Que versa sobre los enamorados de Alraune y de cómo les fue
Cinco fueron los hombres que amaron a Alraune ten Brinken: Karl Mohnen, Hans Geroldingen, Wolf Gontram, Jakob ten Brinken y Raspe, el chauffeur.
De todos ellos habla el infolio, y de todos ellos hay que hablar en esta historia de Alraune.
Raspe, Mathieu Maria Raspe, vino con el Opel que la princesa Wolkonski regaló a Alraune al cumplir ésta sus diecisiete años. Había servido en Húsares, y, de vez en cuando, tenía que ayudar al viejo cochero a cuidar los caballos. Era casado y tenía dos niños. Lisbeth, su mujer, se encargaba del lavado en la casa de ten Brinken. Vivían en la casita que estaba junto a la biblioteca, inmediatamente junto a la cancela de hierro del patio.
Mathieu, era rubio, grande y fuerte; sabía su oficio, y tanto los caballos como la máquina obedecían al empuje de sus músculos. Por la mañana temprano ensillaba el potro irlandés de su señorita y esperaba en el patio. Ésta descendía lentamente por las escaleras de la casa señorial, vestida de muchacho, con botas de cuero amarillo, un traje de montar gris y una gorrilla de visera sobre los cortos rizos. No utilizaba el estribo para subir, sino que le hacía extender las manos a Mathieu y subida en ellas, permanecía así unos minutos antes de montar. Luego fustigaba al animal, que saltaba y se precipitaba por la abierta cancela. Mathieu Maria se veía y se deseaba para montar su pesado alazán y seguir en él al potro de Alraune.
Lisbeth cerraba tras ellos la puerta, apretando los labios y siguiéndolos a los dos con la mirada: a su marido, a quien amaba, y a la señorita ten Brinken, a quien aborrecía.
En cualquier parte, en las praderas, se detenía Alraune y le dejaba acercarse.
—¿A dónde vamos hoy, Mathieu Maria?
Y él contestaba:
—Donde mande la señorita.
Ella volvía el caballo y seguía galopando.
—¡Hopp, Nellie! —gritaba.
Raspe odiaba esas cabalgaduras matinales no menos que su mujer. Era como si sólo la señorita cabalgara, como si él sólo fuera un comparsa, un adorno del paisaje, como si para su ama no existiera. Cuando por breves momentos se ocupaba de él, todavía le resultaba más desagradable, pues no lo hacía sino para exigirle algo extraordinario. Se detenía junto al Rin y esperaba tranquilamente a que él se acercara. El chauffeur cabalgaba lentamente, sabiendo que ella tenía algún capricho y con la esperanza de que entre tanto se le olvidara. Pero Alraune nunca olvidaba un capricho.
—Mathieu María —decía ella—, ¿quieres que pasemos el río a nado?
Él ponía objeciones, sabiendo de antemano que de nada iban a servir. La otra orilla era demasiado escarpada, decía, y no sería posible trepar por ella; y la corriente era allí tan rápida y… Se indignaba. ¡Todo lo que la señorita hacía era tan sin sentido!… ¿Por qué atravesar el río a nado? Se mojaba uno y tiritaba, y podía darse por contento si no pescaba un constipado. ¡Y además, que se corría el peligro de ahogarse! Y todo para nada. Absolutamente para nada. Pero él había decidido permanecer allí y dejarla sola con sus locuras. ¿Qué le importaban a él, que tenía mujer e hijos?…
Llegaba hasta aquí con sus pensamientos, pero poco después se encontraba ya cruzando el río, sobre el pesado caballo mecklemburgués; y buscaba, penosamente, un medio de alcanzar la orilla por entre las rocas; se sacudía la ropa maldiciendo, y trotaba tras de su señora, que apenas se dignaba dirigirle una rápida mirada burlona.
—¿Te has mojado, Mathieu Maria?
Él callaba, herido en su amor propio y malhumorado. ¿Por qué le llamaba siempre por su nombre de pila y le hablaba de tú? Él era Raspe, era chauffeur y no un mozo de mulas. Su cerebro encontraba una docena de buenas respuestas, pero su boca callaba.
O bien, cabalgaba hacia el picadero donde los húsares hacían ejercicios. Esto era peor todavía; muchos oficiales y suboficiales le conocían desde sus tiempos de servicio en el regimiento; y el barbudo sargento del segundo escuadrón solía dirigirle siempre palabras burlonas.
—¿Qué hay, Raspe? ¿Otra vez por aquí, a dar unas vueltecitas?
—Que el diablo se lleve a esa loca —gruñía Raspe.
Pero cabalgaba detrás de ella cada vez que Alraune cargaba hacia algún lado.
Luego venía el conde Geroldingen, el comandante, en su yegua inglesa, y conversaba con la señorita. Raspe se quedaba atrás, pero ella hablaba tan alto, que era posible oírla todo:
—¿Qué le parece a usted mi escudero, conde?
El comandante se echaba a reír.
—Magnífico, digno del joven príncipe.
Raspe hubiese abofeteado a éste, a la señorita, al sargento y a todo el escuadrón, que le miraba con una mueca de burla; y se avergonzaba y se ponía rojo como un chico de la escuela.
Pero aún era peor cuando salía con ella en automóvil, por las tardes. Sentado frente al volante, miraba de reojo hacia la puerta y respiraba, aliviado, si alguien le acompañaba, y reprimía una maldición al verla salir sola. Muchas veces enviaba a su mujer para que se enterara si iba a pasear sola, y si era así, quitaba rápidamente al motor un par de piezas, se echaba de espaldas en el suelo y frotaba y engrasaba como si estuviera reparando algo.
—Hoy no podemos salir, señorita —le decía. Y reía, complacido, cuando la veía salir del garaje.
Pero pronto cambiaron las cosas. Ella se quedaba esperando, sin decirle nada, pero a él le parecía que había comprendido su treta. Y, lentamente, volvía a atornillar sus tuercas.
