CAPÍTULO VIII

Que explica cómo se condujo Alraune como señora de la posesión de los Brinken

Cuando Alraune volvió a la casa del Rin consagrada a San Juan Nepomuceno, el consejero ten Brinken tenía setenta y seis años. Pero ésta edad sólo podía determinarse con ayuda del calendario; ya que ninguna flaqueza, ni achaque alguno la hacían sospechar. Se sentía como soleado en su vieja aldea, que las garras de la ciudad, cada vez más cercanas, iban a asir; se afianzaba como una araña a aquel nido de su poder, tendiendo luego sus redes en todas direcciones. Y sintió como una comezón de impaciencia al acercarse la venida de Alraune: la esperaba como un juguete de sus caprichos, que le serviría como cebo para atraer a sus redes a muchas necias moscas y polillas.

Alraune vino y al viejo le pareció la misma de los días de la infancia. La estudiaba largo tiempo cuando ella se sentaba ante él en la biblioteca, sin encontrar nada que le recordara al padre o a la madre. La joven era pequeña y delicada, delgada, estrecha de pecho y poco desarrollada aún. Su figura entera era la de un niño; sus movimientos, rápidos y algo torpes. Se hubiese podido pensar en una muñequita; sólo que la cabeza nada tenía de muñeca. Los pómulos eran algo salientes, y los labios, pálidos y delgados, se distendían sobre los dientes. Su cabellera flotaba, abundante, espesa: no era roja, como la de su madre, sino castaña. «Como la de la señora Josefa Gontram», pensó el consejero, y le satisfizo la ocurrencia de que ello fuera un recuerdo de la casa en que se concibió la idea de Alraune. Cuando, tranquila y silenciosa, la niña se sentaba frente a él, el profesor la observaba, con su mirada oblicua, críticamente, como si fuera un cuadro, acechando en busca de otras reminiscencias.

Sí. ¡Sus ojos! Se abrían muy por debajo de las delgadas y picarescas rayitas de las cejas, que levantaban la frente estrecha y tersa. Unas veces miraban fría y burlonamente, otras con blandura y ensoñación. Eran de un verde primavera, de una dureza de acero…, como los de su sobrino Frank Braun.

El profesor sacó su ancho belfo; aquel descubrimiento no le resultaba simpático. Pero pronto se encogió de hombros. ¿Por qué el que la imaginó no había de tener su parte en ella? Parte bastante pequeña y comprada muy cara: por todos los millones que la silenciosa niña le había quitado.

—Tienes los ojos brillantes —dijo.

Ella asintió nada más, y él prosiguió:

—Y tus cabellos son hermosos. La madre de Wölfchen tenía los cabellos así.

Y Alraune dijo:

—Me los cortaré.

El consejero le ordenó:

—¡No lo harás! ¿Lo oyes?

Pero cuando bajó a cenar se había cortado ya los cabellos. Parecía un paje, con sus melenas encuadrando su rostro de muchacho.

—¿Que has hecho de tu pelo? —le gritó él.

Y ella, tranquilamente:

—Aquí está.

Y mostró una gran caja de cartón en la que guardaba la lustrosa y larga melena.

Él comenzó a decir:

—¿Por qué te los has cortado? ¿Porque te lo prohibí? ¿Por testarudez?

Alraune sonreía.

—No. Lo hubiera hecho de todas maneras.

—Pero ¿por qué?

Entonces tomó ella la caja y sacó de ella siete largas trenzas. Cada una tenía un lazo dorado y cada una llevaba una tarjetita con un nombre: Emma, Marguérite, Louison, Evelyn, Anna, Maud y Andrea.

—¿Son tus compañeras de colegio? —preguntó el consejero—. ¿Y tú eres tan tonta que te cortas el pelo para mandarles un recuerdo?

Se irritó. Aquel inesperado sentimentalismo de besugo no le agradaba nada. La había imaginado más madura y más áspera.

Ella le miró con los ojos muy abiertos.

—No —dijo—; me son completamente indiferentes. Sólo…

Se detuvo.

—¿Sólo que? —instó el profesor.

—Es que…, es que ellas también tienen que cortarse los cabellos.

—¿Cómo?

