CAPÍTULO XIII

Que menciona cómo la princesa Wolkonski dijo la verdad a Alraune

El consejero Gontram escribió a la princesa, que se encontraba en los baños de Nauheim, dándole cuenta de la situación. Pasó algún tiempo antes de que ella comprendiera de qué se trataba; Frieda Gontram tuvo que hacer grandes esfuerzos para hacérselo comprender.

Primero rió, luego se quedó cavilando, y por fin lloró y se lamentó. Y cuando entró su hija le echó los brazos al cuello, llorando:

—¡Pobre hija mía! ¡Somos unos mendigos! ¡Estamos en el arroyo!

Y derramó chorros de indignación oriental contra el difunto consejero, sin ahorrarse ninguna palabra sucia u ofensiva.

—Pero la cosa no está tan mal —objetó Frieda Gontram—. Siempre les queda a ustedes la villa de Bonn y el castillo junto al Rin; y además los intereses de las viñas de Hungría. Olga recibe además su renta rusa y…

—Con eso no se puede vivir —interrumpió la vieja princesa—. Con eso nos moriremos de hambre.

—Trataremos de hacer cambiar de opinión a Alraune —observó Frieda—. Papá nos aconsejará.

—¡Es un asno! —gritó la princesa—. ¡Un viejo canalla, en compinchazgo con el consejero para robarnos! Por él entablé conocimiento con aquel estafador.

Y dijo que todos los hombres eran unos embusteros y unos sinvergüenzas y que en toda su vida no había conocido ella a ninguno que fuera de otra manera. Y si no, ahí estaba el marido de Olga, el lindo conde de Abrantes. ¿No se había divertido con todas aquellas mujerzuelas, con el dinero que le sacaba a su mujer? Y luego se había fugado con una caballista de circo, cuando el consejero intervino y cerró el cajón de los cuartos…

—Entonces, algo bueno hizo Su Excelencia —dijo la condesa.

—¿Bueno? ¡Como si no fuera indiferente cuál de los dos se marchaba con los dineros! ¡Tan cerdo es el uno como el otro!

Pero comprendió que había que intentar algo. Ella misma quería emprender la marcha, pero la contuvieron. Se pondría furiosa y no conseguiría más que los señores del Banco. Frieda declaró que había que proceder con diplomacia y tener en cuenta los caprichos de Alraune. Mejor sería que fuera ella misma.

Olga opinó que era ella la que debía ir.

La princesa la contradijo, pero Frieda aseguró que no le sentaría bien interrumpir el tratamiento y exponerse a aquellas conmociones. Y se dejó convencer.

Las dos amigas se pusieron de acuerdo y partieron juntas. La princesa se quedó en los baños, pero no ociosa. Se fue al párroco y le encargó cien misas por el alma del difunto consejero: «Esto es lo cristiano» —pensó. Y como su difunto esposo había sido ortodoxo, marchó a Wiesbaden y en la capilla rusa pagó al pope otras cien misas por el alma de aquél. Esto la tranquilizó extraordinariamente. Al principio pensó que de nada serviría, pues el consejero había sido protestante y librepensador además; pero lo tuvo por una buena obra, sin embargo: «Bendecid a los que os maldicen, amad a vuestros enemigos, haced bien a aquellos que os injurian y os persiguen». ¡Oh, ya se reconocería allá arriba su buena acción!

Y dos veces por día incluyó entre sus rezos una oración por el alma del consejero, dicha con especial fervor. Así sobornaba al buen Dios.

* * *

Frank Braun recibió en Lendenich a las dos damas, las condujo a la terraza y conversó con ellas de los viejos tiempos.

—Probad fortuna, hijas mías —les dijo—; mi palabrería no me ha servido de nada.

—¿Qué le ha respondido a usted? —preguntó Frieda Gontram.

—No mucho —dijo él riendo—. No me ha oído siquiera. Hizo una reverencia y declaró con una endemoniada sonrisa de dignidad que sabía estimar la honra de que yo fuera su tutor y que no estaba dispuesta a renunciar a ella. Añadió que no quería volver a oír hablar del asunto. Hizo otra reverencia aún más profunda, sonrió aún más respetuosamente, y se fue.

—¿No ha hecho usted ningún nuevo intento?

—No, Olga. Eso se lo dejo a usted. Cuando Alraune se marchó, su mirada era tan firme, que me convencí de que mis esfuerzos serían tan inútiles como los de los otros señores —y levantándose, oprimió el timbre e hizo servir té.