—¿Listo? —preguntaba ella. Y él asentía.
—¿Ves tú? Todo sale mejor cuando yo estoy aquí, Mathieu Maria.
Muchas veces, de vuelta de aquellos paseos, cuando había guardado el Opel en el cobertizo, sentado a la mesa que su mujer había puesto ya, temblaba; estaba pálido y con los ojos fijos mirando al frente. Lisbeth no le preguntaba nada; ya sabía lo que pasaba.
—¡Maldita mujer! —murmuraba el chauffeur.
Su esposa le traía entonces los niños, rubios y de ojos azules, con sus limpias batas, los sentaba en sus rodillas, y entre ellos su espíritu se aligeraba y volvía a ponerse alegre.
Cuando los niños estaban ya en la cama, cuando él se sentaba fuera, en el banco de piedra, y fumaba su cigarro, o cuando paseaba con su mujer por las calles de la aldea o por el jardín de los Brinken, comentaba con su esposa:
—Esto no puede acabar bien. Me acosa y me acosa, ninguna marcha es bastante rápida para ella. Catorce denuncias en tres semanas…
—No eres tú el que tiene que pagarlas… —le decía su mujer.
—No, pero me estoy desacreditando en todas partes. Los policías, apenas ven el coche blanco y la matrícula I. Z. 937, ya están tirando de cuaderno —y riéndose—. Con el número no se equivocan. Y las denuncias nos las tenemos bien merecidas.
Se callaba, jugueteando con una llave que sacaba del bolsillo. Su mujer le tomaba del brazo y, quitándole la gorra, le pasaba la mano por sus revueltos cabellos.
—¿Sabes qué es lo que quiere? —preguntaba, procurando que al hacerlo su voz sonara indiferente e inofensiva.
Raspe sacudía la cabeza.
—No lo sé, mujer, no lo sé. Es que está loca. Y tiene ese maldito carácter, que le obliga a hacer todo lo que ella quiere, aun cuando uno se resista y sepa que es una barbaridad. Hoy…
—¿Qué ha hecho hoy?
—¡Oh, lo de costumbre, nada más! No puede ver que otro automóvil vaya delante de nosotros; tiene que alcanzarlo en seguida, aun cuando tenga treinta caballos más que el nuestro. «¡Cázalo, Mathieu Maria!», me dice, y si vacilo, pone la mano sobre mi brazo, y salimos disparados como si el diablo mismo llevara el volante.
Y sacudiéndose la ceniza que había caído en su pantalón, suspiraba.
—Siempre se sienta junto a mí; esto sólo me pone nervioso. Me pongo a pensar qué locura me va a mandar que haga. Pasar obstáculos es lo que más le divierte: tablas, montones de arena y cosas así. Yo no soy un cobarde, pero algún motivo ha de tener uno para arriesgar así la vida, un día tras otro. «Andando», me dijo el otro día, «a mí nunca me pasa nada». Y se queda tan tranquila cuando a ciento por hora saltamos una cuneta. Bueno, a ella no le pasará nada, pero yo me voy a romper la crisma mañana o pasado.
Su mujer le oprimía la mano:
—Tienes que procurar no obedecerla. Cuando quiera alguna tontería, dile que no. No puede exponer así tu vida; hazlo por mí y por tus hijos.
Y él, mirándola sosegadamente, decía:
—Sí, ya lo sé, mujer. Por vosotros y, a fin de cuentas, también por mí. Pero lo que sucede es que no puedo decirle que no a la señorita. Nadie puede. El señor Gontram corre detrás de ella como un perrito y todos están contentos si pueden satisfacerle sus caprichos más locos. Nadie en la casa puede sufrirla y, sin embargo, todos hacen lo que ella quiere, aun cuando sea la tontería y la locura mayor del mundo.
—No es verdad… Froitsheim, el cochero, no lo hace.
Dio un silbido y contestó:
—Froitsheim… sí, tienes razón. Apenas la ve da media vuelta y se va. Pero tiene noventa años y casi no le queda sangre en el cuerpo.
Su mujer le miraba con los ojos muy abiertos.
—¿Se debe a la sangre eso de que tengas que hacer siempre su voluntad?
Esquivando su mirada ante aquella pregunta, clavó los ojos en el suelo. Pero ella tomó su mano y se lo quedó mirando frente a frente.
—No lo sé, Lisbeth. He pensado en ello tantas veces. Podría ahogarla: cuando la veo me irrito, y cuando no, ando por ahí dando vueltas de puro miedo a que vuelva a llamarme —y escupía en el suelo—. ¡Maldita sea! Ojalá pudiera dejar esta colocación, ojalá no la hubiera aceptado nunca.
Y meditaron, dando mil vueltas al asunto, sopesando cada vez los pros y los contras, hasta llegar a la conclusión de que él, Raspe, debía despedirse. Antes tendría que buscarse otra colocación. Mañana mismo iría a la ciudad con ese objeto.
Por primera vez desde hacía meses la mujer de Mathieu Maria durmió tranquila aquella noche; éste, en cambio, no durmió nada.
A la mañana siguiente, pidió permiso y fue a la ciudad a una agencia de colocaciones. Tuvo suerte. El agente le llevó en seguida a casa del consejero de comercio Soenneken, que buscaba un chauffeur, y le presentó. Raspe fue aceptado, recibiendo mejor salario que hasta entonces, y con menos trabajo. Ni siquiera tenía que cuidar de caballos.
Al salir de la casa, el agente le felicitó y Raspe le dio las gracias, con el sentimiento de que no tenía porque darlas; algo así como si sintiera que nunca iba a ocupar aquel puesto.
Pero se alegró al ver los ojos de su mujer resplandeciendo de alegría, mientras él le contaba el caso.
—De manera que dentro de catorce días… —terminó—. ¡Ojalá hubiera pasado ya ese tiempo!
Ella sacudió la cabeza.
—No —dijo con resolución— nada de catorce días. Mañana mismo. Tienen que darte permiso. Habla con el consejero.