Y Alraune, echándose a reír:

—Cortarse los cabellos. Pero del todo; mucho más que yo. Al rape. Les escribo diciéndoles que yo lo he hecho así y ellas lo harán también.

—No serán tan necias —objetó él.

—¡Oh, sí! —insistía Alraune—. Lo harán. Les dije que debíamos cortarnos el pelo todas, y lo prometieron, siempre que yo lo hiciera la primera. Pero lo olvidé y no pensé más en ello hasta que tú has hablado hoy de mis cabellos.

El consejero se burlaba de ella.

—¡Te lo prometieron!… ¡Se prometen tantas cosas!… Pero no lo harán, y tú quedarás como la más tonta.

La joven se levantó de la silla y se acercó al consejero.

—¡Te digo que sí! —murmuró con ardor—. Lo harán, seguro. Saben muy bien que yo les arrancaría el pelo si no lo hicieran. Y me tienen miedo aunque no esté con ellas.

Estaba de pie junto a él, excitada, algo temblorosa.

—¿Estás tan segura de que lo harán?

Ella dijo con firmeza:

—Completamente segura.

Entonces nació en él la misma seguridad. El caso ya no le maravillaba.

—Pero ¿cómo se te ha ocurrido eso?

En el momento pareció transformarse. Todo lo que en ella había de extraño desapareció y volvió a ser la niña caprichosa. Y con una risa breve, mientras sus manos acariciaban las espesas trenzas, dijo:

—Pues mira. Fue así. A mí me dolían estos cabellos tan pesados. Muchas veces me daban dolor de cabeza; y, además, sé que el pelo corto me sienta bien. En cambio, a ellas les está muy mal. La clase primera de la señorita Vynteelen va a parecer una jaula de monos. Y las muy tontas llorarán. Y mademoiselle las reñirá, y la nueva miss y la fräulein las reñirán y llorarán también.

Y batió las manos con una clara risa de alegría.

—¿Quieres ayudarme? ¿Cómo mando esto?

—En paquetes separados. Como muestras sin valor. Certifícalos.

Ella asintió:

—¡Sí, sí! Eso es.

Y durante la comida describió exactamente el aspecto que tendrían sus compañeras. La espigada Evelyn Clifford, que tenía delgados y lisos cabellos de un rubio claro; la sanguínea y morena Louison, que había llevado hasta ahora un peinado en turbante; y las dos condesitas Rodenberg, Anna y Andrea, cuyos largos rizos anillados adornaban sus huesudos cráneos de westfalianas.

—¡Todo fuera! —decía riéndose—. Van a parecer macacos. Y todos se reirán cuando las vean.

Volvieron a la biblioteca, y el consejero la ayudó, le dio cajitas de cartón, hilo, lacre y sellos. Mientras mordía su cigarro, observaba a la niña escribiendo sus cartas.

Siete cartas para las siete niñas de Spa. Las viejas armas de los Brinken brillaban sobre el papel: arriba, Juan Nepomuceno, el patrón de las inundaciones; abajo, una garza luchando con una serpiente: la garza era el animal simbólico de los Brinken.

La miraba, y una ligera comezón se extendió por su vieja piel. Despertaron antiguos recuerdos, concupiscentes pensamientos en niñas y niños casi impúberes… Alraune era, al mismo tiempo, doncella y efebo.

Su viscosa saliva, derramándose entre sus labios carnosos, humedeció el negro habano. La miraba de reojo, lleno de deseo, temblando la lujuria, y comprendió en aquel momento qué era lo que atraía a los hombres hacia aquella pequeña criatura. Eran como pececillos que nadan hacia el cebo sin ver el anzuelo. Pero él lo veía bien y pensó que sabría evitarlo, apoderándose, sin embargo, del dulce bocado.

* * *

Wolf Gontram estaba de escribiente en la oficina que el consejero tenía en la ciudad. Su tutor le había sacado del gimnasio después de un año de voluntariado, poniéndolo de meritorio en un Banco. Allí olvidó lo que en la escuela había aprendido con tanta dificultad. Y había seguido a su paso, haciendo sólo lo que se le pedía. Luego, al terminar su aprendizaje, pasó a la oficina del consejero, que éste llamaba su secretaría.

