CAPÍTULO X

Que explica cómo Alraune fue la ruina de Wolf Gontram.

El doctor Mohnen no fue el único que por aquel tiempo cayó bajo las ruedas de la magnífica carroza de Su Excelencia. El consejero se apoderó completamente del Banco Popular Hipotecario, ya desde mucho tiempo atrás bajo su influencia, y al mismo tiempo del Control de las Uniones de Prestamistas, extensamente difundidas por el país, y que, bajo la bandera clerical, llevaban hasta la última aldea sus pequeñas cajas de ahorro, lo que no dejó de costarle trabajo, pues muchos antiguos empleados se opusieron al nuevo régimen, que les quitaba toda independencia. El abogado Manasse, que en unión del consejero Gontram condujo las transacciones como asesor jurídico, intentó suavizar muchas asperezas, sin poder impedir que Su Excelencia procediera sin contemplaciones, arrancando buenamente todo lo que le parecía superfluo, y obligando, por medios bastante dudosos, a cajas de ahorros y sociedades de crédito que aún quedaban independientes a unirse a él. Su poder se extendía hasta más allá de la región industrial y todo lo que con el suelo tenía relación, carbones y metales, fuentes minerales, saltos de agua, solares y edificios, agrupaciones agrarias, construcción de carreteras, pantanos y canales, dependía de él más o menos directamente. Desde que Alraune estaba de vuelta en casa, metió mano en todo con menos escrúpulo que nunca, seguro de antemano de su éxito. Ya no guardaba ninguna consideración, ni se detenía ante obstáculo alguno, ni le refrenaban cavilaciones. Largas páginas de su infolio hablan de todos aquellos negocios. Evidentemente le complacía establecer con minuciosidad todo lo que hablaba en contra de una empresa, cuán extraordinariamente pequeña era la posibilidad de un éxito, para apoderarse con tanta más seguridad de ella, atribuyendo el triunfo finalmente al extraño ser que en su casa moraba. Muchas veces se dejaba aconsejar por ella sin confiarle detalle alguno, preguntando tan sólo: «¿Se debe hacer esto?», haciéndolo si ella asentía, abandonándolo si denegaba. Hacía tiempo que parecía que las leyes habían dejado de existir para el anciano. Si antes pasaba largas horas discutiendo con sus abogados para encontrar un atajo, una puerta falsa, con motivo de cualquier asunto especialmente enmarañado, y había estudiado todas las lagunas posibles de la Legislación, para sostener jurídicamente con mil artimañas muy malas acciones, ya hacía tiempo que no le interesaban esas fruslerías. Confiado en su poder y en su mente, rompía, con bastante frecuencia, el Derecho. Sabía bien que nunca surgiría un juez donde no hubiera querellante. Cierto que sus pleitos se amontonaban, multiplicándose las denuncias ante los Tribunales: unas veces, anónimas; otras, firmadas. Pero sus relaciones se habían extendido mucho. Tanto la Iglesia como el Estado le protegían: podía decirse que se tuteaba con ambos. Su voto era decisivo en la asamblea provincial, y la política del palacio arzobispal de Colonia, que él casi sostenía materialmente, le ofrecía un seguro aún mejor. Hasta Berlín se extendían sus redes, y la alta condecoración que una mano augusta había colgado de su cuello con motivo de la inauguración del monumento imperial, era una buena prueba de ello. Era cierto que había contribuido con una alta suma a la suscripción para ese monumento; pero la ciudad, en cambio, había tenido que comprarle bien caro el terreno sobre el cual se alzaba el monumento. Sus títulos, su venerable ancianidad, sus reconocidos servicios a la ciencia… ¿Qué abogadillo se hubiese atrevido a proceder contra él?

Algunas veces el mismo consejero había instado a que se le instruyera sumario; y las denuncias, realmente exageradas, estallaron como pompas de jabón. Así nutrió el escepticismo de los Tribunales contra los denunciantes, hasta el punto que, una vez que un joven asesor, en un asunto tan claro como la luz del día, quiso proceder contra Su Excelencia, el primer fiscal, sin echar siquiera una ojeada sobre las actas, exclamó: «¡Tonterías de litigantes! Ya conocemos esto, y no nos vamos a poner en ridículo».

