Que trata del fin que Alraune deparó al consejero
La última noche de febrero de aquel año bisiesto, un huracán azotó el Rin y arrojó los témpanos que por el río corrían contra la vieja Aduana, arrancó el tejado de la iglesia de los jesuitas, desarraigó viejos tilos del jardín de la corte y desvencijó los pontones de la Escuela de Natación, haciéndolos astillas contra los viejos pilares del puente de piedra.
La tempestad rugió también en Lendenich, derribando tres chimeneas del Concejo y convirtiendo en ruinas los viejos graneros del ventero de «El Gallo». Pero fue en la casa ten Brinken donde el viento hizo su mayor estrago. Allí apagó la lámpara perpetua encendida ante San Juan Nepomuceno.
Tal cosa no había ocurrido desde que el solar existía, en muchos centenares de años. Cierto que las gentes piadosas de la aldea volvieron a encender la lámpara a la mañana siguiente, pero diciendo que aquello presagiaba una desgracia y el fin seguro de los Brinken, pues el santo dejaba de su mano aquella morada de luteranos y bien lo indicó así la noche pasada. Ninguna tempestad hubiese podido apagar la lámpara de no permitirlo el santo.
Las gentes aseguraban que todo era un presagio; pero otros decían que no había sido la tormenta, sino la señorita, la que había apagado la lámpara.
Parecía, sin embargo, que las gentes erraban en sus profecías, pues en la casa señorial hubo grandes fiestas, a pesar de la cuaresma. Noche tras noche lucían las ventanas iluminadas y resonaba la música y el claro eco de risas y canciones.
La señorita lo exigía así. Necesitaba distracciones después de la pérdida experimentada. Y el consejero cumplía sus deseos.
Se arrastraba tras ella dondequiera que iba y era como si hubiese heredado el puesto de Wolf Gontram. Ávidamente caía sobre ella la bizca mirada del consejero cuando entraba en el cuarto y ávidamente la perseguía al salir de él. Y cuando ella notaba cómo la sangre ardía en aquellas viejas venas, dejaba caer la cabeza hacia atrás y se reía con una risa clara.
Sus deseos fueron más caprichosos cada vez. Sus caprichos, cada vez más exagerados.
El viejo daba, pero comerciando, exigiendo siempre algo a cambio. Se hacía cosquillear la calva o se hacía pasar los juguetones dedos por el brazo. Exigía que ella se sentara sobre sus rodillas o que le besara; y una vez que otra le mandaba bajar vestida de muchacho. Y ella venía con su traje de montar o con aquel de encajes del baile. Venía como pescador, con una blusa abierta y las piernas desnudas; como botones, con un uniforme rojo muy ceñido que hacía destacar las caderas; como un cazador de Wallenstein; como príncipe Orlowski o como Nerisa en su traje de escribano; como camarero, en un frac negro; como paje del siglo XVIII o como Euphorion, con tricot y una túnica azul.
Entonces el consejero se sentaba en el sofá y la hacía pasear ante él. Y pasaba sus manos húmedas por los pantalones y sus piernas temblaban sobre la alfombra. Y pensaba, con el aliento contenido, cómo debería comenzar.
Y ella se detenía y le miraba como desafiándole. Y él se encogía bajo aquella mirada, y no encontraba palabras, y se esforzaba por encontrar algo que encubriera sus asquerosos deseos.
Y sonriendo burlonamente salía ella de la habitación. Cuando la puerta se cerraba y oía sonar en la escalera la clara risa de Alraune los pensamientos volvían a él. Ahora era fácil, ahora sabía lo que tenía que decir y cómo presentarlo. Y la llamaba entonces y a veces venía.
—¿Y bien? —preguntaba.
Pero no; tampoco esta vez conseguía expresarse.
—Nada, nada —murmuraba.
* * *
Era esto: le faltaba seguridad. Y se lanzó a buscar otras víctimas sólo para convencerse de que aún dominaba sus antiguas artes.
Y encontró una. La hija del hojalatero, que traía a casa una vasija remendada.
—Ven conmigo, María —le dijo—; voy a regalarte algo.
Y la llevó consigo a la biblioteca.
* * *
Silenciosa, como una bestia enferma, volvió a salir la niña después de media hora, deslizándose arrimada a la pared con los ojos muy abiertos y muy fijos.
Triunfante, con una sonrisa de complacencia, atravesó el consejero el patio hacia la casa.
Ya estaba seguro. Ahora no se le escaparía Alraune. Pero cuando él volvió a recobrar la confianza, ella se echó atrás al ver encenderse la mirada del consejero.
