CAPÍTULO XII

Que da cuenta de cómo Frank Braun entró en el mundo de Alraune

Frank Braun había vuelto a casa de su madre de regreso de uno de aquellos viajes suyos, emprendidos sin plan, a Cachemira o al Chaco boliviano; a las Indias occidentales, donde jugaba a revolucionario en cualquier absurda republiquita; a los mares del Sur, donde soñaba con las gráciles hijas de aquellos pueblos en vías de desaparición.

Acababa de llegar, de cualquier parte…

Lentamente recorría la casa de su madre, la blanca escalera en cuyas paredes se apretujaban viejas estampas y modernos grabados, los vastos aposentos de la mansión materna, llenos de un sol de primavera que penetraba a través de los cortinajes amarillos. Allí estaban los retratos de sus antepasados, muchos Brinken de rostro inteligente y agudo, que supieron desempeñar bien el papel que tenían en el mundo; bisabuelos y bisabuelas, del tiempo de los emperadores; su hermosa abuela, vestida a la manera de la reina Victoria; los retratos de su padre y de su madre y el suyo propio, de niño, con sus largos rizos rubios cayendo sobre los hombros y una gran pelota en la mano; y otro retrato suyo, de sus días de muchacho, donde aparecía vestido de paje, con una vestidura de terciopelo negro, leyendo un abultado y viejo volumen.

Luego, en el cuarto inmediato estaban las copias: cuadros de todas partes, del Museo de Dresde, de las galerías de Cassel y de Brunswick, del palacio Pitti, del Prado, del Rijksmuseum; muchos holandeses: Rembrandt, Franz Hals, Ostade; luego, Murillo, Tiziano, Velázquez, Veronés, todos un poco oscuros ya, brillando rojos por el sol que atravesaba los cortinajes.

Más allá, el salón de los modernos, con muchos buenos cuadros y otros no tan buenos, pero ninguno malo ni almibarado. Alrededor estaban los viejos muebles de caoba —Imperio, Directorio, Biedermeier—, ninguno de roble, y entre ellos alguno sencillo y moderno. En ninguna parte predominaba un estilo determinado; todo estaba revuelto, con el desorden que origina el curso de los años; y, sin embargo, en todo había una tranquila y plena armonía bajo la que todos los objetos se relacionaban.

Frank Braun recorría el piso que su madre le había destinado. Todo estaba como lo había dejado la última vez que se marchó, hacía dos años. Ni una silla, ni un pisapapeles estaba fuera de su sitio. Su madre cuidaba de que las sirvientas fueran precavidas y respetuosas al limpiar y sacudir el polvo. Como en ninguna otra parte reinaba aquí un desordenado amontonamiento de innumerables y dispares objetos, lo mismo en el suelo que en las paredes; las cinco partes del mundo vertían aquí cuanto de extraño y abigarrado encerraban. Grandes carátulas, ídolos diabólicos, ferozmente tallados en madera, traídos del archipiélago de Bismarck, banderas chinas y anamitas, armas de todas las tierras del Señor. Luego los trofeos de caza: fieras disecadas, pieles de jaguar y de tigre, grandes tortugas, serpientes y cocodrilos. Polícromos tambores de Luzón, instrumentos de cuerda de largo mástil, traídos de Radschputana, sencillas guzlas de Albania. En una pared, una inmensa red, rojiza y parda, se extendía hasta el techo, de ella colgaban enormes estrellas de mar, puercos espines, las defensas del pez sierra, escamas plateadas del tarpón, arañas enormes, extraños peces de las grandes profundidades, conchas y caracoles. Sobre los muebles se desplegaban viejos brocados, vestiduras de seda de la India, multicolores mantos españoles con grandes broches de oro. Y muchos dioses: Budas de oro y plata, de todos los tamaños, relieves indios, Schivas, Krischnas y Ganeschas y los absurdos y obscenos ídolos de los pueblos del Tschan. Donde quedaba un sitio libre, se había colgado un dibujo: un desvergonzado Rops, un Goya siniestro, un pequeño esbozo de Callot; luego, Cruikshank, Hogarth, muchas crueles láminas en color, procedentes de Camboya y Mysore. Junto a ellas otras modernas que ostentaban la dedicatoria y la firma del artista. Había muebles de todos los estilos y todas las culturas: coronados de bronces, porcelanas e innumerables baratijas.