—No servirá de nada. Me enviará a la señorita y…
Su mujer le asió de la mano.
—Déjame a mí. Yo misma hablaré con la señorita.
Le dejó y, atravesando el patio, se hizo anunciar. Y mientras esperaba, meditó cuidadosamente todo lo que iba a decir para obtener lo que pedía: marcharse mañana mismo.
Pero nada tuvo que decir. La señorita se limitó a oír que quería marcharse en seguida, asintió y dijo que estaba bien.
Lisbeth volvió corriendo donde estaba su marido y le besó y le abrazó. Sólo una noche y la pesadilla habría pasado. Tenían que hacer rápidamente los baúles y telefonear al nuevo amo de que Raspe podía ocupar su puesto de inmediato. La mujer sacó el viejo cofre de debajo de la cama y comenzó a meter en él cosas a toda prisa.
El marido sacó su caja de herramientas, limpió el polvo y ayudó a la mujer en su tarea, alargándole las prendas. En una pausa fue a la aldea a encargar un carro con el que transportar su ajuar. Y reía contento, por primera vez desde que estaba en casa de los ten Brinken.
Tomaba del hogar un cacharro e iba a envolverlo en un periódico, cuando llegó Aloys, el criado, anunciándole:
—La señorita quiere salir.
Raspe se le quedó mirando, sin hablar palabra.
Su mujer le gritó:
—¡No vayas!
Y él contestó al criado:
—Dígale a la señorita que hoy ya…
No acabó. Alraune ten Brinken estaba en la puerta.
Y dijo:
—Mathieu Maria, estás despedido desde mañana, pero hoy quiero salir.
—Y se marchó.
Raspe la seguía.
—¡No salgas!… ¡No salgas! —le gritaba su mujer.
Y él la oía, sin saber quién le llamaba ni de dónde partía la voz.
Lisbeth se dejó caer pesadamente sobre un banco. Oía los pasos de ambos, que atravesaban el palio, hacia el garaje. Oyó cómo se abría la cancela de hierro, chirriando débilmente sobre sus goznes, y el automóvil que atravesaba la calle de la aldea. Luego el ruido lejano de la bocina.
Era la despedida que su marido le dirigía cada vez que atravesaba la aldea.
Quedó sentada, con las manos en el regazo, y esperó. Esperó hasta que le trajeron. Cuatro campesinos le trajeron, tendido en un jergón, y le depositaron en medio del cuarto, entre cofres y cajas. Le desnudaron y ayudaron a bañarlo, según la prescripción del médico. El cuerpo, largo y blanco, estaba cubierto de sangre, polvo y lodo.
Lisbeth estaba arrodillada junto a él, muda, sin lágrimas. El viejo cochero se llevó a los niños, que lloraban. Luego se fueron los campesinos y por último el médico. Nada le había preguntado ella ni con palabras ni con miradas. Ya sabía la respuesta.
Por la noche, Raspe volvió en sí y abrió los ojos. Reconoció a su mujer y le pidió agua. Ella le dio de beber.
—Todo acabó —dijo débilmente.
—Pero ¿cómo fue?
Él movió la cabeza.
—No sé. La señorita dijo: «Arranca, Mathieu Maria». Yo no quise. Entonces puso su mano sobre la mía y yo la sentí a través del guante. Y arranqué. Ya no sé más.
Hablaba tan débilmente, que ella tuvo que acercar el oído a su boca. Y como callara, preguntó:
—¿Por qué lo has hecho?
De nuevo movió Raspe los labios.
—Perdóname, Lisbeth. Yo… tuve que hacerlo… La señorita…
Lisbeth le miró y el horror resplandeció en sus ojos. Y gritó —¡oh, su lengua expresó el pensamiento casi antes que su cerebro lo concibiera!—, gritó:
—¡Tú la quieres!
Entonces levantó la cabeza apenas una pulgada y murmuró con los ojos cerrados:
—Sí, sí…; yo salí con ella…
Fue lo último que habló. Un profundo desmayo se apoderó de él hasta la madrugada. Siguió una lenta agonía…
Lisbeth se levantó.
Ante la puerta estaba el viejo Froitsheim y ella se echó en sus brazos.
—Mi marido ha muerto —dijo.
Y el cochero se santiguó y quiso entrar en el cuarto. Pero ella le contuvo.
—¿Dónde está la señorita? ¿Vive todavía? ¿Está herida?
Las arrugas del anciano rostro se marcaron más.
—¿Que si vive? ¡Oh, sí, vive!… Ahí está… ¿Herida? Ni un arañazo… Sólo vino un poco sucia.
Y señaló hacia el patio con su artrítica mano.
Allí estaba la esbelta muchacha en su traje de hombre. Levantó el pie, lo apoyó en la mano de un húsar y se echó sobre el caballo.
—Ha telefoneado al comandante que hoy no tenía lacayo y él le ha mandado a su asistente.
Lisbeth corrió hacia el patio.
—¡Ha muerto!… ¡Mi marido ha muerto!…
Alraune ten Brinken se volvió en la silla sacudiendo la fusta.
—Muerto —dijo lentamente—. Muerto… Es verdaderamente una lástima.
—Señorita —gritó Lisbeth—. Señorita, señorita…
Las herraduras golpearon las viejas losas, arrancándoles pequeñas chispas. Nuevamente vio Lisbeth a Alraune trotar por la aldea, con sus bucles de muchacho, con el descaro y la altanería de un príncipe orgulloso. Era un húsar el que ahora la seguía, un húsar del Rey, con su uniforme azul, y no su marido, Mathieu Maria Raspe…
—¡Señorita! —gritaba Lisbeth en su angustia—. ¡Señorita, señorita!…
Desbordando desesperación y odió, acudió al consejero, quien la dejó desahogarse y le dijo que comprendía su dolor y que no quería tomarle a mal nada de lo que hablaba. Estaba dispuesto a pagar un trimestre del sueldo del chauffeur, a pesar del despido. Pero ella debía ser razonable y hacerse cargo de que nadie sino él tenía la culpa de aquella lamentable desgracia.