Esta secretaría de Su Excelencia era un organismo bastante extraño. La dirigía Karl Mohnen, doctor en cuatro Facultades; a su viejo jefe le parecía bastante utilizable. Mohnen seguía como siempre con su vida libre, trababa conocimientos donde quiera que llegaba y anudaba relaciones que para nada le servían. Hacía tiempo que había perdido sus cabellos, pero su olfato era tan bueno como siempre. En todas partes olfateaba algo: una mujer para sí, un negocio para el consejero. Este último era el que salía siempre ganando.

Unos cuantos empleados tenían los libros en bastante orden y cuidaban de la regularidad del servicio. Había una habitación en cuya puerta se leía: «Asuntos jurídicos»; aquí solían pasar una hora Gontram, el consejero y el doctor Manasse, que todavía no lo era. Ellos dirigían los procesos del profesor, que se multiplicaban día a día. Manasse los fáciles, los que terminaban en una victoria; Gontram los difíciles, los que era preciso aplazar una y otra vez y, al fin, terminaban en un arreglo aceptable.

También el doctor Mohnen tenía su habitación propia. Junto a él trabajaba Wolf Gontram, a quien protegía y trataba de educar a su manera. Aquel hombre de mundo sabía mucho; apenas algo menos que el pequeño Manasse, pero su ciencia no tenía relación alguna con su personalidad. Nada podía hacer con ella, y había reunido su cultura como los niños coleccionan sellos de correo: porque sus condiscípulos lo hacen. Ahí, en cualquier cajón, está su colección, de la que nunca se ocupa. Sólo cuando viene alguien y quiere ver un sello raro saca su álbum y lo abre: «Vea usted: Sajonia, 3, rojo».

Algo le atraía hacia Wolf Gontram: quizá los grandes ojos negros, que una vez amara en el rostro de la madre…, que amó como él podía, como amó a otros quinientos ojos hermosos. Cuanto más lejos estaban las relaciones mantenidas con cualquier mujer, tanto más profundas le parecían. Hoy le parecía que había sido íntimo confidente de aquella mujer, aunque nunca se atrevió a besarle la mano. Añádase a esto que el joven Gontram escuchaba cándidamente todas sus historietas amorosas, que no dudaba un segundo de sus hazañas y le tomaba por el gran seductor que a él tanto le hubiera gustado ser. El doctor Mohnen le vestía; le enseñaba cómo anudar una corbata, y le enseñó a ser elegante, en la medida de su criterio. Le dio libros, le llevó a teatros y conciertos para que tuviese siempre en sus habladurías un público agradecido. Se tenía por un hombre de mundo, y quiso hacer otro de Wolf Gontram.

Y no puede negarse que el joven le debía sólo a él todo lo que consiguió ser: era el maestro que necesitaba; que nada pedía y daba siempre, día tras día, casi cada minuto; el que le educó sin que el otro lo notara. Así se desarrolló en Wolf Gontram una vida. Todos en la ciudad sabían que era hermoso, menos Karl Mohnen, para quien la idea de belleza estaba unida estrechamente a unas faldas y a quien sólo le parecía hermoso lo que llevaba cabellos largos y nada más. Cuando todavía iba Wolf al gimnasio, los viejos se volvían, persiguiéndole con una mirada oblicua, y los pálidos oficiales le seguían con los ojos, y muchas bellas cabezas de rasgadas líneas, en las que gritaban anhelos contenidos, suspiraban reprimiendo rápidamente un ardiente deseo. Ahora las miradas le venían de entre velos o desde debajo de grandes sombreros: los hermosos ojos de las mujeres perseguían al joven.

—Esto puede dar algo de sí —murmuraba el pequeño Manasse, sentado junto al Consejero Gontram y su hijo en el Jardín de los Conciertos—. Si no se vuelve pronto, le va a doler la nuca.

—¿A quién? —preguntó el consejero.

—¿A quién? A su Alteza Real. Mire usted para allá, señor colega. Desde hace media hora está allí con el cuello torcido, sin quitar los ojos de su hijo.

—Bueno; déjela usted —dijo Gontram indiferente.