—Por otra parte, quizá tengan ustedes suerte. Cuando el consejero Gontram me telefoneó anunciándolas, le dije a mi prima que venían ustedes y por qué. Temía que no quisiera recibirlas y quería aclarar la cosa. Pero me equivoqué. Me dijo que serían ustedes muy bienvenidas y que desde hacía meses estaba en activa correspondencia con ustedes. Por eso…

Frieda Gontram le interrumpió. Encarándose con la condesa:

—¿Tú le escribes? —gritó ásperamente.

La condesa tartamudeó:

—Yo… yo… escribí… un par de veces… dándole el pésame y… y…

—¡Mientes!

La condesa se levantó entonces.

—¿Y tú? ¿No le escribes tú? Sé que lo haces, cada dos días… Por eso te quedas siempre en tu cuarto tanto tiempo sola.

—¡Me has hecho espiar por tu doncella! —le gritó Frieda.

Las miradas de las dos amigas se cruzaron, arrojándose un odio encendido, más áspero que sus palabras. Se comprendían bien. La condesa sabía que era la primera vez que ella no haría lo que Frieda le mandaba y Frieda sentía aquella primera resistencia contra su imperante personalidad. Pero estaban unidas por tantos años de su vida, por tantos recuerdos comunes, que no podían permanecer enfadadas un instante.

Frank Braun lo comprendió.

—Les estorbo a ustedes —dijo—. Además, Alraune vendrá en seguida. Se está vistiendo. —Fue hacia la escalera del jardín y saludando, dijo—: Después volveremos a vernos.

Las amigas callaban; Olga, en el sillón de mimbre; Frieda, yendo a grandes pasos de un lado a otro. De pronto se detuvo y quedó en pie ante su amiga:

—Oye Olga —dijo en voz baja—; yo siempre te he ayudado, en serio y en broma, en todas tus aventuras y amoríos. ¿No es verdad?

La condesa asintió:

—Sí, es verdad. Pero yo he hecho lo mismo contigo; yo no te he ayudado menos.

—Como has podido… Lo reconozco. ¿Quieres que sigamos siendo amigas?

—¡Claro! —exclamó la condesa Olga—. Sólo que… No pido demasiado.

—¿Qué es lo que pides?

—Que no me crees obstáculos —fue la respuesta.

—¿Obstáculos? —repuso Frieda—. ¿Qué obstáculos? Que cada cual pruebe fortuna…, ya te lo dije en el baile de las candelas.

—No —insistió la condesa—. No quiero compartir nada más. Ya he repartido bastante contigo… y siempre me ha tocado perder. Hay desigualdad; renuncia esta vez en favor mío.

—¿Cómo que desigualdad? En todo caso sería en ventaja tuya. Tú eres la más hermosa.

—Sí —replicó la condesa—, pero eso no importa nada. Tú eres la más lista. Yo he experimentado con frecuencia que esto es lo que vale en… en estas cosas.

Frieda Gontram la tomó de la mano.

—Vamos, Olga —dijo halagándola—. Sé razonable. No estamos aquí por nuestros sentimientos. Oye; si yo logro cambiar la actitud de la muchacha, si salvo los millones de tu madre, ¿me dejarás obrar libremente? Vete al jardín y déjame a solas con ella.

Grandes lágrimas brotaron de los ojos de la condesa.

—No puedo —murmuró—. Déjame hablar con ella. Yo te dejo el dinero. Para ti no es más que un capricho.

Frieda suspiró profundamente, se echó en el diván y hundió las delgadas manos en los cojines de seda.

—¿Un capricho? ¿Crees tú que yo hago tantos aspavientos por un capricho? Temo que estoy en la misma situación que tú.

Los rasgos de su rostro parecía que se ponían rígidos, mientras sus claros ojos miraban con dureza al vacío. Olga la miró y de un salto corrió hasta ella y se arrodilló ante su amiga, que dejó caer la rubia cabeza. Sus manos se encontraron, sus cuerpos se unieron estrechamente; en silencio mezclaron sus lágrimas.

—¿Qué haremos? —preguntó la condesa.

—¡Renunciar! —fue la cortante respuesta—. ¡Renunciar! ¡Las dos! Pase lo que pase.

La condesa Olga asintió y se estrechó más aún contra su amiga.

—Levántate —murmuró ésta—. ¡Ahí viene!… Sécate las lágrimas… de prisa… Toma, toma mi pañuelo.

