CAPÍTULO XIV

Que habla de cómo Frank Braun jugaba con fuego y de cómo despertó Alraune

Aquella tarde no bajó Alraune a comer y mandó a Frieda Gontram que le subiera un poco de té y algunos pasteles. Frank Braun aguardó un rato con la esperanza de que quizá bajase más tarde. Entonces fue a la biblioteca y de mala gana puso unas actas encima de la mesa. Pero como no pudo ensimismarse en su lectura, las volvió a cerrar y se resolvió a ir a la ciudad. Antes había extraído del cajón los últimos recuerdos: el pedazo de cuerda, la tarjeta agujereada con la hoja de trébol y, finalmente, la raíz de mandrágora. Lo empaquetó todo, selló el paquete y mandó que se lo subieran a la señorita, sin incluirle ni una letra; ya encontraría todas las aclaraciones en el infolio que llevaba sus iniciales en la portada.

Llamó al chófer y partió para la ciudad. Como ya esperaba, encontró a Manasse en la pequeña bodega de la plaza de la Catedral. Con él estaba Stanislaus Schacht. Se sentó con ellos y conversaron. Braun y el abogado se enzarzaron en la discusión de algunas cuestiones jurídicas, los pros y los contras de este y aquel proceso. Convinieron en abandonar al consejero Gontram algunos casos dudosos para que los condujera a un convenio aceptable; respecto a otros, Manasse creía poder obtener un triunfo decisivo. En cuanto a algunas causas Frank Braun propuso reconocer la razón de la parte contraria, pero Manasse le contradijo.

—No reconocer nunca nada. Aun cuando lo solicitado por el contrario esté tan claro como el sol y sea cien veces más justo.

Manasse, era el más recto y honrado abogado de la Audiencia. Siempre les decía a sus clientes la verdad, cara a cara. En la barra podía callar, pero no mentía nunca. Y, sin embargo, era bastante jurista para animar un odio mortal contra todo reconocimiento de parte.

—Pero así no conseguimos sino aumentar las costas —oponía Frank Braun.

—No importa —gritaba el abogado—. ¿Qué importa esto a nuestro objeto? Y le digo a usted que nunca puede saberse… Siempre quedan posibilidades…

—¿Una posibilidad jurídica? Tal vez… —respondió Frank Braun.

Y calló. Para el abogado no había otra cosa. El Tribunal decidía en derecho, y por consiguiente era derecho lo que él decidía, aun cuando hoy, dijera una cosa y meses después, en suprema instancia, otra distinta. De todos modos, era el Tribunal el que emitía el fallo decisivo y no la parte. Dar la razón al contrario era emitir por sí mismo el fallo, anticiparse al Tribunal. Manasse era abogado, era parcial. Y del mismo modo que deseaba un juez imparcial, era un horror para él verse obligado a fallar en pro o en contra de la parte representada.

Frank Braun sonreía.

—Como usted quiera —dijo.

Y habló con Stanislaus Schacht, que le refirió cosas de su amigo el doctor Mohnen y de todos los que en la ciudad vivían cuando Braun estudiaba allí.

Sí, Joseph Theyssen era hacía tiempo consejero de Gobierno; y Klingelhöffer era profesor en Halle y pronto vendría a ocupar la cátedra de Anatomía de la Universidad.

—Y Fritz Langen, y Bastian, y…

Frank Braun le oía, hojeaba aquel viviente almanaque Gotha de la Universidad que conocía todas las filiaciones.

—¿Sigue usted matriculado? —preguntó.

Stanislaus calló, un poco molesto. Pero el abogado gritó:

—¿Cómo? ¿Pues no sabe usted…? Ya hizo su doctorado hace cinco años.

¡Cinco años! Frank Braun calculó. Debía haber ocurrido después de terminado el 45º, no, el 46º semestre.

—De manera que… por fin —dijo.

Y levantándose, le tendió la mano, que el otro sacudió con fuerza.

—Permítame que le dé la enhorabuena, señor doctor —prosiguió—. Pero permítame también que le pregunte: ¿a qué se dedica usted ahora?

—¡Si él lo supiera!… —exclamó el abogado.

Entonces vino el capellán Schröder y Frank Braun le salió al encuentro para saludarlo.

—¿Otra vez por aquí? —dijo el ensotanado—. Esto hay que celebrarlo.