El querellante era el director provisional del Museo de Wiesbaden, que había comprado al consejero todo cuanto le había presentado de sus excavaciones, y ahora, sintiéndose engañado, le acusaba públicamente de falsificador. El Tribunal no aceptó la querella, pero se la comunicó al consejero, que se defendió bien, publicando en su órgano, el suplemento dominical de la Gaceta de Colonia, un hermoso artículo titulado «Higiene de los museos», y, sin rebatir ninguno de los cargos que se le habían hecho, atacaba con tanta saña al director, le destruía de tal modo, presentándole, como ignorante y cretino, que el pobre director quedó por los suelos. Y todavía apretó más la llave, puso sus engranajes en movimiento, y a las pocas semanas era otra persona la que dirigía el Museo. El primer fiscal asintió complacido al leer la noticia en los periódicos, que tendió el asesor, diciéndole:

—Lea usted, colega. Dé usted gracias a Dios, por haberme preguntado a tiempo, librándose de hacer una tontería suicida.

El asesor dio las gracias, pero no quedó satisfecho.

* * *

Trineos y automóviles corrían hacia la «Lese», donde se celebraba el gran baile de carnaval de la buena sociedad el día de la Candelaria. Sus Altezas estaban allí y, en torno a ellas, todo lo que en la ciudad tenía uniforme, o bandas, o gorros multicolores, más los señores de la Universidad, de los Tribunales, del Gobierno y del Ayuntamiento, y, por último, la gente rica, los consejeros de comercio y los grandes industriales. Todos iban disfrazados. Sólo a las madrinas de baile se les permitía la falsa española. Incluso los señores ancianos tuvieron que dejarse el frac en casa y aparecieron de dominó negro.

El consejero Gontram presidía la gran mesa de Su Excelencia; él conocía la vieja bodega y sabía procurarse las mejores marcas. Allí estaba la princesa Wolkonski con su hija Olga, condesa de Figueira y Abrantes, y con Frieda Gontram, que había venido aquel invierno de visita; y además, el abogado Manasse, unos cuantos profesores y alumnos privados de la Universidad, otros tantos oficiales, y el consejero mismo, que por primera vez llevaba a su hija a un baile.

Alraune vino vestida de señorita de Maupin, con el traje de muchacho del cuadro de Beardsley. Había abierto los armarios de la casa de ten Brinken, revuelto viejas cajas y baúles, hasta encontrar un montón de hermosos encajes de Mecheln, que habían sido de la bisabuela. Seguro que en todos estos magníficos vestidos de encaje así como en los de las hermosas damas había lágrimas vertidas por las pobres costureras en sus húmedas buhardillas. El descocado traje de Alraune estaba húmedo aún por las recientes lágrimas de la reprendida modista, que no acababa de hacerse cargo de sus caprichos; de la peinadora, a quien había pegado por no saber peinarle y colocarle como era debido los chi-chis, y de la pequeña doncella, que al vestirla la había pinchado sin querer con un largo alfiler. ¡Oh, era un tormento, aquella muchacha de Gautier, en la extraña interpretación del artista inglés! Pero cuando estuvo lista, cuando el caprichoso joven con sus altas botas y su linda espada cruzó el salón, no había ojos que no le siguieran ávidamente: los de los jóvenes, los de los viejos, los de los caballeros y los de las damas.

El caballero de Maupin compartía con Rosalinde su éxito. Rosalinde —la de la última escena— era Wolf Gontram, y nunca había visto la escena otra tan hermosa, ni en el tiempo de Shakespeare, cuando gallardos mancebos hacían los papeles de mujer, ni más tarde, cuando Margaret Hews, la amante del príncipe Rupert, encarnó por primera vez la bella figura de «Como gustéis». Alraune había vestido al joven. Con infinito trabajo le había enseñado cómo debía andar y bailar, mover el abanico y sonreír. Y así como ella parecía un efebo y una doncella, en la vestidura de Beardsley, cuya frente hubieran besado al mismo tiempo Hermes y Afrodita, Wolf Gontram no encarnaba peor la figura de su gran compatriota, el que escribió los sonetos. Y en su vestido de cola, de brocado rojo tornasolado de oro, parecía una hermosa doncella, al mismo tiempo que un efebo.

Quizá lo entendiera así el viejo consejero. Quizá, el pequeño Manasse; quizá también, un poco, Frieda Gontram, cuyas rápidas miradas revoloteaban de uno a otro; pero nadie más en aquella inmensa sala de la «Lese», de cuyo techo colgaban pesadas guirnaldas de rosas rojas, entendió nada.