Olga obedeció y se colocó al otro lado. Pero Alraune ten Brinken había comprendido ya lo que pasaba.

Apareció por la amplia puerta, en tricots negros, como el príncipe alegre de El murciélago. Hizo una sobria inclinación y besó a las damas la mano.

—No llorar —dijo riendo—; nada de lágrimas, que enturbian los lindos ojitos.

Y palmoteando, llamó a un criado para que trajera champagne, y ella misma llenó las copas, que tendió a las damas, instándolas a beber.

—Ésta es la costumbre en mi casa —tarareó—, chacun à son goût.

Condujo a la condesa Olga a la chaise-longue y le acarició sus bien torneados brazos. Luego se sentó junto a Frieda Gontram y la obsequió con una larga mirada. Siempre en su papel. Ofrecíalas pasteles y petits fours y salpicó sus pañuelos con Eau d’Espagne que guardaba en un frasquito de oro.

De pronto comenzó:

—Es tan triste que yo no pueda ayudarlas a ustedes… Lo siento tanto…

Frieda Gontram se levantó y con bastante dificultad dijo:

—¿Y por qué no?

—No tengo ningún motivo —respondió Alraune—. Verdaderamente ninguno. No me gusta. Esto es todo. —Y volviéndose a la condesa—: ¿Cree usted que su mamá sufrirá mucho? —Y lo dijo recalcando el mucho, pero quedamente, con dulzura y crueldad al mismo tiempo. Como una golondrina en un vuelo de caza.

La condesa tembló bajo su mirada.

—¡Oh, no, no tanto! —Y repitió las palabras de Frieda—: Tiene todavía su villa de Bonn y el castillo del Rin. Además, las rentas de las viñas húngaras. Y yo cobro mi renta rusa, y…

Se detuvo, sin saber cómo seguir. Apenas tenía una idea de su situación ni del valor del dinero. Sólo sabía que con él se podía ir a magníficos almacenes y comprar sombreros y otras cosas bonitas. Para esto bastaría. Y hasta se disculpó: todo había sido idea de mamá. Que no se molestara la señorita ten Brinken; ella esperaba que aquel desagradable incidente no enturbiaría su amistad…

Y siguió charlando, sin pensar lo que decía, sin razón y sin sentido. No se apercibió de una severa mirada de su amiga y se acurrucó bajo el fulgor verde de los ojos de Alraune, como un conejillo al calor de un campo de coles.

Frieda Gontram se intranquilizó. Primero irritada por la inaudita necedad de su amiga; luego por su manera de comportarse, ridícula y de mal gusto. No hay mosca que vuele tan estúpidamente a pegarse en el papel. Por fin, cuanto más hablaba Olga, cuanto más se derretía bajo las miradas de Alraune la capa de nieve de sus sentimientos, despertó en Frieda la sensación que precisamente se había esforzado en ahogar. Y sus miradas se fijaron, celosas, en la esbelta figura del príncipe Orlowski.

Alraune la notó.

—Muchas gracias, querida condesa —dijo—. Me tranquiliza extraordinariamente lo que me dice —y volviéndose a Frieda:

—Su padre me había contado tales historias de la ruina inevitable de la princesa…

Frieda buscó un asidero, hizo un esfuerzo por sobreponerse.

—Mi padre tenía razón —declaró con aspereza—. Claro que es inevitable la ruina. La princesa tendrá que vender el castillo…

—¡No importa! —dijo la condesa—. No vamos nunca a él.

—¡Cállate! —gritó Frieda. Sus ojos se turbaron y sintió que combatía por una causa perdida—. La princesa tendrá que despedir al servicio y no se acostumbrará sino con mucho trabajo a las nuevas circunstancias. Es dudoso que pueda conservar el automóvil; probablemente no.

—¡Oh, qué lástima! —susurró el negro príncipe.

—Tendrá que vender el coche y los caballos —prosiguió Frieda—, despedir a una gran parte de la servidumbre…

Alraune la interrumpió:

—Y usted, ¿qué piensa hacer, señorita Gontram? ¿Se quedará usted con la princesa?

Frieda vaciló ante aquella pregunta tan inesperada:

—Yo… —tartamudeó—. Yo… naturalmente…

Y la señorita ten Brinken, con su tono meloso:

—Porque yo me alegraría de poder ofrecerle mi casa. Estoy tan sola… Necesito compañía… ¿Se vendrá usted conmigo?

Frieda luchó, vaciló un momento:

—¿Con usted?