Pero el pequeño Manasse no cedía.

—Siéntate aquí, Wolf —le ordenó.

Y el joven, dócilmente, se puso a su lado, volviendo las espaldas a la princesa.

¡Ay! Aquella belleza aterraba al pequeño abogado. ¡Como en la de la madre, creía oír también, bajo su máscara, reír a la Muerte! Y esto le atormentaba, le martirizaba. Y odiaba al joven casi tanto como había amado a la madre. Este odio era bastante extraño. Era una pesadilla: un ardiente deseo de que en el joven Gontram se cumpliera el destino al que estaba llamado. Hoy mejor que mañana. Para el abogado, sería como si aquel cumplimiento le trajera una liberación.

Y hacía, sin embargo, todo lo que podía por aplazar indefinidamente aquella redención. Salía en defensa de Wolf donde quiera que podía, le ayudaba a allanar su vida.

Cuando Su Excelencia ten Brinken robó la fortuna de su pupilo, se puso fuera de sí.

—Es usted un loco, un idiota —le aulló a Gontram, y de buena gana le hubiera mordido las pantorrillas como su difunto perro Cyklop.

Y analizó ante el padre, minuciosamente, de qué canallesca manera había sido estafado su hijo. El profesor adquirió los viñedos y terrenos que Wolf heredara de su tía, pagando por ellos menos del precio normal, y luego encontró en aquel suelo tres ricas fuentes medicinales, que había hecho demarcar y que estaba explotando.

—Nunca se nos hubiera ocurrido a nosotros —replicó el consejero Gontram tranquilamente.

Manasse espumeaba de indignación. Lo mismo da. Los terrenos valían ahora seis veces más. Y lo que el viejo estafador había pagado lo había vuelto luego a descontar como mantenimiento del joven. Una verdadera cochinada.

Pero nada hacía impresión en el consejero Gontram, que era bondadoso y tan lleno de bondad, que sólo bondad veía en los demás hombres. Era capaz de ver en los más perversos hechos de los más bajos criminales una chispita de bondad. Y ensalzaba al profesor por haber empleado a su hijo en la secretarla, y arrojó, como último triunfo, haberle oído decir que recordaría a su hijo en su testamento.

—¿Ése?… ¿Ése? —dijo el abogado, rojo de rabia contenida; y se tiraba de los grises cañones de su barba—. Ni un céntimo le dejará como recuerdo.

Pero Gontram cerró el debate.

—Por lo demás, a ningún Gontram le ha ido mal desde que corre el Rin.

Y en esto tenía toda la razón.

* * *

Desde que Alraune estaba de vuelta, Wolf cabalgaba cada tarde hacia Lendenich. El doctor Mohnen le había prestado un caballo que su amigo el comandante conde Geroldingen había puesto a su disposición. El mentor había hecho al joven aprender a bailar y a esgrimir. Dijo que un hombre de mundo debía hacerlo así, y refirió historias de locas cabalgadas, dueños victoriosos y grandes éxitos en el salón de baile; aun cuando él mismo nunca había trepado sobre un jamelgo, ni se había visto frente a una espada y apenas podía bailar una polca.

Wolf Gontram conducía al establo el caballo del conde y atravesaba luego el patio hacia la casa señorial. Llevaba una rosa. Sólo una, como le había enseñado el doctor Mohnen. Por cierto, la más espléndida que había encontrado en la ciudad.

Alraune ten Brinken tomaba la rosa y comenzaba a deshojarla lentamente. Cada tarde ocurría así. Pellizcaba las hojas y hacía con ellas ampollitas, que reventaba, con un chasquido, sobre la frente y las mejillas de él. Tal era el favor que le concedía.

Tampoco él pedía más. Soñaba, pero nunca sus sueños se condensaron en deseos. Se entretejían en el aire y llenaban las viejas estancias, como anhelos sin dueño.

Wolf Gontram seguía como una sombra a aquel extraño ser a quien amaba. Alraune, como cuando eran niños, le llamaba Wölfchen.

—Porque eres como un perrazo: un animalote tonto, bueno y fiel. Negro y peludo, muy bonito, con leales y profundos ojos de mujer. Por eso… Porque no sirves para nada, Wölfchen, más que para llevar la cartera corriendo detrás de cualquiera.