—¡Juega, también juega conmigo! —decía éste entre dientes.
Una vez, cuando Alraune se levantó de la mesa, él la cogió de la mano. Sabía lo que tenía que decir palabra por palabra. Y sin embargo, en aquel momento lo había olvidado. Y se irritó ante la altiva mirada de la muchacha, y, de un salto, la estrechó entre sus brazos y la arrojó sobre un diván.
La muchacha cayó; pero antes de que él se acercara estaba otra vez en pie, riendo con una risa tan larga y estridente que le destrozó los oídos, y, sin decir una palabra, salió fuera.
Desde entonces permaneció en sus habitaciones y no bajó a tomar el té ni a cenar. No se dejaba ver en todo el día.
Junto a su puerta mendigaba el consejero. La rogaba, imploraba, dándole buenas palabras. Pero no salió. Le envió cartitas en las que le juraba y le prometía cada vez más y para las que ella no tuvo una respuesta. Por fin, después de gemir horas enteras ante la puerta, abrió.
—Cállate —dijo Alraune—; me molestas. ¿Qué es lo que quieres?
Él le pedía perdón, asegurándole que había sido un ataque que le había hecho perder el dominio sobre sus sentidos.
—Mientes —dijo ella con tranquilidad.
Él se quitó la máscara. Le dijo cuánto la deseaba; que su presencia le tenía sin aliento, que la amaba.
Alraune se rio de él; pero se avino a negociar y puso sus condiciones.
El consejero continuaba todavía regateando aquí y allá un poquitín más. Una vez a la semana, sólo una vez, debería vestirse de hombre.
—No —gritó ella—. Todos los días si quiero, y ninguno si no quiero.
Y con eso tuvo que conformarse. Y desde aquel día fue un esclavo sin voluntad, un perro obediente que la seguía siempre y comía las migajas que ella, altiva y descarada, dejaba caer de su mesa. Alraune le dejó correr dentro de su propia casa como a un viejo y sarnoso animal, a quien se deja vivir sólo por indiferencia y porque no vale la pena matarlo.
Y le daba sus órdenes.
—Tráeme flores. Compra una motora.
Invita hoy a estos señores y mañana a aquéllos. Tráeme un pañuelo.
Y él obedecía, sintiéndose ricamente recompensado cuando de pronto bajaba ella vestida como un escolar inglés, con su alto sombrero y su cuello redondo, y tendía hacia él la pierna para que le desatara el zapato de charol.
Muchas veces, cuando estaba solo, se despertaba el consejero. E irguiendo con un lento balanceo su fea cabeza, cavilaba sobre todo lo ocurrido. ¿No estaba acostumbrado a mandar, no lo había hecho durante generaciones, no era su voluntad la que dominaba en el solar de los ten Brinken?
Era como si un tumor en medio del cerebro oprimiera al hincharse todos sus pensamientos. Un insecto venenoso se había introducido allí, penetrando por la nariz o por el oído, y le había picado. Y ahora revoloteaba en torno a su rostro y zumbaba burlonamente ante sus ojos. ¿Por qué no pisoteaba a la sabandija? Y se erguía luchando por una decisión. «Esto tiene que acabar» —murmuraba.
Pero tan pronto como la veía se olvidaba de todo. Entonces su mirada se abría y su oído se aguzaba, percibiendo los más ligeros rumores de las sedas que envolvían a Alraune. Su poderosa nariz olfateaba el aire, sorbía con avidez el perfume de sus carnes y sus viejos dedos temblaban, y la lengua lamía la saliva de sus labios. Y le perseguían todos sus sentidos, voraces, lascivos, venenosamente llenos de asquerosos deseos. Y éste era el lazo más fuerte con que Alraune le tenía sujeto.
* * *
El señor Sebastian Gontram vino a Lendenich y encontró al consejero en la biblioteca.
—Tenga cuidado —le dijo—; nos costará mucho trabajo poner todo esto en orden. Su Excelencia debería ocuparse un poco más de estos asuntos.
—No tengo tiempo —respondió el consejero.
—¿Y a mí qué me importa? —dijo con tranquilidad el señor Gontram—. Es preciso que tenga tiempo.
—Usted no se ocupa ya de nada desde hace semanas y deja que todo siga su curso. Tenga mucho cuidado, pueden cogerle por el cuello.
—¡Ah sí! —dijo el consejero con tono burlón—, pues ¿qué pasa?
—Ya se lo dije por escrito. Pero parece que ni siquiera lee usted mis cartas. El antiguo director del Museo de Wiesbaden ha escrito un folleto en el que afirma todas las cosas posibles; esto le costó comparecer ante un tribunal, donde pidió el parecer de una comisión de peritos que ha examinado las piezas, declarándolas en su mayoría falsas. Todos los periódicos hablan de esto, y el acusado será seguramente puesto en libertad.