Pero Olga intervino:

—No, no. Tiene que quedarse con nosotros. No puede dejar sola a mi madre.

—Nunca he estado con tu madre —declaró Frieda—. Siempre he estado contigo.

—No importa —gritó la condesa—. Conmigo o con ella… ¡No quiero que te quedes aquí!

—¡Oh, perdón! —dijo burlonamente Alraune—. Yo creí que la señorita tenía una voluntad propia…

La condesa Olga se levantó, con toda su sangre agolpada en el rostro:

—¡No! —gritó—. ¡No, no!

—Yo no tomo a nadie que no venga por sí mismo —dijo Alraune riendo—. Ésta es la costumbre en mi casa. No insisto. Quédese usted con la princesa si le gusta más, señorita Gontram.

Se acercó a ella y tomó sus dos manos.

—Su hermano de usted fue un buen amigo mío —dijo lentamente—. Mi camarada de la niñez. Le he besado tantas veces…

Y vio cómo aquella mujer que casi le doblaba la edad, bajaba los ojos al sentir su mirada; sintió cómo se humedecían sus manos bajo el tacto ligero de sus dedos. Y bebió, apuró aquel triunfo.

—¿Quiere usted quedarse aquí? —murmuró.

Frieda Gontram respiraba con dificultad. Sin levantar la vista se acercó a la condesa.

—Perdóname, Olga —dijo—. Tengo que quedarme.

Y la amiga se arrojó sobre el sofá, hundió la cabeza en los almohadones, retorciéndose en histéricos sollozos.

—¡No! —gemía—. ¡No, no!

Y se irguió luego y alzó la mano como si quisiera golpear a la señorita y luego rió, con una carcajada estridente. Bajó corriendo las escaleras, sin sombrero, sin sombrilla. Así atravesó el patio hacia la calle.

—¡Olga! —le gritaba la amiga—. ¡Olga! ¡Escúchame! ¡Olga!

Pero la señorita ten Brinken dijo:

—Déjala. Ya se calmará —y su voz resonaba, altiva.

* * *

Fuera, en el jardín, bajo las lilas, desayunaba Frank Braun. Frieda Gontram le servía el té.

—Es sin duda ventajoso para la casa que esté usted aquí. Nunca se la ve a usted hacer nada, y, sin embargo, todo va como la seda. Los criados sienten una extraña animadversión contra mi prima y adoptan una resistencia pasiva. No tienen idea de los medios de lucha social, y, sin embargo, han llegado ya a una especie de sabotaje. Una abierta revolución hubiera estallado ya si no me quisieran a mí un poco. Ahora está usted en la casa y todo marcha. Mis cumplimientos, Frieda.

—Gracias —repuso ésta—. Me alegro de poder hacer algo por Alraune.

—Y en casa de la princesa la echarán a usted mucho de menos, ahora que anda allí todo manga por hombro desde que el Banco suspendió pagos. Tome, lea usted mi correo.

Y le tendió algunas cartas. Pero Frieda Gontram sacudió la cabeza.

—No —dijo—. No quiero leer ni saber nada de todo eso.

Él insistía:

—Debe usted enterarse, Frieda. Si no quiere usted leer las cartas yo le informaré brevemente de lo sucedido. A su amiga de usted la han encontrado…

—¿Vive? —murmuró Frieda.

—Sí, vive —contestó él—. Cuando salió de aquí anduvo vagando toda la noche y todo el día siguiente. Debió recorrer el campo en dirección a la montaña. Luego se dirigió hacia el Rin. Unos barqueros la vieron a poca distancia de Remagen, la observaron y se mantuvieron cerca de ella porque su actitud les pareció sospechosa. Y cuando saltó desde la roca se acercaron, consiguiendo sacarla del agua a los pocos minutos. Esto ocurrió hacia el mediodía, hace ya cuatro días. A pesar de su resistencia, los barqueros la condujeron a la cárcel.

Frieda Gontram sostenía la cabeza entre las manos.

—¿A la cárcel? —preguntó muy queda.

—Naturalmente —respondió él—. Era evidente que hubiese repetido su intento de suicidio. Ella se resistió tenazmente a toda declaración. Había tirado su reloj, su portamonedas y hasta su pañuelo. Y sólo por la corona y las iniciales marcadas en su ropa no podía identificársela; sólo cuando su padre de usted ordenó las pesquisas legales, se puso en claro su personalidad.

—¿Y dónde está ahora? —preguntó Frieda.