Pero todos notaron que era algo extraordinario, de un valor particular.

Su Alteza Real hizo llamarlos por su ayudante, y bailó con ellos el primer vals, primero como caballero, con Rosalinde, y luego como dama, con el caballero de Maupin. Y batió palmas cuando, en el minueto, aquella creación de Thèophile Gautier se inclinó coquetamente ante el lindo sueño de Shakespeare. Su Alteza Real misma era una sobresaliente bailarina, la primera en los campos de tenis y la mejor patinadora de la ciudad. Por su gusto, en toda la noche no hubiera hecho otra cosa que bailar con ambos. Pero la multitud reclamaba también sus derechos, y la señorita de Maupin y Rosalinde cambiaron frecuentemente de pareja, siendo tan pronto estrechados por los musculosos brazos de los jóvenes, como oprimidos contra el ardiente seno de las bellas mujeres.

El consejero Gontram miraba indiferente. El bol de ponche de Trier, que estaba preparando, tenía visiblemente más interés para él que los éxitos de su hijo. Intentó contarle a la princesa Wolkonski la larga historia de un monedero falso; pero Su Alteza no le prestaba atención. Compartía el regocijo y el satisfecho orgullo de Su Excelencia, y se tenía por partícipe en la obra de haber traído al mundo aquel ser: su ahijada Alraune. Sólo el pequeño Manasse estaba contrariado, maldiciendo y refunfuñando para sí.

—No debías bailar tanto, muchacho —le dijo a Wolf con un bufido—. Debías preocuparte más de tus pulmones.

Pero el joven Gontram no le hacía caso.

La condesa Olga se levantó de un salto y corrió hacia Alraune:

—¡Mi lindo caballero! —murmuró.

Y el efebo de los encajes:

—¡Ven, ven, pequeña Tosca!

Y la hizo girar vertiginosamente por la sala, sin dejarla apenas tomar aliento; volvió a llevarla a la mesa y la besó en la boca.

Frieda Gontram bailaba con su hermano y le contemplaba con sus inteligentes ojos grises.

—¡Lástima que seas mi hermano!

Él no la comprendía:

—¿Por qué? —preguntó.

Y ella, riéndose:

—¡Oh, qué tonto! Por otra parte, en el fondo, tienes razón con tu pregunta, porque realmente eso no es impedimento ninguno: ¿no es verdad? Sucede que los harapos morales de nuestra necia educación cuelgan todavía como balas de plomo de nuestros faldones, para mantenerlos bien tirantes, como es debido. No es nada más que esto, mi lindo hermanito.

Pero Wolf Gontram no comprendió ni una sola sílaba; y ella le dejó riendo y tomó el brazo de la señorita ten Brinken.

—Mi hermano —le dijo— es una muchacha más bonita que tú; pero tú eres un chico más dulce.

—Y a ti, rubia abadesa —rio Alraune—, te gustan los chicos más guapos.

Ella contestó:

—¿Qué puede pedir Eloísa? Ya sabes lo mal que le fue a mi pobre Abelardo, que era esbelto y delicado como tú. Así aprende una a conformarse. Pero a ti, que pareces un extraño sacerdote de una nueva doctrina, nadie te hará mal.

—Mis encajes son antiguos y venerables —contestó el caballero de Maupin.

—Y así cubren mejor el dulce pecado —dijo riendo la rubia abadesa.

Y tomando un vaso:

—¡Bebe, dulce joven!

La condesa vino ardorosa y con los ojos implorantes:

—¡Déjamelo —instaba a su amiga—, déjamelo!

Pero Frieda Gontram sacudió la cabeza:

—No —dijo duramente—, a éste no. Nos lo disputaremos, si quieres.

—Me ha besado —quiso hacer valer Tosca.

Y Eloísa, burlona:

—¿Crees que a ti sola, en toda la noche?

Y volviéndose a Alraune:

—¡Decide, París mío! ¿A quién quieres tú, a la dama del mundo o a la del claustro?

—¿Hoy? —preguntó la señorita de Maupin.

—Hoy, y tanto tiempo como tú quieras —exclamó la condesa Olga.

El doncel de los encajes se echó a reír.

—Yo quiero a la abadesa y también a la Tosca —y corrió hacia el rubio teutón que se pavoneaba en su rojo traje de verdugo, con una enorme hacha de cartón al hombro.

—¡Cuñado! —le dijo—. Tengo dos mamás. ¿Quieres degollarlas a las dos?