—¡Psa! Déjele usted —dijo el consejero.
—Si es usted de esa opinión, por mí… —prosiguió Gontram—. Pero ese señor ha presentado en nuestra fiscalía una nueva denuncia, que será escuchada. Y esto no es todo, ni mucho menos. En el concurso de acreedores de la mina de hierro de Gerstenberg el árbitro ha presentado una denuncia contra usted por balance amañado y quiebra fraudulenta, basándose en algunos documentos. Ya sabe usted que se ha presentado una denuncia semejante en el asunto de los tejares de Karpen. En fin, el abogado Kramer, que representa al hojalatero Hamecher, ha conseguido de la Fiscalía orden de reconocer facultativamente a la niña.
—Esa niña miente —gritó el profesor—. Es un monigote histérico.
—Tanto mejor —asintió el consejero—. Así se pondrá en claro su inocencia de usted. Además, tenemos una querella del comerciante Matthiessen, que pide daños y perjuicios y devolución de los cincuenta mil marcos de su participación, y al mismo tiempo presenta una denuncia por estafa. En un nuevo escrito sobre el pleito de la Sociedad Limitada Plutus, el abogado contrario le acusa de haber falsificado documentos y anuncia que procederá en consecuencia para conseguir el procesamiento. Los casos, pues, se multiplican, como ve usted, si falta usted tanto tiempo de la oficina. Apenas pasa día sin que nos encontremos con algo nuevo.
—¿Ha acabado usted? —preguntó el consejero.
—No —dijo Gontram con indiferencia—. Esto no ha sido más que unas flores selectas del hermoso ramillete que le espera a usted en la ciudad. Yo le aconsejo insistentemente que acuda a ella y que no se tome estas cosas con demasiada ligereza.
Pero el consejero contestó:
—Ya le he dicho a usted que no tengo tiempo. Debería usted dejarme en paz con todas esas pequeñeces.
El señor Gontram se levantó, metió unos papeles en la cartera y la cerró con un aire preocupado.
—Como usted quiera. ¡Ah! Otra cosa. ¿Sabe usted que corre el rumor de que el Banco de Crédito de Mühlheim va a suspender pagos uno de estos días?
—Tonterías. Además, apenas tengo dinero en él.
—¿Que no? —preguntó el señor Gontram un poco sorprendido—. Hace medio año que lo saneó usted con once millones para tener a mano el control sobre las sales potásicas. Yo mismo tuve que venderle a la princesa Wolkonski con ese fin las Obligaciones mineras.
El señor ten Brinken asintió:
—Bueno, sí; la princesa. ¿Pero, acaso soy yo la princesa?
El señor Gontram hizo un gesto dubitativo con la cabeza.
—¡Pero va a perder su dinero!…
—¿Y a mí qué me importa? Con todo, veremos lo que puede salvarse.
Y levantándose tamborileó sobre la mesa.
—Tiene usted razón. Debiera ocuparme más de mis asuntos. Espéreme mañana a las ocho en la oficina. Muchas gracias.
Y le tendió la mano y le condujo hasta la puerta.
Pero no fue a la ciudad aquella tarde. Dos oficiales vinieron a tomar el té y él anduvo dando vueltas por todos los cuartos y entraba a recoger algo y no se sentaban, de la alfombra que pisaban sus pies, los que hablaban con Alraune, de la silla en que se sentaba, de la alfombra que pisaban sus pies.
Y tampoco fue al día siguiente, ni al otro. El señor Gontram le enviaba emisario tras emisario y él los despedía sin darles respuesta. Y para que no le llamaran descolgó el teléfono.
El señor Gontram se dirigió entonces a la señorita, diciéndole que era necesario que el consejero fuera a la oficina.
Alraune mandó preparar el coche y envió a su doncella a la biblioteca para decir al consejero que se preparara a ir a la ciudad con ella.
El consejero se estremeció de alegría. Era la primera vez que salían juntos desde hacía muchas semanas. El consejero se dejó poner el gabán, atravesó el patio y abrió la portezuela para que Alraune subiera al coche.
Ella no hablaba. Pero el poder estar sentado junto a ella le hacía feliz. Alraune se encaminó primeramente a la oficina y le mandó bajar.
—¿Y tú a dónde vas?
—Voy a hacer algunas compras.
Y el consejero, con voz implorante:
—¿Vendrás a recogerme?
Ella sonrió:
—No sé. Quizá.