—En la ciudad. El consejero la llevó desde Remagen hasta la Casa de Salud del profesor Dalberg. Aquí está su informe. Temo que la condesa Olga tenga que permanecer allí mucho tiempo. Ayer tarde llegó la princesa. Usted, Frieda, debería visitar pronto a su pobre amiga. El profesor ha dicho que ahora está ya tranquila.

Frieda Gontram se levantó exclamando:

—¡No! ¡No! No puedo.

Y se marchó por el enarenado sendero bajo las lilas perfumadas.

Frank Braun se la quedó mirando. Su rostro parecía una máscara de mármol, como un destino grabado en la dura piedra. De pronto una sonrisa animó la fría carátula como un ligero rayo de sol a través de profundas sombras. Sus párpados se abrieron. Sus ojos buscaron por entre la avenida de hayas que conducía a la casa. Y oyó la clara risa de Alraune.

«Extraño es su poder —pensó Braun—. El tío Jakob tiene razón en las meditaciones contenidas en el infolio».

Él meditó. ¡Oh, sí! Era difícil librarse de ella. Ninguno sabía por qué, pero todos volaban hacia aquella llama devoradora. ¿Él también? ¿Él?

Era cierto. Había algo en todo aquello, que le incitaba. No comprendía exactamente cómo obraba, si sobre su sangre, sobre sus sentidos o sobre su cerebro; pero que obraba, lo sentía muy bien. No era verdad que se había quedado a causa de los asuntos, de todas aquellas causas y procesos. Ahora que la suerte del Banco de Mühlheim estaba decidida, podía arreglarlo todo fácilmente con ayuda de los abogados sin necesidad de quedarse.

Y allí estaba todavía, sin embargo. Descubrió que se engañaba a sí mismo; que creaba artificialmente nuevos motivos para aplazar su partida. Y creyó que su prima lo notaba; y hasta que era su tácita influencia la que le hacía obrar así.

«Mañana me marcho a casa» —pensó.

Pero otro pensamiento se apoderaba de él. ¿Por qué? ¿Tenía miedo? ¿Miedo de aquella tierna niña? ¿Se le contagiaban las locuras que su tío había escrito en el infolio?

¿Qué podía pasar? En el peor caso, una pequeña aventura. Seguro que no era la primera, ni probablemente la última. ¿No era él un digno contrincante, quizá superior? ¿No había también cadáveres sobre el camino que había recorrido en la vida? ¿Por qué huir?

Él la había creado. Él: Frank Braun. Suya había sido la idea y la mano de su tío sólo un instrumento. Suyo era aquel ser, mucho más que del profesor.

Era joven entonces, espumeante como el mosto, lleno de extraños sueños y de fantasías que escalaban el cielo. Jugaba a la pelota con las estrellas. Y había cortado un fruto extraño de la selva sombría de lo incognoscible que atajaba su carrera desbocada. Y encontró a un buen jardinero y se lo dio. Y el jardinero hincó la semilla en la tierra, regó el germen, cuidó el tallo y esperó que el arbolito creciera.

Ahora estaba él de vuelta. Y el árbol lucía en flor. Era venenoso, seguramente. Su aliento hería al que reposaba debajo. Muchos murieron por su causa: muchos que caminaban recreándose con su perfume. También el sabio jardinero que lo cultivó.

Pero él no era el jardinero que amaba, sobre todo, su extraño árbol florido; ni tampoco era de aquellos que paseaban por el jardín al azar, sin consciencia. Él fue el que cortó el fruto y dio la semilla. Desde entonces había cabalgado muchos días por las salvajes selvas de lo incognoscible. Había vadeado los pantanos profundos y bochornosos de lo incomprensible. Mucho ardiente veneno había respirado su alma. Mucho hálito pestilente y mucho humo cruel de los incendios del pecado. ¡Ah! Dolía, atormentaba mucho, levantaba ampollas; pero no había conseguido derribarle. Y cabalgó de nuevo, sano, bajo el cielo. Y se sentía seguro, como bajo una azulada coraza de acero.

Seguro. Era inmune.

Le parecía un juego, no una lucha. Pero precisamente por ser un juego, debía irse, ¿verdad?

Si ella era sólo una muñequita, peligrosa para los otros, pero juguete inofensivo entre sus fuertes puños, la aventura tendría muy poco interés. Sólo cuando se tratara de una verdadera lucha con armas iguales, sólo entonces valdría la pena.