El estudiante se irguió remangándose las mangas.

—¿Dónde están? —rugía.

Pero Alraune no tuvo tiempo de contestar. El coronel del 28º regimiento la sacó a bailar el two-step.

El caballero de Maupin se acercó a la mesa de los profesores.

—¿Dónde están tu Albert y tu Isabella? —preguntó el profesor de literatura.

—Mi Albert, señor examinador, anda por la sala en dos docenas de ejemplares. Y a Isabella —y giró los ojos en torno a Isabella—, os la voy a mostrar en seguida.

Y se acercó a la hijita del profesor, una chiquilla tímida de quince años que la miraba admirativamente con sus grandes ojos azules.

—¿Quieres ser mi paje, jardinerita? —preguntó.

—Con mucho gusto, si tú quieres.

—Serás un paje cuando yo sea una dama —la instruyó el caballero de Maupin—. Y cuando vaya de hombre, serás mi doncella.

Y la pequeña asintió.

—¿Aprobada, señor profesor? —dijo Alraune riéndose.

Summa cum laude —confirmó el profesor—. Pero prefiero que me dejes en paz a mi pequeña Trude.

—Y ahora pregunto yo —exclamó la señorita ten Brinken, dirigiéndose al pequeño y gordinflón botánico—. ¿Qué flores florecen en mi jardín, señor profesor?

Y éste, que conocía bien la flora de Ceilán, respondió:

—Rojos hibiscos, lotos dorados, y blancos y brillantes chalimagos.

—¡Falso! —exclamó Alraune—. Completamente falso. ¿Lo sabes tú, tirador de Haarlem? ¿Qué flores crecen en mi jardín?

El profesor de Historia del Arte la miró fijamente, mientras en sus labios temblaba una ligera sonrisa.

Les fleurs du mal —dijo—. ¿Acierto?

—¡Sí! —exclamó la señorita de Maupin—. Pero no florecen para vosotros, sabios míos: tendréis que aguardar un rato hasta que yazgan disecadas en los libros o debajo del barniz de un cuadro.

Y sacando su linda espadita, saludó, juntando los altos tacones e inclinándose. Estaba bailando unos compases con el barón de Manteuffel, cuando oyó la clara voz de Su Alteza Real y se aproximó rápidamente a su mesa.

—¡Condesa Almaviva! ¿Qué queréis de vuestro fiel querubín?

—Estoy muy descontenta de él —dijo la princesa—. Se ha merecido un par de azotes. ¡Vagar por la sala de un Fígaro a otro!

—¡Sin olvidar las Susanas! —dijo riendo el príncipe consorte.

Alraune ten Brinken hizo un pucherito.

—¿Qué puede hacer un pobre muchacho que nada sabe de la maldad del mundo?

Y riendo arrancó al ayudante, que estaba ante ella, disfrazado de Franz Hals, el laúd. Preludió, apartándose un par de pasos, y comenzó a cantar.

Vosotros, que del corazón sus penas conocéis,

decidme, ¿es esto el Amor? ¿Lo sabéis?

—¿A quién quieres pedir consejo, mi querubín? —preguntó la princesa.

Y Alraune contestó:

—¿Es que no lo sabe mi condesa Almaviva?

Su Alteza Real, dijo, riéndose entonces:

—Eres muy descarado, paje mío.

—Como cumple a un paje —respondió el querubín.

Y retirando los encajes de la manga de la princesa, le dio un largo beso en la muñeca.

—¿Quieres que te traiga a Rosalinde? —murmuró. Y leyó la respuesta en sus ojos.

Rosalinde pasó junto a ellos bailando. Aquella noche no la dejaban descansar un momento. El caballero de Maupin se la quitó a su pareja y la condujo por la escalinata ante la mesa de Sus Altezas.

—¡Dadle de beber! —exclamó—. Mi amada se desmaya.

Y tomó la copa que la princesa le tendía y la llevó a los rojos labios del joven. Luego, volviéndose al príncipe consorte:

—¿Quieres bailar conmigo, feroz conde del Rin?

El rio ásperamente, mostrándole las formidables botas de montar con sus enormes espuelas:

—¿Crees que se puede bailar con esto?

—Haz la prueba —insistió ella, tomándolo del brazo y arrancándolo de su asiento—. Ya saldrá; pero no me pises ni me estrujes, rudo cazador.