—Yo convido —declaró Stanislaus Schacht—. Hay que brindar por mi birrete doctoral.

—Y por mi nueva dignidad de vicario —dijo riendo el eclesiástico—. De modo que repartámonos el honor si le parece, doctor Schacht.

Convinieron en ello y el anciano vicario encargó un vino de Scharhofberg, del 93, que la bodega había adquirido por mediación suya.

Probó el vino, sacudió la cabeza complacido y chocó su copa con la de Frank Braun.

—A usted le va bien —dijo—; correteando por mares y tierras, según se lee en los periódicos. Nosotros tenemos que quedarnos en casita y consolarnos con que en el Mosela haya siempre buen vino. Esta marca no la encuentra usted en otra parte.

—La marca, sí —respondió Braun—. Pero no el vino. ¿Y en qué se ocupa Su Ilustrísima?

—¿En qué he de ocuparme? —repuso el eclesiástico—. Siempre fastidiado. Nuestro viejo Rin se hace cada vez más prusiano. Así que escribo por entretenimiento payasadas para Tünnes y los Bestevader, para los Schäl y los Speumanes y los Marizzebill. Ya he saqueado todo Plauto y Terencio para el teatro de marionetas de Peter Millowitsch en Colonia. Ahora estoy con Holberg. Imagínese usted; ese tío —ahora se llama «Señor Director»— me paga hasta honorarios: otra invención prusiana.

—Alégrese usted —carraspeó el abogado.

Y volviéndose a Frank Braun:

—Ha publicado también un trabajo sobre Jamblico, y le digo a usted que es un libro extraordinario.

—No vale la pena —exclamó el viejo vicario—. Sólo es un pequeño ensayo…

Stanislaus Schacht le interrumpió:

—¡Vamos! ¡Quite usted! Su trabajo es fundamental para el estudio de toda la esencia de la escuela alejandrina. Su hipótesis sobre la doctrina de la emanación en los neoplatónicos…

Y comenzó a disertar, como un obispo discutidor en un concilio, exponiendo de paso algunas dudas acá y allá; dijo que no era exacto que el autor se basara absolutamente en los tres principios cósmicos, aun cuando era verdad que quizá había podido conseguir así comprender el espíritu de Porfirio y de sus discípulos.

Manasse intervino y, por último, también el vicario. Y discutiendo como si nada hubiera en el mundo tan importante como aquel extraño monismo de los alejandrinos, que en el fondo no era otra cosa que la destrucción mística del yo por medio del éxtasis, el ascetismo y la teurgia.

Frank Braun escuchaba en silencio.

—Ésta es Alemania —pensaba—. Éste es mi país.

Y recordó que hacía un año había estado en un bar en Melbourne o en Sidney con tres personas: un juez, un obispo y un célebre médico; y que los tres habían disputado con no menos calor. Sólo que entonces se trataba de quién era el mejor boxeador: Jimmy Walsh, de Tasmania, o el esbelto Fred Costa, el campeón de Nueva Gales del Sur. Aquí, en cambio, se reunían un pequeño abogado que nunca acababa de ser nombrado consejero, un eclesiástico que escribía farsas absurdas para el guiñol y nunca conseguía una parroquia y el eterno estudiante Stanislaus Schacht, que a los cuarenta años había terminado felizmente su doctorado y no sabía ahora a qué dedicarse. Y esos tres pobres diablos hablaban de los temas más sabios, más extraños a su profesión, más inactuales, con la misma ligereza, con la misma precisión con que los señores de Melbourne hablaban del boxeo. ¡Oh, se podría cribar toda América, toda Australia y nueve décimas partes de Europa sin encontrar tal cantidad de ciencia!

—Y, sin embargo, está muerta —suspiró Braun—. Muerta hace mucho tiempo y huele a putrefacción. Sólo que estos señores no lo notan.

Y preguntó al vicario qué tal le iba a su ahijado, el joven Gontram.

El abogado se interrumpió en el acto:

—Sí, cuente usted, padre. Precisamente para eso he venido.

El vicario se desabotonó la sotana, sacó su cartera y de ella una carta.

—Léala usted mismo —dijo—. Muy consoladora no es.

Frank Braun lanzó una rápida mirada al sello.