Lisbeth acudió a la policía y allí no fueron tan corteses. Le dijeron que lo que había pasado era de esperar y que Raspe había sido el conductor más loco de toda la provincia. El castigo era justo y ellos habían cumplido con su deber advirtiéndoselo a tiempo. Su marido tenía la culpa, le dijeron, y que ella debería avergonzarse de querer cargar con ella a la señorita. ¿Iba la señorita al volante? ¿Ayer? ¿En alguna ocasión?
Acudió entonces a un abogado, y luego a otro y a otro. Pero eran gentes honradas y le dijeron que no entablarían el proceso aun cuando les anticipara el dinero. ¡Oh, cierto, todo era posible! ¿Por qué no? Pero ¿tenía pruebas? Ninguna, absolutamente ninguna. Entonces… Debería irse tranquilamente a su casa: nada podía hacerse. Y aun cuando todo fuera como ella decía y se pudiera probar, su marido seguía siendo el culpable, puesto que era un buen chauffeur, práctico en el oficio, y la señorita casi una chiquilla.
Volvió, pues, a su casa. Enterró a su marido en el pequeño cementerio de detrás de la iglesia, recogió su ajuar, lo subió ella misma al carro, tomó el dinero que el consejero le ofrecía y se marchó con sus niños.
Pocos días después ocupó su casa un nuevo chauffeur. Era pequeño y grueso, y bebía mucho. A la señorita ten Brinken no le gustó y apenas salía con él. Nunca tuvieron que denunciarle y la gente decía que era un hombre cabal, mucho mejor que el salvaje Raspe.
* * *
—¡Mariposita! —decía Alraune cuando Wolf Gontram entraba por las tardes en su gabinete. Y los hermosos ojos del joven brillaban, y decía:
—Tú eres la luz.
Y ella:
—Te quemarás tus lindas alitas. Y luego te arrastrarás por el suelo como un feo gusano… Ten cuidado… Wolf Gontram.
Él la miraba y sacudía la cabeza.
—¡Oh, no! Es mejor así.
Y todas aquellas largas tardes revoloteaba en torno a la llama.
Otros dos revoloteaban también, quemándose: uno era Mohnen; el otro, Geroldingen.
Hacerle la corte a Alraune era una cuestión de honor para el doctor Mohnen. «Un buen partido por fin —pensaba—. ¡Ésta es la que me conviene!»
Siempre había estado un poco enamorado de todas las mujeres. Pero ahora tenía sorbido su poco seso, y sentía de una vez, lo que de ordinario no sentía sino ante docenas de mujeres y en el curso de largos años. Y según su costumbre, supuso en su amada sus mismos sentimientos, y se creyó deseado por Alraune, ardiente, febril, infinitamente.
De día le hablaba a Wolf Gontram de su nueva y gran conquista. Le agradaba que el joven marchara cada noche a Lendenich, le consideraba como un emisario y con él enviaba muchos saludos, besamanos y pequeños regalos.
No sólo una rosa…, esto se quedaba para el galán. Él era el amante y tenía que enviar algo más: flores y chocolates, caramelos, bombones, abanicos, cien pequeñeces y naderías. El poco gusto que tenía y que con tanto éxito procuraba imbuir en su protegido, se derritió en la crepitante llama de aquel enamoramiento.
Muchas veces salía con el comandante. Hacía años que eran amigos, y, como ahora Wolf Gontram, el conde Geroldingen solía antes aprovecharse de los tesoros de la ciencia que Mohnen había acumulado y que le repartía a manos llenas contento de poder hacer uso de ellos. Muchas veces salían juntos en busca de aventuras y siempre era el doctor el que anudaba las relaciones, presentando luego al conde, tras el cual se escudaba, y muy frecuentemente era sólo éste el que cogía los frutos maduros del árbol que Mohnen había descubierto. La primera vez había tenido remordimientos de conciencia; se había creído un miserable, atormentándose unos cuantos días y acabando por confesar a su amigo lo que había hecho. Se disculpaba solemnemente. La muchacha se le insinuó de tal manera que no había tenido más remedio que atacar. Y añadía que era mejor que así hubiera pasado, pues, en su opinión, no era ella digna del amor de su amigo. El doctor Mohnen no se daba por enterado, aseguraba que la cosa le era del todo indiferente, poniendo por ejemplo a los indios mayas del Yucatán, que tenían como norma: «Mi mujer es también la mujer de mi amigo». Pero Geroldingen notó que el otro se molestaba; y en adelante nada le dijo cuando le prefería alguna conocida del doctor. De esta manera muchas mujeres de Mohnen lo fueron también del oficial, exactamente como en Yucatán, con la diferencia de que la mayor parte no habían pertenecido nunca al primero. Éste era el ojeador que levantaba y reunía la caza, pero el cazador era Hans Geroldingen. Sin embargo, el húsar era discreto, tenía buen corazón y no quería herir los sentimientos de su amigo; de este modo el ojeador no notó nunca cuándo el cazador disparaba, y se tuvo a sí mismo por el más glorioso Nemrod del Rin.
A menudo decía el doctor Mohnen:
—Venga usted, conde. He hecho una nueva conquista: una inglesa preciosa, descubierta ayer en el paseo. Hoy estamos citados a la orilla del Rin.
—Pero ¿y la Elly? —replicaba el comandante.
—Eliminada —declaraba Mohnen con un gran gesto.
Era maravilloso con qué facilidad podía él eliminar sus pasiones: tan pronto descubría una nueva, terminaba con la antigua, no volviendo a ocuparse más de ella. Y las muchachas no le ofrecían dificultad alguna, en lo cual era mucho más afortunado que el húsar, que sólo con dificultad podía separarse de las mujeres y ellas aún más difícilmente de él. Y eran necesarias toda la energía y todo el arte persuasivo del doctor para arrastrarle hacia una nueva belleza.