Todo esto era Frank Braun. Su bala derribó al oso polar cuya blanca piel hollaban sus pies ahora; él mismo pescó el tiburón azul cuya poderosa dentadura, con su triple hilera de dientes, pendía allí de la red. Él había arrebatado a los salvajes de Buka aquellas flechas envenenadas y aquella jabalina, a él le habían regalado los sacerdotes manchures aquellos ídolos absurdos y aquellos altos estribos sacerdotales de plata. Con su propia mano había arrebatado al templo del bosque de los Houdon-Badagri la negra piedra del trueno y en aquella misma «bombilla» había tomado el mate con el cacique de los indios Toba, en señal de confraternidad, a la orilla pantanosa del Pilcomayo. Por aquel corvo alfanje había trocado, con el sultán de Borneo, su mejor escopeta de caza, y con el virrey de Schantung su ajedrez de bolsillo contra aquella larga espada, el arma del verdugo. El maharascha de Vigatpuri le había regalado la maravillosa alfombra india, cuando le salvó la vida, en una cacería de elefantes; y de un sacerdote del horrible Kali de Kalighat había obtenido aquella durga de ocho brazos, modelada en arcilla, salpicada de sangre de cabras y de hombres.

Aquellos aposentos eran toda su vida. Cada concha, cada harapo multicolor le traía a la memoria viejos recuerdos. Allí estaban sus pipas de opio, las grandes cajas labradas con plata de pesos mexicanos, las redomas con veneno de serpientes de Insulinde, la pulsera exornada con dos magníficos ojos de gato que le regaló una vez en Birma aquella niña siempre sonriente. Muchos besos tuvo que pagar por ellos.

Alrededor, amontonados sobre el suelo, estaban sus cajas y sus baúles —veintidós— que contenían sus nuevos tesoros. Aún no había abierto ninguno. «¿A dónde voy yo con eso?» —decía riendo.

El gran ventanal estaba atravesado horizontalmente por una larga lanza persa en la que se posaba una gran cacatúa blanca como la nieve; un pájaro de Macasar, con una gran cresta roja.

—Buenos días, Peter —saludó Frank Braun.

—Atja, Tuwan —respondió el pájaro y caminó gravemente por la vara, descendió al suelo, valiéndose de una silla, y se acercó a él, con zambos y dignos pasos, acabando por subírsele al hombre. Y tendiendo la altiva cabeza y desplegando las alas como el águila prusiana gritó:

—Atja, Tuwan, Atja, Tuwan.

Frank Braun acarició el cuello que el blanco pájaro le tendía.

—¿Qué tal, Petersen? ¿Te alegras de verme aquí otra vez?

Y bajó un tramo de escalera y salió al porche donde su madre tomaba el té. En el jardín brillaban, como bujías, las flores de los grandes castaños; más allá, en el vasto jardín del convento, las flores blancas se extendían como una llanura nevada. Bajo los árboles caminaban los franciscanos con sus pardos hábitos.

—¡Allí está el padre Barnabas! —exclamó Frank Braun.

Su madre se caló las gafas y miró al jardín.

—No —respondió—, es el padre Cyprian.

Sobre la baranda de hierro del balcón se posaba un loro. Y cuando Frank Braun dejó la cacatúa sobre el barandal, el loro se acercó a ella, en un cómico y cínico movimiento, siempre de lado, como el buhonero de Galitzia, que camina arrastrando sus babuchas.

All right —gritó—, all right! ¡Lorito real de España y de Portugal! ¡Anna Mar-i-i-i-i-ia!…

Y tendió el pico hacia la gran cacatúa, que irguió la cabeza y tartamudeó quedamente: «Ka… ka… du».

—¿Sigues tan desvergonzado, Phylax? —preguntó Frank Braun.

—Cada día más —dijo la madre riendo—. Nada está seguro y parece como si quisiera picotear toda la casa. —Y humedeciendo un terrón de azúcar en el té, se lo tendió al loro con la cucharilla.

—¿Ha aprendido algo Peter?