—¿De Davos? —preguntó—. Ésa es la herencia de su madre.

—Por desgracia —suspiró el anciano eclesiástico—. Joseph era un muchacho tan fresco y tan bueno. La verdad es que no había nacido para clérigo. Aunque yo mismo visto sotana, le hubiera hecho estudiar para otra cosa, si no le hubiera prometido a su madre en el lecho de muerte lo que prometí. Por otra parte, él hubiese seguido su propio camino, como yo… Hizo su doctorado con gran brillantez y yo recibí todas las dispensaciones del arzobispo, que le quiere mucho. Me ha ayudado muy bien en mi trabajo sobre Jamblico y hubiera podido llegar a ser algo. Sólo que, por desgracia…

Se detuvo y apuró su copa lentamente.

—¿Sobrevino tan de pronto, padre?… —preguntó Frank Braun.

—Así puede decirse —respondió el clérigo—. La primera causa fue sin duda la impresión de la muerte de su hermano Wolf. Tenía que haber visto usted a Josef en el cementerio. No se apartó un momento de mi lado mientras pronunciaba mi breve discurso, estaba con la vista fija en una gran corona de rosas rojas puestas sobre el féretro. Se mantuvo firme mientras duró la ceremonia, pero luego se sintió tan débil que Schacht y yo tuvimos que llevarlo literalmente en brazos. Ya en el coche se sintió mejor, pero al llegar a casa volvió otra vez a sentirse apático y lo único que pude sacarle en toda la noche fue que él era el último de los hijos de Gontram y que ahora le tocaba la vez. Ya no salió de su apatía, convencido de que sus días estaban contados, aun cuando los profesores que lo reconocieron al principio me dieron muy buenas esperanzas. Luego la enfermedad se aceleró y de día en día se apreciaba su avance. Le mandamos a Davos, pero parece que el fin no está lejos.

Calló y gruesas lágrimas brillaron en sus ojos.

—La madre era más dura —dijo Manasse—. Durante seis años se estuvo riendo de la muerte.

—Dios conceda a su alma paz eterna —dijo el vicario llenando las copas—. Bebamos en silencio un sorbo a su memoria.

Y levantaron los vasos y los apuraron.

—Pronto se va a quedar el consejero completamente solo —dijo el doctor Schacht—. Sólo su hija Frieda parece completamente sana. El único de sus hijos que le sobrevivirá.

El abogado carraspeó:

—¿Frieda? No. No lo creo.

—¿Por qué no? —murmuró Frank Braun.

—Porque… porque… —comenzó—. ¡Bah! ¿Por qué no decirlo?

Y miró a su interlocutor, incisivo, rabioso, como si fuera a saltarle al cuello.

—¿Quiere usted saber por qué Frieda no llegará a vieja? Porque está completamente en las garras de aquella maldita bruja. Por eso. Ya lo sabe usted.

—¡Bruja! —pensó Frank Braun—. La llama bruja lo mismo que el tío Jakob en su infolio.

—¿Qué quiere usted decir, señor Manasse? —preguntó.

Y Manasse aulló:

—Eso, lo que digo… El que se acerca mucho a la señorita ten Brinken se queda pegado como la mosca en la miel y se ahoga sin que le valga patalear. Tenga usted cuidado, señor doctor… Llamar la atención de alguien es una tarea bastante ingrata… Ya lo hice una vez, sin éxito… Con Wolf Gontram. Ahora le toca a usted… Huya usted mientras tenga tiempo todavía. ¿Qué hace usted aquí? Parece como si estuviera usted ya relamiéndose a la vista de la miel.

Frank Braun rio, pero su risa resultó algo forzada.

—No debe usted inquietarse por mi causa —exclamó, sin conseguir convencer a su interlocutor ni convencerse a sí mismo.

Y siguieron bebiendo. Bebieron por el birrete doctoral de Schacht, por la nueva dignidad del eclesiástico, por la prosperidad del doctor Mohnen, del que nadie había oído palabra desde que abandonó la ciudad. «Ha desaparecido» —dijo Stanislaus Schacht, y se puso sentimental y cantó pasionales canciones.

Frank Braun se despidió. Como antaño, marchó a pie hasta Lendenich, entre los perfumados árboles primaverales.

* * *

Al pasar por el patio vio luz en la biblioteca. Entró. Alraune estaba sentada en el diván.