Esta vez dijo:
—Tiene usted que verla, comandante. ¡Dios mío, cuánto me alegra de haber salido sano y salvo de todas las aventuras y de no haberme comprometido nunca! Ésta es la verdadera, por fin. Enormemente rica, verdaderamente rica. El viejo consejero tiene más de treinta millones, quizá cuarenta. ¿Eh? ¿Qué dice usted, conde? Y la hijita es una monada, fresca como un ramo de flores. Por lo demás, aquí y en confianza, el pajarito ha caído ya en la red. Nunca me he sentido tan seguro como ahora.
—Sí, pero… ¿Y la señorita Clara? —objetó el comandante.
—Eliminada —declaró el doctor—. Hoy mismo le he escrito una carta en la que le digo que lo siento mucho, pero que a causa de una aglomeración de trabajo no tengo tiempo para ella.
Geroldingen suspiró. La señorita Clara era profesora en un pensionado inglés. El doctor Mohnen la había conocido en un baile cursi y la había presentado a su amigo. Y la señorita Clara amaba al comandante, que abrigaba la esperanza de que cuando él se casara su amigo le sustituiría. Alguna vez había de pensar en casarse, pues sus deudas aumentaban y era preciso sentar de una vez la cabeza.
—Escríbale usted lo mismo —le aconsejó Mohnen—. ¡Dios mío, si yo lo hago, mejor podrá usted hacerlo, como simple amigo! Usted tiene demasiados escrúpulos, hombre, demasiados escrúpulos.
Quería llevarse al comandante a Lendenich, donde debía prestarle relieve frente a la señorita ten Brinken. Y golpeándole ligeramente en la espalda:
—Es usted tan sentimental como un cadete, conde. Yo abandono a una y es usted el que se hace los reproches. Siempre la misma canción. Piense usted lo que hay en juego: la heredera más encantadora de todo el Rin. No caben vacilaciones.
El comandante marchó con su amigo. Y no se enamoró menos de la joven, enteramente distinta, que de todas las que, hasta entonces, le habían ofrecido los besos de sus labios rojos.
Al volver aquella noche a su casa, experimentó la misma sensación de antes, hacía veinte años, cuando por primera vez se apoderó de la adorada de su amigo. Su conciencia no era la de antes, después de haberle engañado tantas veces y con tanto éxito; sin embargo, se avergonzaba. Pues aquélla, aquélla otra, era diferente. Sus emociones ante aquella mujer, casi una niña, eran muy distintas, y —bien lo sabía él— también las de su amigo.
Algo le tranquilizaba. La señorita ten Brinken no aceptaría seguramente al doctor Mohnen, como no lo habían hecho las otras, y aún con más motivo. Que le quisiera a él no le parecía tampoco claro; toda seguridad le abandonó totalmente en presencia de aquella muñequita.
En cuanto al joven Gontram, era evidente que la muchacha, que le llamaba su lindo paje, gustaba de tenerlo junto a sí, pero del mismo modo era evidente que él no era para Alraune sino un juguete sin voluntad. No, ninguno de los dos era un rival, ni el infatuado doctor ni el hermoso joven. Y por primera vez en su vida, el comandante pesó sus probabilidades. Era de buena nobleza y los Húsares del Rey pasaban por ser el mejor regimiento del oeste. Él era esbelto y bien formado, parecía bastante joven —aún cuando estaba a punto de ascender a mayor— era bastante buen dilettante en varias artes, y si había de ser sincero, tenía que reconocer que no hubiera sido fácil encontrar un oficial prusiano de mayores intereses y más cultura que él. La verdad sea dicha, no era sorprendente que mujeres y muchachas se echaran en sus brazos. ¿Por qué no había de hacerlo Alraune? Tendría que buscar largo tiempo antes de encontrar algo mejor, tanto más cuanto que la hija adoptiva de Su Excelencia poseía en enorme medida lo único que él no podía ofrecerle: dinero. Y Geroldingen pensaba que ambos harían una buena pareja.
Todas las tardes iba Gontram a la casa del San Nepomuceno, pero tres veces a la semana por lo menos, llevaba en su compañía al comandante y al doctor. El consejero se retiraba después de la comida; tal vez volvía luego a pasar con ellos una media hora, escuchaba, observaba un poco y volvía a marcharse. A esto le llamaba él reunir muestras. Y los tres enamorados se sentaban en torno a la pequeña y le hacían el amor cada cual a su manera.
Durante una temporada, Alraune gustó de este juego que acabó por aburrirle, pareciéndole demasiado monótono y que era preciso darle más color a los vespertinos cuadros de género de Lendenich.
—Deberían hacer algo —dijo al joven Gontram.
—¿Quién debería hacer algo? —preguntó éste.
Ella se quedó mirándole.
—¿Quién? Los dos: el doctor Mohnen y el conde.
—Diles lo que tienen que hacer y lo harán seguramente.
Alraune le miraba con los ojos muy abiertos.
—¿Lo sé yo? —dijo lentamente—. Ellos son los que deben saberlo —apoyó la cabeza en las manos y se quedó mirando al frente. Al cabo de un rato dijo—: ¿No sería bonito que se batieran, que se mataran a tiros el uno al otro?
—¿Por qué habían de batirse, si son los mejores amigos?
—Eres un chico muy tonto, Wölfchen. ¿Qué tiene que ver que sean buenos amigos o no? Se les podría enemistar.
—Pero ¿para qué? —insistía—. No veo el motivo.
Ella se echó a reír y cogiéndole la rizada cabeza le dio un rápido beso en la nariz.
—No, Wölfchen, motivo no hay ninguno… ¿Para qué?… Pero sería algo nuevo. ¿Quieres ayudarme?
Como él tardara en contestar, ella preguntó de nuevo:
—¿Quieres ayudarme?
Y él asintió.
