bien? —preguntó éste—. ¿No quieres contestarme?

Froitsheim movía los labios resecos:

—No quiero —gruñó.

Frank Braun le puso la mano en el hombro:

—Sé razonable, viejo, y dime lo que tengas que decir. Creo que conmigo puedes hablar libremente.

Entonces dijo el cochero:

—Yo no quiero aceptar nada de nuestra señorita. No quiero ningún regalo suyo. Yo recibo mi pan y mi salario por mi trabajo. No quiero nada más.

Frank sintió que con aquel testarudo no valían insinuaciones. Así que dio un rodeo y buscó algún cebo que el otro pudiera morder.

—Si la señorita te pidiera un servicio extraordinario, ¿lo harías?

—No —dijo el testarudo viejo—. Nada más que mi obligación.

—Y si te pagara por ese servicio extraordinario, ¿lo harías?

El cochero seguía defendiéndose.

—Eso, según —masculló.

—No seas testarudo, Froitsheim —dijo Frank, riendo—. Es la señorita y no yo quien te pide prestada la escopeta para tirar a las ardillas del parque. Y eso no tiene nada que ver con tu obligación. Y a cambio, ¿entiendes?, a cambio te permite que montes a los niños en la borrica. Es un contrato. ¿Estás conforme?

—Bueno —dijo el viejo con una mueca—. Si es así, sí.

Y le tendió la escopeta, sacando un paquete de cartuchos:

—Y pongo esto además. Así queda pagada y nada le debo. ¿Saldrá usted esta tarde a caballo, señorito? —prosiguió—. Bueno; a las cinco estarán listos los caballos.

Y llamó al mozo, encargándole que fuera a casa de la mujer del zapatero, nieta suya, para que por la tarde le enviara a los chicos.

Por la mañana temprano estaba Frank Braun bajo las acacias que rozaban la ventana de Alraune, y la llamó con un breve silbido.

Ella abrió, anunciándole que bajaría en seguida.

El ruido de sus pasos resonó en las losas, y de un salto descendió los peldaños de la terraza del jardín y se encontró ante él.

—¿Cómo vienes así? —preguntó—. ¿En kimono? ¿Se va así de caza?

Y él, riendo:

—Para cazar ardillas, basta. Pero ¿cómo vienes así tú?

Ella venía vestida como un cazador de Wallenstein.

—Regimiento Holk —gritó—. ¿Te gusto?

Traía altas botas de montar amarillas, un jubón verde y un enorme sombrero verdoso, sobre el que se columpiaban las plumas; en la faja, una vieja pistola y un largo sable que le golpeaba las piernas.

—Déjalo ahí —dijo Braun—. La caza tendrá un miedo horrible cuando te vea venir así.

Ella hizo un mohín con los labios:

—¿No estoy bonita? —preguntó.

Braun la tomó en los brazos y la besó rápidamente en la boca.

—¡Monigote presumido! ¡Estás encantadora! —dijo riendo—. Y a las ardillas tanto les dará tu uniforme de cazador como mi kimono.

Y le desciñó el sable y le quitó las largas espuelas y la pistola; y, tomando la escopeta del cochero, dijo:

—¡Vamos, camarada!

Atravesaron el jardín, pisando con cuidado, mirando por entre los arbustos y las copas de los árboles. Braun puso un cartucho en la escopeta y levantó el gatillo.

—¿Has tirado tú alguna vez? —preguntó.

—¡Oh, sí! —asintió ella—. Wölfchen y yo íbamos juntos a la gran kermesse de Pützchen, y nos ejercitábamos en la barraca del tiro al blanco.

—Bueno. Entonces ya sabes cómo debes colocar el cañón para apuntar.

Las ramas, sobre su cabeza, se agitaron.

—¡Tira! —murmuró ella—. ¡Tira! Ahí arriba hay una.

Braun levantó la escopeta mirando hacia arriba, pero la bajó de nuevo.

—No. Ésa, no —declaró—. Es un animalito joven, de apenas un año. Le dejaremos vivir.

Llegaron al arroyo, allí donde el bosquecillo de abedules venía a morir en la pradera. Gruesos escarabajos zumbaban al sol, y sobre las margaritas se columpiaban mariposas amarillas. En torno se oía un murmullo —cantar de grillos, zumbar de abejas—, y a los pies de ambos saltaban cigarrones de todos los tamaños. Las ranas croaban en el agua y una alondra cantaba en los aires. Ellos caminaron sobre la pradera, hacia las hayas rojas. Entonces oyeron junto a ellos un angustioso murmullo y vieron un pardillo pequeño que huía por entre los arbustos. Frank Braun aguzó la vista y se adelantó de puntillas.