—Nada absolutamente. No dice más que su adulador «Kakadu» y sus chapurreos malayos.

—Que tú no entiendes, por desgracia.

—No, pero tanto mejor, entiendo a mi verde Phylax, que habla todo el santo día en todas las lenguas del mundo; siempre algo nuevo. Hasta que yo lo encierre un día en el armario para tener media hora de tranquilidad.

Y tomando al loro que se paseaba por la mesa del té picoteando en la manteca, le puso de nuevo sobre la baranda a pesar de sus aleteos.

Un perrillo pardo vino y levantándose sobre las patas traseras le puso la cabeza sobre las rodillas.

—Ya estás aquí —dijo ella—. Y querrás tu té.

Y vertió algo de té y leche sobre el platillo, con un terrón de azúcar y algunas migas de pan.

Frank Braun miraba al vasto jardín.

Dos puercos espines jugaban sobre la yerba alimentando a sus jóvenes retoños. Debían ser viejísimos. Él mismo, con ocasión de una excursión escolar, los había traído del bosque. El macho se llamaba Wotan, la hembra Tobias Meier; quizá fueran los nietos o los bisnietos de aquéllos. Junto al floreciente macizo de magnolias, vio el pequeño montículo bajo el cual había enterrado a su negro perro de aguas; allí crecían dos yucas que en el verano tendrían grandes racimos de flores blancas y temblorosas. Ahora, para la primavera, su madre había hecho plantar allí muchas prímulas multicolores.

La hiedra y la viña silvestre trepaban por el muro hasta el tejado y en ellas piaban los gorriones.

—Ahí tiene su nido el tordo. ¿Lo ves? —preguntó la madre. Y señaló el portón de madera que conducía del patio al jardín; medio oculto en la espesura de la hiedra estaba el nido.

Tuvo que buscar un rato hasta descubrirlo.

—Ya tiene tres huevecillos —dijo.

—No, son cuatro —corrigió la madre—. Esta mañana ha puesto el cuarto.

—Sí, cuatro —asintió él—. Ahora puedo verlos todos. ¡Qué bien se está contigo, madre!

Ella suspiró y puso su rugosa mano entre las de él.

—Sí, hijo mío; muy bien. ¡Pero yo estoy siempre tan sola!…

—¿Sola? ¿No recibes ya tantas visitas como antes?

—Sí; todos los días vienen muchos jóvenes a ver a la viejecita, a tomar el té, a cenar; todos saben que me gusta que se ocupen un poco de mí. Pero ya ves, hijo mío: son extraños. No eres tú.

—Pues ya estoy aquí —dijo él. Y cambió la conversación, hablándole de los curiosos chismes que había traído, preguntándole si quería ver cómo desempaquetaba.

La criada vino y trajo el correo que acababa de llegar. Frank Braun abrió las cartas lanzando sobre ellas una rápida ojeada.

De pronto se detuvo y contempló con atención un pliego. Era una carta del consejero Gontram que le comunicaba brevemente lo ocurrido en casa de su tío, le incluía una copia del testamento y le expresaba el deseo de que viniera pronto a poner en orden los asuntos. El mismo consejero había sido encargado provisionalmente de ellos por el Tribunal; pero ahora que había oído que Frank Braun estaba de vuelta en Europa, le rogaba que le liberara de aquella obligación.

La madre observaba a su hijo. Conocía sus menores gestos, los menores rasgos de su terso y curtido rostro; y en el ligero temblor de sus labios leyó que algo importante ocurría.

—¿Qué es? —preguntó. Y su voz temblaba.

—Nada malo —respondió él ligeramente—. Ya sabes cómo murió el tío Jakob.

—Sí, lo sé. Una historia bastante triste.

—Bueno. Pues el consejero Gontram me envía el testamento, del que resulta que soy albacea de la muchacha y que tengo que irme a Lendenich.

—¿Cuándo quieres partir? —preguntó ella rápidamente.

—Pues… creo que… esta tarde.

—No te vayas. No te vayas. Estás tres días conmigo y ya quieres marcharte.

—Pero madre —opuso él—. Es sólo un par de días. Sólo para arreglar un poco aquello.

—Eso dices siempre. Un par de días sólo y luego estás fuera años enteros.