Aquella velada Alraune y Wolf planearon el medio de instigar al uno contra el otro de manera que tuvieran que batirse. Alraune meditó, pensó planes y discutió un proyecto tras otro. Gontram asentía, siempre un poco sobrecogido. Alraune le tranquilizaba.
—Es poco lo que tienen que hacer… En los duelos corre siempre poca sangre. Y luego se reconcilian y la amistad se consolida.
Tranquilizado, él le ayudó a maquinar el plan, contándole una serie de debilidades de ambos, cuál era la cuerda sensible de uno y cuál la del otro, y así formó ella su pequeño plan. No se trataba de una sutil intriga: todo era bastante sencillo e infantil; sólo dos personas ciegamente enamoradas podían tropezar con aquellos burdos obstáculos. El profesor notó algo e interrogó a Alraune, y como ésta callara, interrogó al joven Gontram y se enteró de lo que quiso, rio y añadió incluso a la trama algunos ingeniosos detalles.
Pero aquella amistad era más sólida de lo que Alraune imaginaba. Más de cuatro semanas tardó en conseguir que Mohnen, tan seguro siempre de su condición de irresistible, llegara al convencimiento de que quizá esta vez tuviera que dejar libre el campo al comandante; y que éste, por el contrario, pensara más y más que no era completamente imposible que esta vez, para variar, fuera el doctor el que obtuviera el triunfo sobre él. «¡Tenemos que hablar de una vez!» —pensaba, y lo mismo creía Mohnen; pero la señorita ten Brinken supo evitar la explicación que ambos deseaban. Una tarde invitaba al doctor y no al comandante; otra vez salía a caballo con el comandante y dejaba esperar al doctor en el paseo. Cada uno se tenía por el favorecido, pero ambos tenían que reconocer que el proceder de la muchacha con respecto al rival no era de completa indiferencia.
Por fin, fue el mismo consejero el que activó la chispa incendiaria. Llamó aparte al jefe de su oficina, le pronunció un largo discurso, diciendo que estaba satisfecho de sus trabajos y que no vería con malos ojos que alguien, tan bien iniciado en los negocios, pudiera sucederle algún día. Cierto que él nunca influiría en las decisiones de su hija; sin embargo, quería prevenirlo: una parte interesada, que no quería nombrar, le combatía sin reparar en medios, difundiendo rumores sobre su vida disipada que habían llegado a oídos de la señorita. Casi el mismo discurso pronunció el consejero ante el comandante, sólo que en él observó que no vería con malos ojos que la suya entroncara con una familia tan distinguida como la de los Geroldingen.
En los días siguientes, ambos rivales evitaron cuidadosamente el encontrarse y redoblaron sus atenciones con Alraune; el doctor especialmente no dejó de cumplir ninguno de sus deseos. Cuando la oyó hablar de su entusiasmo por un collar de siete hilos de perlas encantadoras que había visto en casa de un joyero de la Schildergasse de Colonia, marchó allá en seguida y lo compró. Y al notar a la señorita embelesada un momento con su regalo, creyó haber encontrado seguramente el camino de su corazón y comenzó a cubrirla de piedras preciosas. Verdad es que para tal fin tuvo que utilizar la caja de la oficina con frecuencia, pero estaba tan seguro de su éxito que lo hizo con el corazón ligero, considerándolo más bien un préstamo casi legítimo que restituiría tan pronto como recibiera los millones de la dote de Alraune. Su Excelencia —bien seguro estaba— no haría sino reírse de aquella picardía.
Y su Excelencia rió, en efecto, pero de muy otra manera de como el buen doctor pensaba. El mismo día en que Alraune recibió el collar de perlas, fue a la ciudad y comprobó el medio del que el doctor se había valido para hacer el regalo. Pero no dijo una palabra.
El conde Geroldingen no podía regalar perlas. No había caja que él pudiera saquear ni joyero que le concediera crédito. Pero dirigía a Alraune sonetos, bastante bonitos en verdad; le pintaba en su traje de hombre y le tocaba al violín, en lugar de Beethoven, que era lo que le gustaba, Offenbach, a quien ella oía con gusto.
El día del cumpleaños del consejero, en que ambos fueron invitados, sobrevino por fin el choque. La señorita había pedido particularmente a cada uno de ellos que la condujera a la mesa, y cuando el criado anunció que estaba servida, los dos acudieron al mismo tiempo. Ambos tomaron por pretenciosa e indiscreta la intromisión del otro y se dijeron entre dientes algunas palabras.
Alraune hizo a Gontram señas de que se acercara.
—Si los señores no pueden ponerse de acuerdo —dijo riendo. Y tomó el brazo del joven.
En la mesa, al principio, reinó el silencio y el consejero tuvo que dirigir la conversación. Pero pronto se animaron ambos enamorados y se bebió a la salud del festejado y de su encantadora hija. Mohnen pronunció un discurso y la señorita le dirigió una mirada que hizo latir las sienes del comandante. Luego, durante los postres, apoyó ligeramente la mano sobre el brazo del conde, un segundo sólo, lo bastante para que el doctor se quedara con la boca abierta.
Cuando se levantaron se dejó conducir por los dos y bailó con ambos. Y durante el vals dijo a cada uno: «¡Qué desagradable ha estado su amigo de usted! Verdaderamente no debía usted tolerárselo».
El conde dijo: «Cierto que no». Pero el doctor Mohnen, golpeándose el pecho, exclamó: «Cuente usted conmigo».
A la mañana siguiente la discordia no le pareció al húsar menos infantil que al doctor. Pero ambos tenían el inseguro sentimiento de haber prometido algo a la señorita ten Brinken.
«Le desafiaré a pistola», se decía Mohnen, sintiendo al mismo tiempo que no era necesario. Pero el comandante le mandó por la mañana temprano un par de camaradas; ya vería el tribunal de honor lo que había que hacer.