El príncipe lanzó una dubitativa mirada a la delicada muchacha de los encajes perfumados, y calzando rápidamente sus grandes guantes de gamuza, exclamó:

—Probemos entonces, pajecillo.

Alraune le tiró un beso a la princesa y atravesó la sala valsando con el recio príncipe. Las gentes les abrían paso y todo fue bastante bien. Él la levantaba en alto, la sacudía en el aire, hasta hacerla gritar. De pronto las largas espuelas se enredaron y ambos cayeron pesadamente al suelo. Al momento volvió a levantarse ella y le tendió al príncipe la mano.

—¡Arriba, señor conde! —gritó—. Yo no puedo levantarte a tirones.

Él irguió el tronco, pero al querer apoyar el pie derecho, un rápido ¡ay! se escapó de su boca. Apoyándose en su mano izquierda, trató otra vez de incorporarse, pero no pudo. Un violento dolor en el pie se lo impedía.

Grande y fuerte, yacía en medio de la sala sin poder levantarse. Algunos se acercaron intentando sacarle las enormes botas que le cubrían toda la pierna. Pero tan aprisa se había hinchado el pie, que no fue posible, y hubo que rasgar con un cuchillo el recio cuero. El profesor doctor Helban, el ortopédico que le reconoció, pudo diagnosticar una fractura.

—Se acabó el baile por hoy —refunfuñó el príncipe.

Alraune estaba ante el círculo de personas que le rodeaba, el rojo verdugo se colocó a su lado. De pronto se acordó de una cancioncilla que había oído cantar a los estudiantes por las noches.

—Dime —preguntó— ¿cómo es aquella canción de los campos, los bosques y sus fuerzas?

El larguirucho teutón, que llevaba una buena tajada encima, tragó una bocanada de aire con la misma perfección que un tragaperras la consiguiente moneda, y, levantando su hacha de verdugo, empezó a berrear:

«Cayó sobre una piedra.

Cayó sobre una —la, la, la—.

Cayó sobre una piedra.

Rompiose tres costillas.

Y los campos y los bosques y sus fuerzas

se rompieron y también —la, la, la— su derecha.

Se rompió su pierna derecha».

—Calla, ¿te has vuelto loco? —le susurró un compañero. Entonces calló. Mas el noble caballero, agradeciéndole su serenata, le dijo:

—Lo de las tres costillas te lo podías haber ahorrado, con una pierna rota tengo ya suficiente.

Le condujeron en un sillón hasta su trineo; con él abandonó la sala la princesa, malhumorada por aquel incidente.

* * *

Alraune buscó a Wolf Gontram, que seguía sentado junto a la mesa abandonada ya por Sus Altezas.

—¿Qué ha dicho ella? —preguntó rápidamente—. ¿Qué ha hecho?

—No lo sé —contestó Wolf.

Alraune le arrebató el abanico y le golpeó el brazo con violencia.

—Lo sabes. Tienes que saberlo y debes decírmelo.

Él sacudía la cabeza:

—¡Pero si no lo sé! ¡De verdad que no lo sé! Me ha dado de beber, me ha acariciado los rizos de la frente y creo que me ha estrechado la mano. Pero no puedo decir lo que ha dicho porque no sé nada de ello. De vez en cuando yo decía: «¡Sí, sí!», sin enterarme de lo que ella hablaba, estaba pensando en otra cosa.

—Eres horriblemente tonto —dijo la señorita ten Brinken en tono de reproche—. Ya has vuelto a soñar. ¿En qué estabas pensando?

—¡En ti! —repuso él.

Y Alraune dio una patadita de enfado.

—¡En mí, en mí! Siempre en mí. ¿Por qué piensas siempre en mí?

Los grandes y profundos ojos del joven se fijaron en ella suplicantes:

—No puedo hacer otra cosa.

La música preludió, interrumpiendo el silencio que la retirada de Sus Altezas había causado. «Las rosas del Sur» resonaron blandas y acariciadoras. Ella le cogió de la mano:

—Ven, vamos a bailar.

Y giraron en medio de la sala aún vacía.

El profesor de Historia del Arte, con sus barbas grises, que los contemplaba, trepó a una silla gritando:

—¡Silencio! Vals extraordinario para el caballero de Maupin y su Rosalinde.

Cientos de miradas cayeron sobre la linda pareja. Alraune lo notó y cada paso que daba lo hacía con la conciencia de que era admirada. En cambio Wolf Gontram no notaba nada; sólo sabía que estaba en los brazos de ella, arrastrado por la suave cadencia. Y sus grandes y negras pestañas se entornaron sombreando sus profundos ojos soñadores.