Y él escuchó aquel quizá con agradecimiento.
Y subió la escalera y abrió la puerta de la izquierda que daba al despacho del consejero Gontram.
—Aquí estoy —dijo.
El consejero Gontram le puso delante un abultado montón de documentos.
—Ahí tiene usted una bonita colección. Entre ellos hay también cosas que parecían despachadas y han vuelto a presentarse. Y tres asuntos nuevos… desde anteayer.
El consejero suspiró.
—Parece demasiado. ¿Quiere usted informarme?
Gontram sacudió la cabeza.
—Espere usted a que venga Manasse, que está más enterado. Estará aquí en seguida. Le he hecho llamar. Ha ido a ver al juez que instruye el asunto Hamecher.
—¿Hamecher? —preguntó el profesor—. ¿Quién es ese?
—El hojalatero —le recordó el señor Gontram—. El informe de los médicos es bastante abrumador. La Fiscalía ha ordenado instruir el proceso. Aquí está la invitación. Este asunto me parece por ahora el más importante.
El consejero tomó las actas y hojeó cuaderno por cuaderno. Estaba intranquilo y escuchaba con nerviosismo todos los campanillazos y pasos que sonaban en el pasillo.
—Tengo poco tiempo —dijo.
El señor Gontram se encogió de hombros y con toda parsimonia encendió otro cigarro. Y esperaron. Manasse no aparecía. Gontram telefoneó a su despacho, al Tribunal; pero en ninguna parte daban con él.
El profesor apartó las actas a un lado.
—No puedo leerlas hoy —dijo—. ¡Y, además, me interesan tan poco!…
—Quizá se siente enfermo Vuestra Excelencia… —dijo el consejero Gontram; e hizo traer vino y agua de seltz.
Entonces llegó la señorita. El consejero oyó llegar el coche. Dio un salto y cogió su gabán de pieles. Y por el corredor salió al encuentro de ella, que le preguntó:
—¿Está listo?
—Naturalmente —respondió él—. Todo está listo.
Pero Gontram se interpuso:
—No es verdad, señorita. No hemos empezado siquiera. Esperamos al señor Manasse.
Y el viejo exclamó:
—Tonterías. Nada tiene importancia. Me voy contigo, hija mía.
Alraune miró al consejero, que dijo:
—Me parece que todo esto es muy importante para los intereses de su señor papá.
—Que no, que no —insistía el consejero.
Pero Alraune decidió:
—Quédate. Adiós, señor Gontram.
Y dando media vuelta se precipitó escaleras abajo.
El consejero volvió al despacho, se acercó a la ventana y vio cómo ella subía al coche y partía. Y permaneció junto a la ventana mirando a la calle ensombrecida por el crepúsculo.
Gontram hizo encender el gas y se arrellanó tranquilamente en su butaca, fumando y bebiendo, esperaron. La hora de cerrar la oficina había sonado, y uno tras otro fueron marchándose los empleados, se les oía abrir los paraguas y chapuzar en el barro pegajoso de la calle. Ni el consejero ni Gontram hablaban una palabra.
Por fin llegó el abogado. Corrió escaleras arriba, abrió la puerta con violencia, refunfuñó un «buenas tardes» y puso en un rincón el paraguas y los chanclos, arrojando sobre el sofá su gabán empapado de lluvia.
—¡Ya era hora, compañero! —dijo Gontram.
—Ya lo creo que era hora.
Y dirigiéndose al consejero se irguió ante él y le gritó:
—Ha salido la orden de arresto.
—¡No me diga! —dijo el consejero entre dientes.
—¡No me diga! —respondió el abogado—. Yo la he visto con mis propios ojos; se trata del proceso Hamecher. Mañana por la mañana, lo más tarde, será ejecutada.
—Pagaremos la fianza —observó con tranquilidad Gontram.
El pequeño Manasse se revolvió contra él:
—¿Cree usted que no he pensado ya en eso? Inmediatamente ofrecí medio millón: denegado. La atmósfera de la Audiencia ha cambiado completamente, como yo me imaginaba. El magistrado me respondió con frialdad: «Sométanos la proposición por escrito. Temo, sin embargo, que no tenga usted suerte. Nuestro material es verdaderamente aplastante, y esto nos obliga a proceder con la mayor cautela». Éstas son sus propias palabras. ¿Poco edificante, eh?
Y se llenó una copa, que apuró a pequeños tragos.