—Pero tienes que comprenderlo, querida mamá —insistió él—. Aquí está el testamento. El tío te lega una decente cantidad, y a mí también, cosa que yo no hubiera esperado, y que nos viene muy bien.

Ella sacudió la cabeza.

—¿Qué importa el dinero si no estás conmigo?

Él se levantó y le besó sus grises cabellos.

—Querida madre. A finales de esta semana estaré otra vez contigo. Apenas son dos horas de ferrocarril.

Y ella, con un profundo suspiro, acarició las manos de su hijo.

—Dos horas o doscientas horas, ¿cuál es la diferencia? Estarás lejos de mí de todos modos.

—Adiós, mamá —dijo él.

Bajó, preparó una pequeña maleta y volvió al porche.

—Ya lo ves. Apenas estaré dos días. Hasta la vista.

—Hasta la vista, hijo mío —dijo ella quedamente. Y oyó cómo saltaba escaleras abajo y cómo se cerraba la puerta. Puso la mano sobre la inteligente cabeza de su perrito, que la miraba con leales y consoladores ojos:

—Ya estamos otra vez solos tú y yo. Sólo viene para marcharse. ¿Cuándo volveremos a verlo?

Gruesas lágrimas brotaron de sus bondadosos ojos y corrieron por los surcos de sus mejillas yendo a caer sobre las largas orejas del perrito, que las lamió con su roja lengua.

Luego oyó la campanilla, escuchó voces y pasos escalera arriba, y con un rápido movimiento se secó las lágrimas y se arregló la cofia. De pie, inclinada sobre la baranda hacia el patio, gritó a la cocinera que preparara té para los visitantes.

¡Oh, qué agradable era que vinieran tantos a visitarla, señoras y caballeros, hoy y siempre! Con ellos podía conversar y contar cosas de su hijo.

* * *

El consejero Gontram, a quien Braun había telegrafiado avisándole de su llegada, le esperaba en la estación y le llevó consigo a la terraza del Hotel Kaiser, informándole de todo lo necesario. Le rogó que marchara aquel mismo día a Lendenich para hablar con la señorita y que al día siguiente viniera a su despacho. No podía decir que la señorita le creara dificultades; pero junto a ella experimentaba una extraña y desagradable sensación que le hacía intolerable toda entrevista. Era ridículo; él que había conocido tantos criminales, ladrones, asesinos, homicidas, parricidas, todo cuanto podía imaginarse, encontrándolos gente muy simpática con la que se podía tratar prescindiendo de su profesión… Pero junto a la señorita, a la que nada podía reprocharse, experimentaba una sensación análoga a la que otros hombres experimentan junto a un presidiario. Debía ser un problema suyo.

Frank Braun le rogó que telefoneara anunciando a Alraune su llegada. Se despidió luego, atravesó tranquilamente los jardines y desembocó en la carretera que conducía a Lendenich. Cruzó la vieja aldea, y al pasar frente a San Juan Nepomuceno, inclinó la cabeza. Habiendo llegado a la cancela, llamó mientras contemplaba el patio. Tres grandes candelabros de gas lucían en el carril donde antes se encendía sólo una sórdida lamparilla. Fue lo único nuevo que observó.

Arriba, desde su ventana, estaba Alraune tratando de reconocer a la inquieta luz del gas los rasgos del forastero. Vio cómo Aloys apresuraba sus pasos y cómo metía la llave en la cerradura con más vivacidad que de ordinario.

—¡Buenas tardes, señor! —gritó el criado.

Y el forastero le tendió la mano, y le llamó por su nombre como si regresara a su casa después de una breve ausencia.

—¿Qué tal, Aloys?

Luego el viejo cochero cojeó sobre el empedrado tan aprisa como le permitieron sus corvas y gotosas piernas.

—¡Señorito! —graznó—. ¡Señorito! ¡Bienvenido a Brinken!

Frank Braun respondió:

—¡Froitsheim! ¿Todavía aquí? ¡Cuánto me alegro de volver a verle!

Vino la cocinera y la gruesa ama de llaves; y con ella Pablo, el ayuda de cámara. El cuarto de los criados se quedó vacío. Dos viejas sirvientas se abrieron paso para tenderle las manos, que previamente se habían secado cuidadosamente en el delantal.