El caballero de Maupin dirigía, seguro, consciente, como un esbelto paje acostumbrado desde la cuna al liso pavimento del salón. Con la cabeza ligeramente inclinada, su mano izquierda sostenía dos dedos de Rosalinde, apoyada al mismo tiempo en el pomo dorado de la espada, cuya contera levantaba la capa de encaje. Sus rizos empolvados saltaban como serpientes de plata y una sonrisa entreabría sus labios y mostraba sus brillantes dientes.

Rosalinde obedecía a la ligera presión. La roja y dorada cola de su vestido se deslizaba por el suelo y su figura surgía de ella como una exquisita flor. Sobre la nuca y colgando pesadamente de su sombrero caían las grandes y blancas plumas de avestruz.

Lejos de la realidad, abstraído de todo lo presente, giraba alrededor de la sala, bajo las guirnaldas de rosas, una y otra vez.

Los invitados se apretujaban en torno a ellos, los de detrás subidos a las mesas y a las sillas, contemplándolos en silencio.

—Mi enhorabuena, Excelencia —murmuró la princesa Wolkonski.

Y el consejero respondió:

—Gracias, Alteza. Nuestros esfuerzos de entonces no fueron inútiles.

Cuando el caballero condujo a su dama a través del salón, Rosalinde abrió los ojos y lanzó una silenciosa mirada de asombro a la muchedumbre que los envolvía.

—Shakespeare se pondría de rodillas si viera a esta Rosalinde —declaró el profesor de Literatura.

En la mesa inmediata, el pequeño Manasse gritaba al consejero Gontram:

—¡Levántese usted, colega! ¡Mire usted! Vea usted a su hijo, mira igual que miraba su esposa de usted.

El viejo consejero se quedó tranquilamente sentado y probó una nueva botella de vino selecto de Herzig.

—No me acuerdo ya de cómo era —dijo con indiferencia. Oh, se acordaba muy bien, pero ¿qué les importaba a los demás sus sentimientos?

Los dos bailaban a lo largo del salón. Los blancos hombros de Rosalinde subían y bajaban más aprisa y sus mejillas se coloreaban. Pero el caballero de Maupin seguía sonriendo bajo sus rizos empolvados con la misma seguridad, agilidad y gracia.

La condesa Olga se arrancó los rojos claveles que adornaban su cabello y se los arrojó a la pareja.

Y el caballero de Maupin los recogió en el aire, se los llevó a los labios y saludó. Y entonces todos les lanzaron flores, tomándolas de los floreros de las mesas, arrancándolas de los vestidos o de los cabellos. Y ambos siguieron bailando bajo una lluvia de flores, arrastrados por el ligero ritmo de «Las rosas del Sur».

La orquesta recomenzaba una y otra vez; los músicos, embotados, cansadísimos por aquel inacabable tocar durante todo el invierno diariamente, parecieron despertar y miraban hacia la sala, curvados sobre la balaustrada de la galería. La batuta del director se movía más ligera y los arcos de los violines arrancaban sonidos más cálidos. E incansables, Rosalinde y el caballero de Maupin se deslizaban por un mar de flores, colores y sonidos.

El director de la orquesta hizo señal de acabar y el entusiasmo se desbordó entonces. El barón de Platen, coronel del regimiento 28, gritó con voz estentórea desde la galería:

—¡Un viva a la pareja! ¡Por la señorita ten Brinken y por Rosalinde!

Y las copas chocaron y los invitados prorrumpieron en exclamaciones e invadieron la pista rodeando, estrujando casi a los bailarines.

Dos estudiantes de Renania trajeron un enorme cesto lleno de rosas que acababan de comprar abajo a una florista; algunos oficiales de Húsares trajeron champán; Alraune apenas lo probó, mientras que Wolf Gontram, acalorado y ardiendo de sed, bebía vorazmente copa tras copa. Por fin, Alraune, abriéndose paso entre la multitud, le arrastró consigo.

El verdugo rojo estaba sentado en medio de la sala, y estirando el largo cuello hacia la pareja les presentó el hacha:

—Yo no tengo flores —gritaba—, pero yo mismo soy una rosa roja. ¡Cortadme!