—Y todavía tengo más que decirle. En la Audiencia me encontré al abogado Meier, nuestro contrincante en el asunto Gerstenberg, que representa también al Ayuntamiento de Huckingen, que ayer entabló demanda. Le rogué que me aguardara y he tenido con él una larga conversación. Éste es el motivo de haber venido tan tarde. Me obsequió con un buen vino, porque en la Audiencia, gracias a Dios, somos leales, y me enteró de que los abogados contrarios se han unido y celebraron anteayer una conferencia. A ella asistieron también algunos periodistas, entre ellos el inevitable doctor Landmann, del Generalanzeiger, un periódico en el que no tiene usted ni un céntimo. Le digo a usted que los papeles están bien repartidos y que esta vez no saldrá usted con tanta facilidad de la ratonera.
El consejero se volvió a Gontram:
—¿Cuál es su opinión?
—Esperar —dijo éste—. Ya encontraremos una salida.
Pero Manasse gritó:
—Le digo a usted que no hay salida que valga. El lazo está preparado y usted colgará de él si no le da antes un puntapié a la escalera de la horca.
—¿Qué es entonces lo que me aconseja usted?
—Exactamente lo que aconsejé al pobre doctor Mohnen, al que tiene usted sobre su conciencia. Fue una canallada de usted. Pero ¿de qué sirve que le cante yo ahora cuatro verdades? Le aconsejo a usted que liquide cuanto sea posible, lo cual podemos también hacer nosotros sin usted; que haga la maleta y que se evapore esta misma noche. Esto es lo que le aconsejo.
—Pero publicarán una requisitoria —dijo Gontram.
—Seguramente. Pero lo harán sin especial severidad. Ya hablé de esto con el compañero Meier, el cual comparte mi opinión. No está en el interés de los contrarios provocar un proceso escandaloso y los Tribunales se alegrarán si pueden evitarlo. Todo se limitará a inutilizarle a usted y a poner fin a sus maniobras; y para eso, créame usted, tienen los medios suficientes. Si usted desaparece y se mantiene tranquilo en cualquier punto del extranjero podremos resolverlo todo con tranquilidad. Cierto que costará un montón de dinero; pero ¿qué importa? Se tendrá consideración con usted, aún hoy, considerando los propios intereses y para no dar qué decir a la prensa socialista y radical.
Luego calló, esperando una respuesta.
El señor ten Brinken andaba por el cuarto con lentos y pesados pasos.
—¿Por cuánto tiempo cree usted que debo ausentarme? —preguntó al fin.
El abogado se volvió:
—¿Por cuánto tiempo? ¡Vaya una pregunta! Por todo el resto de su vida. Y esté usted contento de que todavía le quede esa posibilidad. De seguro que es más agradable disfrutar tranquilamente de sus millones en una hermosa villa de la Riviera que no acabar la vida en la cárcel. Y así ocurriría de obrar de otro modo. Se lo garantizo. El mismo Tribunal le ha dejado a usted esa puerta abierta: el fiscal podía haber pronunciado esta mañana la orden de arresto, que ya estaría cumplida. Esa gente no ha podido obrar con más decencia. Pero se lo tomarían a mal si no aprovechase usted esa salida. Si tienen que echarle mano, lo harán. Así, pues, hoy es el último día que duerme usted en libertad.
Gontram dijo:
—¡Váyase usted! Después de todo esto, a mí también me parece lo mejor.
Y Manasse aulló:
—¡Lo mejor!… Lo único. Viaje usted, desaparezca usted, haga usted mutis para no volver nunca. Llévese usted a su hija consigo. Lendenich se lo agradecerá; y nuestra ciudad también.
El consejero se animó al oír aquel nombre y por primera vez en toda aquella tarde se avivó su rostro y cayó aquella máscara apática sobre la que fluctuaba como una suave luz, una intranquilidad nerviosa.
—¡Alraune! —murmuró—. ¡Alraune! ¡Si viniera conmigo!…
Y dos o tres veces se pasó la mano por su ancha frente. Luego se sentó y se hizo dar una copa de vino.
—Creo que tienen ustedes razón, señores. Muchas gracias. ¿Quieren ustedes explicarme de nuevo?…
Y tomando las actas, señalando la primera:
—Tejares de Karpen…
El abogado comenzó a informarle, tranquila y sobriamente. Uno por uno fue examinando todos los asuntos, sopesando todas las probabilidades, las más mínimas posibilidades de resistencia. Y el consejero le escuchaba y de vez en cuando le interrumpía con una palabra y a veces encontraba, como en los viejos tiempos, una nueva posibilidad. El profesor parecía ver cada vez más claro; su aire de superioridad volvía a él. Era como si cada nuevo peligro aumentara su antigua elasticidad.