—¿Tú aquí, primita? ¿Tan tarde?

Ella no respondió. Con un gesto le invitó a que tomara asiento. Él lo hizo, frente a ella, y esperó, sin instarla a hablar, aunque seguía silenciosa.

Por fin dijo ella:

—Tengo que hablar contigo.

Él asintió. Alraune callaba de nuevo.

Y Frank Braun comenzó:

—¿Has leído el manuscrito?

—Sí —dijo. Y respirando profundamente se le quedó mirando—. ¿De manera que yo soy… una broma que se te ocurrió una vez a ti?

—¿Una broma? Un pensamiento, si te parece —opuso él.

—Bueno, un pensamiento. ¿Qué importa la palabra? ¿Qué es una broma sino un pensamiento alegre? Y creo que este tuyo fue bastante chistoso —y se echó a reír—. Pero no te esperaba por eso, era otra cosa lo que quería saber. ¿Crees tú…?

—¿Qué es lo que tengo que creer? ¿Que es verdad lo que refiere el manuscrito? Sí, lo creo.

Ella sacudió la cabeza con impaciencia.

—Si no digo eso… Claro que es verdad; ¿para qué iba a mentir el consejero en ese libro? Quiero saber si tú también crees, como mi… mi…, bueno, como tu tío, que yo soy un ser distinto de los otros hombres…, que soy lo que mi nombre significa.

—¿Cómo responder a esa pregunta? Pregúntale a un fisiólogo y te responderá seguramente que tú eres un ser humano como los demás que pueblan el mundo, aun cuando… aun cuando tu origen tenga algo de extraordinario. Añadirá que todo lo sucedido son casualidades, cosas accesorias que…

—Eso no me importa —interrumpió ella—. Esas cosas accesorias fueron para tu tío lo principal. En el fondo, es indiferente que lo fueran o no. Lo que te pregunto es: ¿Compartes tú esa opinión? ¿Crees que yo soy un ser extraordinario?

Braun calló no sabiendo qué contestar, buscando una respuesta. Lo creía… y no lo creía.

—Pues mira —comenzó por fin.

—Habla —instaba ella—. ¿Crees tú que yo soy un chiste desvergonzado que se encarnó en una forma? ¿Un pensamiento tuyo que el consejero echó en su crisol, coció y destiló hasta obtener lo que tienes ante ti?

Esta vez Braun se había repuesto.

—Planteada la pregunta así… Sí, lo creo.

Ella reía.

—Me lo figuraba. Y por eso te he esperado esta noche, para curarte de ese orgullo, si es posible. No, primo, no fuiste tú el que arrojó al mundo ese pensamiento… Tampoco el consejero.

Él no comprendía.

—¿Quién lo hizo entonces?

Alraune metió la mano entre los almohadones.

—¡Éste! —exclamó. Y arrojó al aire la raíz de mandrágora, que recogió de nuevo, acariciándola con nerviosos dedos.

—¿Éste? ¿Por qué éste?

Ella repuso:

—¿Me concebiste antes del día en que Gontram celebró la primera comunión de su hija?

—No. Seguro que no.

—Entonces fue cuando saltó éste de la pared… y nació en ti el pensamiento. ¿No es así?

—Sí —confirmó Braun—, así fue.

—Pues bien —prosiguió ella—; ese pensamiento vino a ti de fuera, no sé de dónde. Cuando el abogado Manasse dio su conferencia, charlando como un sabio mamotreto, y os expuso lo que era y lo que significaba la mandrágora… entonces surgió la idea en tu cerebro. Y creció y se hizo fuerte, tan fuerte que encontraste fuerzas para sugerírsela a tu tío, para determinarle a realizarla, creándome. Si es cierto que yo soy un pensamiento que tomó en el mundo forma humana, tú no eres sino un intermediario, un instrumento… ni más ni menos que el consejero y su ayudante, ni más ni menos que… —se detuvo, guardó silencio.

Pero sólo un instante. Luego prosiguió:

—… la prostituta Alma y el asesino que ayuntasteis vosotros, vosotros y la muerte.

Puso la mandrágora sobre un cojín de seda y la contempló con una mirada profunda.

—Tú eres mi padre, tú eres mi madre, tú eres el que me creó.

Frank Braun la miraba.