¡Mentira!, volvía a pensar. ¿A quién le iba él ahora con todas aquellas cualidades heroicas? ¿No había saboreado él también victorias harto conocidas de antemano? ¿Episodios?… No era de otra manera de como había sido siempre. ¿Podían conocerse nunca las fuerzas del contrario? ¿No era la picadura de la avispa venenosa de mucho más peligro que las fauces del caimán, abiertas frente a su carabina bien empuñada?

Y no encontraba salida. Y giraba siempre, volviendo al mismo punto: ¡Quédate!

—Buenos días, primo —saludó, riendo, Alraune ten Brinken.

Venía con Frieda Gontram.

—Buenos días —respondió él con brevedad—. Lee esas cartas. No estaría mal que pensaras un poco en todo lo que has hecho. Sería tiempo de que te dejaras de locuras y que pensaras en hacer algo razonable que valiera le pena.

Ella le miró retadora.

—¿Sí? ¿Y qué piensas tú que valdría la pena? —dijo alargando cada palabra.

Él no respondió, pues en aquel momento no hallaba respuesta. Se levantó, se encogió de hombros y salió al jardín. A sus espaldas sonó una carcajada.

—¿De mal humor, señor tutor?

* * *

Por la tarde estaba él sentado en la biblioteca y ante él se abrían algunas de las actas que el abogado Manasse le había enviado el día anterior. Pero no las leía. Y con la mirada fija al frente, fumaba con apresuramiento un cigarrillo tras otro.

Abrió luego el cajón de la mesa y extrajo de él el infolio del consejero, en el que leyó despacio y con atención, meditando sobre cada pequeña peripecia. Llamaron y el chauffeur se precipitó dentro.

—¡Señor doctor! —dijo—. Ahí está la princesa Wolkonski. Está muy excitada; desde el coche daba ya gritos llamando a la señorita. Pero pensamos que sería mejor que usted la recibiera primero y por eso la trae Aloys aquí.

—Está bien —dijo él.

Y levantándose, salió a recibir a la princesa, que se arrastró fatigosamente a través de la estrecha puerta, en la penumbra de la sala, cuyas verdes persianas apenas dejaban entrar el sol.

—¿Dónde está? —jadeaba—. ¿Dónde está?

Él le tendió la mano y la llevó al diván.

La princesa le reconoció; le llamó por su nombre, pero sin dejarse extraviar en una conversación.

—Busco a la señorita Alraune —gritaba—. Mándela usted llamar.

Y no se calmó hasta que llamó al criado y le dio orden de anunciar a la señorita la llegada de la princesa. Sólo entonces le prestó atención.

Él le preguntó por el estado de su hija, y ella, en un formidable torrente de palabras, le refirió cómo la había encontrado. Ni siquiera había reconocido a su madre. Se había quedado junto a la ventana, tranquila y apática, mirando al jardín. Estaba en la antigua clínica del consejero —¡aquel estafador!—, que el profesor Dalberg había transformado en clínica de enfermedades nerviosas; la misma casa en que esa…

Él la interrumpió, cortando aquella catarata de palabras. Tomó rápidamente su mano, se inclinó sobre ella y miró con fingido interés sus sortijas.

—Perdone Vuestra Alteza —dijo—. ¿De dónde procede esta maravillosa esmeralda? Es una verdadera pieza de gabinete.

—Es un botón de la gorra de magnate de mi primer marido —respondió ella—. Una alhaja de familia.

Y se dispuso a seguir hablando. Pero él se interpuso:

—Es una piedra de una limpieza extraordinaria —aseveró—. Y de raro tamaño. Una semejante sólo la he visto en el establo del Maharacha de Rolinkore; se la había hecho poner a su caballo favorito como ojo derecho. Como ojo izquierdo llevaba un rubí birmano que no era más pequeño.

Y refirió la manía de los príncipes indios de hacer sacar los ojos a sus caballos predilectos y sustituirlos por ojos de cristal o por grandes cabochons.

—Parece una crueldad —dijo—; pero yo le aseguro a Su Alteza que el efecto es extraordinario cuando se ve un magnífico animal con inmóviles ojos de alejandrita o de zafiro.

Y habló de piedras preciosas. Recordó de sus tiempos de estudiante que ella entendía algo de piedras preciosas y que en el fondo esto era lo único que le interesaba. Ella le respondía, primero aprisa y entrecortadamente, tranquilizándose luego por momentos. Y se sacó las sortijas y se las fue mostrando una por una, refiriéndole cada vez una pequeña historia. Él asentía, fingiendo estar muy interesado. «Ya puede bajar la prima —pensaba—. Pasó la primera tempestad».