Y ella le hacía tumbarse ante su sillón y le pisaba suavemente el pecho o le rozaba las mejillas con su zapatito, que luego arrojaba, poniéndole entre los labios los dedos de sus pies.

—¡Besa, besa! —decía riendo.

Y él besaba la media de seda que le envolvía el pie.

* * *

El consejero miraba de reojo, con una sonrisa agria, al joven Gontram. Era tan feo como hermoso el muchacho. Bien lo sabía, pero no temía que Alraune se enamorara de él. Sólo le molestaba aquella constante presencia suya.

—No necesita venir aquí todas las noches —refunfuñó.

—Sí —replicó Alraune.

Y Wölfchen venía.

El profesor pensó:

—Está bien. Trágate el anzuelo, hijito.

Alraune fue así la dueña de la mansión de los ten Brinken. Y lo fue desde el día en que llegó del pensionado. Era la dueña, pero siguió siendo una extraña, una intrusa, algo que no había crecido en aquella tierra, que no tenía afinidad con nada de lo que allí alentaba o radicaba. Los recaderos, las criadas, los cocheros y los jardineros sólo la llamaban «la señorita». Y lo mismo las gentes de la aldea. Decían, «por ahí va la señorita» como si hablaran de una persona cualquiera que estuviera de visita.

A Wolf Gontram le llamaban en cambio «el joven señor».

El sagaz consejero notaba esto y le satisfacía:

"La gente nota que ella es algo diferente —escribía en el infolio—. Y también lo notan los animales."

Los animales, los caballos y los perros y el esbelto corzo que corría por el jardín, y hasta las ardillas que se escabullían por las copas de los árboles. Wolf Gontram, en cambio, era el gran amigo de todos ellos. Levantaban la cabeza y venían a su encuentro cuando él se les aproximaba. Pero cuando la señorita se acercaba, la rehuían. «Sólo a los hombres se extiende su influjo —pensaba el profesor—. Los animales están inmunes». Y contaba entre ellos, naturalmente, recaderos y campesinos. «Tienen el mismo sano instinto —meditaba—, la misma involuntaria animadversión, que casi es miedo. Ella puede estar contenta de haber venido al mundo hoy, y no hace medio milenio. En menos de un mes se la hubiera tenido por bruja en la aldea de Lendenich, y el obispo habría recibido un buen asado». Aquella repulsión que sentían por Alraune los animales y la gente baja encantaba al anciano casi tanto como la extraña atracción que ejercía sobre los mejor nacidos. Siempre citaba nuevos ejemplos de esta adhesión y de este odio, aun cuando en ambos campos se dieran excepciones.

De las notas del consejero se destaca con certeza su convicción de la existencia de cualquier momento en Alraune capaz de provocar una influencia, bien precisa de contornos, sobre lo que la rodeaba. Así que el profesor siempre se esforzaba en buscar y subrayar todo cuanto le parecía a propósito para fortalecer su hipótesis. Cierto que, de esta manera, la biografía de Alraune, tal como su progenitor la escribió, no es tanto un relato de lo que ella hizo como de lo que hicieron otros influidos por ella. Sólo en las acciones de los hombres en contacto con ella se refleja la vida del ser Alraune. Al consejero se le aparecía verdaderamente como un fantasma, como una apariencia sin vida en sí misma, como una sombra que se proyectaba en rayos ultravioletas y que sólo cobraba forma en algún suceso que caía fuera de ella misma. Él se abismó tanto en este pensamiento, que muchas veces no creía que fuera un ser irreal al que él había dado cuerpo y forma: una muñeca sin sangre a la que él había prestado una máscara. Esto halagaba su vieja vanidad. Él era la razón última de todo lo que por medio de Alraune sucedía.

Y así adornó él a su muñeca haciéndola cada día más hermosa. Le dejó ser el ama y no dejó de adaptarse, como los demás, a sus deseos y caprichos. Con la diferencia de que él creía tener siempre el juego en sus manos; estaba convencido de que, a fin de cuentas, era su voluntad la que se manifestaba por medio de Alraune.