«Quizá sea realmente así —pensó—; los pensamientos revolotean por los aires en un torbellino, como el polen de las flores, y juguetean hasta hundirse en el cerebro de un hombre. Muchas veces se marchitan en él, se secan y mueren…, ¡oh, muy pocos encuentran un suelo fértil!… Quizá tiene razón —pensaba—; mi cerebro fue siempre un campo abonado para todas las plantas de la locura y de la fantasía descabellada». Y le pareció indiferente que él hubiera arrojado al mundo aquel pensamiento o que hubiera sido más bien la tierra fecunda la que le dio abrigo.

Pero calló y dejó a Alraune con sus pensamientos, mirándola como a una niña que juega con sus muñecas.

Alraune se irguió lentamente, sin dejar de la mano al feo hombrecillo.

—Una cosa quiero decirte —dijo con voz queda— en agradecimiento por haberme dado el manuscrito en lugar de quemarlo.

—¿Qué? —preguntó él.

Ella se interrumpió:

—¿Quieres que te bese? Yo sé besar…

—¿Eso querías decirme, Alraune?

Ella repuso:

—No. No es esto. Pensaba que también podría besarte alguna vez. Entonces…, pero primero te diré lo que quería decirte: márchate.

Él se mordió los labios.

—¿Por qué?

—Porque… porque es mejor. Para ti y quizá también para mí. Pero esto no importa. Ya sé lo que pasa; ya estoy instruida. Y pienso en lo que hasta aquí ha pasado y seguirá pasando; ya no iré más a ciegas; ahora lo veo todo claro y sé que ahora te tocaría a ti la vez. Por eso es mejor que te vayas.

—¿Estás tan segura de ti misma? —preguntó él.

Y ella dijo:

—¿No debo estarlo?

Braun se encogió de hombros.

—¿Quizá? No sé. Pero dime: ¿por qué quieres respetarme?

—Me gustas —dijo ella con recogimiento—. Tú has sido bueno conmigo.

Él se rió.

—¿No lo fueron los otros?

—Sí. Todos lo han sido; pero yo no lo sentía así. Y todos, todos me amaban, y tú no; todavía no.

Fue hacia el escritorio, tomó una postal y se la dio.

—Aquí tienes una tarjeta de tu madre. Vino esta tarde con el correo y el criado me la dio a mí equivocadamente. La he leído: tu madre está enferma y te ruega tanto que vayas… ¡Ella también!

Tomó la postal con la mirada perdida, indeciso. Sabía que ambas tenían razón; sentía que era una locura quedarse; y una terquedad infantil se apoderó de él y le gritó: «no, no».

—¿Te marcharás? —preguntó ella.

Braun se dominó y con voz firme dijo:

—Sí, prima.

Y la miró con atención, estudiando cada rasgo de su rostro. Una ligera palpitación de las comisuras de su boca, un ligero suspiro, hubiesen bastado; algo que manifestara en ella pesar. Pero Alraune permaneció tranquila y seria, y ningún soplo animó su rígida máscara.

Braun se sintió irritado, herido. Aquello le pareció una ofensa. Apretó con fuerza los labios.

«Así no —pensaba—; así no me voy…»

Alraune se le acercó tendiéndole la mano.

—Bueno —dijo—, entonces me voy. Si quieres, te besaré como despedida.

Una rápida llama flameó en los ojos de Frank.

—¡No lo hagas, Alraune! ¡No lo hagas!

Y su voz tenía la misma cadencia que la de ella, quien levantó la cabeza preguntando rápida:

—¿Por qué no?

Otra vez se sirvió él de sus palabras, aunque ahora lo hacía intencionadamente.

—Me gustas —dijo—. Has sido buena conmigo. Hoy… Mi boca ha besado muchos labios rojos que tornó pálidos; y ahora… ahora te tocaría a ti; por eso es mejor que no me beses.

Estaban frente a frente y sus ojos brillaban duros como el acero. En los labios de él jugueteaba una sonrisa imperceptible y era como si blandiese un arma aguda y brillante. Ahora debía elegir. El no de Alraune sería el triunfo de él y la derrota de ella. Un querría decir lucha.

Así lo sentía ella, tan bien como él. Sería como la primera noche; exactamente lo mismo. Sólo que entonces se trataba de un comienzo, de un primer paso, con la esperanza de otros muchos en el curso del duelo. Ahora era el final.