Alraune no le hizo caso y condujo a su acompañante por delante de la galería hacia el jardín de invierno. Miró a su alrededor. No se aglomeraban aquí menos personas, y todos les llamaban y les hacían señas de acercarse. Mas ella distinguió entonces tras un pesado cortinaje la puertecilla que salía al balcón.

—¡Oh, esto es mejor!… Ven conmigo, Wölfchen.

Y corrió el cortinón, hizo girar la llave y ya iba a levantar el pestillo cuando una pesada mano contuvo la suya.

—¿Qué busca usted ahí? —gritó una voz ronca.

Alraune se volvió. Era el abogado Manasse en su negro dominó.

—¿Qué busca usted ahí fuera? —repitió.

Ella se desprendió de la fea manaza.

—¿A usted qué le importa? Queremos tomar un poco el fresco.

Manasse asintió con vehemencia.

—Ya me lo imaginaba y por eso les he seguido… Pero no lo harán, no lo harán…

La señorita ten Brinken se irguió y le miró con orgullo.

—¿Y por qué no hemos de hacerlo? ¿Quién nos lo va a impedir? —Involuntariamente bajó él los ojos. Pero no cejó.

—Yo quiero impedírselo…, ¡yo, precisamente! ¿No comprende usted que es una locura? Están ustedes acalorados, casi bañados en sudor. ¿Y quieren salir al balcón, con una temperatura de doce grados bajo cero?

—Pues saldremos.

—Vaya usted sola —aulló él—; me da igual lo que usted haga. Sólo quiero retener al muchacho, a Wolf Gontram.

Alraune le miró de pies a cabeza y abrió la puerta de par en par.

—¡Ajá! —y saliendo al balcón hizo una seña a su Rosalinde—. ¿Quieres salir conmigo, a gozar de la noche? ¿O quieres quedarte dentro en la sala?

Wolf apartó al abogado y se precipitó hacia la puerta. El pequeño Manasse se agarró a él, se asió fuertemente a su brazo, pero Gontram le rechazó de nuevo, en silencio, haciéndole caer contra el cortinaje.

—¡No vayas, Wolf! ¡No vayas! —gritaba el abogado, y su voz ronca sonaba casi como un lamento.

Pero Alraune reía descaradamente.

—¡Adiós, fiel Eckart! ¡Quédate fuera y vigila nuestro Hörselberg! —y cerró la puerta en sus narices y echó dos vueltas a la llave.

El pequeño abogado trató de mirar por los cristales empañados por la escarcha, tiró del pestillo, pateó furioso el suelo. Luego, poco a poco, se fue calmando y volvió a la sala.

—Es el destino —gruñó, y, apretando sus dientes arracimados y mal puestos, se acercó a la mesa de Su Excelencia y se dejó caer en una silla.

—¿Qué le pasa a usted, Manasse? —preguntó Frieda Gontram—. Tiene usted cara de tormenta.

—¡Nada! —gritó él—. ¡Nada absolutamente! Su hermano es un asno. Bueno, y además no se lo beba usted todo, colega… Deme también algo a mí.

El consejero Gontram le llenó el vaso mientras Frieda decía con convicción:

—Sí, creo que es un asno.

* * *

Y ambos, Rosalinde y el caballero de Maupin, anduvieron sobre la nieve y se apoyaron en la balaustrada. La luna llena caía sobre la ancha calle, derramando su dulce luz sobre las barrocas formas de la Universidad, antiguo palacio del Arzobispo; jugaba sobre las vastas superficies blancas de abajo y arrojaba sombras fantásticas sobre las aceras. Wolf Gontram aspiraba aquel aire glacial.

—¡Qué hermoso es esto! —murmuraba señalando con la mano la calle blanca cuyo profundo silencio ningún sonido perturbaba. Pero Alraune ten Brinken le miraba, vio cómo sus blancos hombros brillaban en el claro de luna y que sus grandes ojos tenían el fulgor profundo de dos ópalos negros.

—Eres hermoso —dijo—. Más hermoso que esta noche de luna.

Y las manos de él se desprendieron de la balaustrada de piedra, se tendieron hacia ella y la abrazaron.

—¡Alraune! —exclamaba—. ¡Alraune!

Ella lo toleró un breve momento. Luego se desprendió golpeándole ligeramente la mano.

—No —dijo riendo—, no. Tú eres una muchacha y yo soy un mancebo y te haré la corte.

Miró a su alrededor, tomó una silla que descubrió en un extremo, quitando con su espada la nieve que la cubría.