Pero se equivocaba. Alraune entró abriendo la puerta sin ruido. Anduvo de puntillas sobre la alfombra y vino a sentarse en un sillón junto a ellos.

—Me alegro tanto de ver a Su Alteza —dijo con su tono meloso.

La princesa gritó y tuvo que tomar aliento. Se santiguó una vez y luego otra, a la manera ortodoxa.

—¡Ahí está! —gemía—. ¡Ahí está!

—Sí —dijo Alraune riendo—; real y verdadera.

Y se levantó, tendió la mano a la princesa:

—Lo siento mucho —dijo—. Mi sincero pésame, Alteza.

La princesa no le tomó la mano. Durante un minuto quedó sin habla, jadeó, luchando por recobrarse. Por fin lo consiguió.

—No necesito tu pésame —gritó—. Tengo que hablar contigo.

Y Alraune se sentó e hizo una ligera seña con la mano.

—Hable, Alteza.

Y la princesa comenzó: ¿Sabía Alraune que ella había perdido su fortuna a causa de las manipulaciones de Su Excelencia? ¡Naturalmente que lo sabía! Todos los interesados le habían expuesto detalladamente lo que tenía que hacer. Y ella se había negado a cumplir con su obligación. ¿Sabía Alraune lo que le había pasado a su hija? Contó cómo la había encontrado en la Casa de Salud y cuál era la opinión de los médicos. Cada momento se excitaba más. Su voz se hacía más alta y estridente.

Alraune declaró con tranquilidad que sabía todo exactamente.

La princesa le preguntó qué pensaba hacer. ¿Era su intención seguir las sucias huellas de su padre?

¡Oh! Él había sido un buen granuja. Ni en una novela se encontraba un tipo semejante de canalla redomado. Ya tenía su merecido.

Y se detuvo en la persona de Su Excelencia y dijo a gritos todo cuanto le venía a la lengua. Suponía que el súbito ataque de Olga era debido al fracaso de su misión tanto como a que Alraune le había quitado aquella amiga de tantos años. Y creía que si Alraune quería ayudarla, no sólo se salvaría su fortuna, sino también su hija, al saber la noticia.

—No pido —gritaba—. Exijo. Exijo mi derecho. Tú, mi propia ahijada, y tu padre, habéis obrado mal conmigo. Enmendadlo en cuanto sea posible. Es una vergüenza que tenga yo que decírtelo. Pero tú no lo quieres de otra manera.

—¿Qué tengo yo que salvar? —dijo Alraune en voz baja—. Por lo que sé, el Banco ha quebrado hace ya tres días. Su dinero ha volado, Alteza.

Lo dijo en un tono que se oía como un viento que hiciera volar los billetes de banco en todas direcciones.

—No importa —declaró la princesa—. Gontram me ha dicho que no llegaba a doce millones de dinero mío que tu padre había invertido en ese miserable Banco. Lo que tienes que hacer sencillamente es dármelos de tu dinero. Para ti, eso no es nada; ya lo sé.

—¡Ah! —dijo Alraune—. ¿Ordena alguna otra cosa Su Alteza?

—Ciertamente —gritó la princesa—. Le dirás a la señorita Gontram que abandone inmediatamente tu casa. Partirá conmigo inmediatamente a donde está mi hija. Yo me espero de su presencia, y especialmente de la noticia de que la cuestión del dinero está arreglada, un buen efecto sobre la condesa. Quizá una súbita curación. No le haré a la señorita Gontram ningún reproche sobre su ingrata conducta. Y también renuncio a calificar tu proceder. Pero deseo que el asunto se arregle en seguida.

Y calló, para tomar aliento después del esfuerzo que suponía aquel largo discurso. Tomó su pañuelo y se abanicó, enjugando las gruesas gotas de sudor que perlaban su rojo rostro.

Alraune se incorporó un poco e hizo una ligera inclinación.

—Su Alteza es muy bondadosa —dijo melosamente.

Y calló. La princesa esperó un momento. Luego dijo:

—¿Y bien?

—¿Y bien? —le devolvió Alraune en el mismo tono de voz.

—Espero… —gritó la princesa.

—Yo también —dijo Alraune.