—¡Alabado sea Jesucristo! —saludó el jardinero.

Y el recién venido, riendo:

—¡Por los siglos de los siglos! ¡Amén!

—¡El señorito ha venido! —gritó la canosa cocinera arrebatando la maleta al mozo que le acompañaba.

Todos rodearon a Braun; todos esperaban un saludo, un apretón de manos. Y los jóvenes que no le conocían le contemplaban con ojos muy abiertos y una sonrisa embarazosa.

Un poco aparte, el chauffeur fumaba su pipa corta; hasta en sus rasgos indolentes brillaba una amable sonrisa.

La señorita ten Brinken castañeteó los dedos.

—Parece que mi señor tutor es muy popular por aquí —dijo a media voz.

Y luego gritó a la servidumbre:

—Llevad el equipaje del señor a su cuarto. Y tú, Aloys, acompáñalo arriba.

Fue como si en la primavera de aquella bienvenida cayera algo de escarcha. Todos se quedaron cabizbajos y ya no hablaron más. Sólo Froitsheim le estrechó otra vez la mano y le guió hacia la gran escalera.

—Que bien que haya venido usted, señorito.

Frank Braun fue a su cuarto y se lavó. Luego siguió al criado que le anunció que ya estaba puesta la mesa. Y entró en el comedor.

Por un momento estuvo solo y miró en torno suyo. Allí estaba, como siempre, el enorme repostero, ostentando los pesados platos de oro con las armas de los Brinken, que hoy no estaban colmados de frutas.

—Todavía no es tiempo —murmuró—. O quizá no tiene mi prima interés por los frutos tempranos.

Por la puerta opuesta entró Alraune, con un vestido de seda negra, ricamente cubierto de encajes que dejaban ver los pies. Permaneció un momento en la puerta y luego se acercó saludándole:

—Buenas noches, primo.

—Buenas noches.

Y él te tendió la mano.

Ella sólo le dio las puntas de los dedos y Braun hizo como que no lo notaba. Tomó la mano de ella y se la sacudió con fuerza.

Con un gesto le invitó a tomar asiento y se sentó frente a él.

—Nos hablaremos de tú —comenzó.

—Naturalmente. Ésa ha sido siempre la costumbre de los Brinken.

Y levantando su copa:

—¡A tu salud, primita!

«Primita —pensaba ella—. Me llama primita; me trata como si fuera una muñeca». Y le respondió:

—¡Salud, primazo!

Y apurando su copa hizo una seña al criado para que la llenara de nuevo. Y cuando volvió a beber:

—¡A tu salud, señor tutor!

Esto le hizo reír.

—¿Tutor? ¿Tutor? ¡Sonaba tan… digno aquello!

—«¿Es verdad que soy ya tan viejo?» —pensaba. Y dijo:

—¡A tu salud, pequeña pupila!

Ella se irritó. ¿Pequeña pupila? ¿Otra vez pequeña? ¡Oh, ya se vería cuál de los dos era superior al otro!

—¿Cómo le va a tu madre? —preguntó.

—Gracias. Creo que bien. ¿Tú no la conoces? ¡Ya podías haber ido alguna vez a visitarla!

—Tampoco nos ha visitado ella.

Luego, al notar la sonrisa de su primo, añadió:

—La verdad es que nunca pensamos en ello.

—Ya me lo imagino —dijo él secamente.

—Papá apenas me habló de ella y nunca de ti.

Hablaba de prisa, apresurándose.

—La verdad es que me sorprendió que precisamente a ti…

—A mi también —interrumpió él—. Y seguramente no lo ha hecho sin intención.

—¿Intención? ¿Qué intención?

Él se encogió de hombros.

—No lo sé todavía, pero ya se verá.

La conversación no decaía. Era como un juego de pelota. Las breves frases volaban de un lado para otro; y aunque ambos permanecían corteses, amables y atentos, se observaban y estaban en guardia. Nunca se encontraban. Una rígida red se distendía entre ambos.

Después de la comida, Alraune le llevó a la sala de música.

—¿Quieres té?

Pero él pidió whisky con soda.

Se sentaron y siguieron conversando. Luego se levantó y fue hacia el piano.