—Toma, siéntate aquí, hermosa Rosalinde. Por desgracia, eres un poco más alta que yo: así nos igualamos.

Y se inclinó zalameramente, arrodillándose luego.

—¡Rosalinde! —murmuraba—. ¡Rosalinde! ¿Puede robarte un beso un caballero andante?

—¡Alraune!… —comenzó él.

Pero ella se levantó, poniéndole la mano sobre los labios.

—Debes decir «señor mío» —gritó—. Veamos: ¿Puedo robarte un beso, Rosalinde?

—Sí, señor mío —tartamudeó él.

Ella se colocó a su espalda y tomando entre sus manos su cabeza comenzó vacilando:

—Primero las orejas, la izquierda, y luego la derecha. Y ambas mejillas. Y esa nariz tan tonta que he besado muchas veces. Y por fin, fíjate, Rosalinde, tu hermosa boca.

E inclinándose, apoyó su cabeza sobre los hombros de él por debajo del sombrero. Pero volvió a retirarse.

—No, no, linda doncella. Deja las manos quietas. Deben reposar honestamente sobre tu regazo.

Entonces colocó él las manos sobre las rodillas y cerró los ojos. Y ella le besó larga y ardientemente. Pero luego sus dientecillos buscaron sus labios y se hincaron en ellos de tal manera que las gotas de sangre cayeron pesadamente sobre la nieve.

Luego se soltó y de pie ante él contempló la luna con los ojos muy abiertos. Un rápido escalofrío la sobrecogió poniendo un ligero temblor en sus delicados miembros.

—Tengo frío —murmuró, levantando alternativamente los pies—. Mis zapatos de encaje están llenos de esta nieve insoportable.

Y se descalzó para sacudirla.

—Ponte mis zapatos —exclamó él— que son más grandes y más abrigados.

Y rápidamente se los quitó, haciéndole calzárselos.

—¿No es mejor así?

—Sí —rio ella—. Y te daré un beso a cambio, Rosalinde.

Y le besó de nuevo y volvió a morderle mientras la luna iluminaba las rojas manchas sobre el suelo blanco.

—¿Me amas, Wolf Gontram? —preguntó ella.

Y él dijo:

—No pienso en otra cosa sino en ti.

Ella vaciló un momento y preguntó:

—Si yo quisiera ¿saltarías del balcón a la calle?

—Sí.

—¿Y desde el tejado?

Él asintió.

—¿Y desde la torre de la catedral?

Y el volvió a asentir.

—¿Harías todo por mí?

Y él:

—Sí, Alraune, si me quieres.

Ella hizo un mohín con los labios y meció ligeramente las caderas.

—No sé si te quiero —dijo ligeramente—. ¿Lo harías aunque yo no te quisiera?

Los espléndidos ojos de él, aquellos ojos que había heredado de su madre, lucieron con más brillo y más profundidad que nunca. Y allá arriba, la luna sintió envidia de aquellos ojos humanos y se escabulló escondiéndose detrás de la torre de la catedral.

—Sí —contestó él—. También lo haría.

Ella se sentó en sus rodillas y le echó los brazos al cuello.

—Por eso, Rosalinde, por eso quiero besarte por tercera vez.

Y le dio un beso más largo y más ardiente aún.

Y le mordió profunda, locamente. Pero ya no pudieron ver las pesadas gotas sobre la nieve, pues la luna descontenta había escondido su antorcha de plata.

—Ven —murmuró ella—, ven. Tenemos que irnos. Y cambiaron su calzado y sacudieron la nieve de sus vestidos. Y abriendo la puerta, se deslizaron por entre los cortinajes hacia la sala. Los arcos voltaicos los rodearon con su luz chillona y una atmósfera cálida y cargada los envolvió.

Wolf Gontram se tambaleó al dejar caer la cortina y se llevó las manos al pecho. Ella lo notó.

—¡Wölfchen! —gritó.

Él dijo:

—No es nada, una punzadita. Ya ha pasado.

Y cogidos de la mano entraron en el salón.

* * *

Al día siguiente Wolf Gontram no fue a la oficina, ni se levantó de su lecho, donde le retenía una fiebre devoradora. Nueve días pasó así; a veces, delirando, pronunciaba el nombre de ella. Pero ya no volvió a recobrar el conocimiento. Al poco murió de una pulmonía.

Y le enterraron en el nuevo cementerio.

La señorita ten Brinken envió una gran corona de oscuras rosas.