—Ahí está el ladrón —murmuró.

—¿Dónde? —preguntó ella—. ¿Dónde?

Pero ya había disparado Braun, y una fuerte ardilla cayó desde la rama de un haya. Braun la levantó de la cola y le mostró a Alraune el tiro.

—Ésta ya no saquea ningún nido más.

Y siguieron ojeando por el vasto parque. Braun mató una segunda ardilla entre las hojas de una madreselva y una tercera, gris oscura, en la copa de un peral.

—¡Tú tiras siempre! —exclamó Alraune—. ¡Déjame una vez la escopeta!

Él se la dio, enseñándole cómo debía montarla y haciéndole disparar varias veces contra un tronco.

—Vamos —dijo—. Muestra ahora tu habilidad.

Y empujando el cañón de la escopeta hacia abajo, la instruyó:

—Así. El cañón siempre hacia abajo y no en el aire.

Cerca del estanque vio a una ardilla joven que jugaba en el sendero. Alraune quiso tirar en seguida, pero él le mandó aproximarse unos pasos.

—Ya estás bastante cerca. Tira ahora.

Alraune disparó. La ardilla miró a su alrededor con asombro, dio un rápido salto hacia una rama y desapareció entre el espeso follaje.

La segunda vez no fue mejor. Alraune tiró a demasiada distancia. Cuando trataba de aproximarse, la caza huía antes de que ella tuviera tiempo de disparar.

—¡Qué bichos tan tontos! —protestaba—. ¿Por qué se quedan quietos cuando tú les tiras?

Aquella infantil irritación le pareció a él encantadora.

—Seguramente porque quieren depararme un placer especial —decía él riendo—. La verdad es que tú haces demasiado ruido con tus botas de montar; pero espera, que ya nos acercaremos.

Cerca de la casa, donde los avellanos se estrechaban en torno a las acacias, vio otra ardilla.

—Quédate aquí —murmuró… Yo te la levantaré. Mira hacia el matorral aquel, y cuando la veas venir, silba para que yo lo sepa. Cuando oiga el silbido, se volverá la ardilla, y entonces tiras.

Braun se alejó, describiendo un amplio arco, a registrar los matorrales. Por fin, descubrió al animal sobre una acacia baja, le obligó a descender, le persiguió por entre los matorrales. Vio que iba en dirección a Alraune y se quedó un poco atrás esperando su silbido. Pero como no lo oyera, retrocedió por el mismo camino hasta volver al sendero donde estaba ella con la escopeta en la mano, la vista fija en los matorrales de enfrente. Un poco a su izquierda, apenas a tres metros de ella, jugaba alegremente la ardilla entre las matas.

—Ahí está —gritó Braun a media voz—. Ahí arriba, un poco a la izquierda.

Alraune oyó su voz y se volvió rápidamente hacia él, que vio cómo abría los labios para hablar. En seguida oyó un tiro y sintió un ligero dolor en el costado.

Luego oyó su estridente y desesperado grito, y vio cómo ella tiraba la escopeta y se precipitaba sobre él. Le rasgó el kimono y le palpó la herida.

Volviendo la cabeza, la examinó él también. Era una larga y ligera rozadura de la que apenas salía un poco de sangre. Sólo la piel estaba quemada, mostrando una ancha línea negra.

—¡Diablo! —dijo riendo—. Ha pasado bien cerca. Precisamente sobre el corazón.

Ella estaba de pie frente a él, temblando, sin poder sostenerse apenas. Él la sostuvo y la tranquilizó:

—Pero si no es nada, hija. No es nada. La lavaremos un poco, la untaremos con un poco de aceite… Convéncete de que no es nada.

Y, abriendo más el kimono, le mostró el pecho desnudo. Alraune palpó la herida con trémulos dedos.

—¡Junto al corazón! —murmuraba—. ¡Junto al corazón!

De pronto se llevó las manos a la cabeza. Un súbito terror la acometió y contempló a su amigo con espantados ojos. Se soltó de sus brazos y, corriendo hacia la casa, subió la escalinata de un salto.