El doctor Mohnen parlamentó con los padrinos, les expuso que el conde era su más íntimo amigo y que no le deseaba mal alguno. Si el conde le daba una explicación, todo quedaba arreglado. Y en confianza, añadía, estaba dispuesto a pagar las deudas del comandante al día siguiente de la boda. Los oficiales contestaron que todo eso era muy bonito, pero que no arreglaba nada. El señor comandante se sentía ofendido y exigía una satisfacción. Sólo les había sido encomendado preguntar al doctor si aceptaba el duelo: triple cambio de balas, quince pasos de distancia…
El doctor Mohnen se asustó. «Tres…, triple cambio de balas» —tartamudeaba. El oficial se echó a reír.
—Tranquilícese usted, señor doctor. El tribunal de honor no aceptará nunca semejante exigencia por una bagatela. Se trata sólo de guardar las formas.
El doctor Mohnen se hizo cargo, se confió a la sana razón de los señores jueces de honor y aceptó el duelo. Hizo más aún: se fue a la Corporación de los sajones y mandó al comandante dos estudiantes que le confirmaran e hicieran más severas las condiciones: cinco cambios de balas a diez pasos de distancia. Esto haría buen efecto e impresionaría seguramente a la señorita.
El tribunal mixto, compuesto de oficiales y estudiantes, fue bastante razonable para fijar un solo cambio a la distancia de veinte pasos. De esta manera ninguno de los dos se haría mucho daño y el honor quedaría a salvo. El conde sonrió al oír el fallo y se inclinó cortésmente: pero Mohnen se puso muy pálido. Él había contado con que se declararía no haber lugar al duelo, instándose a los dos a que se presentaran mutuas excusas. Cierto que no era más que una bala, pero ésa podía dar.
Por la mañana temprano salieron en coche hacia el bosque de Kotten, todos de paisano, pero con bastante solemnidad, en siete coches: tres oficiales de húsares y el médico del Regimiento; luego el doctor Mohnen y, con él, Wolf Gontram, dos estudiantes de la Saxonia y otro de la Guestphalia que debía hacer de juez de campo. También el médico doctor Peerenbohm, un veterano de la Corporación de los Palatinos, y además dos criados de la Corporación, dos asistentes y un sanitario a las órdenes del médico. También estaba presente el Excelentísimo señor ten Brinken, que había ofrecido al jefe de sus oficinas su asistencia como médico y había exhumado y hecho limpiar su viejo estuche de cirugía.
Dos horas anduvieron en aquella alegre mañana. El conde Geroldingen estaba de muy buen humor. El día antes, por la tarde, había recibido una cartita de Lendenich conteniendo un trébol de cuatro hojas y un papelito con esta única palabra: «Mascota». Llevaba la carta en el bolsillo interior de su chaleco y le hacía reír y soñar un feliz acontecimiento. Charlaba con sus camaradas divirtiéndose en aquel duelo de niños. Era el mejor tirador de pistola de la ciudad y declaraba estar encantado con la idea de arrancarle al doctor de un pistoletazo un botón de la bocamanga. Pero no se puede tener seguridad en estas cosas, sobre todo cuando se manejan pistolas ajenas; por eso prefería disparar al aire, pues hubiera sido una infamia hacerle al doctor ni siquiera un arañazo.
El doctor Mohnen, que iba en un mismo coche con el joven Gontram y con el consejero, no pronunciaba palabra. También él había recibido una cartita que ostentaba los grandes y agudos rasgos de la escritura de la señorita ten Brinken y contenía una minúscula herradura de oro; pero ni siquiera había reparado en ella, murmurando algo así como: «¡Superstición pueril!» y arrojando la carta en seguida sobre la mesa. Tenía miedo, verdadero miedo, que se derramaba como agua sucia en la fogata de su amor. Se llamaba idiota, por haberse levantado tan temprano para ir al matadero. Constantemente luchaban en él el deseo de pedir perdón al comandante y salir así del paso con la vergüenza de tener que hacerlo ante el consejero y el joven Gontram, a los que tanto había hablado de sus hazañas. Adoptando un aspecto heroico, intentaba fumar un cigarrillo y parecer completamente indiferente a todo. Pero cuando los coches se detuvieron en la carretera junto al bosque y todos marcharon por el sendero que conducía al claro grande, estaba pálido como la cera.
Los médicos prepararon sus vendajes, el juez de campo hizo abrir las cajas de las pistolas y las cargó, pesando cuidadosamente la pólvora para que ambos tiros fueran iguales. Los padrinos sortearon los puestos de sus apadrinados.
El comandante contemplaba sonriendo aquella ceremonia que nadie tomaba en serio; pero el doctor Mohnen volvió la espalda y clavó la vista en el suelo. Luego el juez midió los veinte pasos, dando saltos enormes que hicieron torcer el gesto a los oficiales, que consideraban impropio que aquel señor convirtiera la cuestión en pura farsa sin tener en cuenta el decoro.
—¡Este claro va a ser demasiado pequeño! —le gritó el mayor von dem Osten burlonamente.
Pero el estudiante contestó con toda tranquilidad:
—Los señores pueden meterse en el bosque. Así es más seguro.
Los padrinos condujeron a los duelistas a sus puestos. El juez les instó nuevamente a que se reconciliaran, pero sin aguardar la respuesta prosiguió:
—Como por ambas partes se rechaza toda avenencia, ruego a los señores se atengan a mi señal.
Un profundo suspiro del doctor le interrumpió. A Mohnen le temblaban las rodillas, la pistola cayó de su mano; sus facciones estaban pálidas como un sudario.
—¡Un momento! —gritó el médico acercándose hasta él a grandes pasos.
El comandante, Gontram y los otros señores de la Saxonia le siguieron.
—¿Qué le pasa a usted? —preguntó el doctor Peerenbohm.
El doctor Mohnen no dio respuesta alguna y siguió mirando al frente, completamente descompuesto.
—¿Qué le pasa a usted, doctor? —repitió su padrino levantando la pistola del suelo y volviéndosela a poner en la mano.