Y separó cierto número de asuntos relativamente inofensivos, pero siempre quedaban otros que amenazaban aplastarle. Dictó algunas cartas, hizo algunas disposiciones, tomó algunos apuntes y proyectó solicitudes y reclamaciones. Luego consultó el mapa con sus consejeros, hizo su itinerario y dio exactas instrucciones para los primeros días. Al abandonar el despacho pudo decirse que sus asuntos estaban en orden.
Tomó un auto de alquiler y se dirigió a Lendenich seguro y confiado en sí mismo. Pero al abrirle el portón del patio y cuando subió la escalera, le abandonó la confianza.
Buscó a Alraune y tuvo por un buen augurio no encontrar a ningún invitado. La doncella le informó que la señorita había comido sola y que estaba en su cuarto. Llamó a la puerta y entró.
—Tengo que hablar contigo —dijo.
Ella estaba ante su escritorio y se le quedó mirando un momento.
—No. Ahora no tengo tiempo.
—Es inaplazable, es muy importante.
Ella le miró y cruzando los pies ligeramente, dijo:
—Ahora no. Vete abajo. Bajaré dentro de media hora.
El consejero salió. Se despojó de su abrigo y se echó sobre el sofá. Y meditó lo que tenía que decirle, midiendo cada frase y cada palabra. Había transcurrido más de una hora cuando oyó sus pasos. Se levantó, abrió la puerta, la vio ante sí, vestida con un ajustado uniforme de botones, color fresa.
—¡Ah, eres muy amable!
—Como recompensa —dijo ella riendo— por haber trabajado hoy tanto. Y ahora dime: ¿qué pasa?
El consejero no ocultó nada. Y le dijo todo lo que ocurría sin más comentarios. Ella no le interrumpió. Le dejó hablar y confesar.
—En el fondo es culpa tuya —decía él—. Yo me hubiera librado de todo sin mucho trabajo, pero no me he ocupado de otra cosa sino de ti. Y así le han crecido las cabezas a la hidra.
—¡Esa hidra terrible —dijo ella burlonamente— que ahora proporciona al pobre Hércules tantas dificultades! Aunque pienso que esta vez el héroe es la verdadera fiera y el monstruo el que castiga y venga.
—Cierto —asintió él— desde el punto de vista de la gente que consigue su «derecho para todos». Yo me he hecho uno para mi uso. Éste es todo mi crimen, y creí que tú me comprenderías.
Ella rió regocijada.
—Cierto, padrecito, ¿por qué no? ¿Te hago yo reproches? Y ahora dime: ¿qué quieres hacer?
Él explicó que tenía que huir aquella misma noche. Podrían viajar un poco, ver el mundo. Primero irían a Londres o a París, donde podrían quedarse hasta que hubiesen comprado todo lo necesario. Y luego, a través del Océano, cruzando América, al Japón o a la India, a donde ella quisiera, o a ambas partes, puesto que no había prisa y sobraba tiempo. Y por último a Palestina, a Grecia, a Italia, a España; donde ella se encontrara a gusto allí se quedarían y cuando se cansara volverían a partir. Y se comprarían una hermosa villa junto al lago de Garda o en la Riviera, en medio de un gran jardín, naturalmente. Tendrían caballos, automóviles, un yate propio; podría recibir, si quería, y llevar una gran vida…
No regateaba en sus promesas. Pintó con brillantes colores todas aquellas seductoras magnificencias. Cada vez encontraba algo nuevo y encantador. Por fin se detuvo, preguntando:
—Y bien, niña, ¿qué dices a esto? ¿No te gustaría ver todo esto? ¿No te gustaría vivir así?
Ella estaba sentada sobre la mesa, columpiando sus esbeltas piernas.
—Oh, sí; me gustaría mucho. Sólo que…
—¿Qué? —preguntó él rápidamente—. Si tienes algún deseo dímelo, yo te lo satisfaré.
Ella le miró riendo.
—Entonces, satisfácemelo. Quiero viajar, pero sin ti.
El consejero dio un paso hacia atrás tambaleándose casi; se apoyó en el respaldo de una silla: buscaba palabras y no encontró ninguna.
Y ella dijo:
—Contigo me aburriría. Me cansas. Sin ti.
Él rió también y trató de convencerse de que hablaba en broma.
—Pero si soy yo precisamente el que tiene que viajar. Tengo que irme esta misma noche.
—Pues márchate —murmuró.
El consejero quiso cogerle las manos, pero ella se las llevó a la espalda.
—¿Y tú, Alraune? —pordioseaba.
—¿Yo? Yo me quedo.