—¿Quieres que cante algo?

Y ante la cortés afirmación de Braun, levantó la lapa y se sentó.

Se volvió él preguntando:

—¿Qué quieres que cante?

—No tengo ningún deseo particular y no conozco tu repertorio primita.

Alraune apretó ligeramente los labios: «Ya se le quitará esa costumbre» —pensaba.

Y después de preludiar, cantó media estrofa, se interrumpió, cantó otra canción, se interrumpió de nuevo, comenzó unas frases de Offenbach y luego tinas frases de Grieg.

—¡Parece que no tienes muchas ganas! —observó él con tranquilidad.

Alraune puso las manos sobre el regazo, calló un momento tamborileando nerviosamente sobre las rodillas; y de pronto comenzó:

Il était une bergère,

et ron, et ron, petit patapon,

il était une bergère

qui gardait ses moutons.

¡Oh, sí! Aquella carita que rodeaban los cortos rizos podía ser muy bien la de una linda pastorcilla.

Elle fit un fromage,

et ron, et ron, petit patapon,

elle fit un fromage

du lait de ses moutons.

«Linda pastora y… pobres ovejas» —pensaba él. Ella mecía la cabeza. Y tendió a un lado el pie izquierdo marcando el compás con su lindo zapatito.

Le chat qui la regarde,

et ron, et ron, petit patapon

le chat qui la regarde

d'un petit air fripon.

Si tu y mets la patte,

et ron, et ron, petit patapon,

si tu y mets la patte

tu auras de bâton.

Y le sonreía, y al sonreír brillaban sus blancos dientes. «¿Cree que voy a hacer con ella de gatito?» —pensaba el tutor.

El rostro de Alraune se hizo más grave, en su voz sonaba una oculta amenaza, ligeramente burlona.

Il n'y mit pas la patte,

et ron, et ron, petit patapon,

il n’y mit pas la patte,

il y mit le menton.

La bergère en colère,

et ron, et ron, petit patapon,

la bergère en colère

tua son petit chaton.

—¡Qué bonito! —exclamó Braun—. ¿Cómo sabes esa canción infantil?

—Del convento. Las hermanas la cantaban.

Y él, riendo:

—¡Mira que del convento! ¡Nunca lo hubiera creído… Canta el final, primita!

Saltó del taburete y dijo:

—Ya he terminado. El gato ha muerto y la canción se ha acabado.

—No del todo. Pues las piadosas hermanas temían el castigo y dejaban que la pastorcilla cometiera impunemente sus pecados. Vuelve a tocar y yo te contaré lo que le ocurrió a la pastora.

Ella volvió al piano, recomenzando la melodía, y él cantó:

Elle fut à confesse,

et ron, et ron, petit patapon,

elle fut à confesse

pour obtenir pardon.

Mon père, je m’accuse,

et ron, et ron, petit patapon

Mon père, je m’accuse

d’avoir tué mon chaton.

Ma fille, pour pénitence,

et ron, et ron, petit patapon,

ma fille, pour pénitence

nous nous embrasserons.

La pénitence est douce,

et ron, et ron, petit patapon,

a pénitence est douce,

nous recommencerons.

—¿Terminada?

—¡Oh, sí, completamente! —contestó riendo—. ¿Qué te parece la moraleja, Alraune?

Era la primera vez que la llamaba por su nombre y esto le llamó tanto la atención que apenas se fijó en la pregunta.

—Bien —dijo con indiferencia.

—¿Verdad? Una bonita moraleja, que enseña que ninguna muchacha puede matar impunemente a su gatito.

Él estaba de pie, muy cerca de ella. Le sacaba más de dos cabezas y Alraune tenía que alzar los ojos para recoger sus miradas. Y pensaba la importancia que tenía, con todo, aquella insignificancia de treinta centímetros. Y hubiera querido vestir un traje de hombre, pues sus faldas le daban a él cierta ventaja. Al punto se le ocurrió que ante ningún otro había tenido semejante pensamiento. Pero se irguió, sacudiendo ligeramente sus rizos.

—No todas las pastoras cumplen esa penitencia —dijo entre dientes.

Y él, parando el golpe:

—Ni todos los confesores absuelven con esa facilidad.