Él fue quien arrojó el guante. Alraune lo levantó.

—No tengo miedo —dijo.

Él calló, y la sonrisa murió en sus labios. Ahora se puso serio, y dijo:

—Ten cuidado. Yo también te besaré.

Ella sostuvo su mirada.

—Sí —dijo.

Luego, sonriendo:

—Siéntate; eres demasiado alto para mí.

—No —gritó él—. Así no.

Y fue hacia el amplio diván, se extendió sobre él, recostando la cabeza en los almohadones. Tendió los brazos hacia ambos lados y cerró los ojos.

—Ven ahora, Alraune.

Ella se acercó, arrodillándose junto a su cabeza. Vacilando, lo contempló un momento. De pronto, se arrojó sobre él, tomó su cabeza y apretó sus labios contra los de Frank.

Él no la abrazó. No movió los brazos; pero sus dedos se cerraron convulsos. Sentía el tacto de su lengua y el ligero mordisco de sus dientes.

—Sigue besándome —murmuraba—, bésame más.

Ante sus ojos flotaba una niebla roja. Veía la odiosa sonrisa del consejero, veía los grandes y extraños ojos de la señora Gontram, que pedía al pequeño Manasse que le explicara el significado de la mandrágora. Percibía la risa contenida de las dos jóvenes, Olga y Frieda, y la hermosa y un tanto cascada voz de madame de Vère, que cantaba Les Papillons. Veía al pequeño teniente de Húsares, que escuchaba con atención al abogado, y a Karl Mohnen, que secaba la raíz con una gran servilleta.

—Bésame más —murmuraba.

Y veía a Alma, la madre de ella, con los cabellos rojos como un incendio, los senos blancos como la nieve, surcados por leves venillas azules. Y la ejecución del padre de Alraune, tal como el tío Jakob la había descrito en su libro, según el testimonio de la princesa.

Y veía la hora en que la creó el viejo y aquella otra en que el médico la hizo salir al mundo.

—¡Bésame! —imploraba—. ¡Bésame!

Y bebía sus besos, la sangre ardiente de sus propios labios, que desgarraban los dientes de ella, embriagándose, consciente y voluntario, como con un vino espumoso o con los venenos que había traído del Oriente.

—¡Deja! —gritó de pronto—. ¡Deja! No sabes lo que haces.

Los rizos de Alraune se estrechaban aún más contra su frente y sus besos se hacían más violentos y ardientes.

Allí yacían, pisoteados, los claros pensamientos del día. Ahora brotaban los sueños, se henchía el rojo mar de la sangre. Las Ménades blandían el tiros y espumeaba la sagrada embriaguez de Dionisos.

—¡Bésame!

Pero ella le soltó y dejó caer los brazos. Él abrió los ojos y la contemplo.

—¡Bésame! —repetía en voz baja.

Los ojos de ella miraban sin brillo y su respiración era precipitada. Con lentitud sacudió la cabeza.

Él se levantó de un salto.

—Entonces te besaré yo.

Y la levantó en sus brazos, arrojándola sobre el diván a pesar de su resistencia; y se arrodilló allí mismo, donde ella había estado arrodillada.

—Cierra los ojos —murmuró.

Y se inclinó sobre ella.

Que divinos eran sus besos; zalameros y suaves, como un arpa en la noche de estío; violentos, rápidos, rudos, como una tempestad en el mar del Norte; ardientes, como el hálito de fuego de la boca del Etna; arrebatadores, devoradores, como el vórtice del Maelstrom.

—¡Todo se hunde! —decía ella.

Luego se levantaron las llamas, altas como el cielo, flotaron las antorchas y los altares se encendieron como cuando el lobo saltó a través de lo sagrado con la boca sangrienta.

Ella le abrazó, estrechándose contra su pecho.

—¡Ardo! —decía exultante—. ¡Ardo!

Y él la arrancó del cuerpo los vestidos.

* * *

El sol estaba muy alto cuando despertó. Sabía que estaba desnuda, pero no se cubrió. Volvió la cabeza y le vio sentado junto a ella, también desnudo, y le preguntó:

—¿Te marcharás?

—¿Quieres que me marche?

—¡Quédate! —murmuró Alraune—. ¡Quédate!