Él comenzó de nuevo, suplicando y gimiendo. Le dijo que le era necesaria como el aire que respiraba; que debía tener piedad de él; que pronto cumpliría los ochenta, y no había de cansarla ya por mucho tiempo. Luego la amenazó, le dijo que la desheredaría, que la echaría a la calle sin darle un céntimo.
—Trata de hacerlo —intervino Alraune.
Y el consejero volvió a hablar, pintando vivamente la brillante vida con que había de rodearla. Sería libre como ninguna otra mujer. Podría hacer y deshacer cuanto quisiera. No habría pensamiento ni deseo que no se le convirtiera en realidad. Pero debía ir con él; no debía dejarlo solo.
Ella sacudió la cabeza.
—Me gusta vivir aquí. Yo no he cometido delito alguno, y me quedo.
Hablaba tranquila y quedamente. No le interrumpía, sino que le dejaba hablar y prometer siempre de nuevo. Pero cuando le preguntaba movía la cabeza denegando. Por fin saltó de la mesa y pasando frente a él se dirigió hacia la puerta.
—Es tarde y estoy cansada. Me voy a dormir. Buenas noches, padrecito. Feliz viaje.
El consejero le cerró el camino e hizo un último intento. Subrayó que era su padre; habló, como un pastor, de deberes filiales. Ella se reía.
—Para que yo vaya al cielo…
Estaba junto al sofá y se sentó sobre uno de los brazos.
—¿Te gusta mi pierna? —dijo de pronto.
Y le tendió su esbelta pierna columpiándola en el aire.
—Soy una buena hija —murmuraba—, una niña muy buena que proporciona a su papaíto muchas alegrías. Bésame la pierna, papaíto; acaríciamela.
El consejero cayó de rodillas, tomó aquella pierna y pasó los dedos por el muslo y por la tersa pantorrilla. Y aplicó los labios sobre el rojo paño y lo lamió durante un rato con lengua temblorosa.
Luego se levantó ella de un salto, ligera y ágil; y tirándole de la oreja y dándole un golpecito en la mejilla dijo:
—Y bien, papaíto, ¿he cumplido ya con mis deberes filiales? Buenas noches. Que tengas un feliz viaje y no te dejes coger. Debe ser atrozmente incómoda la cárcel. Mándame de vez en cuando una postalita, ¿oyes?
Y antes de que él pudiera levantarse, estaba ya en la puerta. Se cuadró, como un muchacho, e hizo una corta reverencia llevándose la mano a la gorra.
—Es un honor, Excelencia… Y no hagas mucho ruido al hacer las maletas no vayas a interrumpir mi sueño.
El consejero se tambaleó hacia ella cuando ésta subía rápidamente la escalera. La oyó abrir la puerta, el rechinar de la cerradura y el ruido de dos vueltas de llave. Quiso seguirla y apoyó la mano en la barandilla; pero tuvo el sentimiento de que no le abriría a pesar de todos sus ruegos; que la puerta estaría cerrada para él aunque permaneciera toda la noche junto a ella hasta que amaneciera, hasta… hasta…
Hasta que los gendarmes vinieran a recogerlo.
Permaneció de pie, inmóvil. Oía sobre su cabeza los ligeros pasos de ella, que andaba de un lado a otro del cuarto. Y luego nada. Silencio.
El consejero salió de la casa, atravesó el patio sin protegerse a pesar de la lluvia. Entró en la biblioteca, buscó unas cerillas y encendió las dos bujías de su escritorio. Luego se dejó caer pesadamente sobre el sillón.
—¿Quién es? ¿Qué es? ¡Qué criatura!…
Y abrió el cajón de la vieja mesa de caoba y extrajo de él el infolio. Lo puso ante sí y se quedó mirando la cubierta.
—«A. t. B.» —leyó a media voz—. ¡Alraune ten Brinken!…
El juego había terminado. Ahora lo comprendió bien.
Y había perdido: no le quedaba una sola carta. Había sido mano; él mismo había barajado, había tenido todos los triunfos… pero había perdido.
Y sonrió con rabia. Ahora no le quedaba sino pagar.
—¿Pagar? ¡Oh, sí! ¿Y con qué moneda?
Miró el reloj. Eran más de las doce. A las siete, a más tardar, vendría la policía con la orden de prisión. Le quedaban seis horas. Los policías serían muy corteses, muy considerados; le conducirían a la cárcel en su propio automóvil. Luego empezaría la lucha. No estaba mal. Durante muchos meses se defendería, disputaría al enemigo cada palmo de terreno; pero finalmente, en la vista, sucumbiría. Tenía razón Manasse, finalmente iría a la cárcel.