Alraune buscó una respuesta sin encontrarla y esto la irritó. Le hubiera favorecido… a su manera, pero aquel tono era nuevo para ella, era como una lengua extraña que ella conocía, pero en la que no podía expresarse.

—Buenas noches, señor tutor. Quiero irme a la cama.

—Buenas noches, primita. Que tengas un dulce sueño.

Alraune subió la escalera, sin apresurarse como otras veces, lenta y pensativamente. No le gustaba su primo —¡oh, no!—, pero le irritaba, le espoleaba su espíritu de contradicción.

—Ya lo domaré —pensaba.

Y a la doncella que le desataba el corsé y le tendía la amplia camisa de encajes, le dijo:

—Que bien que haya venido, Kate. Esto interrumpe el aburrimiento.

Y casi se alegraba de haber perdido la primera partida.

* * *

Frank Braun celebró largas sesiones con el consejero Gontram y el abogado Manasse, conferenció con los jueces que entendían en el asunto de su tutoría y en el de la herencia, tuvo que andar mucho de un lado a otro sosteniendo inútiles peloteras. Con la muerte de su tío se habían suspendido todas las querellas criminales; en cambio las civiles se habían convertido en un verdadero diluvio. Todos los pequeños tenderos a los que antes había hecho temblar una oblicua mirada de Su Excelencia, se atrevían ahora a presentarse con exigencias y pretensiones de indemnización, que muchas veces tenían carácter muy dudoso.

—La Fiscalía no se ocupa de nosotros y la Sala de lo Criminal tampoco; en cambio parece que tenemos alquilada la otra parte de la audiencia. La segunda Sala de lo Civil no ha sido durante medio año otra cosa que una institución privada del difunto consejero —dijo el viejo Gontram.

—Ya le divertirá eso a su beatitud, si es que lo puede ver desde su caldera del infierno —decía el abogado—. Esos procesos le eran mil veces más simpáticos.

Y reía al entregar a Frank Braun las acciones mineras que constituían su legado.

—El viejo debía estar presente ahora —murmuraba—. ¡Si pudiéramos ver su rostro por un cuarto de hora! Espere usted un poco, que va a recibir una sorpresa.

Tomó los papeles y calculó:

—Ciento ochenta mil marcos. Ahora aguarde usted un momento. Y tomando el auricular del teléfono, pidió comunicación con la Unión Bancaria de Schaafhausen, solicitando hablar con el director.

—¡Hola! —gritó—. ¿Es usted, Friedberg? Dígame usted: aquí tengo algunas acciones mineras de Burberg… ¿A qué precio podría venderlas?

En el teléfono vibró una sonora carcajada que contagió a Manasse.

—Ya me lo imaginaba… ¿De modo que no valen nada?… ¿Puede contarse con dividendos pasivos durante muchos años? Lo mejor es regalar toda esa basura… Naturalmente… Entonces es un timo que se deshará pronto… Muchas gracias, perdone usted la molestia.

Colgó el auricular y se volvió a Frank Braun, sonriéndole con una mueca.

—Ya lo sabe usted. Y ahora pone usted precisamente la cara de tonto que su filantrópico tío se había supuesto…, perdóneme usted mi amor a la verdad. Pero guarde usted los papeles: es probable que alguna empresa, movida por su propio interés, le dé unos cientos de marcos por ellos, y tenga usted para una copa…

* * *

Las mayores dificultades, antes del regreso de Frank Braun, las deparaban las conferencias casi diarias con el Banco de Crédito de Mühlheim. El Banco se había ido arrastrando, con un enorme esfuerzo, día tras día, siempre con la esperanza de obtener de su heredera la ayuda que el consejero le había prometido solemnemente. Con heroico valor habían mantenido a flote los directores y los miembros del Consejo de Administración aquel barco que sabían que se iba a hundir al menor choque. Con ayuda del Banco había realizado Su Excelencia atrevidas especulaciones y aquel instituto había sido para él una brillante fuente de oro; pero las nuevas empresas, que su influencia impuso, fracasaron todas, y aunque su fortuna no estaba ya en peligro, lo estaba en cambio la de la princesa Wolkonski y la de muchas otras gentes ricas, y los ahorros de mucha gente modesta y pequeños especuladores, que seguían la buena estrella de Su Excelencia. Los testamentarios habían ofrecido ayuda siempre que estuviese en sus manos; pero tanto al consejero Gontram, tutor provisional, como al juez encargado les ligaba las manos la ley. ¡El dinero de un menor de edad es sagrado!