Pero Mohnen, que tenía el aspecto de un ahogado, seguía callando.
Una sonrisa se deslizó por el ancho rostro del consejero, y acercándose al sajón le dijo al oído:
—Algo humano le acaba de pasar.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó éste, que no comprendió en seguida.
—Huela usted —murmuró el anciano.
El muchacho se echó a reír, pero ambos comprendieron lo serio de la situación, sacaron sus pañuelos y se los apretaron a las narices.
—¡Incontinentia alvi! —declaró el doctor Peerenbohm.
Sacó del bolsillo un frasquito, puso unas cuantas gotas de opio en un terrón de azúcar y se lo tendió al doctor:
—Tome usted, chúpelo. Reúna todas sus fuerzas. Verdaderamente un duelo así es una cosa terrible.
Pero el doctor no oyó ni sintió nada; ni siquiera percibió su lengua el amargo sabor del opio.
Vagamente vio que los demás se separaban de él; luego la voz del juez: «Uno, dos».
E inmediatamente sonó un tiro. Él cerró los ojos, sus dientes castañetearon, todo daba vueltas en torno suyo. «Tres». Y su propia pistola disparó. Y aquel estallido en su inmediata proximidad le aturdió de tal manera que las piernas se negaron a sostenerle. No cayó, sino que, más bien, se hundió en sí mismo y se halló tendido en el suelo, fresco de rocío, como un cerdo agonizante. Un minuto debió estar así, que a él pareció una hora; luego tuvo la conciencia de que todo había acabado.
—¡Listo! —murmuró con un suspiro de felicidad.
Se tentó el cuerpo. No; no esta herido. Sólo el pantalón presentaba algunos desperfectos… Pero ¿qué importaba?
Nadie se preocupaba de él, tuvo que levantarse por sí mismo, notando la extraordinaria rapidez con que las fuerzas vitales se recobraban. Ansiosamente aspiró el aire fresco de la mañana. ¡Oh, qué hermoso era vivir!
Al otro lado del claro vio cómo todos sus acompañantes se aglomeraban en un compacto grupo. Limpió sus lentes y observó. Todos le volvían la espalda. Lentamente se encaminó hacia el grupo y reconoció a Wolf Gontram, que estaba al final; luego vio unas rodillas y alguien que estaba tendido allí en medio.
¿Era el comandante? ¿Le habría dado? ¿Sería posible que le hubiese matado? Aproximándose, pudo ver con toda claridad; notó que los ojos del conde se posaban sobre él y que su mano le hacía débiles señas de acercarse.
Todos le hicieron sitio y se encontró dentro del grupo. El conde le tendió la diestra y Mohnen se arrodilló para tomarla.
—Perdóneme usted —murmuró—. Realmente no he querido…
El comandante sonreía.
—Ya lo sé, amigo. Fue sólo una casualidad, una maldita casualidad.
Un súbito dolor le sobrecogió, haciéndole sollozar lastimeramente.
—Sólo quería decirle que no le guardo rencor prosiguió en voz baja.
Mohnen no respondió. Una violenta congoja contrajo las comisuras de su boca y sus ojos se llenaron de abundantes lágrimas. Los médicos le apartaron a un lado y siguieron ocupándose del herido.
—No hay nada que hacer —murmuró el médico militar.
—Deberíamos intentar llevarlo cuanto antes a la clínica —dijo el consejero.
—No servirá de nada —replicó el doctor Peerenbohm—. Se nos irá en el camino. Sólo le proporcionaremos tormentos inútiles.
La bala había penetrado por el vientre, atravesando los intestinos y yendo a clavarse en la espina dorsal. Era como si una fuerza secreta la hubiera atraído hacia allí. Precisamente había entrado por el bolsillo del chaleco, atravesando la cartita de Alraune, el trébol de cuatro hojas y la amable palabra «Mascota».
* * *
El pequeño abogado Manasse fue el que salvó al doctor Mohnen. Cuando el consejero Gontram le mostró la carta que acababa de llegar de Lendenich, dijo que ten Brinken era el más desvergonzado canalla que había conocido y conjuró a su colega a no pasar el escrito a la Fiscalía hasta que el doctor estuviera a salvo. No se trataba del desafío —el mismo día en que ocurrió se había abierto el proceso—, sino de un desfalco en la oficina de Su Excelencia. Y el abogado mismo se fue a buscar al delincuente y le sacó de la cama.
—¡Levántese! —aulló—. ¡Vístase! ¡Haga el equipaje! Márchese usted a Ámsterdam en el primer tren y luego embárquese cuanto antes. ¡Es usted un asno, un camello! ¿Cómo ha podido usted hacer semejante majadería?
El doctor Mohnen se frotó los soñolientos ojos. No podía comprender nada. En las relaciones en que estaba con el consejero…
Pero Manasse no le dejó acabar.
—¿Relaciones? —aulló—. Sí, magníficas, brillantes, insuperables… Precisamente es él, majadero, el que ha encargado a Gontram que le denuncie por haber robado la caja.
Mohnen se decidió entonces a saltar de la cama.
Stanislaus Schacht fue el que auxilió a su antiguo amigo. Estudió itinerarios, le dio el dinero preciso, y encargó el auto que le debía conducir a Colonia.
Fue una melancólica despedida. Más de treinta años hacía que vivía Mohnen en aquella ciudad, en la que cada casa, y cada piedra casi, tenía un recuerdo para él. Aquí había echado raíces su vida, aquí tenía una justificación. Y ahora, fuera, al extranjero, con el rabo entre las piernas…
—Escríbeme —le dijo Schacht—. ¿Qué piensas hacer?
Mohnen vaciló. Todo le parecía destruido, derrumbado; su vida yacía ante él como un montón de basuras. Sus hombros se encogieron, sus ojos bondadosos tenían un perturbado mirar.
—No sé —dijo.
La costumbre se impuso. Sonrió entre lágrimas:
—Buscaré un buen partido. Hay muchas chicas millonarias…, allá en América…