La princesa se agitó en el diván, cuyos viejos muelles se aplastaban bajo su corpulencia. Apretada en su enorme corsé, que imprimía cierta forma a sus masas de carne, era pesada y torpe de movimientos. Su respiración era trabajosa, y pasaba involuntariamente la lengua por sus labios.

—¿Mando que le traigan un vaso de agua, Alteza? —gorjeó Alraune.

Ella hizo como si no lo oyera.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó solemne.

Y Alraune, con una gran sencillez:

—Nada absolutamente.

La vieja princesa se la quedó mirando con sus redondos ojos de vaca como si no entendiera lo que aquella chiquilla decía. Pesadamente se levantó, dio dos pasos y miró en derredor como si buscase algo.

Frank Braun se levantó y tomó una botella de agua de la mesa, escanció un vaso y se lo tendió.

La princesa bebió ávidamente.

Alraune también se había levantado.

—Le ruego que me disculpe. Alteza —dijo—. Saludaré a la señorita Gontram en su nombre.

La princesa se precipitó sobre ella, hirviendo, casi a punto de estallar de cólera.

«Ahora explota» —pensaba Frank Braun.

Pero la princesa no encontró palabras; buscó inútilmente cómo comenzar.

—Dile… —jadeó—. Dile que no se me ponga nunca delante. Es una mujerzuela… no mejor que tú.

Y pateó con sus pesados pasos por la sala, bufando, sudando, sacudiendo en el aire sus gruesos brazos. Su mirada cayó en el cajón abierto y vio aquel collar que una vez regalara a su ahijada. Cadenas de oro con brillantes y lazos de gruesas perlas ciñendo el rojo rizo de la madre. Un rayo de triunfante odio corrió por su rostro congestionado. Rápidamente extrajo del cajón el collar:

—¿Conoces esto? —gritó.

—No —dijo Alraune tranquila—. No lo he visto nunca.

La princesa se acercó a ella.

—De modo que el sinvergüenza del consejero te lo había callado. Una acción típica suya. Es el regalo que te hice cuando te bautizaron, Alraune.

—Gracias —dijo ésta—. Las perlas parecen muy bonitas y las piedras también, si son verdaderas.

—Son verdaderas —gritó la princesa—. Tan verdaderas como los cabellos que yo corté a tu madre.

Y arrojó el collar sobre la falda de Alraune.

Ésta tomó el extraño aderezo y lo examinó sopesándolo.

—¿De mi madre? —dijo con lentitud—. Según parece, mi madre tenía cabellos muy hermosos.

La princesa se le puso delante, en jarras, segura de su causa, como una lavandera.

—Muy hermosos cabellos —decía riendo—. Muy hermosos. Tan hermosos que todos los hombres corrían tras ella; y hasta le pagaban un tálero entero por poder dormir una noche junto a esos hermosos cabellos.

Alraune dio un salto y por un momento la sangre se retiró de su rostro. Pero en seguida volvió a sonreír y dijo, tranquila y burlona:

—Su Alteza envejece y chochea.

Ya no había retirada posible para la princesa. Y rompió, ordinaria, infinitamente desvergonzada, como una celestina borracha. Gritó, aulló, vertiendo sus obscenas palabras como un orinal. Una ramera había sido la madre de Alraune; y de la peor especie, se había vendido por unos marcos. Y su padre, un miserable asesino, Noerrissen de nombre, lo sabía bien. Por dinero había comprado el profesor a la ramera para utilizarla en sus malvados experimentos. Y la fecundó con la simiente del ajusticiado. Ella, ella misma había estado presente cuando salpicaron a la madre con aquella porquería. Y el fruto pestilente era ella: Alraune, hija de un asesino y de una ramera.

Fue su venganza. Salió triunfante con paso ligero, henchida con el orgullo de su triunfo, que le rejuvenecía diez años. Salió dando un portazo.

La amplia biblioteca quedó en silencio.

Alraune quedó sentada en su sillón, silenciosa y un poco pálida. Sus manos jugueteaban con el collar y sus labios tenían un ligero temblor. Por fin se levantó murmurando:

—Tonterías.

Dio unos pasos, meditó y se acercó a su primo.

—¿Es verdad, Frank Braun? —preguntó.

Él vaciló un momento, se levantó luego y dijo:

—Creo que es verdad.

Y acercándose a la mesa tomó el infolio y se lo tendió.

—Lee esto —dijo.

Ella no pronunció palabra y se volvió para salir.

—Llévate esto también —le gritó él.

Y le tendió el cubilete y los dados, hechos con el cráneo de su madre y los huesos de su padre.