Cierto que había una posibilidad. Y Manasse la había encontrado. Se podía declarar mayor de edad a la señorita ten Brinken, que, pudiendo disponer de su dinero, acudiría a las obligaciones morales de su padre. Por esto se esforzaban todos los interesados y con esta esperanza realizaban los del Banco sus últimos sacrificios. Con sus últimos medios habían parado hacía poco un fuerte golpe a sus cajas. Ahora el asunto tenía que decidirse.

Hasta entonces la señorita se había mostrado reacia. Había oído atentamente lo que aquellos señores le exponían, había sonreído y dicho: «No. ¿Por qué han de declararme mayor de edad? Estoy bien así. ¿Y por qué tengo que dar mi dinero a un Banco que no me interesa nada?».

El juez pronunció un largo discurso. Se trataba del honor de su padre. Todo el mundo sabía que él era la causa de las dificultades por las que ahora atravesaba la institución. Era un deber filial conservar limpio su nombre.

Alraune se rió en sus barbas.

—¿Su buen nombre? —y volviéndose al abogado Manasse—: ¿Qué le parece a usted de todo esto?

Manasse no contestó. Se hundió en su sillón, bufando como un gato pisoteado.

—Me parece que usted piensa lo mismo que yo —dijo la señorita—, y no voy a soltar un céntimo.

El consejero de Comercio Lützmann, presidente del Consejo de Administración, le dijo que debía tener consideración con la anciana princesa, de tan antigua e íntima amistad con la casa ten Brinken, y con todas las pequeñas gentes que iban a perder sus ahorros ganados con tanto trabajo.

—¿Por qué especulan? —dijo ella tranquilamente—. ¿Por qué colocan su dinero en un establecimiento de tan dudoso crédito? Si hoy quisiera dar limosnas, ya sabría utilizarlas mejor.

Su lógica era clara y cruel como un agudo cuchillo. Dijo que conocía a su padre y que el que se aliaba con él no debía ser mejor.

El director opuso que no se trataba de limosnas. Era seguro que con aquella ayuda se sostendría el Banco; sólo era preciso superar aquella crisis y ella recibiría su dinero, hasta el último céntimo, con todos los intereses.

Ella se volvió al juez:

—Señor juez ¿hay riesgo en ello, sí o no?

Él tuvo que confesar que había efectivamente un riesgo. Era natural que pudieran surgir circunstancias imprevistas. Tenía el deber de decírselo, pero como hombre no podía menos de adherirse a la petición de aquellos señores. Con ello realizaba una buena y gran obra y salvaba a un montón de familias. Y, según previsión humana, el peligro de una pérdida era tan pequeño…

Ella se levantó interrumpiéndole bruscamente.

—De manera que hay riesgo, señores —dijo burlonamente—, y yo no quiero afrontar riesgo alguno. No quiero salvar existencia alguna y no tengo ganas de realizar grandes y bellas obras.

Y con una leve inclinación, salió dejando a los presentes con los rostros rojos y congestionados.

Pero el Banco no se dio por vencido y siguió luchando, y albergó una nueva esperanza con el telegrama de Gontram que anunciaba la llegada del tutor legal. Los consejeros se pusieron en comunicación con él y acordaron una entrevista para los próximos días.

* * *

Frank Braun comprendió que su partida no sería tan rápida como había pensado y así se lo escribió a su madre.

La anciana leyó su carta, la dobló cuidadosamente y la colocó en el negro arcón que contenía todas las anteriores, que ella abría en las largas noches de invierno, cuando estaba sola, para leerle a su perrito lo que el hijo le escribió aquella vez…

Y salió al balcón, y contempló los castaños que sostenían en sus poderosos brazos sus floraciones lucientes como bujías, y los frutales del convento, blancos de flor, bajo los cuales paseaban tranquilamente los monjes.

—¿Cuándo vendrá mi querido hijo? —pensaba.