Sólo le quedaba la fuga. Pero solo. ¿Solo? ¿Sin ella? En aquel momento sentía cómo la odiaba. Pero sabía que ya no podía pensar sino en ella. Correría por el mundo inútilmente, sin destino, sin ver ni oír otra cosa que su voz clara y silbante, y el balanceo de su roja pierna. ¡Oh!, se moriría de hambre en libertad o en presidio, ¿qué más le daba?
¡Aquella pierna, aquella dulce, esbelta pierna!… ¿Cómo podría vivir sin aquella pierna roja?
Había perdido y tenía que pagar. Y quería pagar en el acto, aquella misma noche, no deber nada a nadie. Quería pagar con lo único que le quedaba: con su vida.
Y pensó que su vida nada valía, engañaría a sus deudores.
Este pensamiento le halagaba. Y pensó si darles, además, un último puntapié que le proporcionara una pequeña satisfacción.
Tomó su testamento, en el que declaraba a Alraune su heredera, y, después de leerlo, lo rasgó en pequeños pedazos.
—Tengo que hacer uno nuevo —murmuró—. ¿En favor de quién? ¿De quién?…
Tomó un pliego de papel y mojó la pluma. Le quedaba su hermana y el hijo de ella, Frank Braun, su sobrino.
Vaciló. ¿Él? ¿Él? ¿No había sido él el que había traído a su casa a aquel ser extraño que le llevó a la ruina? De él debía vengarse aún más que de Alraune.
—Quieres tentar a Dios —le había dicho él—. Le harás una pregunta tan descarada que no tendrá más remedio que responderte.
¡Oh, sí! Ya tenía la respuesta.
Pero si él tenía que sucumbir, Frank Braun, que le inspiró aquel pensamiento, debía compartir su destino.
Contra él tenía ya un arma preparada: ella, su hija. Alraune ten Brinken. Ella le conduciría al punto en que él se encontraba hoy.
Y caviló, meciendo la cabeza, sonriendo con una mueca de satisfacción, con el seguro sentimiento de un triunfo final. Y escribió su testamento sin vacilaciones, con rápidos y feos rasgos.
Alraune quedó como única heredera suya. Dejaba un legado a su hermana y otro a su sobrino, a quien designaba como testamentario y tutor de la muchacha hasta la mayoría de edad de ésta. Así tendría que venir, acercarse a ella, respirar la sofocante atmósfera de sus labios.
Y le sucedería lo que a todos. Lo que al conde y al doctor Mohnen: lo que a Wolf Gontram. Lo mismo que al chauffeur. Lo que a él mismo, al consejero.
Y se echó a reír sonoramente. En un codicilo dispuso que la Universidad sería su heredera en caso de que Alraune muriera sin sucesión. Así quedaba su sobrino excluido en todo caso. Y firmó y fechó el pliego. Luego tomó el infolio, volvió a leer la historia anterior y la completó con los sucesos de los últimos días, terminando con un pequeño discurso a su sobrino que chorreaba sarcasmo.
"Prueba tu fortuna —escribió— ¡Lástima que yo no viva cuando te llegue la vez! ¡Me hubiera gustado tanto verlo!..."
Y secó cuidadosamente la tinta húmeda, cerró el cuaderno y lo depositó en el cajón junto a los otros recuerdos: el collar de la princesa, la mandrágora de los Gontram, el cubilete de dados, la blanca tarjeta atravesada por la bala que extrajo del bolsillo del conde Geroldingen. «Mascota» se leía sobre ella. Y encima estaba el trébol de cuatro hojas. Y alrededor, coagulada, negra, se adhería la sangre.
Se acercó a un cortinaje, desató uno de los cordones de seda y cortó un trozo que metió en el cajón con los otros objetos. «Mascota —repitió riendo—. Ça porte bonheur pour la maison».
Examinó las paredes, y subido en una silla, descolgó de un recio clavo, con gran esfuerzo, un gran crucifijo de hierro que colocó cuidadosamente sobre el diván.
—Perdona —dijo con una mueca— que te desaloje. Es sólo por un rato; sólo por un par de horas. Tendrás un digno sustituto.
Hizo una lazada y la echó sobre el clavo. Tiró para convencerse de que estaba bien fuerte.
Y se subió a la silla por segunda vez.
* * *
Por la mañana temprano le descubrieron los gendarmes. La silla estaba volcada, pero sobre ella se apoyaba aún un pie del muerto. Parecía como si en el último momento se hubiese arrepentido de su acción y hubiese tratado de salvarse. El ojo derecho, muy abierto, dirigía hacia la puerta una mirada oblicua, y la lengua, hinchada, azul, pendía muy larga.
Estaba horrible.